25

Al final de la función, hombres y mujeres estaban de acuerdo en que Shakespeare debía de ser la persona más romántica del mundo o no habría podido escribir semejantes diálogos amorosos. «Si supieran…», pensé.

Pero luego me vino algo a la cabeza: ¿Se podían escribir semejantes manifestaciones de amor si no se sentían? Quizás la gente tenía razón: Shakespeare debía de tener un lado romántico en algún lugar profundo de su interior.

Y aún me chocó otra cosa: Trabajos de amor perdidos era una comedia alegre, pero no acababa bien. ¿Por qué tenía un final tan triste? ¿Estaría relacionado con la vida de Shakespeare? ¿Algo lo había afligido tanto que sólo podía expresar su romanticismo en sus obras? ¿Era un alma herida? ¿Igual que yo?

Al acabar la obra, le pedí al gordinflón llamado Kempe que me acompañara «a casa». Yo no tenía ni idea de dónde vivía Shakespeare, y el dramaturgo seguía sin responderme. Kempe salió conmigo del teatro, a la calle iluminada por la luz rojiza del atardecer, donde los espectadores animados se ponían en camino hacia sus hogares.

—¿No me dirás que no tenemos un oficio fantástico? —preguntó apasionado el gordinflón.

—Yo… diría que sí —afirmé dándole la razón.

Hacer feliz a la gente debía de ser realmente fantástico. Sí, claro, también había maestras que ejercían de maravilla su oficio y encontraban satisfacción en él, pero yo no pertenecía en absoluto a ese grupo. Yo más bien hacía infelices a los niños, y la cosa era mutua. Los alumnos y yo estábamos en una situación donde todos perdíamos.

—La gente sale muy contenta, eso es magnífico… —opiné.

—No me refería a eso —replicó Kempe.

—¿Ah, no? —pregunté sorprendida.

—No tenemos que ir a trabajar todos los días, podemos dormir hasta tarde, podemos enseñar el culo en el escenario sin que los soldados nos corran a latigazos… Somos bufones y gozamos de la libertad de los locos. Y la guinda del pastel de nuestra vida es que el dueño del teatro también tiene un burdel. ¿Seguro que no quieres acompañarme a ver a Kunga?

—No, no… Me duele la cabeza.

—Hay otra prostituta nueva, se llama Kitty —dijo Kempe, y se puso a cantar otra vez—: Y Kitty es tan prieta que me encanta tocarle una te…

—No, gracias —lo interrumpí antes de que continuara cantando—. Necesito tumbarme.

—También hay una mujer nueva que se llama Vicky.

—¡Ni se te ocurra hacer una rima con su nombre!

—Te estás haciendo viejo —dijo Kempe suspirando—. Y eso que tienes diez años menos que yo.

Kempe me acompañó hasta una casita de madera que tenía un aspecto bastante miserable por fuera, y se despidió de mí para ir a ver bailar a Kunga:

—Cuando Kunga baila es una joya, y a mí se me excita la…

Le cerré la puerta en las narices.

Luego escudriñé con la mirada aquella casa vieja y vi una escalera estrecha y muchas puertas; era obvio que allí vivía mucha gente. Seguramente Shakespeare no ganaba mucha pasta con sus obras; de lo contrario, se podría haber permitido un alojamiento mejor. No tenía la más remota idea de en qué habitación viviría. Subí por la escalera estrecha y torcida, encontré la puerta de una habitación abierta, me colé dentro y vi un camastro de madera espartano, una tina de madera donde probablemente podías sentarte para tomar un baño y una pequeña mesa sobre la cual había una pluma, un tintero y un montón de pergaminos. Me acerqué a la mesa, eché un vistazo al texto escrito en la hoja de encima y leí: «Hamlet, una comedia. De William Shakespeare». Entonces lo supe: aquél era el hogar del bardo, podía echarme a descansar por fin.

Me senté en la cama, me quité los zapatos y descubrí que Shakespeare era propenso a que los pies le olieran a queso.

Ignoré como pude el olor y me tumbé. Contemplé el techo de madera oscura, luego el ventanuco desde donde se podía ver el cielo estrellado —ya era de noche—, que brillaba de manera realmente impresionante. Como aquel día junto al mar, cuando Jan y yo nos besamos por primera vez. El recuerdo de aquel maravilloso momento me confortó: aquel beso había sido uno de los escasos momentos de mi vida que había disfrutado enteramente, del que nunca tuve que arrepentirme y por el que había valido la pena vivir.

Mientras me deleitaba con los recuerdos, llamaron a la puerta. Por un instante temí que entrara Kempe con Kunga, Kitty y Vicky, y que colgaran allí mismo un trapecio. Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió y entró una chica con un vestido marrón. Tenía un rostro corriente y me miraba ensimismada con sus ojos ligeramente bizcos.

—Soy yo —dijo exultante.

—Sí… Ejem… Cierto… Eres tú… —confirmé.

Encendió las velas que había en la habitación y yo intenté descubrir discretamente cuál era mi situación:

—Y… ¿Y qué haces por aquí?

—Voy a desnudarme.

—¿DESNUDARTE?

De golpe y porrazo comprendí cuál era mi situación.

—Exacto, tu pequeña Phoebe va a desvestirse —confirmó, y me sonrió con los ojos un poco más bizcos.

Luego, la pequeña Phoebe hizo realidad sus palabras. ¡Y era más que rápida desnudándose! Por lo visto había subestimado a las mujeres de la época, que eran realmente hábiles despojándose de sus corsés.

Pocos segundos después, la joven estaba completamente desnuda delante de mí y me pedía:

—Ahora desnúdate tú.

—Ejem… Mejor no… —balbuceé.

—¿Por qué no?

Busqué una excusa deprisa y corriendo, y la encontré:

—Porque… me huelen los pies.

—Pues no te quites las calzas —dijo Phoebe sonriendo.

—Pero es que el olor las traspasa —repliqué con voz ligeramente aguda, intentando salir de aquel follón.

—Cuando amo a un hombre, lo amo todo entero.

No se dejó liar y se sentó a mi lado en la cama. Nunca había estado tumbada tan cerca de una mujer desnuda. ¡Y tampoco lo había echado nunca de menos!

—Ejem, pero es que mis pies apestan de verdad. Huele —dije, y acerqué desesperada el pie a Phoebe.

—Aguantaré la respiración —replicó sonriendo ampliamente Phoebe, que apartó el pie y empezó a desabrocharme la camisa.

—Yo… Yo… También me huelen los sobacos.

Siguió desabrochando imperturbable.

—Y he comido cebolla —expliqué presa del pánico.

—Nada me detendrá —dijo Phoebe con una sonrisa.

Para subrayar sus palabras, empezó a besuquearme el cuello. Eso me resultó extremadamente desagradable. Antes de que la cosa degenerara, me apresuré a decir:

—Deberías irte.

Phoebe me miró totalmente estupefacta:

—Pero… tú… Tú prometiste desvirgarme.

¡Shakespeare era un capullo!

—Tal vez en otra ocasión —le ofrecí torpemente—, cuando tenga los pies limpios.

—No, la noche maravillosa tiene que ser hoy.

—Oh, sabes, la primera vez no es tan maravillosa, si uno pudiera saltársela…

—Hace poco me dijiste otra cosa —me interrumpió—. Dijiste que eras el rey de la desfloración.

¡Shakespeare era el rey de los capullos! Antes de que pudiera replicar nada, la joven deslizó su mano hacia mi entrepierna, ¡directa a las calzas!

No podía ser que hiciera eso.

Me acarició allí con la mano.

¡No podía hacerme eso!

Continuó acariciando.

Algo se movió dentro de mis calzas.

¡Oh, Dios mío!

Acarició con más esmero.

Algo se movió aún más dentro de mis calzas.

¡OH, DIOS MÍO!

Phoebe se esforzaba de verdad.

Las calzas empezaron a tensarse ligeramente.

¡OH, DIOS MÍO! ¡OH, DIOS MÍO! ¡OH, DIOS MÍO! ¡DIOS! ¡DIOS! ¡DIOS!

Salté de la cama, despavorida.

—¡No me toques ahí! ¡No me toques ahí! —grité.

—¿Por qué no?

—¡Yo tampoco me toco! —contesté fuera de mí.

—¿Tú tampoco te tocas? ¿Y cómo haces pipí?

—Me inclino hacia delante.

—¿Te inclinas hacia delante? —preguntó Phoebe, francamente perpleja.

—¡Da igual! —apremié—. ¡Sal de mi habitación!

Phoebe me fulminó con la mirada.

—¿Sabes qué pasará si me echas?

—Sí —contesté agitada—. ¡Evitaré el acto sexual más extraño de toda la historia de la humanidad!

No replicó a ese comentario, seguramente sorprendente para ella, sino que masculló:

—La pequeña Phoebe le contará a su padre que tú me has desvirgado.

—Pero eso no es verdad —contesté desconcertada.

—Aun así, lo haré.

—Pero ¿por qué?

No acababa de entenderlo.

—Porque entonces sus hombres te perseguirán y te arrojarán por la ventana.

¡La pequeña Phoebe era una cabronaza!

—Pero si me desvirgas, la pequeña Phoebe no le dirá a su padre que tú la has desvirgado —dijo sonriendo con malicia y una mirada bastante bizca.

Si todas las mujeres de aquella época eran así, comprendía un poco la imagen negativa que Shakespeare tenía de ellas.

—¿Qué? ¿Te acostarás conmigo? —me pidió con su mirada bizca que probablemente pretendía ser seductora.

Y volvió a deslizar la mano hacia mi entrepierna. Yo me enfrentaba a la elección entre la muerte y unas calzas donde se podía colgar una percha.

Eso no era una elección.

—¡Haz el favor de irte! —le pedí sin ambages.

Phoebe escrutó mi semblante decidido. Lágrimas de furia y desesperación brotaron de sus ojos; estaba furiosa como la madre de un alumno de primaria cuando le explican que su hijo no destaca por su conducta de superdotado, sino simplemente por su conducta.

—¡Eres muuuuuy malo! —gritó Phoebe.

Agarró sus cosas y se vistió casi tan deprisa como se había desvestido. También había subestimado a las mujeres de la época en lo tocante a la velocidad para vestirse.

—¡Te arrepentirás! —refunfuñó al salir de la habitación.

Me la quedé mirando. Me daba miedo, pero intenté tranquilizarme. Tal vez sólo era un farol. Si tanto quería que Shakespeare la desvirgara, no se encargaría ahora de que lo mataran. La gente de aquella época estaba más loca que yo en las cosas del amor, pero no llegarían tan lejos. ¿O sí?

Volví a tumbarme en la cama y suspiré profundamente. Cuando menos lo esperaba, echaron la puerta abajo. Tres hombres enormes, vestidos con camisas negras, calzas negras y capuchas oscuras que recordaban al Ku Klux Klan, se precipitaron en la habitación. Y yo pensé: «Oh, mierda, ya han llegado».