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Tenía que librarme imperiosamente de aquel espíritu. No quería ni pensar que mis hijos se encontraran con él. Quedarían trastocados de por vida. Más de lo que ya estaban a causa de su madre.

Pero ¿cómo escaparía del espíritu? Mientras reflexionaba sobre esa cuestión, me noté muy cansado. Estar poseído por un espíritu, hablar con él, estar a su merced, me exigía una fuerza casi hercúlea. Cada vez me costaba más pensar; aun así, poco antes de perder el sentido, se me ocurrió una solución al dilema: la única persona que podía sacarme de aquella pesadilla era el gran alquimista John Dee, un hombre que conocía los secretos de la magia negra mejor que mi amigo Kempe a las prostitutas de Londres. Ese alquimista ya había obrado maravillas: había hecho fértiles a los infértiles e infértiles a los fértiles, y se decía que incluso había inventado una píldora que estimulaba a los hombres viejos en el trato carnal. Sólo con ese invento habría podido acumular más oro del que había en el Tesoro de Inglaterra. Sin embargo, por alguna razón oscura, eso no le interesaba. Según decían, lo único que le interesaba eran las lejanas tierras asiáticas: sus religiones, usos y costumbres. Habría podido comprenderlo si le interesaran las mujeres asiáticas. Pero sus gustos no importaban, él podría ayudarme. Sólo había un problema: ¿cómo conseguiría llevar al espíritu hasta el alquimista? Y, mientras cavilaba sobre la cuestión con mis últimas fuerzas, perdí definitivamente la consciencia.

Contemplé desde el carruaje la agitada vida de Londres. Los comerciantes, los paseantes, los niños que correteaban por las calles con camisas hechas jirones, todos eran mucho más ruidosos que la gente de nuestro tiempo. Renegaban más alto, hablaban más alto, reían más alto… Simplemente, eran mucho más animados. Si aquellos londinenses no hubieran tenido tan mal la dentadura, casi habrías podido envidiarlos por su vitalidad.

Con todo, seguro que ellos tenían una existencia más complicada y más problemas que nosotros en nuestro tiempo. Sí, claro, nosotros también lo teníamos complicado con el miedo a perder el trabajo, la globalización o el cambio climático, pero, si lo comparábamos con la vida de la gente que había vivido en los milenios anteriores (ya fuera la mujer prehistórica Uftata, los esclavos romanos o las amantes de Gengis Khan), lo teníamos bastante bien.

Por otro lado, ¿de qué servía la comparación? Como solía decir mi padre: «Por desgracia, mi ciática no mejora porque la gente pase hambre en África».

Aquellas gentes no se lamentaban de nada, a pesar de tantas fatigas: en vez de eso, renegaban, vociferaban y gritaban. Y mientras las miraba, no pude evitar pensar que, en mi época, llevaban siglos muertas. Hacía mucho que eran polvo en la tierra, incluso sus ataúdes eran polvo en la tierra, y probablemente también lo eran sus lápidas. Aunque vivieran ochenta años, su existencia sólo sería un abrir y cerrar de ojos en el curso de la historia del mundo. Lo mismo valía para la gente de nuestra época en el tercer milenio. Todo lo que tanto nos alteraba acabaría siendo completamente insignificante en el transcurso del tiempo: las crisis económicas, las catástrofes climáticas, las tarifas de los móviles…

Todos éramos de lo más efímero.

El único consuelo era que, por lo visto, el alma renacía aunque no nos diéramos cuenta. Al parecer, el alma vivía su propia vida inmortal, mientras todo lo demás moría: tanto los distintos cuerpos que albergaban sucesivamente el alma, como el espíritu que constituía nuestro «yo», nuestra personalidad, nuestra individualidad. El «yo» consciente de mí, Rosa, moriría. Lo único que siempre quedaría era el alma, una sustancia eterna sin conciencia.

Me pregunté si aquella gente haría las cosas de otra manera si supiera lo que yo sabía ahora: que su «yo» era efímero. La mujer gorda con una falda raída, ¿se enfadaría tanto porque las manzanas que pretendían venderle estaban carcomidas por los gusanos? El viejo de las calzas demasiado ceñidas, ¿seguiría permitiendo que su mujer se burlara de él diciendo que era «hombre con unos cataplines que parecían ciruelas pasas»? La condesa María, ¿lloraría la muerte de su hermano durante siete años si supiera que no habría muchos más períodos de siete años en su vida? El chaval de unos once años que se ofrecía en la calle a los viandantes para echar las ratas de sus casas a cambio de dinero, ¿no iría a la escuela si fuera más consciente de que sólo podía desarrollar esa vida?

Y yo, ¿me habría hecho maestra?

Más bien no.

En aquel instante comprendí cuánto tiempo precioso había malgastado ya. Por ejemplo, con mi primera experiencia sexual. Y con la segunda. Y con muchas otras. Y con mis primeras relaciones. En total, eso sumaba aproximadamente una tercera parte de mi vida, que había malgastado y nunca recuperaría.

Además, aún había un montón de cosas que no había apreciado en mi vida y de las que, visto en retrospectiva, debería haber disfrutado más: el tiempo que mis padres querían pasar conmigo. Tampoco había sabido valorar nunca debidamente el tiempo que pasaba con Holgi (siempre pensaba que necesitaba amigas de verdad, como las chicas de Sexo en Nueva York, pero Holgi siempre estaba a mi lado: cada vez que me emborrachaba, él me llevaba a la cama y así impedía que pasara noches enteras durmiendo con la cabeza metida en la taza del váter) y, naturalmente, también contaba el tiempo que había pasado con Jan y que yo, tonta de mí, no había disfrutado lo suficiente porque estaba preocupada por el miedo a que me dejara por otra, más inteligente y hermosa. ¿Tal vez era eso lo que tenía que aprender? ¿Que debía disfrutar más de la vida? ¿Que el verdadero amor se centra en la vida?

Si era así, aún me quedaba un largo camino por delante.