—Los cumplidos son los atrapamoscas de las mujeres.
—Y pensar que en mi época creen que erais un romántico —dije sacudiendo la cabeza.
—¿En tu época? ¿Qué quieres decir? —pregunté desconcertado.
¿Debía explicarle a Shakespeare de dónde venía? Eso seguramente dinamitaría su imaginación. Así es que decidí mentirle un poco:
—Me refería a mi tierra.
—¿No eres de Londres?
—No, nací en Wuppertal… —empecé a decir, y Shakespeare me interrumpió antes de que pudiera explicarle que ahora vivía en Düsseldorf.
—Wuppertal, nunca he oído hablar de ese lugar.
—Tampoco os habéis perdido nada.
—Y en… Wuppertal… ¿han oído hablar de mí? —Me sentía muy halagado.
Estaba claro que el poeta necesitaba que le mimaran el ego. Pero ¿quién no lo necesitaba? A mi propia inseguridad siempre le había ido bien que Jan dijera que me encontraba guapa. Por eso aún dolía más que ahora se lo dijera a Olivia.
—¿Qué dice de mí la gente de Wuppertal? —pregunté, ansioso por saber el eco de mi fama en el mundo.
Pensé un momento qué debía contestar y llegué a la conclusión de que Shakespeare estaría más a buenas conmigo si lo halagaba. Por eso contesté:
—Admiran vuestras obras.
—¿Alguna en especial?
—Hamlet… —Mencioné la única que había estudiado en el colegio.
—Hamlet, pero si aún no la he terminado —repliqué con perplejidad.
—Bueno… ejem… La fama precede a la obra incluso antes de estar terminada —me apresuré a decir.
—Con razón, será una comedia magnífica.
—Ejem… ¿Comedia? —pregunté sorprendidísima.
—Trata de un danés que no consigue decidirse —expliqué—. Por ejemplo, si Hamlet va a una taberna, se pregunta: «Tomo vino o no tomo vino». Y si quiere comer algo, reflexiona: «Como cerdo o no como cerdo»…
Por lo visto, Shakespeare aún estaba muy lejos de la versión definitiva de la obra. Aún era un hombre relativamente joven. Me pregunté qué lo habría movido en el transcurso de los años a convertir una comedia en una tragedia.
—… Y si Hamlet yace desnudo en la cama con una mujer, se pregunta: «entro o no entro»…
—Os agradecería que no prosiguierais —le pedí entonces.
—Como quieras, espíritu… Ya me callo —contesté un poco dolido de que no quisiera saber nada más de mi nueva obra.
—Bien…
—Puedo estar callado como una tumba…
—Es bueno saberlo…
—Para ser exactos, comparada conmigo, una tumba es una auténtica cotorra…
—Perfecto…
—Y yo…
—¿Shakespeare?
—¿Sí?
—¡¡¡Cerrad el pico de una vez!!!
El espíritu era más maleducado que una prostituta infectada de hongos.
Mientras Shakespeare por fin se callaba y el carruaje cruzaba las zonas pudientes de la ciudad, jugueteé con el medallón donde se encontraba el retrato de la condesa María. Entonces me asaltó un terrible pensamiento: ¿Y si aquella mujer se parecía a Olivia igual que Essex se parecía a Jan?
La idea me puso muy nerviosa y se me humedecieron las manos.
Ahora, encima, el espíritu se ponía a transpirar. ¡Con mi cuerpo!
Decidí contar mentalmente hasta tres y luego abrir el medallón. Y mientras contaba, no dejaba de pensar:
«Uno: Ojalá la condesa no se parezca a Olivia».
«Dos: No soportaría que Jan y ella también acabaran siendo pareja aquí».
«Tres: Porque eso probablemente significaría que sus almas se habían amado a lo largo de los siglos».
«Cuatro: En cuyo caso Olivia, y no yo, sería para Jan el gran amor de su vida».
«Cinco: Ya había contado hasta tres».
«Seis: Volveré a contar hasta tres».
«Uno: Estoy demasiado jiñada para abrir el maldito medallón».
«Dos: Pero también tengo demasiada curiosidad para dejarlo correr».
«Tres: ¿Qué hago?».
«Cuatro: Debería practicar otra vez lo de contar hasta tres».
«Cinco: O sea, volver a empezar desde el principio».
«Uno: Ah, ¡qué caray!».
Abrí el maldito medallón.
La mujer del retrato no se parecía a Olivia.
No, ¡era una versión todavía más guapa y encantadora de Olivia!
Por lo visto, no sólo yo había vivido en esa época, sino también Jan y Olivia. ¿Sería que sus almas habían vagado de vida en vida, siempre en circunstancias distintas? A lo mejor sus almas ya se habían enamorado en la época de los romanos o en el antiguo Egipto, o habían recorrido ya nuestro planeta en la Edad de Piedra. Tal vez Jan fue un hombre prehistórico llamado Urghh, y Olivia una mujer prehistórica llamada Uftata, y un día Urghh le sacudió un mazazo en la cabeza a Uftata, la arrastró hasta su cueva y allí se lo montó con ella.
¿Tenía que aprender algo de todo eso? ¿Que existe el verdadero amor entre dos almas predestinadas? ¿Que había que dejar que ese verdadero amor siguiera su curso en vez de interferirlo como yo había hecho? Yo me había cuidado de que Jan estuviera unos años conmigo, hasta que, como él había dicho, había encontrado «el amor más profundo, maduro» con Olivia. Lo habría encontrado mucho antes si yo no me hubiera entrometido. ¿Había sido yo una mera interferencia en el ciclo eterno del amor?
Sí, creo que era eso: el verdadero amor entre dos almas existe. Recorre milenios. Y está predestinado. Y yo tenía que hacerle el favor de no cruzarme en su camino. Había aprendido la lección en el pasado. Una lección terriblemente dolorosa.
Entonces pensé que en cualquier momento despertaría de nuevo en la caravana del circo.
Pero no lo hice.
Esperé. Y esperé. Y esperé. Pero seguía sin despertar. Me incorporé, me asomé por la ventana abierta del carruaje en marcha, miré hacia el cielo y grité desesperada:
—¡Lo he pillado! ¡Misión cumplida!
Y me acordé de que George Bush había anunciado lo mismo en la guerra de Irak: «¡Misión cumplida!».
El espíritu no sólo era maleducado, también desvariaba como un perro castrado intentando fornicar con una castaña.
No tenía ni idea de a quién le gritaba. ¿A Dios? Bueno, seguro que toda esa idea de las almas había sido suya. Y fijo que también había inventado lo del amor. ¿Quién más podía haber sido? ¿O eran las almas simplemente algo que se originó sin la intervención de un poder superior? ¿A través de la evolución? ¿Un simple elemento de la naturaleza? Entonces, la cuestión de qué almas estaban predestinadas para qué almas y cuáles no tampoco tenía nada que ver con un ser divino, sino con la biología. Una biología que los humanos simplemente todavía no conocíamos, por no hablar de comprenderla. Y si la evolución había producido las almas, entonces no tenía que gritarle a un dios en el cielo. Al parecer, lo que mi alma tenía que aprender era otra cosa. Pero ¿qué podía ser? ¿Qué tenía que saber yo del verdadero amor de las narices?