El parecido con Jan era realmente chocante, sólo que el conde llevaba el pelo largo hasta los hombros, como un Beatle en la fase de experimentación con las drogas.
Pero lo más desconcertante, lo más sorprendente, lo más trastornante era que se parecía a Jan el día en que nos conocimos. En que nos enamoramos. En que nos besamos por primera vez. Y en que fue nuestra primera vez.
Después de que lo hubiera salvado, estando aún en la lancha de los socorristas, Jan me invitó a una fiesta informal en la playa esa misma noche. Lo único que tenía que hacer era ir a casa de sus padres en Kampen.
Mientras me arreglaba emocionadísima en la tienda de campaña de Holgi para ir a la fiesta, le pedí a mi amigo que me acompañara a la tierra de los ricos, a Kampen. Pero no quiso porque en el restaurante Mariachi había conocido a un simpático camarero de temporada, español, que, según Holgi, tenía unas castañuelas impresionantes.
Me puse un top, sandalias y mis mejores pantalones cortos, y me fui sola en coche a Kampen. La casa de los padres de Jan era grande y muy bonita. Con el dinero que había costado seguro que se podría haber saldado la deuda exterior de algún que otro país africano. Al llegar, me di cuenta de que los demás invitados no entendían lo mismo que yo por «informal». Mientras que yo me había plantado allí con mi mejor ropa de diario, las mujeres llevaban elegantes vestidos de diseño y los hombres camisetas caras de marca. Sólo una vez en la vida me había sentido tan fuera de lugar. El día en que me senté desnuda en el autobús de línea. Y, afortunadamente, sólo fue un sueño.
Por desgracia, la fiesta en la playa era real. De hecho, pensé en largarme enseguida, pero Jan me saludó:
—Aquí está mi salvadora.
Me llevó a la terraza, que daba directamente a la playa, y me agasajó con champán y gambas a la plancha. Cosas a las que podías acostumbrarte sin problema. Sus amigos me miraron un poco moscas cuando pedí kétchup, pero en general no me trataron con arrogancia, pues había librado a su amigo de morir ahogado. Olivia, que en aquella época ya parecía la mujer perfecta para Jan, me dio las gracias de todo corazón y dijo:
—Le has salvado la vida a un hombre muy especial.
En aquel instante no me tomaba por una competidora, ni le pasó por la cabeza que alguien como Jan pudiera interesarse por alguien como yo. En aquel momento, yo también lo consideraba improbable.
El disc-jockey inauguró el baile, puso la canción Time of my life, de la película Dirty Dancing, y me entraron ganas de bailar para reducir un poco la tensión. Pero, desgraciadamente, observé que todos bailaban en pareja. Jan y Olivia tenían muy buena estampa, podrían haber participado tranquilamente en un concurso. Me habría gustado mucho estar entre los brazos de Jan en lugar de Olivia, pero no dominaba el disco-fox. De adolescente, me había borrado del curso de baile a la segunda clase porque comprobé que, cuando se trataba de elegir chica, los chicos desarrollaban conmigo una tendencia a la huida parecida a la de los japoneses cuando Godzilla visitaba Tokio.
—¿Quieres bailar, salvadora? —me preguntó Jan cuando la canción acabó.
—Oh, a mí no me gusta Dirty Dancing —mentí.
No iba a meter la pata diciéndole que, además de no poder vestir tan bien como sus amigos, también era una nulidad bailando.
—¿Qué te gusta, entonces? —preguntó Jan.
Vi sus maravillosos ojos verdes, y le habría contestado: «Dirty Kissing».
Entonces vi que Olivia miraba hacia nosotros un poco molesta y sólo deseé una cosa: largarme de allí. A ser posible, con Jan.
—Me apetece dar un paseo —contesté.
Para mi sorpresa, Jan no se lo pensó dos veces.
—Fantástico. Let’s go —dijo.
Y, en él, ese «let’s go» no sonó ridículo como en la mayoría de los hombres, sino elegante y sofisticado. Fue increíble: ¡se marchó de su propia fiesta por mí! Caminamos junto al mar, y la luna pareció poner todo su empeño en demostrar lo cursi que podía llegar a ser. Las estrellas brillaban a centenares. Una visión de la que nunca disfrutabas si eras una niña de ciudad.
Jan y yo conversamos de maravilla y nos contamos incluso anécdotas bochornosas: él me explicó que, cuando estaba en el internado inglés, una vez tuvo que mear entre unos matorrales y justo entonces pasó por delante el director del internado, que tenía tan malas pulgas como Severus Snape. Yo le conté que, en una excursión con alumnos de primaria, estando de prácticas, tuve que mear entre unos matorrales y uno de los niños gritó: «Mi móvil nuevo hace fotos».
Jan se lo pasaba bien charlando conmigo. Según comentó, nunca había hablado con nadie de esas cosas. Y aún menos había podido reírse con alguien de anécdotas tan bochornosas. Cuanto más nos reíamos, menos importancia tenían las diferencias sociales. Cuando nos sentamos en la arena de la playa, vimos pasar un pequeño delfín nadando, una imagen romántica que, sin el desastre del cambio climático, probablemente nunca se habría dado en Sylt. Contemplamos el animal, que saltaba contento sobre las olas, y nos miramos conmovidos. Me abrazó con ternura. Luego me besó. A partir de ese momento, no hubo vuelta atrás para mí: me había enamorado sin remedio. Y él también.
Ahora, delante de mí, en la cama de la reina, había un hombre que era casi clavado a Jan en aquel entonces. Acerqué mi mano temblorosa a su mejilla para cerciorarme de que no era un espejismo, lo toqué… y retrocedí al instante, estremecida. El hombre que tenía ante mí era real, de carne y hueso. Volví a acercarme a él, le acaricié la mejilla con ternura y me invadió el mismo hormigueo agradable de aquel día.
¡¡¡Yo nunca le había acariciado la mejilla a un hombre!!!
—¿Amáis a los hombres? —preguntó sorprendida la reina.
Oh, Dios mío, ¿aquel espíritu pretendía arruinar también mi fama?
—No… no… no amo a ningún hombre —aseguré, y retiré la mano de la mejilla del conde.
Al menos el espíritu no amaba a los hombres. Una menudencia que cabía agradecer.
—No amar a los hombres es una sabia postura —replicó melancólica la reina.
Seguro que había tenido malas experiencias.
Aún le quedaba una advertencia para mí:
—Querido Shakespeare, hay otra cosa que podría complicaros la vida.
—¿Y de qué se trata?
—En la corte hay espías de la Corona española que tienen mucho interés en matar a Essex. Su vida está siempre en peligro y, ahora, la vuestra también.
Ojalá no hubiera preguntado.
—¡Salvad Inglaterra! —me exhortó la reina, y salió del aposento.
Yo estaba demasiado trastornada para despedirme de ella. Simplemente, no podía apartar la vista de Jan…, quiero decir, del conde. Se despertó gruñendo, abrió los ojos y le costó enfocar la vista. Pasó un rato hasta que empezó a hablar:
—¿Dónde… dónde estoy?
—Estáis en la alcoba de la reina —contesté, intentando que no se me notara nada, ni que se parecía a mi ex ni que yo no pertenecía a esa alcoba ni a esa época, por no hablar de ese cuerpo.
—Yo… ¿he hecho algo con la vieja…? —preguntó.
—No, no habéis hecho nada.
—Bien —contestó, y pareció muy aliviado.
Me guardé de decirle que su alivio no entusiasmaría a la reina.
—¿Quién sois? —me preguntó.
A esas alturas, aquella pregunta no era tan fácil de responder. Después de cavilar un momento, opté por la respuesta simple:
—Soy… William Shakespeare.
—¡No lo eres! —grité desesperado.
—¿Por qué estáis aquí? —quiso saber el conde—. ¿Sois amante de la reina?
—No, no lo soy.
—Entonces, los dos hemos tenido suerte —replicó desperezándose.
¡Incluso se desperezaba igual que Jan!
—¿Qué hacéis aquí? —me preguntó.
—Debo ayudaros a conquistar a María.
—María —suspiró enamorado.
Sus ojos verdes miraron con añoranza a la lejanía. Y yo sentí un soplo de celos. Era totalmente absurdo. ¡Aquel hombre no era Jan!
—María es el amor de mi vida —dijo con melancolía.
—Por mi experiencia, el amor de la vida no dura toda la vida —contesté con tristeza.
—Entonces no sabéis qué es el verdadero amor —contestó despectivamente.
—Eso… puede ser —dije tragando saliva, puesto que, según Próspero, mi tarea consistía precisamente en descubrir eso en el pasado.
—No sé cómo podéis serme de ayuda con vuestra falta de conocimientos, Shakespeare.
—Sinceramente, yo tampoco —contesté en tono apagado, y me eché en la cama de la reina.
El colchón era durísimo, cómo no iba a tener tan mal humor la reina. Dormir en una cama como aquélla debía de ser el infierno.
—¿Sois poeta? —preguntó Essex de repente, después de un rato de silencio.
—No, ¡yo soy el poeta! —exclamé.
—Yo también le escribí un poema a María —explicó Essex.
Antes de que yo pudiera replicar nada, empezó a recitarlo:
—Oh, María, cuando no te veo, siento un gran vapuleo, oh, María, a tu lado iría con brío…
El conde no era poeta.
—Oh, María, si supieras cuánto te ansío…
Haría mejor ultrajando a Irlanda y no nuestra hermosa lengua.
—¿Qué os parece? —preguntó Essex inseguro, y se dio cuenta de que mi entusiasmo era limitado. Por eso, sin esperar respuesta, dijo—: Lo sé… lo sé… Yo no soy poeta. Pero en estos tiempos alocados hay que hacer la corte a las mujeres con poemas. No con hechos. Y yo tengo otros talentos: soy valiente, soy fuerte, soy buen amante…
—Los hombres que afirman ser buenos amantes no suelen ser buenos amantes —objeté.
—¿Y vos cómo lo sabéis? —me preguntó.
—Yo… ejem… lo sé en teoría —repliqué.
Essex se echó a mi lado en la cama, se quedó tumbado muy cerca de mí y esa proximidad me electrizó como aquella vez con Jan.
—¿Podríais hablarle a María en mi favor? —preguntó Essex—. Hablarle bien de mí. Un hombre con vuestro don de la palabra tal vez podría encargarse de que María rompiera sus votos. Tal vez incluso podríais conquistar su corazón para mí.
Me miró suplicante, parecía que su vida dependiera de conquistar a aquella mujer. Eso no me gustó nada. En ese momento sentí realmente celos.
—Veré qué puedo hacer por vos —contesté, evasiva.
La esperanza brilló en sus ojos. Me dio un abrazo y dijo:
—Sois un buen amigo, Shakespeare.
El abrazo me trastornó, casi me sentí como en nuestra primera noche a orillas del mar. ¡Apenas conseguía distinguir entre Jan y aquel hombre!
Trastocada, trastornada, casi espantada, me deshice del abrazo del conde. Sólo me faltaba eso, ¡estar en el pasado y encima enamorarme!
Salí de la alcoba a toda prisa. El conde corrió desconcertado tras de mí, asegurando de nuevo que yo era en verdad su única esperanza de conquistar a María. Me dio un medallón en cuyo interior encontraría una imagen de su adorada para que la identificara. Dejé plantado a Essex y corrí pasillo abajo; al pasar el siguiente recodo me apoyé en la pared e intenté pensar con claridad: deseé encarecidamente que aquel álter ego de Jan no tuviera nada que ver con mi tarea de descubrir qué era el verdadero amor.
Pero, por supuesto, comprendí que así sería.
De algún modo.
Y entonces constaté otro problema: ¡tenía que hacer pis!