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A medida que avanzábamos por la ciudad, todo se iba volviendo más lujoso. Los carruajes se amontonaban en las calles, en muchas casas había picaportes dorados, apenas olía a orines y las mujeres llevaban vestidos con unos corpiños que parecían diseñados por sádicos extremadamente creativos. Casi todos los hombres paseaban con medias elegantes, o sea que las medias no indicaban una orientación homosexual, porque si todos los que llevaban medias eran homosexuales, Inglaterra se habría extinguido rápidamente. No obstante, la moda de los hombres constituía una prueba de que los diseñadores mencionados no eran heteros. Pero ¿en qué época lo han sido?

Un hombre vestido de negro, que tenía algo de monje, se irguió en lo alto de un muro de la ciudad y gritó:

—Son las doce en punto, y sereno en el Reino de Inglaterra.

El tipo debía de ser algo así como el servicio de información horaria local.

—¿Sereno? —ironizó Walsingham—. Una apreciación un tanto eufemística.

No quise preguntar por qué el clima no estaba tan sereno en el Reino de Inglaterra; al fin y al cabo, a mí me iba mucho peor que a la vieja Inglaterra.

—Que a Inglaterra le vaya bien o no depende de vos, Shakespeare.

Lo miré con sorpresa. ¿El destino del país dependía de un dramaturgo? ¿Por qué? Y si realmente era así y yo me encontraba en el cuerpo de Shakespeare, aquello no era una buena noticia para el país.

Ni para mí.

—Y si no cumplís vuestra misión también os irá mal a vos, tanto como al caballero que acabamos de ver.

¡Me lo imaginaba!

El carruaje torció por un camino de grava y subió hasta un palacio. No era el palacio de Buckingham que yo conocía por los documentales sobre la princesa Diana. Aquél era mucho menos ostentoso. Saltaba a la vista que allí vivía una reina que se preocupaba por cosas que no tenían que ver con la decoración. El carruaje se detuvo y nos recibió una guardia de soldados con unos preciosos uniformes azules y rojos. El de la gorguera les indicó con una señal que se apartaran a un lado, y los soldados se apresuraron a cumplir la orden; Walsingham era un hombre de cuyo camino te apartabas con sumo placer. Entramos en las salas de techo alto del palacio. Por todas partes se alzaban imponentes columnas, en las paredes colgaban unos enormes tapices horrorosos y muchas pinturas en las que se veían batallas medievales en las que a nadie le habría gustado participar. Walsingham me acompañó hasta una gran puerta de roble ante la que hacían guardia dos soldados. Se detuvo y me dijo:

—Quiero que me escribáis un soneto de amor.

¿Un soneto? Eso era un tipo de poema, hasta ahí llegaba, pero ¿para qué lo quería? ¿Se había encaprichado de mí? ¿Eran todos homosexuales?

—No será para Inglaterra, ¿verdad? —inquirí.

—No —replicó, y de repente afloró en él algo parecido a un sentimiento—. Quiero entregárselo a una mujer muy especial.

¿Aquel hombre tenía sentimientos? ¿De quién podía haberse enamorado alguien como él? ¿De la bruja mala de Oz? Walsingham se dio cuenta de que lo estaba mirando con escepticismo y recuperó de inmediato la severidad, me agarró por el brazo y se dirigió a la puerta de roble. Los soldados la abrieron velozmente y entramos en una sala al fondo de la cual había una mujer sentada en un trono dorado. Debía de rondar los cincuenta, llevaba un imponente vestido blanco y dorado con corsé y lucía una diadema en la cabeza. Su pelo, recogido en un moño, era rojizo y su cara pálida parecía decir: tengo muy malas pulgas.

—Majestad —dijo Walsingham haciendo una reverencia.

Al darse cuenta de que yo no la hacía, me dio un codazo en las costillas y yo también me incliné de inmediato.

—Dejadnos solos, Walsingham —ordenó la reina.

A Walsingham, eso no le gustó, pero se doblegó a los deseos de la reina y se fue.

—Me alegro de veros, Shakespeare —dijo la reina a modo de saludo, sin que yo tuviera la sensación de que pensara realmente lo que decía.

—Gracias —contesté esforzándome por ser cortés.

—¿Seréis tan amable de acompañarme a mis aposentos privados? —preguntó sin rodeos.

¡Oh, Dios mío! ¿Quería acostarse conmigo la reina?