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Seguí a cierta distancia al gordinflón feliz que había sido Buffalo Bill y lo vi llamar a la puerta de una caravana. Abrió Próspero, que entonces llevaba vaqueros y una camisa de leñador, y le alargó un pequeño sobre. El gordo contó sin tapujos el dinero que había dentro.

El algodón de azúcar se me cayó del susto.

—No puede ser —me dije en voz baja.

Próspero, que por lo visto tenía un oído bastante fino, se percató de mi presencia. Vio que lo estaba mirando. Yo vi que él me miraba. El gordinflón vio que Próspero veía que yo lo miraba… y vio la manera de poner tierra por medio.

El mago me fulminó con su mirada penetrante, pero no me dio miedo. Sentía demasiada curiosidad por saber cómo se había producido exactamente el engaño, me acerqué a él y le pregunté abiertamente:

—¿Cómo lleva a cabo el truco? No puede sacar cada día al mismo hombre a la pista, eso no pasaría desapercibido…

—Hay muchos artistas en paro —respondió Próspero. Sorprendentemente, no intentó excusarse sino que parecía muy seguro—. Ayer tuve a una mujer que baila con serpientes, y en la función afirmamos que había sido bailarina en la corte del califa Abu Bakr.

—Seguro que con la regresión superó sus bloqueos sexuales bailando —conjeturé con cierto retintín sarcástico.

—Exactamente —confirmó, y volvió a entrar en la caravana.

Moví los pies un momento, indecisa; luego lo seguí. La caravana de Próspero era de lo más normal: una cama, ducha, unos cuantos libros. Ningún ataúd con tierra de Transilvania. Nada enigmático. Sólo el péndulo dorado, que estaba tirado de cualquier manera encima de una mesa plegable de madera. En las paredes había colgadas unas cuantas fotos suyas, en una se le veía vestido de monje en un templo. Al menos, no había mentido en lo del Tíbet.

—Así que todo eran chorradas —constaté dolida.

Una pequeña parte de mí había deseado realmente que aquel hombre no fuera un charlatán.

—Las regresiones no son una chorrada —objetó—. Los monjes shinyen han hallado realmente el modo de enviar la conciencia al pasado.

Sonreí irónicamente.

—No me cree —afirmó.

—Muy observador.

—Hay cosas entre el cielo y la tierra que el saber erudito no imagina ni en sueños —dijo Próspero sonriendo—. Sabemos tanto del universo como un perro de telefonía móvil.

En eso quizás tenía razón: al fin y al cabo, los científicos cambiaban cada dos por tres los modelos que usaban para explicar el mundo.

—Quiero ayudar a la gente. Y las funciones en el circo me traen gente. Por eso las hago —dijo, y sus palabras sonaron extrañamente sinceras—. Siempre hay alguien entre el público que espera ayuda. Luego, algunos se atreven a venir a verme al día siguiente.

—O sea que es usted timador por misericordia —me burlé.

—Podría decirse así —replicó sin rastro de ironía—. Seguro que usted ha pensado que sería maravilloso poder darle un nuevo rumbo a su vida.

Miré al suelo como si me hubieran pillado en falta.

—Al parecer he vuelto a ser muy observador —dijo, sonriendo satisfecho.

Aquel hombre leía en mí como en un libro abierto. Un libro titulado Mi desastrosa vida y yo.

—Puedo darle un nuevo rumbo a su vida —explicó Próspero con voz insinuante y profunda.

Tragué saliva, un nuevo rumbo para mi vida sería de agradecer, suponiendo que el nuevo rumbo fuera mejor que el viejo, lo cual tampoco podía ser tan difícil.

—¿Quiere? —preguntó Próspero, y yo empecé a sentir miedo. ¿Qué se proponía aquel tipo? ¿Hipnotizarme?

—Yo… yo… —farfullé—. Yo creo que me he dejado la plancha enchufada en casa…

Di media vuelta para irme. Pero Próspero se interpuso serenamente en mi camino, cerró la puerta de la caravana… y cogió el péndulo de la mesa.