Mientras tanto,
en la vida de William Shakespeare
Al parecer, a la vida no le complacía complacernos, conjeturé cuando el caballo de Drake se detuvo delante de mí. La vida era más bien un sádico jovial y yo era su víctima predilecta.
—Ahora ya no podrás huir de mí —tronó el héroe de Inglaterra mientras sus hombres me rodeaban.
Efectivamente, la huida ya no era una opción.
—Sir, tenéis un inmenso talento para destacar lo evidente —repliqué.
A Drake no le divirtió el comentario, pero tanto daba si lo encolerizaba aún más; de todos modos, aquel hombre iba a apagar la luz de mi vida.
—Puedes elegir el lugar y las armas para el duelo —ofreció displicente.
Drake no era sólo el mejor espadachín del reino, sino también el mejor tirador; tendría ventaja con cualquier arma.
—¿Qué arma eliges, bribón? —inquirió.
—Patatas —contesté.
Drake no daba crédito a sus oídos.
—Son buenas para la salud. Especialmente en los duelos.
—Cogeremos las espadas —determinó Drake excitado.
—¿Aceptaríais que el lugar fuera la India?
—¡No!
—Ya me lo imaginaba… Pero quizás podría decidir la hora del duelo. Estaba pensando en el próximo siglo…
—¡No! —me interrumpió.
—No sois un caballero.
—¡No consiento que me hable así un canalla como tú! —Enrojeció de ira—. Lucharemos aquí y ahora.
Eso me pareció sin duda demasiado pronto.
—Elige a tus padrinos —masculló el noble.
Le pedí que me siguiera al Rose, pues allí estaban las únicas personas que tal vez querrían ser mis padrinos.
El teatro olía a madera y al sudor de los espectadores de la última función. El escenario se alzaba en el centro del edificio; los espectadores podían vernos situándose de pie alrededor o desde uno de los numerosos palcos. Hacía años que aquel teatro era mi mundo. Y si tenía que morir, quería hacerlo allí, sobre las tablas.
Junto al escenario sólo estaban Kempe y Robert, un muchacho vestido de mujer que estaba ensayando el papel de Julieta. Gracias a un maldito edicto del censor de la corte, las mujeres no podían actuar en el teatro, lo cual provocaba que, para mi gusto, las escenas de amor que escribía tuvieran siempre un toque demasiado afeminado en el escenario.
El animoso Kempe se acercó presuroso a Drake, queriendo salvarme de su ira bendita:
—Sir, sed clemente. William Shakespeare es ciertamente un bufón…
—¡Eh! —exclamé.
—Pero es nuestro bufón, y aunque sus obras son de una calidad mediocre…
—¡Eh, eh!
—… y están empapadas de patetismo…
—Tres veces ¡eh!
—… esas obras llenan esta casa de espectadores, y ellos son la razón de nuestra miserable existencia.
—¿Sabes qué me importa a mí todo eso? —preguntó Drake al rollizo actor.
—¿Nada? —conjeturó Kempe.
—¡Exacto!
Kempe se me acercó con la cabeza gacha y me susurró con tristeza:
—Perdona, amigo mío, yo lo he intentado.
—Habría renunciado con gusto a ese intento —repliqué.
En el acto me enojé conmigo mismo por haber sido tan brusco: Kempe era el mejor amigo que jamás había tenido. Me había salvado la vida en muchas ocasiones. La primera vez, cuando mi corazón estaba tan enfermo de pena que, a orillas del riachuelo de Avon, decidí clavarme un puñal. Si Kempe no hubiera ido de camino a Stratford con su compañía de teatro y, ágil como una gacela a pesar de su tripa, no me hubiera arrebatado el puñal, yo habría acabado con mi vida de puro dolor.
—¿Quién será tu padrino? —inquirió de nuevo Drake.
—Ese hombre —dije señalando al muchacho vestido de mujer, que se sorprendió tanto como Kempe, Drake y sus hombres.
Si había una posibilidad de sobrevivir, ésta consistía en encolerizar tanto a Drake que cometiera un error en el duelo. A ser posible, un error mortal.
El almirante de la reina miró a Robert, todo maquillado, y exclamó:
—¡Te burlas de mí!
—Robert es un buen padrino, y mejor amante, según cuentan en las calles de Southwark. Tal vez deberíais probar con él, no puede ser peor que vuestra esposa.
Los hombres de Drake se echaron a reír. Y él tenía una mirada asesina en los ojos. ¡Bien!