—No te preocupes, el hipnotizador no puede vernos aquí arriba.
Axel se había dado cuenta de que yo estaba temblando de miedo. Me cogió la mano para tranquilizarme. Suave y cariñosamente. Eso me sorprendió, puesto que solía ser más bien sobón. Lo miré y me sonrió ensimismado. ¿Había cierto enamoramiento en su mirada? Eso era prácticamente imposible. Axel no era de los que se enamoraban. Y menos aún de alguien como yo. ¿O tal vez sí? ¿Porque yo era la única que le había dado calabazas durante años? Retiré mi mano de inmediato. Los ojos de Axel parecieron entristecerse por un breve instante. Dios mío, ¿no estaría de verdad…?
Me apresuré en mirar al frente, y vi que Próspero se estaba acercando. El corazón me latió más deprisa. El mago venía directo hacia nosotros. Como si notara mi presencia. Estaba a tan sólo dos filas. Se me paró la respiración. Pero entonces se detuvo delante de un hombre gordo y bajito.
—Venga conmigo, por favor.
—Gracias a Dios —musité, y respiré hondo.
Próspero me oyó y me lanzó una mirada penetrante. Luego bajó a la pista con el hombre.
Un sudor frío me cubrió todo el cuerpo. Seguramente tendría que volver a ducharme antes de mi rollito de una sola noche.
Axel intentó cogerme de nuevo la mano, pero esta vez la retiré antes de que se acercara demasiado, y también me aparté de él. Ese rechazo, al que no estaba acostumbrado, hizo que se pusiera a parlotear:
—Rosa, ya sé que piensas que soy un ligón… y que sólo quiero acostarme contigo, pero yo no quiero acostarme contigo…
—Vaya, ¡muy amable! —dije, sonriendo burlona.
—Perdona, no quería decir eso… Es sólo que… he cambiado… Ya he cumplido los treinta y cinco… y ahora busco algo sólido en la vida…
Típico. Precisamente cuando, por una vez en la vida, yo quería un rollo de una sola noche, el donjuán de las maestras maduraba.
No quise continuar con la conversación y le indiqué a Axel que callara. Asintió confundido y miramos hacia la pista. El hombre rechoncho le estaba confesando al mago que tenía poca autoestima y yo pensé: «Bienvenido al club».
Próspero explicó pomposamente que enviaría a aquel hombre tímido a una vida anterior y, gracias a ello, descubriría el potencial de su alma inmortal. El mago gesticulaba y matizaba las palabras como si hubiera asistido a la escuela de Klaus Kinski para sobreactuaciones. Próspero cogió un gran péndulo dorado, el gordinflón lo miró fijamente y cayó en trance con los conjuros del hipnotizador. Entonces, de repente empezó a hablar en inglés con un acento muy marcado:
—Where am I?
—What’s your name? —preguntó a su vez Próspero.
—William Cody —contestó el hombre.
Axel me susurró al oído:
—William Cody… es Buffalo Bill, el héroe del Oeste.
El hombre gordo y bajito se levantó, de repente no sólo hablaba en otra lengua, sino que ya no vacilaba. Próspero le pidió a su ayudante que fuera a buscar a toda prisa las armas de la mujer pistolera del circo. El gordinflón empuñó los Colts y apuntó hacia el público. Todos temimos que acabaríamos siendo actores secundarios en una próxima masacre, y nos agazapamos. Pero antes de que el pánico aumentara, Próspero intervino y animó a Cody a ejecutar algún número de tiro. Lo hizo, ¡y cómo! Primero en dianas, siempre en el blanco. Acto seguido, disparó a unas velas encendidas y, para acabar, echó a volar a un papagayo del circo. El ave aleteó por debajo de la cúpula y Cody disparó tres veces al animal. Pero éste no cayó al suelo, sino que continuó aleteando despavorido. Tres plumas arrancadas de un disparo limpio descendieron planeando lentamente hacia la pista.
—Para sorprender a propios y extraños, pistoleros y protectoras de animales —intentó bromear Axel, pero yo no escuchaba; la transformación del gordo inseguro era demasiado fascinadora y emocionante.
Próspero le pidió a Cody que volviera a mirar el péndulo, y éste regresó a su antiguo «yo» alemán y vacilante. Con una pequeña diferencia:
—¿Cómo se siente? —le preguntó el hipnotizador.
—Más valiente —contestó el hombre, sonriendo satisfecho.
El público prorrumpió en aplausos. Y yo también.
Por primera vez en mi vida le tenía envidia a un gordo.
Cuando Axel y yo salimos de la carpa después de la función, nos hizo falta un rato para volver a charlar. Yo no tenía muy claro si me apetecía alargar la noche con él. Evidentemente, Axel notaba mis reservas. Confuso, me preguntó si quedaríamos otro día. Aquel hombre buscaba realmente una relación. Precisamente él. Precisamente conmigo. ¿Podía ser más absurda la vida?
Habría sido injusto dejarle creer que yo también buscaba algo sólido.
—Axel, ¿puedo serte sincera?
—Pues claro, Rosa.
—Yo sólo quería pasar contigo una noche agradable.
—De acuerdo… —dijo, y respiró hondo—. Eso ha sido sincero.
—Y ahora ya no quiero ni eso.
—Eso casi ha sido demasiado sincero.
—Porque tú buscas una relación y no jugaría limpio contigo.
—Bueno —dijo Axel con una sonrisa algo forzada—, también puedo soportar un poco de juego sucio.
—Pero a mí no me gusta jugar sucio —repliqué suavemente.
Axel estaba afectado. Y su vulnerabilidad me conmovió: el donjuán tenía corazón, y sentimientos. Y le sentaban bien. Pero tenía una pega decisiva: no era Jan.
Después de que Axel se despidiera, me compré un algodón de azúcar antifrustración, caminé mustia con él por el circo de noche y me fijé en que un gordinflón bajito, que había sido Buffalo Bill, se dirigía a una de las caravanas. Parecía contento y satisfecho. No era de extrañar: Próspero le había enseñado el potencial de su alma. Ni idea de cómo, probablemente todo había sido una farsa. Más aún, ¡seguro! No obstante, deseé un poco de esa maravillosa farsa: Jan iba a casarse con otra, yo tenía una profesión que me producía más o menos la misma alegría que una erupción súbita de acné y no sabía qué hacer con mi vida. Ni siquiera me las apañaba con un rollito de una sola noche. Si mi alma tenía algún potencial, yo no tenía la más remota idea de cuál podía ser.