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A la mañana siguiente tenía una resaca horrorosa, y el hecho de que me tocara guardia a la hora del recreo no consiguió precisamente que mejorara. Doscientos alumnos de primaria hacían tanto ruido como ochocientas personas normales, y pensé que seguramente había más silencio en las pistas de un aeropuerto incluso cuando aterrizaba un Concorde supersónico.

Me había hecho maestra por vergüenza. En realidad, mi sueño había sido escribir musicales desde que, a los siete años, había visto La sirenita y había oído a Sebastian, el cangrejo, cantar Bajo el mar. Luego, a los quince, escribí mi primer musical. Se titulaba Luna lobuna y trataba de una muchacha que se enamoraba de un hombre lobo y cantaba con él el gran dúo final de la obra: «El amor que nuestro corazón acuna / es mucho más grande que la luna» (lo dicho, tenía quince años). Por desgracia, le enseñé el musical a mi profesor de lengua, que opinó que yo tenía más probabilidades de viajar a Marte que de escribir musicales en el futuro. Eso acabó con mi carrera de escritora antes de haberla iniciado y por eso decidí estudiar Magisterio después de aprobar la Selectividad. Para ese trabajo, yo era como la mayoría de mis colegas: bastante incompetente. Tal vez debería haber cambiado de trabajo, pero no tenía ni idea de qué tenía que hacer con mi vida. Además, era muy amiga de las vacaciones y de cobrar la nómina con regularidad. En cambio, no era muy amiga de los niños incordio. Y aún menos de los padres ambiciosos, por no hablar de las autoridades educativas y sus ideas sobre reformas siempre distintas (¿le darían todos al LSD?).

Mientras pensaba en mi desastrosa vida en general y en mi penosa actuación delante de Jan en especial, se me acercó el pequeño Max, un niño de segundo con rizos:

—¡Kevin es un cabón! —despotricó.

—¿Un cabón? —pregunté desconcertada.

—Sí, un cabón total.

Estaba claro que el pequeño tenía problemas para pronunciar algunas consonantes.

—¿Y por qué? —pregunté, aunque no me interesara especialmente.

—Ha atado a León con unas esposas al radiador de la clase.

—¿QUÉ?

Había despertado toda mi atención.

—Con las esposas de su papá. Es policía. Las ha taído al colegio a escondidas.

—¡Cabón! —maldije.

—Lo que yo he dicho —comentó Max, y me llevó a la clase, donde el pequeño León, el típico niño-víctima gordo, estaba realmente encadenado a la calefacción.

—Tengo pipí —dijo León lloriqueando.

Manipulé las esposas, pero no tenía ni idea de cómo abrirlas. Cuando estaba a punto de llamar al director, llegó Axel, el profesor de gimnasia.

—Ya lo hago yo. Tengo experiencia con esposas… —aclaró.

—… de la que sería mejor no hablar en presencia de un alumno de segundo —lo interrumpí.

Axel sonrió burlón, abrió las esposas hábilmente con un alambre y León se fue corriendo al lavabo. De Kevin, ni rastro.

—Voy a machacar a Kevin —anunció el pequeño Max.

—No tienes que pelearte —dije, intentando de mala gana evitar una pelea, aunque realmente pensaba que el pequeño Kevin se había ganado un poco de leña.

—Pero Kevin es un capón —despotricó Max, y echó a correr.

—¿Un capón? —preguntó Axel desconcertado.

—Problemas con las consonantes —expliqué.

—Ah, por eso ayer gritaba: «¡Timmy es un hili!».

Suspiré y luego propuse:

—Tendríamos que mandarlo a clases de refuerzo.

—Y tú y yo tendríamos que hacer algo esta noche —replicó Axel esbozando una amplia sonrisa.

Me lo había pedido muchas veces desde el desastre del beso, hacía dos años. Pero siempre lo había rechazado, cosa que por lo visto me hacía cada vez más interesante a sus ojos.

—Tengo invitaciones para el circo —dijo sonriendo—. ¿Te apetece acompañarme?

Normalmente le habría dado calabazas, pero de repente oí en mi cabeza la voz de Holgi: «Una noche, una noche…».