Pidió los más recientes censos oficiales de propiedades y después de examinarlos llamó a Lyon a los hombres más ricos de Francia, de modo que cuando llegasen de Roma los tesoros de Palacio estuviesen en condiciones de poder fijar buenos precios. Antes de comenzar la subasta, pronunció un discurso. Dijo que era un pobre hombre en bancarrota, con enormes deudas, pero que confiaba en que, en beneficio del imperio, sus afectuosos amigos de provincias y agradecidos aliados no se aprovecharían de su situación financiera. Les rogó que no ofrecieran menos del verdadero valor de los legados familiares que, para su gran pena, se veía obligado a poner en venta.
No existía treta alguna del rematador común que no hubiese aprendido, y además inventó muchas otras nuevas, que estaban más allá del alcance de los parlanchines de la plaza del Mercado cuya cháchara imitaba. Por ejemplo, vendía el mismo artículo a diferentes compradores, cada vez con un diferente análisis de sus cualidades, utilidad e historia por «verdadero valor» esperaba que los compradores entendiesen «valor sentimental», que siempre resultaba ser cien veces mayor que el valor intrínseco. Por ejemplo, solía decir: «Esta fue la butaca favorita de mi bisabuelo Marco Antonio. El dios Augusto bebió en esa copa en la fiesta de su boda. Este traje fue usado por mi hermana, la diosa Pantea, en una recepción ofrecida al rey Herodes Agripa en la celebración de su liberación de la cárcel», etcétera. Y vendía lo que él llamaba «negocios a ciegas»: pequeños artículos envueltos en telas. Cuando convencía a un hombre de que comprara una sandalia vieja o un trozo de queso por dos mil piezas de oro, se sentía tremendamente satisfecho.
Las ofertas siempre comenzaban con el precio de reserva, porque él miraba a algún francés adinerado y decía: «Creo que has ofrecido cuarenta mil piezas de oro por este cofre de alabastro. Gracias. Pero veamos si podemos mejorar el ofrecimiento. ¿Quién dice cuarenta y cinco?».
Es fácil comprender que el miedo hacía que la puja fuese vivaz. Los desplumó de todo lo que tenían y celebró el despojo con un festival que duro diez días.
Continuó su viaje por las provincias del Rin. Juró que estaba a punto de celebrar una guerra contra los germanos que sólo terminaría con su total exterminio. Completaría la tarea iniciada por su abuelo y por su padre. Envió un par de regimientos al río para localizar al enemigo más próximo. Trajeron unos mil prisioneros. Calígula los examinó, y después de elegir a los trescientos jóvenes más bellos para su guardia de corps, formó en fila a todos los demás, en la cima de un risco. En cada extremo de la fila había un calvo. Calígula ordenó a Casio: «Mátalos, de calvo a calvo, en venganza por la muerte de Varo».
La noticia de esta matanza llegó a oídos de los germanos, que se retiraron a sus bosques más densos. Calígula cruzó entonces el río con todo su ejército y encontró toda la región desierta. El primer día de su marcha, sólo para hacer las cosas más emocionantes, ordenó que algunos de sus guardias de corps germanos se internasen en un bosque vecino, y luego, a la hora de la cena hizo que le llevaran noticias de que el enemigo estaba cerca. A la cabeza de sus Exploradores y de una tropa de caballería de la guardia, se lanzó al ataque. Trajo a los hombres como prisioneros, cargados de cadenas, y anunció una aplastante victoria contra fuerzas abrumadoras. Recompensó a sus camaradas de armas con un nuevo tipo de condecoración militar llamada «La Corona de los Exploradores», una coronita de oro adornada con el sol, la luna y las estrellas imitados por piedras preciosas.
Al tercer día el camino estaba cortado por un estrecho paso. El ejército tuvo que avanzar en columna, en lugar de hacerlo en orden de escaramuza. Casio dijo a Calígula:
—Fue en un lugar muy parecido a éste, César, donde Varo cayó en la emboscada. Jamás olvidaré el día, mientras viva. Yo iba a la cabeza de mi compañía, y acababa de llegar a un recodo del camino, como podría ser ese que tenemos ahí delante, cuando de pronto se elevó un tremendo grito de batalla, como quien dice desde ese grupo de abetos de ahí, y trescientas o cuatrocientas azagayas cayeron silbando entre nosotros…
—¡Rápido, mi yegua! —ordenó Calígula, presa de pánico—. ¡Despejad el camino!
Saltó de su litera, montó en Penélope (Incitato estaba en Roma, ganando carreras) y galopó en sentido contrario al de la columna. Cuatro horas más tarde estaba otra vez en el puente, pero lo encontró tan atestado de carros de transporte, y tenía tanta prisa por cruzar, que desmontó e hizo que los soldados lo pasaran, en una silla de mano, de carro en carro, hasta encontrarse a salvo al otro lado. Hizo regresar a su ejército en el acto, anunciando que el enemigo era demasiado cobarde como para salirle al encuentro, y que por lo tanto buscaría nuevas conquistas en otras partes. Cuando todas las fuerzas volvieron a reunirse en Colonia, marchó Rin abajo y luego cruzó Boulogne, el puerto de embarque a Bretaña más cercano. Y sucedió que el heredero de Cimbelino, el rey de Bretaña, había reñido con su padre y, al enterarse de la proximidad de Calígula, cruzó el canal con unos cuantos acompañantes y se puso bajo la protección de Roma. Calígula, que ya había informado al Senado de la total subyugación de los germanos escribió entonces para decir que el rey Cimbelino había enviado a su hijo para reconocer la soberanía romana sobre todo el archipiélago británico, desde las islas Escilas hasta las Orcadas.
Yo acompañé a Calígula en aquella expedición, y pasé momentos muy difíciles tratando de seguirle la corriente. Se quejaba de insomnio y decía que su enemigo Neptuno le acosaba todo el tiempo con ruidos de mar en los oídos, y que solía aparecérsele de noche y amenazarle con un tridente.
—¿Neptuno? —dije yo—. En tu lugar no permitiría que me amedrentara ese insolente individuo. ¿Por qué no lo castigas como castigaste a los germanos? Recuerdo que una vez le amenazaste, y si continúa molestándote sería erróneo llevar tu clemencia mucho más allá.
Me miró, inquieto, con los ojos entrecerrados.
—¿Crees que estoy loco? —me preguntó al cabo de un rato.
—¿Loco, César?, dije, soltando una carcajada nerviosa. —¿Me preguntas si yo creo que estás loco? ¡Pero si tú sientas las normas de cordura para todo el mundo habitado!
—Es una cosa muy difícil, ¿sabes, Claudio? —me dijo confidencialmente—, ser un dios con envoltura humana. A menudo he pensado que me estaba volviendo loco. Dicen que la cura de heléboro que se practica en Anticira es muy buena. ¿Qué te parece?
—Uno de los más grandes filósofos griegos —respondí—, aunque ahora no recuerdo quién, tomó la cura de heléboro para aclararse aún más el cerebro. Pero si me pides que te aconseje te diré: ¡no lo hagas! Tu cerebro está tan claro como las aguas de un estanque entre las rosas.
—Sí —contestó—, pero a veces me gustaría dormir un poco más de tres horas por noche.
—Estas tres horas son las de tu disfraz de mortal —repliqué—. Los dioses sin disfraz no duermen nunca.
Se sintió consolado y al día siguiente reunió a su ejército en orden de batalla frente al mar: arqueros y honderos adelante, luego los auxiliares germanos armados de azagayas, después el grueso de las fuerzas romanas y los franceses en retaguardia. La caballería estaba en las alas, y las catapultas en las dunas de arena. Nadie sabía qué iba a suceder. Se internó en el mar hasta que el agua llegó a las rodillas de Penélope y gritó: «¡Neptuno, viejo enemigo, defiéndete! Te desafío a combate mortal. Hiciste naufragar traidoramente la flota de mi padre, ¿no es cierto? Prueba tus fuerzas conmigo, si te atreves». Y enseguida citó los versos de Homero, de la lucha de Áyax con Ulises: «O déjame que te levante, jefe, o levántame tú. / Probemos nuestra fuerza…».
Una olita pasó rodando ante él. La hendió con la espada y se rió despectivamente. Luego se retiró y ordenó que se tocara a «combate general». Los arqueros lanzaron sus flechas, los honderos sus piedras, los hombres de las jabalinas sus proyectiles. La infantería regular se metió en el agua hasta las axilas y hendió las olas con las espadas, la caballería cargó por ambos flancos, y nadó un trecho, tajeando con los sables; las catapultas lanzaron peñascos, enormes jabalinas y troncos con puntas de hierro. Calígula se hizo luego a la mar en un barco de guerra y ancló fuera del alcance de los proyectiles, pronunciando absurdos desafíos a Neptuno y escupiendo al agua. Neptuno no hizo tentativa alguna de defenderse o contestar, aparte de que un hombre fue mordido por una langosta de mar y otro picado por una medusa.
Finalmente Calígula hizo tocar a reunión y dijo a sus hombres que limpiaran la sangre de sus espadas y recogieran el botín. El botín eran las conchas marinas de la playa. Se esperaba que cada hombre llenara su casco con ellas y las agregara a un montón general. Las conchas fueron luego clasificadas y enviadas a Roma en prueba de su insólita victoria. Las tropas lo consideraron una gran diversión, y cuando él recompensó a los soldados con cuatro piezas de oro por cabeza, lo vitorearon estruendosamente. Como trofeo de victoria, construyó un faro muy alto, según el modelo del famoso faro de Alejandría, que ha resultado ser una gran ayuda para los marinos que navegan por esas peligrosas aguas.
Luego nos llevó otra vez al Rin. Cuando llegamos a Bonn, Calígula me llevó a un lado y me cuchicheó sombríamente:
—Los regimientos nunca fueron castigados por el insulto que en una ocasión me hicieron al amotinarse contra mi padre, durante mi ausencia de este campamento. ¿Recuerdas que yo tuve que volver y restablecer el orden?
—Lo recuerdo perfectamente —respondí—. Pero eso fue hace mucho tiempo, ¿verdad? Después de veintiséis años no habrá sirviendo en las filas muchos hombres de los que había antes. Es probable que tú y Casio Querea seáis los únicos veteranos sobrevivientes de ese espantoso día.
—Quizá sólo los diezmaré, entonces —dijo.
Se ordenó a los soldados de los regimientos Primero y Vigésimo que concurriesen a una asamblea especial, y se les dijo que podían dejar sus armas porque hacía mucho calor. También se ordenó a la caballería de la guardia que concurriese, pero con sus lanzas y sables. Encontré a un sargento que sin duda había combatido en Filipos, viejo y lleno de cicatrices.
—Sargento —le dije—, ¿sabes quién soy?
—No, señor. No puedo decir que te conozca. Pareces ser un ex cónsul, señor.
—Soy el hermano de Germánico.
—¿De veras, señor? No sabía que existiese tal persona, señor.
—No, no soy un soldado ni nadie de importancia. Pero tengo un importante mensaje para vosotros. ¡No dejéis vuestras espadas muy lejos, cuando vayáis a la reunión de esta tarde!
—¿Por qué, señor, si puedo preguntarlo?
—Porque es posible que las necesitéis. Quizá se produzca un ataque de los germanos. Quizá de algún otro.
Me miró con atención y vio que hablaba en serio.
—Muchas gracias, señor. Haré circular la información —dijo.
La infantería se reunió frente a la plataforma del tribunal, y Calígula habló con rostro colérico, ceñudo, golpeando con los pies y tajeando el aire con las manos. Empezó por recordarles cierta noche de principio de otoño, hacía muchos años de ello, cuando, bajo un cielo embrujado, sin estrellas. Algunos de los hombres empezaron a escurrirse por entre una brecha de las dos tropas de caballería. Iban a buscar sus espadas. Otros las sacaron audazmente de debajo de sus capas militares, donde las tenían ocultas. Calígula debe de haber advertido lo que ocurría, porque de pronto cambió de tono, en mitad de una frase. Trazó un feliz contraste entre aquellos horribles días, felizmente olvidados, y el actual reinado de gloria, riqueza y victoria.
—Vuestro pequeño compañero de juegos creció y se convirtió en un hombre —dijo—, en el más poderoso emperador que este mundo haya conocido. Ningún enemigo, por feroz que sea, se atreve a desafiar a sus inconquistables ejércitos.
El viejo sargento corrió hacia él.
—¡Todo está perdido, César! —gritó—. El enemigo ha cruzado el río en Colonia con trescientos mil hombres. Pretende saquear Lyon. ¡Y luego cruzar los Alpes y saquear Roma!
Aparte de Calígula, nadie creyó en esta disparatada información. Palideció de miedo, se tiró de la plataforma, se apoderó de un caballo, trepó a la silla y estuvo fuera del campamento en un santiamén. Un criado galopó tras él y Calígula le gritó:
—¡Gracias a Dios que todavía tengo Egipto! Por lo menos allí estaré a salvo. Los germanos no son navegantes.
¡Cómo se rieron todos! Pero un coronel fue en su busca con un buen caballo y lo alcanzó al cabo de un rato. Le aseguró que las noticias eran exageradas. Sólo una pequeña fuerza —dijo— había cruzado el río, para ser derrotada de inmediato. La orilla romana estaba ahora despejada de enemigos. Calígula se detuvo en el pueblo más cercano y escribió un despacho al Senado, informándole de que todas sus guerras habían terminado con éxito y que volvía con sus tropas coronadas de laureles. Censuró a los cobardes que se quedaban en sus casas y que sin duda habían vivido en la ciudad su existencia de siempre: teatros, baños, cenas, mientras él pasaba por las duras pruebas de la campaña. No había comido, bebido ni dormido mejor que un soldado cualquiera.
El Senado no supo cómo tranquilizarle, ya que tenía estrictas órdenes suyas de no concederle honores por propia iniciativa. Pero le envió una embajada para felicitarle por sus magníficas victorias y rogarle que se apresurase a volver a Roma, donde su presencia se echaba tanto de menos. Se encolerizó muchísimo porque no se le decretó un triunfo, aun a despecho de sus órdenes, y porque en el mensaje no se le llamara Júpiter, sino simplemente emperador Cayo César. Golpeó con la mano la empuñadura de su espada y gritó: «¿Que vuelva de prisa? Por cierto que lo haré, y con esto en la mano».
Hizo preparativos para un triple triunfo: sobre Germania, sobre Bretaña y sobre Neptuno. Como cautivos británicos tenía al hijo de Cimbelino y sus acompañantes, a los que se sumaron las tripulaciones de algunos mercantes británicos que había detenido en Boulogne. Como cautivos germanos tenía trescientos, verdaderos, y los hombres más altos que pudo encontrar en Francia; les obligó a ponerse pelucas rubias y ropas germanas, y a hablar en una jerga presuntamente germana. Pero, como digo, el Senado no se había atrevido a votarle un triunfo formal, de modo que tuvo que conformarse con uno informal. Entró en la ciudad en el mismo estilo en que había cruzado el puente de Baias, y sólo por intercesión de Cesonia, que era una mujer sensata, se abstuvo de pasar a todo el Senado por la espada. Recompensó al pueblo por su generosidad con él en el pasado, arrojándole oro y plata desde el techo del palacio. Pero también arrojó discos de hierro al rojo, para recordar a la gente que todavía no la había perdonado por su conducta en el anfiteatro. Dijo a sus soldados que podían hacer todo el alboroto que quisieran y que se emborracharan como les viniese en gana, a costa del público. Los hombres aprovecharon esta licencia y saquearon calles enteras de tiendas e incendiaron el barrio de las prostitutas. No se restableció el orden hasta diez días después.
Eso ocurrió en septiembre. Mientras se encontraba ausente, los obreros habían estado atareados en el nuevo templo del monte Palatino, al otro lado del templo de Cástor y Pólux. Se hizo una ampliación que llegaba hasta la plaza del Mercado. Calígula convirtió entonces el templo de Cástor y Pólux en un vestíbulo del templo nuevo, para lo cual abrió un pasaje entre las estatuas de los dioses.
«Los Gemelos Celestes son ahora mis porteros», se jactó.
Luego envió un mensaje al gobernador de Grecia para que se ocupara de quitar de los templos de allí todas las estatuas más famosas de los dioses y enviárselas a Roma. Tenía la intención de quitarles la cabeza y reemplazarlas por la suya. La estatua que más codiciaba era una colosal de Júpiter Olímpico. Hizo construir un barco especial para transportarla a Roma. Pero el barco fue herido por un rayo antes de ser botado. O por lo menos así se informó. Yo creo, en realidad, que la supersticiosa tripulación lo quemó adrede. Pero Júpiter Capitolino se arrepintió luego de su pendencia con Calígula (así nos lo dijo éste) y le pidió que volviera a vivir otra vez a su lado. Calígula respondió que ya había prácticamente terminado un nuevo templo, pero que como Júpiter Capitolino se había disculpado tan humildemente, haría una transacción: construiría un puente sobre el valle y uniría las dos colinas. Y lo hizo: el puente pasaba por encima del techo del templo de Augusto.
Ahora Calígula era públicamente Júpiter. No sólo era el Júpiter latino, sino el Júpiter Olímpico, y no sólo eso, sino también todos los otros dioses y diosas a quienes había decapitado y colocado su propia cabeza. A veces era Apolo, otras Mercurio y otras Plutón, y en cada caso se ponía las vestimentas apropiadas y exigía los sacrificios correspondientes. Lo he visto disfrazarse de Venus, con una larga vestidura de gasa de seda, el rostro pintado, una peluca roja, el pecho con postizos y zapatos de tacones altos. Estuvo presente, disfrazado de la Buena Diosa, en su festival de diciembre, y eso sí que fue un escándalo. Marte también era un personaje favorito. Pero casi siempre era Júpiter: se ponía una corona de olivo, una barba de delicados hilos de oro y una capa de seda de color azul intenso, y llevaba en la mano una tiara de plata dentada, para representar el rayo. Un día se encontraba en la Plataforma de las Oraciones, en la plaza del Mercado, disfrazado de Júpiter y pronunciando un discurso.
—Muy pronto —dijo— haré construir una ciudad en la cima de los Alpes, para ser ocupada por mí. Los dioses preferimos las cimas de las montañas a los valles insalubres. Desde los Alpes tendré una amplia visión de mi imperio: Francia, Italia, Suiza, el Tirol y Germania. Si veo alguna traición incubándose a mis pies, daré un retumbante trueno de advertencia —gruñó entre dientes—. Si la advertencia no es atendida, aniquilaré al traidor con mi rayo.
Arrojó su trozo de metal a la multitud. Un desconocido, un zapatero de Marsella que visitaba Roma, estalló en carcajadas. Calígula lo hizo arrestar y llevar a la plataforma, y luego, inclinándose le preguntó:
—¿Quién crees que soy?
—Un gran farsante —respondió el zapatero. Calígula se mostró desconcertado.
—¿Un farsante? —repitió—. ¿Yo un farsante?
—Sí —dijo el francés—. Yo no soy más que un pobre zapatero francés, y ésta es mi primera visita a Roma. Y no quiero conocer más. Si en mi país alguien dijera lo que tú dices, lo consideraríamos un gran farsante.
Calígula también rompió a reír.
¡Pobre tonto! —dijo—. Y lo sería. Esa es la diferencia.
La gente también rió como enloquecida, pero no se sabía bien si de Calígula o del zapatero. Poco después de eso hizo construir una máquina productora de truenos y rayos. Encendía una mecha y la hacía rugir y centellear y arrojar piedras en la dirección que deseara. He sabido de buena fuente que cada vez que de noche se producía una verdadera tormenta de truenos, se escondía debajo de la cama. Hay una divertida anécdota relacionada con esto. Un día estalló una tormenta cuando se pavoneaba vestido de Venus.
«¡Padre, padre —rompió a gritar—, perdona la vida a tu bella hija!».
El dinero que reunió en Francia fue dilapidado muy pronto, y entonces inventó nuevas maneras de aumentar sus ingresos. Su método favorito consistía en examinar judicialmente los testamentos de los hombres que habían muerto sin dejarle dinero. Entonces presentaba pruebas de los beneficios que los testadores habían recibido de él, y declaraba que, o bien se habían mostrado desagradecidos, o no estaban en sus cabales en el momento de redactar sus testamentos, y que prefería creer lo segundo. Cancelaba los testamentos y se nombraba a sí mismo principal heredero. Solía llegar al tribunal por la mañana temprano y anotar en un encerado la suma que tenía la intención de redondear ese día, por lo general doscientas mil piezas de oro. Cuando lograba reunirla, cerraba el tribunal. Una mañana dictó un nuevo edicto en cuanto a los horarios de trabajo para los distintos tipos de tiendas. Lo hizo escribir en letras muy pequeñas, en un cartelito colocado en la parte superior de una columna de la plaza del Mercado, donde nadie se molestaría en leerlo, por considerarlo carente de importancia. Esa tarde sus funcionarios anotaron los nombres de varios cientos de comerciantes que, sin querer, habían infringido el edicto. Cuando se les llevó a juicio permitió que el que así lo quisiera solicitase una disminución de la sentencia nombrándole su heredero junto con sus propios hijos. Muy pocos lo hicieron. Era ya costumbre que los hombres de dinero notificasen al tesorero imperial que Calígula había sido nombrado el principal heredero en sus testamentos. Pero en varios casos eso resultó ser una imprudencia. Porque Calígula utilizaba el cofre de medicinas que había heredado de mi abuela Livia. Un día envió como regalo frutas confitadas a algunos testadores recientes. Todos murieron enseguida. También llamó a mi primo, el rey de Marruecos, a Roma, y le hizo matar, diciendo sencillamente: «Necesito tu fortuna, Ptolomeo».
Durante su permanencia en Francia hubo muy pocas condenas y las cárceles estaban casi vacías. Eso significaba una escasez de víctimas para arrojar a los animales feroces. Solucionó el problema utilizando a miembros del público, cortándoles primero la lengua para que no pudiesen pedir auxilio a sus amigos. Se volvía cada vez más caprichoso. Un día un sacerdote estaba a punto de sacrificar un buey —en esos momentos Calígula era Apolo—; el procedimiento habitual consistía en que un diácono aturdiese al buey con una hacha de piedra, después de lo cual el sacerdote le cortaba el pescuezo. Calígula apareció vestido de diácono y formuló la pregunta habitual:
—¿Lo hago?
El sacerdote le respondió:
—Hazlo. —Y dejó caer el hacha de piedra sobre la cabeza de éste.
Yo seguía viviendo en la pobreza, con Calpurnia y Briseis, porque si bien no había contraído deudas, tampoco tenía dinero, aparte de los pocos ingresos que recibía de la granja. Tuve cuidado de hacerle saber a Calígula lo pobre que estaba, y él me permitió graciosamente permanecer en la orden senatorial, aunque ya no tenía las necesarias calificaciones financieras. Pero sentía que mi posición se hacía más insegura cada día que pasaba. Una noche, a mediados de octubre, me despertaron fuertes golpes propinados en la puerta delantera. Asomé la cabeza por la ventana.
—¿Quién está ahí? —pregunté.
—Se te necesita en palacio de inmediato.
—¿Eres tú, Casio Querea? ¿No sabes si piensan matarme?
—Tengo órdenes de llevarte enseguida.
Calpurnia lloró y Briseis lloró y las dos se despidieron de mí con gran ternura. Mientras me ayudaban a vestirme precipitadamente, les dije lo que debían hacer con las últimas pertenencias que me quedaban, y con la pequeña Antonia, y en relación con mi funeral y demás. Fue una escena muy afectuosa para todos nosotros, pero no me atreví a prolongarla. Pronto cojeaba al lado de Casio, rumbo a palacio.
—Otros dos ex cónsules han sido citados junto contigo —me dijo con aspereza.
Me dio sus nombres y me sentí más alarmado aún. Eran hombres de fortuna, de aquellos a quienes Calígula gustaba de acusar de conspirar contra él. ¿Pero por qué yo? Fui el primero en llegar. Los otros dos llegaron casi corriendo, detrás de mí, sin aliento por efecto de la carrera y el temor. Nos llevaron al salón de Justicia y nos hicieron sentar en sillas, en una especie de entarimado que daba a la plataforma del tribunal. Una guardia de soldados germanos se encontraba detrás de nosotros, mascullando en su idioma. La sala estaba a oscuras, a no ser por dos minúsculas lámparas de aceite encendidas en el tribunal. Las ventanas de abajo se hallaban cubiertas, advertí, con colgaduras negras bordadas con estrellas de plata. Mis compañeros y yo nos dimos la mano en silencio, a modo de despedida. Eran hombres de quienes yo había recibido muchos insultos en una u otra ocasión, pero a la sombra de la muerte esas insignificancias se olvidan con facilidad. Permanecimos allí, esperando a que sucediese algo, hasta que llegó el alba.
De pronto escuchamos un resonar de címbalos y la alegre música de oboes y violines. Entraron varios esclavos por una puerta situada a un lado del tribunal, cada uno con dos lámparas, que colocaron en mesas auxiliares. Y luego la potente voz de un eunuco comenzó a cantar la conocida canción Cuando las largas vigilias de la noche. Los esclavos se retiraron. Se oyó un ruido de pasos y de pronto entró danzando una alta y torpe figura, cubierta con una túnica femenina, de seda rosada, con una corona de rosas de imitación en la cabeza. Era Calígula. «Entonces la diosa de dedos de rosa / se llevará consigo la noche estrellada…»
Apartó los cortinajes de la ventana y reveló las primeras luces del alba, y luego, cuando el eunuco llegó a la parte de la diosa de dedos rosados que apaga las lámparas una a una, incorporó también ese incidente a la danza. «Y donde yacen los amantes clandestinos, / envueltos en los dulces esfuerzos de la pasión…»
De una cama que no había visto, porque se encontraba en una alcoba, la Diosa del Alba arrastró a una muchacha y un hombre, ambos desnudos, y con gestos les indicó que era hora de que se separasen. La joven era hermosísima. El hombre era el eunuco que cantaba. Se alejaron en direcciones opuestas, como profundamente acongojados. Cuando llegó el último verso, «Oh Alba, de las diosas la más bella, / que con lento y amoroso paso / das alivio a toda pena…». Tuve la sensatez de caer de bruces al suelo. Mis compañeros no tardaron en imitar mi ejemplo. Calígula hizo unas cabriolas en escena y salió, y poco después se nos llamó para desayunar con él.
—Oh dios de dioses —le dije—, nunca en mi vida presencié una danza que me proporcionase tan profunda alegría espiritual como la que acabo de ver. No tengo palabras para describir sus encantos.
Mis compañeros estuvieron de acuerdo conmigo y dijeron que era una lástima que un espectáculo tan incomparable tuviese un público tan reducido. Calígula contestó con complacencia que sólo se trataba de un ensayo. Pronto lo ofrecería, una noche, en el anfiteatro, para toda la ciudad. No entendí cómo se las arreglaría con el asunto de descorrer los cortinajes, en un anfiteatro al aire libre de cientos de metros de longitud, pero no dije nada en ese sentido. Tuvimos un desayuno delicioso; el ex cónsul de mayor edad tuvo que sentarse en el suelo y alternativamente comer pastel de tordo y besar los pies de Calígula. Yo pensaba cuán satisfechas se sentirían Calpurnia y Briseis al verme otra vez, cuando Calígula, que estaba de un humor muy placentero, me dijo de pronto:
—Una muchacha hermosa, ¿no es cierto, Claudio, viejo libertino?
—Muy bella, por cierto, dios.
—Y todavía es virgen, por lo que sé. ¿Te gustaría casarte con ella? Puedes hacerlo, si quieres. A mí me gustó por un rato, pero es gracioso, ya no me gustan más que las mujeres maduras. Ni mujer alguna que lo sea, salvo Cesonia. ¿Reconociste a la joven?
—No, señor. Sólo te miraba a ti, para decir la verdad.
—Es tu prima Mesalina, la hija de Barbato. El viejo alcahuete no musitó ni una palabra de protesta cuando le pedí que me la enviara. ¡Qué cobardes son a fin de cuentas, Claudio!
—Sí, señor dios.
—Está bien, os casaré mañana. Creo que ahora iré a acostarme.
—Mil gracias y respetos, señor.
Me dio a besar su otro pie. Al día siguiente cumplió con su promesa y nos casó. Aceptó la décima parte de la dote de Mesalina como honorario, pero por lo demás se portó con bastante cortesía. Calpurnia se había alegrado mucho al ver que yo seguía con vida, y fingió que no le molestaba mi casamiento. Dijo, con tono práctico: «Muy bien, querido, volveré a la granja, a cuidar de tus intereses. No me echarás de menos, con una esposa tan bonita. Y ahora que tienes dinero volverás a vivir en palacio».
Le dije que el matrimonio me había sido impuesto y que la echaría mucho de menos. Pero ella se burló de eso. Mesalina era dos veces más bonita que ella, tres veces más inteligente, y además tenía rango y dinero. Yo ya estaba enamorado de ella, afirmó.
Me sentí incómodo. Calpurnia había sido mi única amiga durante esos cuatro años de desgracia. ¿Qué no había hecho por mí? Y sin embargo tenía razón: estaba enamorado de Mesalina, y ésta seria ahora mi esposa. Con Mesalina en la casa, no habría lugar para Calpurnia.
Lloraba cuando se fue. Yo también lloré. No estaba enamorado de ella, pero era mi mejor amiga, y sabía que si alguna vez la necesitaba, volvería a ayudarme. No tengo que decir que cuando recibí el dinero de la dote no me olvidé de ella.