Si limitase mi relato de los sucesos de los veinticinco años siguientes o, más, a mis propias actividades, no me costaría mucho papel, y sería una lectura muy aburrida. Pero la parte posterior de esta autobiografía, en la que figuro en forma más destacada, sólo resultará inteligible si continúo aquí con las historias personales de Livia, Tiberio, Germánico, Póstumo, Cástor, Livila y los demás, que están muy lejos de ser aburridas, lo aseguro.
Póstumo se encontraba en el exilio y Germánico en la guerra, y de mis verdaderos amigos sólo me quedaba Atenodoro. Pronto me dejó también él, y regresó a su Tarso natal. No le impedí que lo hiciera, porque partió por urgente aviso de dos de sus sobrinos, que le rogaban que fuese a ayudar a liberar a la ciudad de la tiranía de su gobernador. Escribían que este gobernador se había insinuado con tanta astucia en los favores del dios Augusto, que haría falta el testimonio de un hombre como Atenodoro, en cuya integridad el dios Augusto tenía completa confianza, para convencer a éste de que la expulsión del individuo estaba justificada. Atenodoro consiguió librar a la ciudad de ese vampiro, pero después le resultó imposible volver a Roma, como tenía pensado. Sus sobrinos lo necesitaban para que les ayudase a reconstruir la administración de la ciudad sobre bases firmes. Augusto, a quien escribió un informe detallado de sus actos, le mostró su gratitud y confianza concediendo a Tarso, como favor especial a él, una condonación de cinco años en cuanto al pago de los tributos imperiales. Yo me carteaba regularmente con el buen anciano, y seguí haciéndolo hasta el momento de su muerte, dos años después, a los ochenta y dos. Tarso honró su memoria con un festival y sacrificio anual, en los cuales los ciudadanos se congregaban a leer su Breve historia de Tarso del principio al fin, comenzando a la salida del sol y terminando cuando éste se ponía.
Germánico me escribía de vez en cuando, pero sus cartas eran tan breves como afectuosas. Un general verdaderamente bueno no tiene tiempo para escribir a su familia, ya que todo su tiempo entre una y otra campaña debe dedicarlo a conocer a sus hombres y oficiales, a estudiar sus comodidades, a aumentar su eficacia militar y a reunir informaciones en cuanto a las disposiciones y planes del enemigo. Germánico era uno de los generales más concienzudos que jamás sirvieron en el ejército romano, y más querido aún que mi padre. Yo me enorgullecía cuando me escribía pidiéndome que le hiciese, tan rápida y completamente como me fuese posible, un resumen de todos los informes dignos de confianza que pudiese encontrar en las bibliotecas acerca de las costumbres domésticas de las distintas tribus balcánicas contra las cuales combatía, del poderío y situación geográfica de sus ciudades y de sus tácticas y triquiñuelas militares tradicionales, en especial en la guerra de guerrillas. Decía que en el lugar en que se encontraba no podía obtener suficiente información digna de confianza. Tiberio, en cambio, se había mostrado muy poco comunicativo. Con la ayuda de Sulpicio y de un grupito de investigadores profesionales y de copistas que trabajaban día y noche, conseguí reunir exactamente lo que él quería, y le envié una copia un mes después de que me lo solicitara. Me sentí más orgulloso que nunca cuando me escribió no mucho más tarde, pidiéndome una edición de veinte ejemplares del libro para hacerlo circular entre sus oficiales superiores, porque ya le había resultado de la mayor utilidad. Dijo que cada uno de los párrafos era claro y venía al caso, y que los apartados más útiles eran aquellos que proporcionaban pormenores sobre la hermandad militar extratribal contra la cual —antes que contra las tribus mismas— se libraba la guerra; y lo referente a los distintos árboles y arbustos sagrados —cada una de las tribus reverenciaba un tipo distinto— bajo cuya sombra protectora los hombres de las tribus solían enterrar sus depósitos de granos, dinero y armas cuando se veían obligados a abandonar de prisa sus aldeas. Prometió hablarle a Tiberio y a Augusto acerca de mis valiosos servicios.
No se hizo mención pública alguna respecto de este libro, quizá porque si el enemigo se hubiese enterado de su existencia habría modificado sus tácticas y disposiciones. Dadas las circunstancias, creían ser constantemente traicionados por delatores. Augusto me recompensó extraoficialmente designándome para ocupar un puesto en el Colegio de Augures, pero era claro que concedía todo el mérito de la compilación a Sulpicio, aunque éste no escribió una sola palabra; no hizo otra cosa que buscarme los libros. Una de mis principales autoridades fue Polión, cuya campaña de Dalmacia fue un modelo de minuciosidad militar combinada con un brillante trabajo de información. Si bien su relato sobre las costumbres y situación locales parecía casi cincuenta años atrasado, Germánico encontró que mis extractos del libro le eran más útiles que cualquier historia más reciente de aquella campaña. Deseé que Polión viviera para enterarse de eso. Se lo dije a Livio, quien replicó, más bien malhumorado, que jamás había negado los méritos de Polión en lo relativo a redactar competentes textos militares; simplemente le negaba el título de historiador en el sentido más elevado de la palabra.
Tengo que agregar que, si hubiese tenido más tacto, estoy seguro de que Augusto me habría elogiado en su discurso al Senado, al terminar la guerra. Pero mis referencias a su propia campaña de los Balcanes fueron menos de las que habrían podido ser si él hubiese escrito un relato detallado de ella, como hizo Polión con la propia, o si los historiadores oficiales se hubieran preocupado menos de adular a su emperador y más de registrar sus éxitos y sus reveses en forma objetiva y técnica. En esos elogios pude encontrar poca o ninguna materia útil, y al leer mi libro Augusto debe de haber sentido que lo menospreciaba. Se identificaba tan estrechamente con el éxito de la guerra, que durante las dos últimas temporadas de campaña se trasladó de Roma a un pueblo de la frontera nordeste de Italia, para estar tan cerca del combate como le fuera posible. Y como comandante en jefe de los ejércitos romanos enviaba a Tiberio consejos militares no muy útiles.
Yo trabajaba entonces en un relato de la participación de mi abuelo en las guerras civiles, pero no había adelantado mucho cuando volví a ser detenido por Livia. Sólo había logrado completar dos volúmenes. Me dijo que era tan poco capaz de redactar una biografía de mi abuelo como una de mi padre, y que me había comportado con deshonestidad al empezarla a sus espaldas. Si quería encontrar un empleo útil para mi pluma, sería mejor que eligiera un tema que no diese lugar a tantos malentendidos. Me ofreció uno: la reorganización de la religión por Augusto a partir de la Pacificación. No era un tema excitante, pero no había sido tratado hasta entonces en detalle, y me manifesté dispuesto a abordarlo. Las reformas religiosas de Augusto habían sido excelentes sin excepción; había revitalizado muchas de las antiguas sociedades de sacerdotes, construido y dotado ochenta y dos nuevos templos en Roma y sus alrededores, reedificado numerosos templos antiguos que estaban en ruinas, introducido cultos extranjeros para beneficio de los provincianos que se encontraban de visita en Roma y restablecido varios interesantes festivales públicos antiguos que durante las conmociones civiles de la mitad del siglo anterior se había permitido que cayeran en el olvido. Analicé el tema muy de cerca y completé mi investigación seis años más tarde, unos días después de la muerte de Augusto. Constaba de cuarenta y un volúmenes, con un promedio de cinco mil palabras cada uno, pero gran parte de la obra estaba compuesta de trascripciones de decretos religiosos, listas nominales de sacerdotes, catálogos de donaciones hechas a los tesoros de los templos, etcétera. El volumen más valioso era el de introducción, que se refería a los rituales primitivos de Roma. En él me encontré en dificultades, porque las reformas ritualistas de Augusto se basaban en las conclusiones de una comisión religiosa que no había realizado su trabajo en forma adecuada. Era evidente que entre los comisionados no había un experto en las cosas de la antigüedad, de forma que en las nuevas liturgias oficiales quedaron incorporados muchos groseros errores respecto de las antiguas fórmulas religiosas. Nadie que no haya hecho un estudio de los idiomas etrusco y sabino es capaz de interpretar nuestros más antiguos conjuros religiosos, y yo dediqué mucho tiempo a dominar los rudimentos de ambos. En esa época todavía existían algunos conciudadanos que sólo hablaban el sabino en sus hogares, y yo convencí a dos de ellos de que fuesen a Roma y proporcionaran a Palas, que ahora trabajaba como secretario mío, materiales para un breve diccionario sabino. Les pagué bien. A Calón, el mejor de mis secretarios, lo envié a Capua a reunir materiales para un diccionario similar del lenguaje etrusco, que solicitó a Aruns, el sacerdote que me ofreció las informaciones sobre Lars Pórsena que tanto complacieron a Polión y tanto disgustaron a Livio. Esos dos diccionarios, que luego amplié y publiqué, me sirvieron para aclarar a satisfacción muchos problemas notables de los antiguos cultos religiosos. Pero había aprendido a tener cuidado, y nada de lo que escribí echaba mancha alguna sobre la erudición o el juicio de Augusto.
No perderé tiempo en un relato sobre la guerra de los Balcanes, aparte de decir que, a despecho de la sabia dirección de la misma por mi tío Tiberio, de la competente ayuda que le prestó mi suegro Silvano y de las osadas proezas de Germánico, dicha guerra se arrastró durante tres años. Al cabo todo el país quedó reducido y prácticamente convertido en un desierto, porque esas tribus, hombres y mujeres, lucharon con extraordinaria desesperación y sólo reconocieron la derrota cuando el fuego, el hambre y la peste hubieron reducido la población a menos de la mitad. Cuando los jefes rebeldes llegaron a ver a Tiberio para discutir la paz, éste los interrogó minuciosamente. Quería saber, en primer lugar, por qué se les había metido en la cabeza la idea de la rebelión, y luego por qué ofrecieron una resistencia tan desesperada. El jefe de todos los rebeldes, un hombre llamado Bato, respondió: «Vosotros mismos tenéis la culpa. Enviáis como guardianes de vuestros rebaños, no a pastores ni a perros ovejeros, sino a lobos».
Eso no era exactamente cierto. El propio Augusto elegía a los gobernadores de sus provincias de frontera, les pagaba sueldos considerables y cuidaba de que no se guardasen parte alguna de las rentas imperiales. Los impuestos se pagaban directamente a ellos, y no eran ya recolectados por compañías carentes de principios. Los gobernadores de Augusto nunca fueron lobos, como la mayoría de los gobernadores republicanos, a quienes lo único que les interesaba de las provincias era lo que pudiesen arrancarles. Muchos de ellos eran buenos ovejeros y algunos incluso honrados pastores. Pero con frecuencia sucedía que Augusto fijaba una tasa intencionalmente elevada, sin tener en cuenta los problemas creados por una mala cosecha, una peste del ganado o un terremoto. Y en lugar de quejarse a él, e informarle de que la contribución era demasiado alta, los gobernadores la cobraban hasta el último centavo, incluso a riesgo de provocar una rebelión. Pocos de ellos mostraban algún interés personal en el pueblo al que supuestamente gobernaban. Un gobernador se establecía en la ciudad capital romanizada, donde había hermosos edificios, teatros, templos y baños públicos y mercados, y jamás se le ocurría visitar los distritos más alejados de su provincia. La verdadera tarea de gobernar la realizaban delegados y delegados de delegados, y es indudable que existió una buena proporción de mezquina opresión por parte de los funcionarios menores. Quizás ésos eran los que Bato llamaba «lobos», aunque «pulgas» hubiera sido una mejor designación. No cabe duda de que bajo Augusto las provincias fueron infinitamente más prósperas que bajo la república, y, más aún, que las provincias interiores, que eran gobernadas por hombres designados por el Senado, no se encontraban en tan buena situación como las provincias de frontera, gobernadas por personas nombradas por Augusto. Esta comparación proporcionó uno de los pocos argumentos plausibles que jamás oí presentar contra el gobierno republicano, aunque se basaba en la hipótesis insostenible de que las normas de moralidad personal existentes entre los dirigentes de una república común tienden a ser menores que la moralidad personal de un monarca absoluto cualquiera y de los subordinados elegidos por él, y en la falacia de que el problema de cómo son gobernadas las provincias es más importante que lo que ocurra en la ciudad. Recomendar una monarquía por la prosperidad que confiere a las provincias me parece igual a recomendar que un hombre tenga libertad para tratar a sus hijos como esclavos, siempre que trate a sus esclavos con una razonable consideración.
AÑO 9
d. de C.
Por esta costosa y destructiva guerra el Senado decretó un gran triunfo para Augusto y Tiberio. Se recordar que ahora sólo el propio Augusto o los miembros de su familia podían permitirse un triunfo adecuado, en tanto que a otros generales se les concedía lo que se denominaba «ornamentos triunfales». Si bien Germánico era un César, sólo recibió esos ornamentos, y ello por razones técnicas. Augusto habría podido llevar un poco más lejos la definición, pero le estaba tan agradecido a Tiberio por su éxito en la conducción de la guerra, que no quiso irritarlo otorgando a Germánico honores iguales a los suyos. Germánico también fue ascendido un grado en el rango magisterial y se le permitió que llegase a ser cónsul varios años antes de la edad acostumbrada. Si bien Cástor no había participado en la guerra, le fue concedido el privilegio de concurrir a las sesiones del Senado antes de convertirse en miembro suyo, y también ascendió un grado en la jerarquía magisterial.
En Roma el populacho esperaba con excitación el triunfo, que iría acompañado de gran munificencia en forma de grano, dinero y toda clase de cosas buenas. Pero le esperaba una gran desilusión. Un mes antes de la fecha fijada para el triunfo se observó un augurio terrible: en el Campo de Marte el templo del Dios de la Guerra fue herido por un rayo y casi destruido, y pocos días después llegaron de Germania noticias del más grave revés militar sufrido por las armas romanas desde Carras, y aun podría decir que desde la batalla de Alia, librada casi cuatrocientos años antes. Tres regimientos fueron aniquilados, y se perdieron de golpe todas las conquistas realizadas al este del Rin. Parecía que no había nada que pudiese impedir que los germanos cruzasen el río y asolaran las tres asentadas y prósperas provincias de Francia.
Ya he hablado del aplastante efecto que estas noticias tuvieron sobre Augusto. Lo sintió en forma tan intensa porque no sólo era oficialmente responsable por el desastre, como encargado por el pueblo y el Senado romano de la seguridad de todas las fronteras, sino porque también era moralmente responsable. El desastre se había debido a su imprudencia, al tratar de imponer a los bárbaros la civilización con demasiada rapidez. Los germanos conquistados por mi padre se habían ido adaptando en forma gradual a los hábitos romanos, aprendiendo el uso de la moneda, estableciendo mercados regulares, construyendo y amueblando casas en estilo civilizado, e incluso reuniéndose en asambleas que no terminaban, como las anteriores, en batallas armadas. Eran aliados de nombre, y si se les hubiera hecho olvidar sus antiguas costumbres bárbaras de modo gradual y confiar en la guarnición romana para que los protegiera de sus vecinos todavía incivilizados mientras ellos gozaban del lujo de la paz provincial, quizás en un par de generaciones, o menos, se habrían vuelto tan pacíficos y dóciles como los franceses de Provenza. Pero Varo, un pariente mío, a quien Augusto designó gobernador de la Alemania del otro lado del Rin, comenzó a tratarlos, no como a aliados sino como a una raza sometida. Era un hombre maligno y mostraba muy poca consideración por los sentimientos extraordinariamente fuertes que los germanos tienen en cuanto a la castidad de sus mujeres. Luego Augusto necesitó dinero para los cofres militares, que la guerra de los Balcanes había vaciado. Creó muchos nuevos impuestos, de los que no estaban exceptuados los germanos del otro lado del Rin. Varo lo asesoró en cuanto a la capacidad de pago de la provincia, y en su celo la tasó muy alta.
Había en el campamento de Varo dos caudillos germanos. Hermann y Siegmyrgth, que hablaban el latín con fluidez y que parecían estar completamente romanizados. Hermann había mandado a auxiliares germanos en la guerra anterior, y su lealtad no se ponía en duda. Había pasado algún tiempo en Roma incorporándose a la Noble Orden de los Caballeros. Los dos comían a menudo a la mesa de Varo y tenían con él la amistad más íntima. Lo instaron a suponer que sus compatriotas no eran menos leales que ellos ni estaban menos agradecidos a Roma por los beneficios de la civilización. Pero se encontraban en constante comunicación con caudillos descontentos, a quienes convencieron de que por el momento no ofreciesen resistencia armada al poder romano y de que pagasen sus impuestos con la mayor exhibición posible de complacencia. Pronto darían la señal para la rebelión en masa. Hermann, cuyo nombre significa «guerrero», y Siegmyrgth —llamémoslo Segimero—, cuyo nombre significa «victoria alegre», eran demasiado listos para Varo. Los hombres de su estado mayor lo prevenían constantemente en el sentido de que en los últimos meses los germanos se estaban portando demasiado bien y de que pretendían desarmar sus sospechas antes de llevar a cabo un levantamiento general. Pero él se reía de la sugerencia. Afirmaba que los germanos eran una raza estúpida e incapaz de pensar semejante plan o de ejecutarlo sin revelar el secreto antes de que hubiese llegado el momento oportuno. Su docilidad era simple cobardía; cuanto más se golpea a un germano, más lo respeta éste a uno. Eran arrogantes en la prosperidad y la independencia, pero en cuanto se los derrotaba se acercaban hasta uno arrastrándose como perros y desde entonces se mostraban obedientes. Se negó incluso a prestar oídos a las advertencias que le hizo otro caudillo germano que guardaba resentimiento a Hermann y que veía con claridad en sus designios. En lugar de mantener sus fuerzas concentradas como habría debido hacer en un país sometido sólo en parte, las dividió.
Basándose en las instrucciones secretas de Hermann y Segimero, comunidades lejanas enviaron a Varo peticiones de protección militar contra los bandidos y de escoltas para los convoyes de mercancías provenientes de Francia. Luego se produjo un levantamiento armado en la extremidad oriental de la provincia. Un recaudador de impuestos y su personal fueron asesinados. Cuando Varo reunió las fuerzas de que disponía para una expedición punitiva, Hermann y Segimero lo escoltaron durante parte del trayecto y luego se disculparon de no poder continuar acompañándolo, pero prometieron reunir sus fuerzas auxiliares y acudir en su ayuda, si era necesario, en cuanto los mandase llamar. Estos auxiliares se encontraban ya armados y emboscados a pocos días de viaje por delante de Varo y en su camino los dos caudillos ordenaron entonces a las comunidades vecinas que cayesen sobre los destacamentos romanos enviados para su protección y que no dejasen con vida a un solo hombre.
Varo no recibió noticia alguna de esta matanza porque no quedó sobreviviente alguno de ella y porque, de cualquier manera, no se encontraba en comunicación con su cuartel general. El camino que seguía era una simple senda del bosque. Pero no tomó la precaución de enviar una avanzada de escaramuzadores ni de colocar guardias en los flancos, sino que permitió que toda la fuerza —en la que se contaba con una gran cantidad de no combatientes— se extendiese en desordenada columna, con tan pocas precauciones como si se encontrase a cincuenta kilómetros de Roma. La marcha era muy lenta, porque constantemente tenía que derribar árboles y tender puentes sobre ríos para que pudieran cruzar los carros de la administración. Y esto dio tiempo para que enormes cantidades de hombres de las tribus se uniesen a los de la emboscada. De pronto cambió el tiempo, una cortina de lluvia que duró veinticuatro horas o más empapó los escudos de cuero de los soldados, tornándolos demasiado pesados para la lucha, e inutilizó los arcos de los arqueros. La vereda arcillosa se volvió tan resbaladiza, que resultaba difícil mantenerse en pie, y los carros se atascaban continuamente. La distancia entre la cabeza y el extremo de la columna se hizo cada vez mayor. De súbito ascendió una señal de humo desde una colina vecina, y los germanos atacaron por el frente, la retaguardia y ambos flancos.
Los germanos no eran contrincantes peligrosos para los romanos en lucha limpia, y Varo no había exagerado mucho su cobardía. Al principio sólo se atrevieron a atacar a los rezagados y a los conductores de carros, eludiendo la lucha cuerpo a cuerpo pero lanzando lluvias de azagayas y dardos, a cubierto, y volviendo a precipitarse al bosque si un romano blandía una espada y gritaba. Pero por medio de esas tácticas causaron muchas bajas. Grupos dirigidos por Hermann, Segimero y otros caudillos bloquearon el camino uniendo varios carros capturados, quebrándoles las ruedas y derribando árboles sobre ellos. Pusieron varios de esos obstáculos y dejaron a hombres de las tribus detrás de ellos para hostigar a los soldados cuando trataran de quitarlos. Esto demoró de tal modo a los hombres del extremo de la columna que, temiendo perder contacto con los demás, abandonaron los carros que todavía se encontraban en su poder y se precipitaron hacia adelante, en la esperanza de que los germanos se entretuviesen en saquearlos y que no volviesen al alaque durante un tiempo.
El regimiento delantero había llegado a una colina donde no había muchos árboles a causa de un reciente incendio, y allí formó sus filas, a salvo, y esperó a los otros dos. Todavía tenían sus transportes y sólo habían perdido unos cientos de hombres. Los otros dos regimientos sufrían muchas más bajas. Los soldados se separaban de sus compañías y se formaban nuevas unidades de cincuenta a doscientos hombres cada una, con vanguardia, retaguardia y guardia de flanco. Estos últimos sólo podían avanzar con suma lentitud debido a lo denso y pantanoso del bosque, y a menudo perdían contacto con sus pequeñas unidades. Las avanzadas eran diezmadas en las barricadas y las retaguardias constantemente atacadas por detrás con azagayas. Esa noche, cuando se pasó lista, Varo descubrió que casi una tercera parte de sus fuerzas habían sido aniquiladas. Al día siguiente se abrió paso hacia terreno abierto, pero se vio obligado a abandonar el resto de su transporte. Los alimentos escaseaban y al tercer día tuvo que volver a penetrar en el bosque. Las bajas del segundo día no habían sido muy graves, porque buena parte de los enemigos estaban ocupados saqueando los carros y llevándose el botín, pero cuando se pasó lista, en la noche del tercer día, sólo respondió una cuarta parte de los hombres que originariamente formaban la fuerza. Al cuarto día Varo continuaba avanzando, porque era demasiado tozudo para reconocer la derrota y abandonar su primitivo objetivo, pero el tiempo, que había mejorado un tanto, empeoró más que nunca, y los germanos, acostumbrados a las fuertes lluvias, se tornaron más audaces a medida que la resistencia de los romanos se debilitaba. Entablaron la lucha cuerpo a cuerpo.
Al mediodía Varo vio que todo estaba perdido y se suicidó antes de caer vivo en manos del enemigo. La mayor parte de los oficiales superiores que sobrevivían siguieron su ejemplo, y también muchos soldados. Sólo un oficial mantuvo la serenidad: el mismo Casio Querea que había luchado aquel día en el anfiteatro. Mandaba la retaguardia, compuesta de montañeses de Saboya que se sentían más a sus anchas en un bosque que los demás. Y cuando un fugitivo les llevó la noticia de que Varo había muerto, que las Águilas habían sido capturadas y que apenas quedaban en pie trescientos soldados del cuerpo principal, decidió salvar todo lo que pudiese de la matanza. Hizo girar su fuerza en redondo y rompió el cerco enemigo con un ataque repentino. La enorme valentía de Casio, parte de la cual consiguió transmitir a sus hombres, amedrentó a los germanos. Dejaron en paz a su pequeño y decidido grupo de hombres y se precipitaron hacia adelante, en busca de conquistas más fáciles. Quizás una de las más hermosas hazañas militares de los tiempos modernos sea el hecho de que, de los ciento veinte hombres que Casio tenía consigo cuando decidió volver sobre sus pasos, consiguió, después de ocho días de marcha a través de territorio hostil, llevar a ochenta a salvo, bajo el estandarte de la compañía, a la fortaleza de la cual había salido veinte días antes.
Es difícil transmitir la impresión de pánico que reinaba en Roma cuando fueron confirmados los rumores del desastre. La gente comenzó a reunir sus pertenencias y a cargarlas en carros, como si los germanos estuviesen ya a las puertas de la ciudad. Y en verdad había buenos motivos para esa ansiedad. Las pérdidas sufridas en la guerra de los Balcanes habían sido tan grandes, que casi se habían utilizado todas las reservas de hombres en condiciones de combatir que había en Italia. Augusto no sabía qué hacer para reunir un ejército y enviarlo a las órdenes de Tiberio a consolidar las cabeceras de puente del Rin, que en apariencia los germanos no habían tomado aún. De los romanos incorporables al ejército sólo unos pocos se presentaron voluntariamente cuando se publicó la orden convocándolos. Marchar contra los germanos les parecía ir a una muerte segura. Augusto dictó entonces una segunda orden en el sentido de que de los que no se presentasen en el plazo de cinco días, uno de cada cinco sería despojado de sus derechos y privado de sus propiedades. Muchos se resistieron, incluso después de eso, de modo que hizo ejecutar a unos cuantos como ejemplo y llevó a filas a los demás. Algunos, en rigor, resultaron ser muy buenos soldados. También convocó a una clase de hombres de más de treinta y cinco años de edad, y reincorporó a muchos veteranos que habían cumplido sus dieciséis años de servicio. Con ellos y un regimiento compuesto de libertos, que normalmente no eran incorporables al servicio (aunque los refuerzos de Germánico en la guerra de los Balcanes habían estado compuestos en gran medida de ellos), formó una fuerza bastante imponente y envió a cada una de las compañías al norte en cuanto quedaba armada y equipada.
La mayor vergüenza y pena para mí, en esa hora de suprema necesidad de Roma, fue la de que me era imposible servir como soldado en su defensa. Fui a ver a Augusto y le pedí que me enviase a algún puesto en que mi debilidad física no fuese un estorbo. Sugerí que podía ir como oficial de informaciones de Tiberio y ocuparme de útiles tareas como la de reunir y confrontar informes sobre movimientos del enemigo, interrogar a los prisioneros, hacer mapas y dar instrucciones especiales a los espías. Si no se me nombraba para ese puesto (para el cual me sentía capacitado porque había realizado un atento estudio de las campañas de Germania y aprendido a pensar en forma ordenada y a dirigir escribientes), me ofrecía a actuar como intendente del ejército de Tiberio. Pediría a Roma los abastecimientos militares necesarios, y los revisaría y distribuiría a su llegada a la base. Augusto pareció complacido de que yo me hubiese presentado tan espontáneamente, y dijo que hablaría con Tiberio sobre mi ofrecimiento. Pero no pasó nada. Quizá Tiberio me consideraba incapaz de ningún servicio útil. Quizá sólo le molestaba el que me hubiese presentado con esa petición, cuando su hijo Cástor no hizo lo mismo y, por el contrario, convenció a Augusto de que le enviase al sur de Italia, a reclutar y adiestrar tropas. Pero Germánico se encontraba en el mismo caso que yo, cosa que era algún consuelo para mí. Se había ofrecido a ir a Germania, pero Augusto lo necesitaba en Roma, donde era muy popular, para ayudarlo a eliminar los disturbios civiles que temía que estallasen en cuanto las tropas hubiesen salido de la ciudad.
Entretanto los germanos persiguieron a todos los fugitivos del ejército de Varo y sacrificaron a decenas de ellos a sus dioses de los bosques, quemándolos vivos en jaulas de mimbre. A los restantes los mantuvieron cautivos. (Algunos de ellos fueron rescatados más tarde por sus familiares, a un precio extravagantemente elevado, pero Augusto les prohibió que volviesen a entrar en Italia). Los germanos también gozaron de una larga sucesión de tremendas borracheras con el vino capturado, y riñeron sangrientamente por la gloria y el botín. Pasó mucho tiempo antes de que volvieran a mostrarse activos y se dieran cuenta de la poca oposición que encontrarían si marchaban hacia el Rin. Pero en cuanto el vino empezó a terminarse atacaron las fortalezas de frontera, débilmente apoyadas, y las saquearon. Una sola fortaleza presentó una resistencia decente: la que mandaba Casio. Los germanos la habrían ocupado con tanta facilidad como a las demás, porque la guarnición era reducida, pero Hermann y Segimero estaban en otra parte y los demás no entendían el arte romano del sitio con catapultas, la tortuga y la zapa. Casio tenía una gran provisión de arcos y flechas en su fortaleza, y enseñó a todos a usarlos, incluso a las mujeres y los esclavos. Rechazó con éxito varios salvajes ataques contra las puertas, y siempre tenía preparados grandes calderos de agua hirviente para dejarlos caer sobre los germanos que intentasen trepar a las murallas con escalas. Los germanos estaban tan atareados tratando de capturar esa fortaleza, donde esperaban encontrar un rico botín, que no se lanzaron contra las cabezas de puente del Rin, débilmente defendidas.
Llegaron noticias del rápido avance de Tiberio al frente de su nuevo ejército. Hermann reunió en el acto sus fuerzas, decidido a capturar los puentes antes de que Tiberio pudiera llegar a ellos. Dejó un destacamento para apoderarse de la fortaleza, de la que se sabía que estaba mal aprovisionada. Casio, que se enteró de los planes de Hermann, decidió huir antes de que fuera demasiado tarde. Una noche de tormenta se escurrió de la fortaleza con toda la guarnición y consiguió pasar por los dos primeros puestos avanzados enemigos antes de que el llanto de algunos de los niños que iban con él diese la alarma. En el tercer puesto avanzado hubo una lucha cuerpo a cuerpo, y si los germanos no hubiesen estado tan ansiosos por llegar al pueblo para saquearlo, el grupo de Casio no habría tenido posibilidad alguna de sobrevivir. Pero consiguió escapar y media hora después dijo a sus trompeteros que tocasen «avance a marchas forzadas», para hacer creer a los germanos que llegaba una fuerza de socorro, de modo que no hubo persecución. Las tropas del puente más cercano escucharon el sonido distante de las trompetas romanas, porque el viento soplaba desde el este, y adivinando lo que sucedía enviaron un destacamento a escoltar a la guarnición hasta un lugar seguro. Dos días después Casio retuvo con éxito el puente contra un ataque en masa de los hombres de Segimero; luego llegó la vanguardia de los hombres de Tiberio, y se salvó la situación.
El fin del año fue señalado por el destierro de Julila, acusada de adulterio y promiscuidad —lo mismo que su madre Julia—, y enviada a Tremero, una pequeña isla situada frente a Apulia. El verdadero motivo de su destierro era el de que estaba a punto de dar a luz otra vez, y si resultaba ser un chico, sería un biznieto de Augusto y no tendría relación alguna con Livia. Esta no quería correr riesgos. Julila ya tenía un hijo, pero era un individuo delicado, temeroso, flojo y se podía hacer caso omiso de él. El propio Emilio proporcionó a Livia motivos para la acusación. Había reñido con Julila, y la acusó, en presencia de su hija Emilia, de tratar de endosarle el hijo de otro hombre. Nombró a Décimo, un noble de la familia de Silano, como el adúltero. Emilia, que era lo bastante lista como para darse cuenta de que su vida y su seguridad dependían de mantenerse en el favor de Livia, fue a ver a ésta y le contó lo que había oído. Livia le hizo repetir la historia en presencia de Augusto. Este citó entonces a Emilio y le preguntó si era cierto que no era el padre del hijo de Julila. A Emilio no se le ocurrió que Emilia hubiese podido traicionar a su madre y a él mismo, de modo que supuso que la intimidad que sospechaba entre Julila y Décimo era cosa de escándalo general. Por consiguiente mantuvo su acusación, aunque se basaba más bien en sus celos que en un hecho concreto. Augusto tomó al niño, en cuanto nació, y lo hizo abandonar en la ladera de la montaña. Décimo partió al exilio voluntario, y varios otros hombres acusados de haber sido amantes de Julila lo siguieron en uno u otro momento. Entre ellos se contaba el poeta Ovidio, a quien Augusto, cosa curiosa, convirtió en el principal chivo expiatorio por haber escrito (muchos años antes) El arte de amar. Dijo que ese poeta era el que había trastornado la mente de su nieta. Hizo que quemasen todos los ejemplares del libro que se pudieran encontrar.