El nombre «Livia» está vinculado con la palabra latina que significa malignidad. Mi abuela fue una consumada actriz, y la pureza exterior de su conducta, la agudeza de su ingenio y la gracia de sus modales engañó a casi todo el mundo. Pero nadie la quería de veras; la malignidad impone respeto, no cariño. Poseía la facultad de que la gente comúnmente desenvuelta se sintiese consciente de sí en su presencia, consciente de sus defectos morales e intelectuales. Debo disculparme por continuar escribiendo sobre Livia, pero es inevitable. Como todas las honradas historias romanas, ésta está escrita «desde el huevo a la manzana». Prefiero el minucioso método romano, que no omite nada, al de Homero y los griegos en general, que gusta de saltar al centro de los acontecimientos y luego retroceder o avanzar según sea su inclinación del momento. Sí, con frecuencia se me ocurrió la idea de reescribir la historia de Troya en prosa latina, para beneficio de nuestros ciudadanos más pobres que no saben leer en griego. Habría empezado por el huevo del cual fue empollada Elena y continuado, capítulo a capítulo, hasta las manzanas comidas como postres en la gran fiesta en celebración de la vuelta al hogar de Ulises y de la victoria de su esposa sobre sus cortejantes. Allí donde Homero es oscuro o guarda silencio respecto de algún punto, yo me basaría en poetas posteriores, o en Dares, anterior al bardo, cuyo relato, si bien henchido de vaguedades poéticas, me parece más seguro que el de Homero porque él participó en forma activa en la guerra, primero con los troyanos y luego con los griegos.
En una ocasión vi una extraña pintura en el interior de un viejo arcón de cedro que provenía, según creo, de algún lugar de Siria septentrional. La inscripción, en griego, decía: «El veneno es la reina», y el rostro del Veneno, aunque ejecutado más de cien años antes del nacimiento de Livia, era inconfundiblemente el rostro de ésta. Y en este contexto debo hablar de Marcelo, el hijo de Octavia con un esposo anterior. Augusto, que amaba a Marcelo, lo adoptó como hijo y le concedió deberes administrativos muy prematuros para su edad. Luego lo casó con Julia. La opinión común en Roma era la de que tenía la intención de convertirlo en su heredero. Livia no se opuso a la adopción, y en verdad pareció recibirla con auténtica satisfacción, ya que así le era más fácil conquistar el afecto y la confianza de Marcelo. Su cariño hacia él parecía fuera de toda duda. Fue por su consejo que Augusto lo promovió con tanta rapidez en rango. Y Marcelo, enterado de ello, se mostró debidamente agradecido a Livia.
El motivo que Livia tenía para favorecer a Marcelo era, según algunos observadores, el de dar celos a Agripa. Agripa era el hombre más importante de Roma después de Augusto; era hombre de baja extracción, pero el más antiguo amigo de Augusto y su más exitoso general y almirante. Hasta entonces Livia había hecho todo lo posible para mantener la amistad de Agripa con Augusto. Era ambicioso, pero sólo en cierto grado. Nunca habría tenido el atrevimiento de disputarle a Augusto la soberanía, porque lo admiraba muchísimo y no quería mayor gloria que la de ser su ministro más digno de confianza. Lo que es más, tenía excesiva conciencia de su origen humilde, y Livia, con su representación del papel de gran dama patricia, conseguía dominarlo siempre. Pero su importancia para Livia y Augusto no residía en sus servicios, su lealtad y su popularidad entre el común y el Senado, sino en lo siguiente: por una idea originada en la propia Livia, se le suponía vigilante de la conducta política de Augusto en nombre de la nación. En el famoso debate fingido que se realizó en el Senado, después de la caída de Antonio, entre Augusto y sus dos amigos Agripa y Mecenas, el papel de Agripa fue el de aconsejarlo contra la asunción del poder soberano, sólo para permitir que sus objeciones fuesen anuladas por los argumentos de Mecenas y las entusiastas exigencias de los senadores. Agripa declaró entonces que serviría a Augusto con fidelidad mientras su soberanía fuese saludable y no se convirtiese en una tiranía arbitraria. En adelante se confió popularmente en él como un baluarte contra posibles conatos de tiranía. Y lo que Agripa dejaba pasar, la nación también lo dejaba pasar. Ahora esos mismos agudos observadores pensaban que Livia estaba empeñada en un juego peligrosísimo, el de hacer que Agripa sintiera celos de Marcelo, y los acontecimientos eran seguidos con gran interés. Quizá la devoción de Livia a Marcelo era una farsa y su verdadera intención era que Agripa se sintiese impulsado a eliminarlo. Se rumoreaba que un miembro abnegado de la familia de Agripa se había ofrecido a buscar pendencia con Marcelo para matarlo, pero que Agripa —si bien no se sentía menos celoso de lo que Livia quería— era demasiado honorable para aceptar tan baja sugerencia.
Se suponía en general que Augusto había nombrado a Marcelo su principal heredero, y que Marcelo no sólo heredaría su inmensa fortuna, sino también la monarquía (¿pues qué otro nombre puedo darle?). Por lo tanto, Agripa hizo saber que si bien era fiel a Augusto y jamás había lamentado su decisión de respaldar su autoridad, había una cosa que no permitiría, como ciudadano patriota que era: la de que la monarquía se hiciese hereditaria. Pero Marcelo era ahora casi tan popular como Agripa, y muchos jóvenes de rango y familia, para quienes la alternativa «¿monarquía o república?» era ya una disyuntiva académica, trataban de congraciarse con él, con la esperanza de obtener así importantes honores cuando sucediera a Augusto. Esta disposición general a aceptar la continuación de la monarquía parecía complacer a Livia, pero ésta anunció que, en el lamentable caso de muerte o incapacidad de Augusto, la dirección inmediata de los asuntos del Estado debía ser confiada —hasta el momento en que pudieran tomarse disposiciones por medio de decretos del Senado— a manos más experimentadas que las de Marcelo. Sin embargo, éste era a tal punto favorito de Augusto, que, si bien los anuncios privados de Livia terminaban por lo general como edictos públicos, nadie le prestó mucha atención en esa ocasión, y cada vez más personas continuaron cortejando a Marcelo.
AÑO 23
a. de C.
Los observadores más penetrantes se preguntaron cómo encararía Livia esa nueva situación; pero la suerte parecía acompañarla. Augusto pescó un leve resfriado que tomó un giro inesperado, con fiebre y vómitos. Livia le preparó la comida con sus propias manos durante esa enfermedad, pero su estómago estaba tan delicado que no podía asimilar nada. Se debilitaba cada vez más y sentía que estaba al borde de la muerte. A menudo se le había pedido que nombrase a su sucesor, pero hasta entonces no lo había hecho por temor a las consecuencias políticas, y además porque el pensamiento de su muerte le resultaba muy desagradable. Ahora sentía que su deber era nombrar a alguien, y le pidió a Livia que le aconsejase en ese sentido. Dijo que la enfermedad le había quitado todo poder de raciocinio; elegiría a cualquier sucesor razonable que ella sugiriese. De modo que Livia tomó la decisión y él la aceptó. Luego llamó junto al lecho al otro cónsul, a los magistrados de la ciudad y a ciertos senadores y caballeros representativos. Él estaba muy débil para decir nada, pero entregó al cónsul un registro de las fuerzas militares y navales y una declaración de las rentas públicas, y luego llamó a Agripa y le entregó su anillo de sello, que equivalía a decir que Agripa sería su sucesor, aunque con la estrecha colaboración de los cónsules. Eso resultó una sorpresa. Todos esperaban que el elegido fuese Marcelo.
Y desde ese momento Augusto comenzó a recobrarse misteriosamente; la fiebre menguó y su estómago aceptaba ya los alimentos. Pero el mérito de su curación no recayó sobre Livia, que continuó cuidándolo personalmente, sino sobre cierto médico llamado Musa, que tenía una inofensiva manía relacionada con las lociones y las pociones frías. Augusto quedó tan agradecido a Musa por sus supuestos servicios, que le regaló su propio peso en piezas de oro, regalo que el Senado duplicó. Además, si bien era un liberto, Musa fue promovido al rango de caballero, cosa que le daba el derecho a usar un anillo de oro, y se convirtió en candidato a un puesto público. Luego se publicó un decreto más extravagante aún, por el Senado, que concedía la exención del pago de impuestos a toda la profesión médica.
Marcelo se mostró claramente mortificado al no ser declarado heredero de Augusto. Era muy joven, sólo tenía veinte años. Los anteriores favores de Augusto le habían dado un exagerado sentido de su talento y de su importancia política. Trató de encarar la cuestión mostrándose claramente grosero con Agripa en un banquete. Agripa se mantuvo sereno con dificultad, pero el hecho de que el incidente no tuviese secuela alguna estimuló a los partidarios de Marcelo en la creencia de que Agripa le tenía miedo. Incluso se dijeron los unos a los otros que si Augusto no cambiaba de opinión en el término de uno o dos años, Marcelo usurparía el poder imperial. Se volvieron tan alborotadores y jactanciosos, y Marcelo hacía tan poco para contenerlos, que se producían frecuentes choques entre ellos y los partidarios de Agripa. Este se sintió irritadísimo por la insolencia del joven cachorro, como lo llamaba, y nada menos que con él, que había ocupado la mayoría de los principales puestos del Estado y librado tantas campañas exitosas. Pero su irritación estaba mezclada de alarma. La impresión creada por estos incidentes era la de que Marcelo y él reñían indecentemente para establecer quién usaría el anillo de sello de Augusto después de que éste muriera.
Estaba dispuesto a hacer casi cualquier sacrificio para evitar que se creyese que representaba semejante papel. Marcelo era el ofensor y Agripa quería echar sobre él todo el peso de la culpa. Decidió retirarse de Roma. Fue a ver a Augusto y pidió que se le nombrase gobernador de Siria. Cuando Augusto le preguntó el motivo de tan inesperada petición, explicó que le parecía que en ese puesto podría cerrar un tratado valioso con el rey de Partia. Podía convencer al rey de que devolviese las águilas regimentales y los prisioneros capturados a Roma treinta años antes, en intercambio por el hijo del rey, a quien Augusto tenía cautivo en Roma. No dijo nada acerca de la pendencia con Marcelo. Augusto, que a su vez se había sentido grandemente perturbado por ella, desgarrado entre su antigua amistad con Agripa y su indulgente cariño paternal hacia Marcelo, no pensó en la generosidad de la conducta de Agripa, porque ello habría sido una confesión de su propia debilidad, y por lo tanto no se refirió tampoco a la cuestión. Concedió al pronto la petición de Agripa, habló de la importancia de conseguir la devolución de las Águilas y de los cautivos, si quedaba vivo alguno de ellos después de tanto tiempo, y preguntó cuándo partiría. Agripa se sintió ofendido, porque interpretó mal los modales de Augusto en ese momento. Le pareció que quería librarse de él, que de veras creía que estaba riñendo con Marcelo por la sucesión. Le agradeció la concesión de su petición, hizo frías protestas en cuanto a su amistad y lealtad y dijo que estaba dispuesto a partir al día siguiente.
No fue a Siria. No llegó más allá de la isla de Lesbos, y envió a su teniente a administrar la provincia en su nombre. Sabía que su estancia en Lesbos sería entendida como una suerte de exilio impuesto a causa de Marcelo. No visitó la provincia, porque si lo hubiese hecho habría proporcionado a los partidarios de Marcelo un argumento en su contra. Habrían dicho que iba al este para reunir un ejército y marchar sobre Roma. Pero estaba seguro de que Augusto necesitaría de sus servicios antes de que transcurriese mucho tiempo, y tenía la plena convicción de que Marcelo conspiraba para usurpar la monarquía. Lesbos estaba convenientemente próxima a Roma. No se olvidó de su misión: entabló negociaciones, a través de intermediarios, con el rey de Partia, pero no esperaba terminarlas enseguida. Se necesitaba mucho tiempo y paciencia para cerrar un trato con un monarca oriental.
Marcelo fue elegido para una magistratura de la ciudad, lo que constituía su primer nombramiento oficial, y aprovechó la ocasión para un magnífico despliegue de juegos públicos. No sólo cubrió los teatros con toldos, para protegerlos del sol y de la lluvia, y los adornó con espléndidas tapicerías, sino que además puso una gigantesca marquesina multicolor en todo el Mercado. El efecto resultaba encantador, en especial desde la parte interior, cuando el sol se filtraba hacia adentro. Para los toldos utilizó una fabulosa cantidad de tela roja, amarilla y verde que cuando terminaron los juegos fue cortada y distribuida a los ciudadanos, a fin de que se hicieran con ella vestidos y ropa de cama. Se importaron de África enormes cantidades de animales salvajes, para los combates en el anfiteatro, entre ellos muchos leones, y hubo una lucha entre cincuenta cautivos alemanes y un número igual de guerreros negros de Marruecos. El propio Augusto contribuyó pródigamente a los gastos, y lo mismo hizo Octavia, como madre de Marcelo. Cuando Octavia apareció en la procesión ceremonial, fue saludada con tan resonante aplauso, que Livia no pudo contener las lágrimas de cólera y celos. Dos días más tarde Marcelo cayó enfermo. Sus síntomas eran precisamente los mismos que los de Augusto en su reciente dolencia, de modo que, como es natural, se volvió a llamar a Musa. Este se había vuelto excesivamente rico y famoso, cobraba mil piezas de oro por una sola visita profesional, y eso a modo de favor. En todos los casos en que la enfermedad no se había aposentado demasiado profundamente en sus pacientes, su solo nombre bastaba para procurar una curación inmediata. Se asignaba el mérito de las curas a las lociones y pociones frías, cuyas recetas secretas se negaba a comunicar a nadie. La confianza de Augusto en los poderes de Musa era tan grande, que asignó poca importancia a la enfermedad de Marcelo, y los juegos continuaron. Pero a despecho de la incansable atención de Livia y de las más heladas lociones y pociones que pudo recetar Musa, Marcelo murió. La congoja de Octavia y Augusto fue ilimitada, y la muerte fue llorada como una calamidad pública. Pero había muchas personas de raciocinio que no lamentaban la desaparición de Marcelo. Era indudable que habría estallado una guerra civil entre él y Agripa, si Augusto hubiese muerto y Marcelo hubiese tratado de ocupar su lugar. Ahora Agripa era el único sucesor posible. Pero había que contar con Livia, que para el caso de la muerte de Augusto tenía la intención (ah, Claudio, Claudio, dijiste que no mencionarías los motivos de Livia, sino que te limitarías a registrar sus actos) de continuar gobernando el imperio a través de mi tío Tiberio, con el apoyo de mi padre. Se las arreglaría para que fuesen adoptados como los herederos de Augusto.
La muerte de Marcelo dejó a Julia en libertad de casarse con Tiberio, y todo habría salido bien para los planes de Livia, si no se hubiese producido en Roma un peligroso estallido de inquietud política, con grandes clamores de la plebe por el restablecimiento de la república. Cuando Livia trató de hablar al pueblo desde la escalinata del palacio, le arrojaron huevos podridos y desperdicios. Augusto se encontraba ausente en una gira por las provincias orientales, en compañía de Mecenas, y acababa de llegar a Atenas cuando llegaron a sus oídos las noticias. Livia le escribía lacónica y apresuradamente que la situación en la ciudad no podía ser peor y que era preciso conseguir la ayuda de Agripa a cualquier precio. Augusto llamó en el acto a Agripa a Lesbos y le rogó, en nombre de la amistad mutua, que volviese con él a Roma para restablecer la confianza pública. Pero hacía mucho tiempo que Agripa vivía con su resentimiento, como para sentirse agradecido hacia Augusto. Se mantuvo encerrado en su dignidad. En tres años Augusto sólo le había escrito tres cartas, y éstas en un duro tono oficial, a pesar de que después de la muerte de Marcelo habría debido llamarlo sin tardanza. ¿Por qué había de ayudar ahora a Augusto? En rigor era Livia la responsable de su extrañamiento; había calculado mal la situación política y se había deshecho demasiado pronto de Agripa. Incluso llegó a insinuar a Augusto que Agripa, si bien ausente en Lesbos, sabía mucho más que la mayoría en cuanto a la misteriosa y fatal enfermedad de Marcelo. Alguien, afirmó, le había dicho que Agripa no mostró sorpresa alguna cuando se enteró de la muerte del joven, y sí una considerable complacencia. Agripa le dijo a Augusto que había estado ausente durante tanto tiempo de Roma, que ya no se encontraba en contacto con la política de la ciudad y no se sentía capaz de hacer lo que se le pedía. Augusto, temiendo que si Agripa iba a la ciudad con su humor actual podría sentirse más inclinado a presentarse como defensor de las libertades públicas que como respaldo del gobierno imperial, lo despidió con palabras de graciosa pena y llamó apresuradamente a Mecenas para pedirle consejo. Mecenas solicitó permiso para hablar con Agripa en nombre de Augusto, y se comprometió a averiguar en qué condiciones haría lo que se le pedía. Augusto le rogó a Mecenas que lo hiciera «tan rápido como se come un espárrago hervido» (una expresión favorita suya). De modo que Mecenas se llevó a Agripa aparte y le dijo:
—Y bien, viejo amigo, ¿qué es lo que quieres? Me doy cuenta de que piensas que has sido tratado mal, pero te aseguro que Augusto tenía derecho a pensar que tú lo habías ofendido. ¿No te das cuenta de lo mal que te portaste al no ser franco con él? Fue un insulto para su justicia y para su amistad contigo. Si le hubieras explicado que la facción de Marcelo te colocaba en una situación muy incómoda y que el propio Marcelo te había insultado —te juro que Augusto sólo lo supo hace un par de días—, él habría hecho todo lo posible por solucionar las cosas. Mi opinión sincera es que te has portado como un chiquillo enfurruñado, y él te ha tratado como un padre que no quiere dejarse impresionar por ese tipo de conducta. ¿Dices que te escribió cartas muy frías? ¿Y las tuyas, entonces, fueron escritas en un lenguaje afectuoso, acaso? ¿Y qué tipo de despedida le hiciste? Quiero mediar ahora entre los dos, porque si esta separación continúa, será la ruina de todos nosotros. Los dos os queréis muchísimo, como es justo que se quieran los dos más grandes romanos vivientes. Augusto me ha dicho que está dispuesto —en cuanto le demuestres tu antigua franqueza— a renovar la antigua amistad en los mismos términos que antes, o en otros aún más íntimos.
—¿Eso dijo?
—En otras tantas palabras. ¿Puedo decirle cuán afligido estás de haberle ofendido, y puedo explicarle que fue por un malentendido que saliste de Roma, creyendo que él estaba enterado de la insolencia de Marcelo para contigo en el banquete? ¿Y que ahora estás ansioso, por tu parte, de corregir los anteriores defectos de tu amistad y que confías en que él haga lo propio para encontraros ambos a mitad de camino?
—Mecenas —respondió Agripa—, eres una buena persona y un verdadero amigo. Dile a Augusto que estoy a sus órdenes como siempre.
—Se lo diré con el mayor placer —dijo Mecenas—. Y agregaré, como opinión propia, que no sería conveniente enviarte ahora a la ciudad para restablecer el orden sin algún signo destacado de confianza personal.
Luego Mecenas fue a ver a Augusto y le dijo:
—Lo he tranquilizado como es debido. Hará todo lo que quieras. Pero necesita creer que tú lo quieres de veras, como un niño celoso del amor de su padre por otro niño. Creo que lo único que realmente lo satisfaría sería que le permitieses casarse con Julia.
Augusto tuvo que pensar con rapidez. Recordó que Agripa y su esposa, que era la hermana de Marcelo, estaban enemistados desde la riña con éste, y que Agripa estaba supuestamente enamorado de Julia. Deseó que Livia estuviese presente para aconsejarlo, pero era imposible eludir una decisión instantánea: si ofendía a Agripa ahora, jamás recobraría su apoyo. Livia había escrito «a cualquier precio», de modo que estaba en libertad para tomar las decisiones que quisiera. Volvió a llamar a Agripa, y Mecenas preparó una digna escena de reconciliación. Augusto dijo que si Agripa consentía en casarse con su hija, seria para él una prueba de que la amistad que valoraba por encima de todas las cosas del mundo se hallaba establecida sobre bases seguras. Agripa derramó lágrimas de alegría y pidió perdón por sus defectos. Trataría de ser digno de la amante generosidad de Augusto.
AÑO 21
a. de C.
Regresó a Roma con éste, e inmediatamente se divorció de su esposa y se casó con Julia. El matrimonio fue tan popular, y su celebración tan magníficamente opulenta, que las perturbaciones políticas menguaron en el acto. Agripa conquistó además grandes méritos para Augusto llevando a buen término las negociaciones para la devolución de los estandartes de las Águilas, que fueron formalmente entregados a Tiberio, como representante personal de Augusto. Las Águilas eran objetos sagrados, más sagrados, en verdad, para los corazones romanos, que cualesquiera estatuas de mármol de los dioses. También volvieron unos cuantos cautivos, pero después de treinta y dos años de ausencia ya no valía la pena que regresaran. La mayor parte prefirió permanecer en Partia, donde se habían establecido y casado con mujeres nativas.
AÑO 12
a. de C.
Mi abuela Livia estuvo muy lejos de sentirse encantada por el acuerdo hecho con Agripa; el único aspecto placentero del mismo era el deshonor inferido a Octavia por el divorcio de su hija. Pero ocultó sus sentimientos. Pasaron nueve años antes de que pudiese prescindir de los servicios de Agripa. Al cabo, de pronto, éste murió en su casa de campo. Augusto se encontraba en viaje a Grecia en ese momento, de modo que no se hizo investigación alguna de la causa del deceso. Agripa dejó una gran cantidad de hijos, tres varones y dos niñas, como herederos políticos de Augusto. A Livia le resultaría difícil rechazar sus pretensiones en favor de sus propios hijos. Pero Tiberio se casó con Julia, que había facilitado las cosas a Livia enamorándose de él y rogando a Augusto que utilizase su influencia sobre Tiberio en beneficio de ella. Augusto consintió sólo porque Julia amenazó con suicidarse si se negaba a ayudarla. Tiberio no quería casarse con Julia, pero no se atrevió a negarse, y se vio obligado a divorciarse de su esposa, Vipsania, hija de un matrimonio anterior de Agripa, a quien amaba con pasión. En una ocasión posterior, cuando la encontró en la calle, la siguió con la mirada en forma tan desesperadamente ansiosa, que Augusto, cuando se enteró de ello, dio órdenes de que, en bien de la decencia, eso no debía volver a suceder. Los funcionarios de ambas casas deberían mantener guardias especiales para evitar un encuentro. Vipsania se casó, no mucho después, con un ambicioso joven noble llamado Galo. Y antes de que me olvide tengo que mencionar el casamiento de mi padre con mi madre, Antonia, la hija menor de Marco Antonio y Octavia. Se efectuó en el año de la enfermedad de Augusto y de la muerte de Marcelo.
Mi tío Tiberio era uno de los Claudios malos. Era taciturno, reservado y cruel, pero hubo tres personas cuya influencia puso un freno a esos elementos de su naturaleza. Primero, mi padre, uno de los mejores Claudios, jovial, sincero y generoso; luego, Augusto, un hombre sumamente honrado, alegre y bondadoso, que no quería a Tiberio pero lo trataba con generosidad para no herir a mi madre; y finalmente Vipsania. La influencia de mi padre quedó eliminada, o aminorada, cuando ambos estuvieron en edad de hacer su servicio militar y fueron enviados en campaña a distintas partes del imperio. Luego vino la separación de Vipsania, seguida de cierta frialdad de Augusto, que se sintió ofendido por el mal encubierto desagrado de mi tío hacia Julia. Desaparecidas estas tres influencias, se fue haciendo cada vez más malo.
Creo que en este momento debería describir su aspecto personal. Era de elevada estatura, cabellos negros, piel blanca, corpulento; tenía un par de magníficos hombros, y manos tan fuertes, que podía partir con ellas una nuez o perforar una dura manzana verde con el pulgar o el índice. Si no hubiese sido tan lento en sus movimientos, habría podido ser campeón de pugilismo. En una ocasión mató a un camarada en un encuentro amistoso —a puño limpio, no con los habituales guantes de metal—, con un golpe en la sien que le fracturó el cráneo. Caminaba con el cuello levemente inclinado hacia adelante y la mirada clavada en el suelo. Su rostro habría sido hermoso si no hubiese estado desfigurado por tantos granos y si no hubiera estado perpetuamente ceñudo. Sus estatuas lo representan como un hombre de suma belleza porque omiten esos defectos. Hablaba poco, y eso con lentitud, de modo que en una conversación con él siempre surgía la tentación de terminar sus frases y contestarlas, todo en uno. Pero cuando quería era un impresionante orador público. Se volvió calvo muy joven. Sólo le quedó un poco de cabello en la nuca, que se dejó largo, según la moda de la antigua nobleza. Jamás estuvo enfermo.
Tiberio, a pesar de lo impopular que era en la sociedad romana, fue sin embargo un general de mucho éxito. Revivió varias antiguas severidades disciplinarias, pero como no escatimaba sus propios esfuerzos durante las campañas, como pocas veces dormía en una tienda, y no comía ni bebía nada mejor que sus soldados, y siempre conducía el ataque en el combate, preferían servir a sus órdenes y no a las de algún general bonachón y de fácil trato en cuya jefatura no tuviesen la misma confianza. Tiberio nunca ofreció a sus hombres una sonrisa ni una palabra de elogio, y a menudo los hacía marchar y trabajar en exceso. «Que me odien —dijo una vez—, siempre que me obedezcan».
Mantenía a los coroneles y oficiales del regimiento en un orden tan estricto como a los soldados, de modo que no había quejas en cuanto a parcialidades. El servicio bajo Tiberio era provechoso. Por lo general se las arreglaba para capturar y saquear los campamentos y ciudades del enemigo. Libró con éxito guerras en Armenia, Partia, Alemania, España, Dalmacia, los Alpes y Francia.
Como digo, mi padre era uno de los mejores Claudios. Era tan fuerte como su hermano, mucho mejor parecido, más rápido de habla y de movimientos y en modo alguno con menos éxitos como general. Trataba a todos los soldados como ciudadanos romanos, y por lo tanto como sus iguales, salvo en rango y en educación. Odiaba tener que castigarlos en público; dio órdenes para que, en lo posible, todas las violaciones de la disciplina fuesen tratadas por los camaradas del propio trasgresor, a quienes suponía celosos del buen nombre de su sección o compañía. Hizo saber que si descubrían que algún delito estaba fuera de sus poderes de corrección —porque no les permitía matar a un culpable ni incapacitarlo para sus deberes militares cotidianos—, debían entregarlo al coronel del regimiento. Pero en la medida de lo posible quería que sus hombres fuesen sus propios jueces. Los capitanes podían azotar, con el permiso de sus coroneles de regimiento, pero sólo en los casos en que el delito, como por ejemplo la cobardía durante el combate o el robo a un camarada, mostrase una bajeza de carácter que hiciese adecuada la flagelación. Pero ordenó que un hombre, una vez azotado, no debía volver a servir como combatiente; debía ser degradado al cuerpo de transportes o al personal de escribientes. Todo soldado que considerase que había sido sentenciado injustamente por sus camaradas o su capitán podía apelar ante él, pero le parecía improbable que tales sentencias tuviesen que ser revisadas. Este sistema funcionaba de maravilla, porque mi padre era tan buen soldado, que inspiraba a las tropas virtudes de las que otros comandantes no las creían capaces. Pero es fácil entender cuán peligroso era que tropas tratadas de ese modo fuesen mandadas luego por un general común. Una vez concedido el don de la independencia, no se puede arrebatar luego con ligereza. Siempre surgían disturbios cuando tropas que habían servido bajo mi padre tenían que servir después a las órdenes de mi tío. También sucedía lo contrario: soldados que habían servido bajo mi tío reaccionaban con desdén y suspicacia ante el sistema disciplinario de mi padre. Su costumbre era la de protegerse mutuamente en sus delitos y enorgullecerse de su astucia para eludir el castigo Y como con el sistema de mi tío un hombre podía ser azotado, por ejemplo, por dirigirse a un oficial sin que se le hubiese hablado primero, o por hablar con excesiva franqueza, o por comportarse con alguna independencia, para un soldado resultaba un honor, más bien que una deshonra, poder mostrar las marcas del látigo en la espalda.
Las más grandes victorias de mi padre las logró en los Alpes, en Francia, en los Países Bajos, pero especialmente en Alemania, donde creo que su nombre nunca será olvidado. Siempre estaba en lo más denso del combate. Su ambición era realizar una hazaña que sólo se había llevado a cabo dos veces en la historia de Roma, a saber: como general, matar al general contrario con sus propias manos y despojarlo de sus armas. En muchas ocasiones estuvo a punto de lograrlo, pero su presa siempre consiguió escapar. O bien se alejaba galopando del campo, o se rendía en lugar de luchar, o algún soldado recibía el golpe en su lugar. Veteranos que me han narrado historias de mi padre me dijeron a menudo, con una risita de admiración:
«Oh, señor, nos alegraba el corazón ver a tu padre sobre su caballo negro, jugando al escondite en la batalla con uno de los caudillos germanos. A veces se veía obligado a derribar nueve o diez hombres de la guardia personal del otro, y hombres rudos, además, antes de llegar al estandarte, y para entonces el pájaro ya había volado».
La más orgullosa jactancia de los hombres que habían servido a las órdenes de mi padre era la de que fue el primer general romano que recorrió toda la longitud del Rin, de Suiza hasta el mar del Norte.