12

Peter Flemming estaba desvistiendo a su esposa.

Ella permanecía pasivamente inmóvil delante del espejo, la estatua de sangre caliente de una hermosa y pálida mujer. Peter le quitó el reloj de pulsera, y luego abrió pacientemente los ganchos y los ojales de su vestido, con sus dedos romos, expertos después de horas de práctica. Vio con un fruncimiento de desaprobación que había una mancha en el costado, como si Inge hubiera tocado algo pegajoso y luego se hubiese limpiado la mano en la cadera. Normalmente su esposa no estaba sucia. Le quitó el vestido pasándoselo por la cabeza, con mucho cuidado de no despeinarla.

Inge seguía siendo tan hermosa como la primera vez que él la había visto en ropa interior. Pero entonces sonreía, decía palabras llenas de ternura mientras su expresión mostraba anhelo y una sombra de aprensión. Hoy su rostro se hallaba vacío.

Peter colgó el vestido de Inge en el armario y luego le quitó el sujetador. Sus pechos eran opulentos y redondos, con los pezones de un color tan claro que casi resultaban invisibles. Peter tragó saliva con un penoso esfuerzo e intentó no mirarlos. La hizo sentarse enfrente del tocador y luego le quitó los zapatos, le soltó las medias y se las bajó enrollándolas poco a poco, y le quitó el liguero. Volvió a ponerla de pie para bajarle las bragas. El deseo creció dentro de él cuando dejó al descubierto los rubios rizos que había entre las piernas de Inge. Se sintió asqueado de sí mismo.

Sabía que si lo deseaba podía tener relaciones sexuales con ella. Inge permanecería inmóvil y lo aceptaría con vacua impasibilidad, como aceptaba todo lo que le ocurría. Pero Peter no era capaz de decidirse a hacerlo. Lo había intentado, en una ocasión, poco después de que ella regresara del hospital, diciéndose que aquello quizá volvería a prender la chispa de la consciencia dentro de ella. Pero enseguida lo que estaba haciendo lo asqueó hasta tal punto que se detuvo pasados unos segundos. Ahora el deseo estaba volviendo a aparecer y Peter tuvo que combatirlo, sabiendo que el ceder a él no traería consigo ningún alivio.

Dejó caer la ropa interior de su esposa dentro del cesto de la colada con un gesto de irritación. Ella no se movió mientras Peter abría un cajón y sacaba de él un camisón de algodón blanco bordado con florecitas, un regalo que su madre le había hecho a Inge. Su esposa era inocente en su desnudez, y desearla parecía estar tan mal como desear a una niña. Pasándole el camisón por la cabeza, Peter le metió los brazos en las mangas y se lo alisó sobre el cuerpo. Miró en el espejo por encima del hombro de Inge. El motivo de florecitas le sentaba bien, y se la veía guapa. Le pareció ver cómo una tenue sonrisa rozaba sus labios, pero probablemente fuesen imaginaciones suyas.

La llevó al cuarto de baño y luego la acostó. Mientras se desvestía, Peter contempló su cuerpo en el espejo. Una larga cicatriz atravesaba su estómago, recuerdo de la pelea callejera de una noche de sábado a la que había puesto fin cuando era un joven policía. Ahora ya no tenía el físico atlético de su juventud, pero todavía estaba en forma. Se preguntó cuánto tiempo transcurriría antes de que una mujer tocara su piel con manos ávidas.

Se puso el pijama, pero no tenía sueño. Decidió volver a la sala de estar y fumar otro cigarrillo. Miró a Inge. Su esposa yacía inmóvil, con los ojos abiertos. Peter la oiría si se movía. Generalmente siempre sabía cuándo ella necesitaba algo. Inge se levantaba y esperaba, como si no pudiera decidir qué era lo que había que hacer a continuación; y entonces él tenía que adivinar que quería un vaso de agua, ir al lavabo, un chal para que le diera calor, o algo más complicado. A veces ella se paseaba por el apartamento, moviéndose aparentemente al azar, pero entonces no tardaría en detenerse, quizá delante de una ventana, o para contemplar impotentemente una puerta abierta, o en el centro de la habitación.

Peter salió del dormitorio y cruzó el pequeño vestíbulo para entrar en la sala de estar, dejando abiertas ambas puertas. Encontró sus cigarrillos y luego, siguiendo un impulso, cogió de una alacena una botella de aquavit medio vacía y echó un poco dentro de un vaso. Fumando y tomando sorbos de su bebida, pensó en la semana pasada.

Había empezado bien y luego terminó mal. Peter empezó capturando a dos espías, Ingemar Gammel y Poul Kirke. Mejor todavía, aquellos hombres no eran como sus blancos habituales, dirigentes sindicales que intimidaban a quienes no respetaban la huelga o comunistas que enviaban cartas en código a Moscú diciendo que Jutlandia estaba madura para la revolución. No, Gammel y Kirke eran auténticos espías, y los esbozos que Tilde Jespersen había encontrado en el despacho de Kirke constituían un importante secreto militar.

La estrella de Peter parecía estar subiendo en el cielo. Algunos de sus colegas habían empezado a mostrarse muy fríos con él, desaprobando su entusiástica cooperación con los ocupantes alemanes, pero lo que pudieran hacer ellos carecía de importancia. El general Braun lo había hecho acudir a su despacho para decirle que pensaba que Peter debería estar al frente del departamento de seguridad. Braun no dijo lo que le ocurriría a Frederik Juel. Pero había dejado muy claro que el puesto sería de Peter si conseguía resolver aquel caso.

Era una lástima que Poul Kirke hubiera muerto. Vivo, habría podido revelar quiénes eran sus colaboradores, de dónde procedían sus órdenes, y cómo enviaba información a los británicos. Gammel aún vivía, y había sido entregado a la Gestapo para que fuese sometido a un «interrogatorio en profundidad», pero no había revelado nada más, probablemente porque no sabía nada más.

Peter había proseguido la investigación con su energía y su determinación habituales. Interrogó al superior de Poul, el arrogante jefe de escuadrón Kenthe. Habló con los padres de Poul, con sus amigos e incluso con su primo Mads, y no sacó nada de ninguno de ellos. Tenía a detectives siguiendo a la novia de Poul, Karen Duchwitz, pero de momento la joven no parecía ser nada más que una estudiante que se tomaba muy en serio sus clases en la escuela de ballet. Peter también mantenía bajo vigilancia al mejor amigo de Poul, Arne Olufsen. Arne era el candidato más prometedor, ya que no le hubiese costado mucho dibujar los esbozos de la base militar de Sande. Pero Arne había pasado la semana cumpliendo inocentemente con sus obligaciones. La noche de aquel día, viernes, había cogido el tren para ir a Copenhague, pero no había nada de insólito en eso.

Después de un brillante comienzo, el caso parecía haber entrado en un callejón sin salida.

El pequeño triunfo de la semana había sido la humillación del hermano de Arne, Harald. No obstante, Peter estaba seguro de que Harald no se hallaba involucrado en ninguna labor de espionaje. Un hombre que estaba arriesgando su vida haciendo de espía no se dedicaba a pintar eslóganes ridículos.

Peter estaba preguntándose hacia dónde debía dirigir la investigación cuando llamaron a la puerta.

Volvió la mirada hacia el reloj que había encima de la chimenea. Eran las diez y media, no escandalosamente tarde pero aun así una hora poco habitual para una visita inesperada. La persona que venía a verlo no se sorprendería de encontrarlo en pijama. Peter fue al vestíbulo y abrió la puerta. Tilde Jespersen estaba esperando ante ella, con una boina azul celeste inclinada sobre sus rubios cabellos.

—Ha habido una novedad —le dijo—. He pensado que deberíamos comentarla.

—Claro. Entra. Tendrás que disculpar mi aspecto.

Tilde contempló el dibujo de su pijama con una sonrisa.

—Elefantes —dijo mientras entraba en la sala de estar—. Nunca lo hubiese adivinado.

Peter se sintió un poco incómodo y deseó haberse puesto un albornoz, aunque hacía demasiado calor para ello. Tilde se sentó.

—¿Dónde está Inge?

—En la cama. ¿Te apetece un poco de aquavit?

—Gracias.

Peter cogió un vaso limpio y sirvió aquavit para los dos.

Tilde cruzó las piernas. Sus rodillas eran redondas y sus pantorrillas regordetas, muy distintas de las esbeltas piernas de Inge.

—Arne Olufsen compró un billete para el transbordador Bornholm de mañana.

Peter se quedó inmóvil con el vaso a medio camino de sus labios.

—Bornholm —murmuró.

La isla de veraneo danesa quedaba tentadoramente próxima a la costa sueca. ¿Podría ser aquello el progreso en la investigación que él había estado esperando?

Tilde cogió un cigarrillo y Peter se lo encendió. Soplando el humo, ella dijo:

—Naturalmente, podría ser que le debieran algún permiso y solo haya decidido tomarse unas pequeñas vacaciones…

—Desde luego. Por otra parte, podría estar planeando huir a Suecia.

—Eso es lo que pensaba yo.

Peter terminó su bebida con un satisfactorio trago.

—¿Quién está con él ahora?

—Dresler. Me relevó hace quince minutos, y vine directamente aquí.

Peter se obligó a ser escéptico. En una investigación siempre resultaba demasiado fácil dejarse engañar por los deseos.

—¿Por qué iba a querer Olufsen marcharse del país?

—Podría estar asustado por lo que le ha ocurrido a Poul Kirke.

—No se ha estado comportando como si estuviera asustado. Hasta el día de hoy ha estado haciendo su trabajo, aparentemente sin ningún temor.

—Quizá se ha dado cuenta de que lo estaban vigilando.

Peter asintió.

—Tarde o temprano siempre lo hacen.

—También podría ir a Bornholm para espiar. Los británicos podrían haberle ordenado que fuese allí.

Peter puso cara de duda.

—¿Qué hay en Bornholm?

Tilde se encogió de hombros.

—Puede que esa sea la cuestión a la que quieren encontrar respuesta los británicos. O quizá se trate de una cita. Recuerda que si Olufsen puede ir desde Bornholm hasta Suecia, el viaje en el otro sentido probablemente resulte igual de fácil.

—Sí, en eso tienes razón. —Tilde sabía pensar con mucha claridad, reflexionó Peter. Nunca perdía de vista ninguna de las distintas posibilidades. Contempló su inteligente rostro y sus límpidos ojos azules. Observó su boca mientras hablaba.

Ella no pareció darse cuenta del escrutinio al que la estaba sometiendo Peter.

—La muerte de Kirke probablemente rompió su línea normal de comunicación. Esto podría ser un plan de reserva para las situaciones de emergencia.

—No estoy del todo convencido…, pero solo hay una manera de averiguarlo.

—¿Continuar siguiendo a Olufsen?

—Sí. Dile a Dresler que suba al transbordador con él.

—Olufsen tiene una bicicleta. ¿Le digo a Dresler que coja una?

—Sí. Luego compra dos billetes para el vuelo de mañana a Bornholm. Llegaremos allí antes que él.

Tilde apagó su cigarrillo y se levantó.

—De acuerdo.

Peter no quería que se fuera. El aquavit le calentaba el estómago, se sentía relajado y estaba disfrutando del hecho de tener a una mujer atractiva con la que hablar. Pero no se le ocurría ninguna excusa con la que retenerla.

La siguió al vestíbulo.

—Te veré en el aeropuerto —dijo ella.

—Sí. —Peter puso la mano en el pomo de la puerta, pero no la abrió—. Tilde…

Ella lo miró con una tranquila indiferencia.

—¿Sí?

—Gracias por todo esto. Buen trabajo.

Tilde le rozó la mejilla con los dedos.

—Que duermas bien —dijo, pero no se fue.

Peter la miró. La sombra de una sonrisa rozaba las comisuras de los labios de Tilde, pero Peter no supo si era invitadora o burlona. Se inclinó hacia adelante, y de pronto se encontró besándola.

Ella le devolvió el beso con una intensa pasión. Peter fue cogido por sorpresa. Tilde atrajo su cabeza hacia la de ella y le metió la lengua en la boca. Pasado un momento de perplejidad, Peter respondió al beso. Puso la mano encima de su suave pecho y se lo apretó apasionadamente. Tilde dejó escapar un sonido ahogado, y pegó las caderas a su cuerpo.

Entonces Peter vio un movimiento por el rabillo del ojo. Interrumpió el beso y volvió la cabeza.

Inge estaba de pie en la puerta del dormitorio, como un fantasma, con su blanco camisón. Su rostro lucía su perpetua expresión vacía, pero los estaba mirando directamente. Peter se oyó emitir un ruido que sonaba como un sollozo.

Tilde se liberó de su abrazo. Peter se volvió para hablarle, pero las palabras no acudieron a sus labios. Tilde abrió la puerta del apartamento y salió fuera. En un abrir y cerrar de ojos había desaparecido.

La puerta se cerró con un golpe seco.

El vuelo diario de Copenhague a Bornholm era llevado a cabo por la aerolínea danesa, la DDL. Despegaba a las nueve de la mañana y duraba una hora. El avión tomaba tierra en una pista a cosa de un kilómetro y medio de la principal población de Bomhohn, Ronne. Peter y Tilde fueron recibidos por el jefe de policía local, quien les dejó prestado un coche tan solemnemente como si estuviera confiándoles las joyas reales.

Fueron hasta Ronne en el coche. Era una población tranquila y apacible, con más caballos que vehículos de motor. Las casas, la mitad de ellas de madera, estaban pintadas con colores sorprendentemente intensos: mostaza oscura, rosa terracota, verde bosque y rojo óxido. Dos soldados alemanes estaban fumando y charlando con los transeúntes en la plaza central. Desde la plaza, una calle adoquinada bajaba hacia el puerto. Había una torpedera de la Kriegsmarine atracada en él, con un grupo de muchachos contemplándola desde la dársena. Peter enseguida localizó la estación del transbordador que, ubicada justo enfrente de la aduana de ladrillos, era el edificio más grande de toda la población.

Peter y Tilde dieron una vuelta por Ronne en el coche para familiarizarse con las calles; por la tarde regresaron al puerto para esperar la llegada del transbordador. Ninguno de los dos mencionó el beso de la noche anterior, pero Peter era intensamente consciente de la presencia física de Tilde: aquel escurridizo perfume floral, sus ojos azules siempre alerta, la boca que lo había besado con tan apremiante pasión. Al mismo tiempo, no paraba de recordar a Inge inmóvil en la puerta de su dormitorio, con su blanco rostro carente de expresión constituyendo un reproche más terrible que cualquier acusación explícita.

—Espero que estemos en lo cierto y Arne sea un espía —dijo Tilde mientras el transbordador entraba en el puerto.

—¿No has perdido el entusiasmo por este trabajo?

La réplica de ella fue bastante seca.

—¿Qué te hace decir eso?

—La discusión que mantuvimos acerca de los judíos.

—Oh, eso. —Tilde le quitó importancia con un encogimiento de hombros—. Tenías razón, ¿no? Lo demostraste. Registramos la sinagoga y eso nos condujo hasta Gammel.

—En ese caso, me preguntaba si la muerte de Kirke no podía haber sido demasiado horrible…

—Mi marido murió —replicó ella—. No me importa ver morir criminales.

Tilde era todavía más dura de lo que él había pensado. Peter ocultó una sonrisa de satisfacción.

—Así que seguirás en la policía.

—No veo ningún otro futuro. Además, podría ser la primera mujer que fuera ascendida a sargento.

Peter dudaba que eso llegara a ocurrir jamás. Dicho ascenso supondría que los hombres recibirían órdenes de una mujer, y aquello parecía totalmente imposible. Pero no lo dijo.

—Braun prácticamente me prometió el ascenso si consigo atrapar a esa red de espionaje.

—¿El ascenso a qué?

—A jefe del departamento. El trabajo que hace Juel.

Y un hombre que fuera jefe del departamento a los treinta muy bien podía terminar siendo jefe de toda la policía de Copenhague, pensó Peter. Su corazón empezó a latir más deprisa mientras imaginaba las estrictas normas que impondría con el respaldo de lo nazis.

Tilde le sonrió cálidamente. Poniéndole una mano en el brazo, dijo:

—Entonces más valdrá que nos aseguremos de que los cogemos todos.

El transbordador atracó y los pasajeros empezaron a desembarcar.

—Conoces a Arne desde la infancia —dijo Tilde mientras las veían bajar de la embarcación—. ¿Es el tipo de hombre apropiado para el espionaje?

—Tendría que decir que no —replicó Peter con voz pensativa—. Arne es demasiado inconsciente.

—Oh —dijo Tilde, y su expresión se volvió un poco sombrío.

—De hecho, podría haberlo descartado como sospechoso de no, ser por su prometida inglesa.

El rostro de Tilde se iluminó.

—Eso lo coloca justo en el centro de la imagen.

—No sé si todavía están comprometidos. Ella salió huyendo para Inglaterra en cuanto vinieron los alemanes. Pero la mera posibilidad es suficiente.

Unos cien pasajeros bajaron del transbordador, algunos a pie, un puñado en coches y muchos con bicicletas. La isla sólo medía unos cuarenta kilómetros de un extremo a otro, y la bicicleta era la manera más cómoda de desplazarse por ella.

—Allí —dijo Tilde, señalando con el dedo.

Peter vio desembarcar a Arne Olufsen, vistiendo su uniforme del ejército y empujando su bicicleta.

—Pero ¿dónde está Dresler?

—Cuatro personas más atrás.

—Ya lo veo. —Peter se puso unas gafas de sol y se caló el sombrero, luego puso en marcha el motor. Arne subió pedaleando por la calle adoquinada hacia el centro de la población, y Dresler hizo lo mismo. Peter y Tilde los siguieron lentamente en el coche.

Arne salió de Ronne en dirección al norte. Peter empezó a sentirse demasiado visible. Había muy pocos coches más en las carreteras, y tenía que conducir despacio para no adelantar a las bicicletas. No tardó en verse obligado a quedarse rezagado hasta perderse de vista por miedo a que se fijaran en él. Pasados unos minutos, aceleró hasta divisar a Dresler, y luego volvió a reducir la velocidad. Dos soldados alemanes los adelantaron en una motocicleta con sidecar, y Peter deseó haber tomado prestada una moto en vez de un coche.

Cuando se encontraron a unos cuantos kilómetros de la población, ya eran las únicas personas que había en la carretera.

—Esto es imposible —dijo Tilde con nerviosa preocupación—. Tendrá que vernos.

Peter asintió. Tilde tenía razón, pero entonces un nuevo pensamiento le pasó por la cabeza.

—Y cuando lo haga, su reacción será altamente reveladora.

Tilde le lanzó una mirada interrogativa, pero Peter no le explicó lo que había querido decir con eso.

Aumentó la velocidad. Al doblar una curva, vio a Dresler agazapado entre los matorrales junto a la carretera y, cien metros más adelante, a Arne fumando un cigarrillo sentado en lo alto de un pequeño muro. Peter no tuvo más opción que pasar de largo. Siguió conduciendo otro kilómetro y luego se metió en el sendero de una granja.

—¿Estaba comprobando si lo seguíamos, o solo descansaba un rato? —dijo Tilde.

Peter se encogió de hombros.

Unos minutos después Arne pasó en su bicicleta, seguido por Dresler. Peter volvió a la carretera.

La luz del día se estaba desvaneciendo. Cinco kilómetros más adelante, llegaron a una encrucijada. Dresler se había detenido allí y estaba poniendo cara de perplejidad.

No había ni rastro de Arne.

Dresler fue a la ventanilla del coche con signos de estar muy preocupado.

—Lo siento, jefe. De pronto empezó a pedalear como un loco y me dejó atrás. Lo perdí de vista, y no sé qué dirección tomó en la encrucijada.

—Oh, maldición —dijo Tilde—. Tiene que haberlo planeado. Es obvio que conoce los caminos.

—Lo siento —volvió a decir Dresler.

—Ya podemos decir adiós a tu ascenso… y al mío —murmuró Tilde.

—No estés tan segura —dijo Peter—. Esto es una buena noticia.

Tilde se quedó atónita.

—¿Qué quieres decir?

—Si un hombre inocente piensa que lo están siguiendo, ¿qué hace? Se detiene, da media vuelta y dice: «¿Qué diablos se cree que está haciendo usted, siguiéndome a todas partes?». Solo un culpable se quita de encima deliberadamente a un equipo de vigilancia. ¿Es que no lo ves? Esto quiere decir que estábamos en lo cierto: Arne Olufsen es un espía.

—Pero lo hemos perdido.

—Oh, no te preocupes. Volveremos a dar con él.

Pasaron la noche en un hotel de la costa con un cuarto de baño al final de cada pasillo. A medianoche, Peter se puso un albornoz encima de su pijama y llamó a la puerta de la habitación de Tilde.

—Entra —dijo ella.

Peter entró. Tilde estaba sentada en la cama individual, vestida con un camisón de seda azul claro y leyendo una novela norteamericana titulada Lo que el viento se llevó.

—No preguntaste quién estaba en la puerta —dijo Peter.

—Ya sabía quién era.

La mente de detective de Peter reparó en que Tilde llevaba lápiz de labios, se había cepillado cuidadosamente los cabellos y el perfume a flores flotaba en el aire, como si se hubiera arreglado para una cita. Le besó los labios, y ella le acarició la nuca. Pasados unos instantes Peter volvió la mirada hacia la puerta, para asegurarse de que la había cerrado.

—No está aquí —dijo Tilde.

—¿Quién?

—Inge.

Peter volvió a besarla, pero pasados unos momentos se dio cuenta de que no se estaba excitando. Poniendo punto final al beso, se sentó en el borde de la cama.

—A mí me ocurre igual —dijo Tilde.

—¿A qué te refieres?

—No paro de pensar en Oskar.

—Está muerto.

—Inge bien podría estarlo.

Peter torció el gesto.

—Lo siento —dijo Tilde—. Pero es cierto. Estoy pensando en mi marido, tú estás pensando en tu esposa, y a ellos les da absolutamente igual.

—No fue así anoche, en mi apartamento.

—Entonces no nos dimos tiempo para pensar.

Peter pensó que aquello era ridículo. En su juventud había sido un seductor confiado y seguro de sí mismo, capaz de persuadir a muchas mujeres de que se entregaran a él, y de dejar bien satisfechas a la mayoría de ellas. ¿Sería simplemente que había perdido la práctica?

Se quitó el albornoz y se metió en la cama junto a ella. Tilde era una presencia cálida acogedora, y las redondeces de su cuerpo estaban suaves al tacto debajo de su camisón. Ella apagó la luz y Peter la besó, pero no fue capaz de reavivar la pasión de la noche anterior.

Yacieron el uno al lado del otro en la oscuridad.

—No importa —dijo Tilde—. Tienes que dejar atrás el pasado, y te cuesta mucho hacerlo.

Peter volvió a besarla, brevemente, y luego se levantó y regresó a su habitación con signos de estar muy cansado.