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El último día del mes de mayo de 1941, un extraño vehículo fue visto en las calles de Morlunde, una ciudad en la costa oeste de Dinamarca.

Era una motocicleta Nimbus de fabricación danesa provista de un sidecar. En sí mismo eso ya la convertía en una visión insólita, porque no había gasolina para nadie aparte de los médicos y la policía y, naturalmente, las tropas alemanas que ocupaban el país. Pero aquella Nimbus había sido modificada. El motor de cuatro cilindros que funcionaba con gasolina había sido sustituido por uno de vapor tomado de una lancha fluvial convertida en chatarra. Se había quitado el asiento del sidecar para hacer sitio a una caldera, una caja de fuego y un cañón de chimenea. El motor utilizado como reemplazo no tenía mucha potencia y la velocidad máxima de la motocicleta había quedado reducida a unos treinta y cinco kilómetros por hora. En vez del acostumbrado rugido del tubo de escape de una motocicleta, sólo se oía el suave siseo del vapor. Su lentitud y fantasmagórico silencio con que se movía conferían un aire majestuoso al vehículo.

En el sillín se encontraba Haral Olufsen, un joven de dieciocho años, alto, de piel clara y rubios cabellos echados hacia atrás para apartarlos de una despejada frente. Parecía un vikingo ataviado con una americana escolar. Harald había estado ahorrando durante un año para comprar la Nimbus, que le había costado seiscientas coronas; y entonces, justo el día después de que por fin hubiera conseguido hacerse con ella, los alemanes habían impuesto las restricciones de gasolina.

Harald se había enfadado muchísimo. ¿Qué derecho tenían los alemanes a hacer aquello? Pero su educación le había enseñado que actuar era preferible a quejarse.

Había tardado otro año en modificar la motocicleta, trabajando durante las vacaciones escolares y compaginando la labor con la revisión para sus exámenes de entrada en la universidad. Ese día, nuevamente en casa después de haber salido del internado para celebrar la fiesta de Pentecostés, Harald había pasado la mañana aprendiéndose de memoria ecuaciones de física y la tarde uniendo a la rueda trasera el engranaje de rueda que había sacado de una cortadora de césped. Ahora, con la motocicleta funcionando perfectamente, se dirigía hacia un bar donde esperaba poder escuchar un poco de jazz y quizá incluso conocer a algunas chicas.

Harald adoraba el jazz. Después de la física, era la cosa más interesante que le hubiese ocurrido jamás. Los músicos estadounidenses eran los mejores, por supuesto, pero incluso sus imitadores daneses merecían que se los escuchara. A veces se podía oír buen jazz en Morlunde, quizá porque era un puerto internacional, visitado por marineros de todo el mundo.

Pero cuando se detuvo delante del club Hot, en el corazón del distrito de los muelles, Harald vio que la puerta estaba cerrada y los postigos cubrían sus ventanas.

Se quedó perplejo. Eran las ocho de una tarde de sábado, y el club Hot era uno de los locales más populares de la ciudad. Hubiese debido estar lleno.

Mientras Harald contemplaba el silencioso edificio, un hombre que pasaba por allí se detuvo y le echó una mirada a su vehículo.

—¿Qué es este artefacto?

—Una Nimbus con un motor de vapor. ¿Sabe algo acerca de este club?

—Es de mi propiedad. ¿Qué utiliza la motocicleta como combustible?

—Cualquier cosa que arda. Yo uso turba —dijo Harald, señalando el montón que había en la parte de atrás del sidecar.

—¿Turba? —dijo el hombre, y se rio.

—¿Por qué están cerradas las puertas?

—Los nazis me cerraron el negocio.

Harald puso cara de consternación.

—¿Por qué?

—Por dar empleo a músicos negros.

Harald nunca había visto a un músico de color en carne y hueso, pero sabía por los discos que eran los mejores.

—Los nazis son unos cerdos ignorantes —dijo furiosamente. Le habían arruinado la noche. El dueño del club recorrió rápidamente la calle con la mirada para asegurarse de que nadie había oído a Harald. El poder ocupante gobernaba Dinamarca con mano bastante suave, pero aun así pocas personas insultaban abiertamente a los nazis. Sin embargo, no había nadie más visible. La mirada del hombre volvió a la motocicleta.

—¿Funciona?

—Pues claro que funciona.

—¿Quién te la convirtió?

—Lo hice yo mismo.

La diversión del hombre estaba transformándose en admiración.

—Eso sí que es tener buena mano.

—Gracias. —Harald abrió la espita que permitía que el vapor entrase en el motor—. Siento lo de su club.

—Espero que me dejarán volver a abrir dentro de unas semanas. Pero tendré que prometer que solo emplearé a músicos blancos.

—¿Jazz sin negros? —Harald sacudió la cabeza con disgusto—. Eso es como echar a los cocineros franceses de los restaurantes. —Apartó el pie del freno y la motocicleta empezó a alejarse lentamente.

Pensó ir al centro de la ciudad, para ver si había alguien a quien conociera en los cafés y los bares de alrededor de la plaza, pero lo del club de jazz había sido una decepción tan terrible que decidió que el seguir dando vueltas por ahí resultaría muy deprimente. Harald puso rumbo hacia el puerto.

Su padre era el pastor de la iglesia que había en Sande, una islita situada a unos tres kilómetros enfrente de la costa. El pequeño trasbordador que iba y venía entre la isla y el continente se hallaba atracado en el muelle, y Harald fue directamente hacia él. Estaba lleno de gente, a la mayoría de la cual Harald conocía. Había un alegre grupo de pescadores que se habían tomado unas cuantas copas después de haber asistido a un partido de fútbol; dos mujeres acomodadas ataviadas con sombreros y guantes que llevaban consigo un poni, un calesín de dos ruedas y un montón de compras; y una familia de cinco personas que había estado visitando a sus conocidos en la ciudad. Una pareja muy bien vestida, a la que Harald no reconoció, se dirigía probablemente a cenar en el hotel de la isla, el cual disponía de un restaurante de primera clase. La motocicleta de Harald atrajo el interés de todos, y tuvo que volver a explicar lo del motor de vapor.

En el último momento llegó un sedán Ford fabricado en Alemania. Harald conocía aquel coche: pertenecía a Axel Flemming, el dueño del hotel de la isla. Los Flemming mantenían una actitud hostil hacia la familia de Harald. Axel Flemming se tenía por el líder natural de la comunidad isleña, un papel que el pastor Olufsen creía le pertenecía a él, y la fricción entre los patriarcas rivales afectaba a todos los otros miembros de la familia. Harald se preguntó cómo se las habría arreglado Flemming para conseguir gasolina que hiciera funcionar su coche, y supuso que para los ricos cualquier cosa era posible.

El mar estaba picado y había nubes oscuras en el oeste. Se aproximaba una tormenta, pero los pescadores dijeron que estarían en casa antes de que esta llegara, aunque por los pelos. Harald sacó de su bolsillo un periódico que había cogido en la ciudad. Titulado Realidad, era una publicación ilegal impresa en un acto de desafío al poder ocupante que se repartía gratis. La policía danesa no había intentado hacerla desaparecer, y los alemanes parecían considerar que ni siquiera era merecedora de su desprecio. En Copenhague, la gente la leía abiertamente en los trenes y los tranvías. Allí la gente era más discreta, y Harald la dobló para ocultar la cabecera mientras leía un informe sobre la escasez de mantequilla. Dinamarca producía millones de kilos de mantequilla cada año, pero ahora casi toda ella era enviada a Alemania, y los daneses tenían serios problemas para conseguirla. Era la clase de historia que nunca aparecía en la prensa legal censurada.

La familiar forma plana de la isla iba aproximándose. Sande tenía unos diecinueve kilómetros de largo por uno y medio de ancho, con un pueblo en cada extremo. Las casitas de los pescadores, y la iglesia con su rectoría, formaban el más antiguo de los dos pueblos en el extremo sur. También en el extremo sur, una escuela de navegación, en desuso desde hacía ya mucho tiempo, había sido ocupada por los alemanes y convertida en una base militar. El hotel y las casas de mayores dimensiones se encontraban en el extremo norte. Entre uno y otro extremo, la isla consistía básicamente en dunas de arena y matorrales con unos cuantos árboles y ninguna colina, pero a lo largo de todo el lado que daba al mar había una magnífica playa de dieciséis kilómetros de largo.

Harald sintió unas cuantas gotas de lluvia mientras el trasbordador se aproximaba a su atracadero en el extremo norte de la isla. El taxi del hotel tirado por un caballo ya estaba esperando a la pareja elegantemente vestida. Los pescadores fueron recibidos por la esposa de uno de ellos, que conducía una carreta de la cual tiraba un caballo. Harald decidió cruzar la isla e ir a su casa siguiendo la playa, cuya arena estaba tan dura y apretada que de hecho había sido utilizada para llevar a cabo pruebas de velocidad de coches de carreras.

Se encontraba a medio camino entre el muelle y el hotel cuando se le acabó el vapor.

Harald estaba utilizando el depósito de gasolina de la motocicleta como una reserva de agua, y entonces se dio cuenta de que este no era lo bastante grande. Tendría que hacerse con un bidón de gasolina de cinco galones y meterlo en el sidecar. Mientras tanto, necesitaba agua para que el motor de vapor lo llevara hasta su casa.

Sólo había una casa a la vista, y por desgracia era la de Axel Flemming. A pedir de su rivalidad, los Olufsen y los Flemming todavía se hablaban: todos los miembros de la familia Flemming acudían a la iglesia cada domingo y se sentaban en el primer banco. De hecho, Axel era diácono. Aun así, a Harald no le hacía ninguna gracia la idea de tener que pedir ayuda a los siempre hostiles Flemming. Estuvo pensando en caminar medio kilómetro hasta llegar a la siguiente casa pero decidió que sería una estupidez. Con un suspiro, echó a andar por el largo camino que subía hacia la casa de los Flemming.

En vez de llamar a la puerta principal, contorneó la casa hasta llegar a los establos. Le complació ver a un sirviente que estaba metiendo el Ford en el garaje.

—Hola, Gunnar —dijo Harald—. ¿Podría darme un poco de agua?

El hombre se mostró muy cordial.

—Sírvete tú mismo —dijo—. Hay un grifo en el patio.

Harald encontró un cubo al lado del grifo y lo llenó. Luego regresó al camino y echó el agua dentro del depósito. Parecía que iba a poder evitar tener que encontrarse con alguien de la familia. Pero cuando devolvió el cubo al patio, Peter Flemming estaba allí.

Alto, arrogante y con treinta años de edad, vestido con un bien confeccionado traje de tweed color avena Peter era el hijo de Axel. Antes de que las familias se enemistaran, había sido el amigo del alma de Arne, el hermano de Harald, y durante su adolescencia los dos se habían ganado reputación de conquistadores: Arne seducía a las chicas mediante su malévolo encanto y Peter recurría a su impasible sofisticación. Ahora Peter vivía en Copenhague, pero Harald supuso que habría vuelto a casa para pasar allí aquel fin de semana festivo.

Peter estaba leyendo Realidad y levantó los ojos del periódico para mirar a Harald.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.

—Hola, Peter. He venido a coger un poco de agua.

—Supongo que este periodicucho es tuyo, ¿no?

Harald se llevó la mano al bolsillo, y entonces se dio cuenta con una súbita consternación de que el periódico debía de haberse caído cuando se agachó a coger el cubo. Peter vio el movimiento y comprendió su significado.

—Obviamente lo es —dijo—. ¿Eres consciente de que podrías ir a la cárcel sólo por tenerlo en tu poder?

La mención de la cárcel no era una amenaza hueca, porque Peter era detective de la policía.

—En la ciudad todo el mundo lo lee —dijo Harald. Consiguió que su voz sonara desafiante, pero de hecho estaba un poco asustado. Peter era lo bastante ruin para arrestarlo.

—Esto no es Copenhague —entonó Peter solemnemente. Harald sabía que a Peter le encantaría tener ocasión de hundir en la ignominia a un Olufsen, y sin embargo vacilaba en hacerlo. Harald creyó saber por qué.

—Si arrestas a un estudiante en Sande por estar haciendo algo que toda la población hace abiertamente, quedarás como un imbécil. Especialmente cuando todos se enteren de que le tienes manía a mi padre.

Peter estaba visiblemente desgarrado entre el deseo de humillar a Harald y el miedo a que se rieran de él.

—Nadie tiene derecho a infringir la ley —dijo.

—¿La ley de quién? ¿De nosotros o de los alemanes?

—La ley es la ley.

Harald empezó a sentirse más seguro de sí mismo. Peter no se habría puesto tan a la defensiva si realmente tuviera intención de hacer un arresto.

—Eso lo dices únicamente porque tu padre gana muchísimo dinero haciendo que los nazis se lo pasen bien en su hotel.

La réplica de Harald dio en el blanco. El hotel era muy popular entre los oficiales alemanes, quienes disponían de más dinero para gastar que los daneses.

—Mientras que tu padre va enardeciendo a la gente con sus sermones —repuso Peter a su vez. Era cierto: el pastor había predicado contra los nazis, escogiendo como tema «Jesús era un judío»—. ¿Ya se da cuenta de cuántos problemas llegará a causar si incita a la gente? —siguió diciendo Peter.

—Estoy seguro de que sí. El fundador de la religión cristiana también causó bastantes problemas.

—No me hables de religión. Yo he de mantener el orden aquí en la tierra.

—¡Al diablo con el orden, hemos sido invadidos! —La frustración que sentía Harald al haber visto arruinada su velada salió a la luz—. ¿Qué derecho tienen los nazis a decirnos lo que hemos de hacer? ¡Deberíamos echar a patadas de nuestro país a toda esa jauría!

—No debes odiar a los alemanes, porque son nuestros amigos —dijo Peter, con un aire de santurronería que hizo enloquecer de ira a Harald.

—Yo no odio a los alemanes, maldito estúpido. Tengo primos alemanes —dijo. La hermana del pastor se había casado con un joven dentista al que le iban muy bien las cosas en Hamburgo y ella y su marido siempre venían a Sande durante las vacaciones, allá por los años veinte. Su hija Monika era la primera chica a la que había besado Harald—. Y los nazis se lo han hecho pasar mucho peor que a nosotros —añadió. El tío Joachim era judío y, aunque era cristiano bautizado y un anciano de su iglesia, los nazis habían decidido que solo podía tratar a judíos, con lo que hundieron su consulta. Hacía un año que lo habían arrestado como sospechoso de esconder oro y le habían enviado a una clase especial de prisión, lo que los nazis llamaban un Konzentrazionslager, en la pequeña población bávara de Dachau.

—Quien tiene problemas es porque se los ha buscado —dijo Peter, dándoselas de hombre de mundo—. Tu padre nunca hubiese debido permitir que su hermana se casara con un judío. —Tiró al suelo el periódico y se fue.

Al principio Harald se quedó demasiado perplejo para replicar. Se agachó y recogió el periódico.

—Estás empezando a hablar como un nazi —le dijo luego a la espalda de Peter mientras este se alejaba de él.

Sin prestarle ninguna atención, Peter entró en la casa por la puerta de la cocina y cerró dando un portazo.

Harald sintió que había salido perdedor de la discusión, lo cual resultaba muy irritante porque sabía que lo que había dicho Peter era una auténtica barbaridad.

Mientras iba hacia el camino empezó a llover intensamente. Cuando llegó a su motocicleta, Harald descubrió que se había apagado el fuego debajo de la caldera.

Trató de volver a encenderlo. Hizo una bola con su ejemplar de Realidad para usarlo como yesca; tenía una caja de fósforos de madera de buena calidad en el bolsillo, pero no se había traído consigo el fuelle que utilizó para encender el fuego unas horas antes. Después de veinte frustrantes minutos inclinado sobre la caja de fuego bajo la lluvia, Harald se dio por vencido. Tendría que ir a su casa andando.

Se subió el cuello de la chaqueta.

Fue empujando la motocicleta hasta llegar al hotel y la dejó en el pequeño aparcamiento; luego echó a andar playa abajo. En aquella época del año, a tres semanas del solsticio de verano, los anocheceres escandinavos duraban hasta las once; pero aquella noche las nubes oscurecían el cielo, y el aguacero restringía todavía más la visibilidad. Harald fue siguiendo el contorno de las dunas. Encontraba el camino por la manera en que iba cambiando el suelo debajo de sus pies y el ruido del mar en su oreja derecha. Antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo, sus ropas habían quedado tan empapadas que hubiera podido ir a casa nadando sin mojarse más de lo que ya lo estaba.

Harald era un joven fuerte y estaba tan en forma como un lebrel, pero tras dos horas de caminata se encontraba cansado, frío y deprimido; entonces se topó con la valla que circundaba la nueva base alemana y comprendió que tendría que caminar cinco kilómetros alrededor de ella para poder llegar a su casa, que quedaba a solo unos centenares de metros de distancia.

Si la marea se hubiese retirado, habría seguido andando a lo largo de la playa porque, si bien oficialmente el acceso a aquella extensión de arena estaba prohibido, los guardias no hubiesen podido verlo con aquel tiempo. No obstante, la marea todavía no había bajado y el agua aún llegaba a la valla. A Harald se le pasó por la cabeza recorrer el último trecho nadando, pero enseguida descartó la idea. Como todo el mundo en aquella comunidad pesquera, Harald le tenía un cauteloso respeto al mar, y nadar de noche con aquel tiempo sería peligroso cuando él ya se hallaba exhausto.

Pero podía trepar por la valla.

La lluvia había amainado y un cuarto de luna asomaba de vez en cuando entre las nubes que corrían por el cielo, proyectando intermitentemente una vacilante claridad sobre el paisaje empapado. Harald podía ver el metro ochenta de altura del alambre para gallineros que formaba la valla, con dos tiras de alambre de espino extendidas sobre ella, de aspecto bastante formidable pero no un gran obstáculo para una persona realmente determinada que se encontrase en buena forma física. Cincuenta metros tierra adentro, la valla atravesaba un pequeño macizo de matorrales y arbolillos que la ocultaban a la mirada. Ese sería el sitio por el cual trepar.

Harald sabía qué había más allá de la valla. El verano pasado había estado trabajando en las labores de construcción. Por aquel entonces, no había sabido que el lugar estuviera destinado a ser una base militar. Los constructores, una firma de Copenhague, le habían dicho a todo el mundo que iba a ser una nueva estación del servicio de guardacostas. Si hubieran dicho la verdad quizá habrían tenido problemas para reclutar al personal, porque por ejemplo Harald nunca hubiese trabajado a sabiendas para los nazis. Luego, cuando los edificios hubieron sido levantados y la valla quedó completada, todos los daneses habían sido despedidos y se trajo a alemanes para que instalaran el equipo. Pero Harald conocía la disposición del recinto. La escuela de navegación en desuso había sido vuelta a acondicionar, y se construyeron nuevos edificios que la flanqueaban. Todos los edificios se encontraban bastante alejados de la playa, por lo que Harald podía cruzar la base sin tener que acercarse a ellos. Además, en aquel extremo del recinto una gran parte del terreno se hallaba cubierto por pequeños matorrales que le ayudarían a ocultarse. Lo único que tendría que hacer sería mantener los ojos bien abiertos por si había guardias patrullando.

Encontró su camino hasta el bosquecillo, escaló la valla, pasó con mucho cuidado por encima del alambre de espino que la coronaba y saltó al otro lado, aterrizando sin hacer ruido sobre las dunas húmedas. Miró en torno a él, atisbando entre la penumbra, y solo vio las vagas siluetas de los árboles. Los edificios no eran visibles, pero pudo oír música lejana y alguna que otra carcajada ocasional. Era noche de sábado, así que los soldados alemanes quizá estuvieran tomándose unas cuantas cervezas mientras sus oficiales cenaban en el hotel de Axel Flemming.

Harald empezó a cruzar la base, moviéndose todo lo deprisa que se atrevía a hacerlo bajo la cambiante claridad lunar, manteniéndose pegado a los arbustos cuando podía hacerlo y orientándose por las olas a su derecha y la tenue música a la izquierda. Pasó por delante de una estructura muy alta y la reconoció, en la penumbra, como la torre de un reflector. Toda el área podía ser iluminada en caso de que hubiera una emergencia, pero habitualmente la base se hallaba sumida en la oscuridad.

Un súbito ruido a su izquierda lo sobresaltó; se agazapó, con el corazón latiéndole alterado. Dirigió la mirada hacia los edificios. Una puerta se hallaba abierta, derramando luz. Un soldado salió por ella mientras Harald la observaba y cruzó corriendo el recinto. Entonces otra puerta se abrió en un edificio distinto, y el soldado entró corriendo por ella.

El pulso de Harald se normalizó.

Atravesó un grupo de coníferas y bajó por una pequeña hondonada. Cuando llegó al fondo del declive, vio una estructura que se elevaba en la penumbra. No podía distinguirla con claridad, pero no recordaba que se hubiera construido nada en aquel lugar. Acercándose un poco más, vio la curva de un muro de cemento que tendría aproximadamente la altura de su cabeza. Algo se movía por encima del muro, y Harald oyó un tenue zumbido, como el de un motor eléctrico.

Aquello tenía que haber sido erigido por los alemanes después de que los trabajadores locales fueran despedidos. Harald se preguntó por qué nunca había visto la estructura a través de la valla, y entonces cayó en la cuenta de que los árboles y la hondonada la ocultarían desde la mayoría de los puntos de observación, excepto quizá desde la playa, donde estaba prohibido entrar en la zona que pasaba ante la base.

Cuando miró hacia arriba e intentó distinguir los detalles, la lluvia le cayó en la cara y golpeó en los ojos. Pero sentía demasiada curiosidad para seguir su camino. La luna brilló por un instante. Entornando los ojos, Harald volvió a mirar. Por encima del muro circular logró distinguir una parrilla de metal o de cable parecida a un enorme colchón, que tendría unos cuatro metros de lado. La totalidad del artefacto estaba dando vueltas como un tiovivo y completaba una revolución cada pocos segundos.

Harald estaba fascinado. Era una máquina de un tipo que nunca había visto antes, y el ingeniero que había en ello enseguida quedó hechizado. ¿Qué hacía? ¿Por qué giraba? El sonido le decía muy poco, porque procedía del motor que hacía girar a la cosa. Harald estaba seguro de que no se trataba de una pieza de artillería, al menos no del tipo convencional, ya que no había ningún cañón. Su mejor conjetura fue que tenía algo que ver con la radio.

Alguien tosió cerca de él.

Harald reaccionó instintivamente. Saltando hacia arriba, pasó los brazos por encima del borde del muro y se izó a lo alto de él. Permaneció inmóvil durante un segundo encima de aquel estrecho reborde, sintiéndose peligrosamente visible, y luego bajó al interior del recinto. Le preocupaba que sus pies pudieran encontrarse con alguna maquinaria en movimiento, pero estaba casi seguro de que habría una pasarela alrededor del mecanismo para permitir que este pudiera ser atendido por los ingenieros; después de un momento lleno de tensión tocó un suelo de cemento. El zumbido se había vuelto más intenso, y Harald pudo oler a aceite de motores. Sobre su lengua notaba el peculiar sabor de la electricidad estática.

¿Quién había tosido? Harald supuso que un centinela que pasaba por allí. Los pasos del hombre tenían que haberse perdido entre el viento y la lluvia. Afortunadamente, esos mismos ruidos habían ahogado el sonido que produjo Harald cuando se encaramó sobre el muro. Pero ¿lo había visto el centinela?

Pegándose a la curva interior del muro, Harald respiró entrecortadamente mientras esperaba a que el haz de una poderosa linterna lo delatara. Se preguntó qué ocurriría en el caso de que lo atraparan. Los alemanes se mostraban bastante amables en el campo y la mayoría de ellos no se dedicaban a ir de un lado a otro pavoneándose como conquistadores, sino que casi parecían sentirse un poco avergonzados de su dominio. Probablemente lo entregarían a la policía danesa. Harald no estaba muy seguro de qué actitud adoptarían los policías. Si Peter Flemming hubiera formado parte de la fuerza local, se habría asegurado de que Harald lo pasara lo peor posible; pero afortunadamente, lo habían destinado a Copenhague. Lo que Harald temía, más que cualquier castigo oficial, era la ira de su padre. Ya podía oír la sarcástica interrogación del pastor: «¿Escalaste la valla? ¿Y entraste en el recinto militar secreto? ¿De noche? ¿Y lo usaste como atajo para llegar a casa? ¿Porque estaba lloviendo?».

Pero ninguna luz brilló sobre él. Harald esperó, y contempló la oscura mole del aparato que se alzaba ante él. Le pareció poder ver unos gruesos cables que salían del borde inferior de la parrilla y desaparecían en la oscuridad, al otro lado del pozo. Aquello tenía que ser un medio de enviar señales de radio, o de recibirlas, pensó.

Cuando hubieron transcurrido unos cuantos lentos minutos, estuvo seguro de que el guardia había seguido su camino. Harald se encaramó a lo alto del muro y trató de ver a través de la lluvia. A cada lado de la estructura pudo distinguir dos formas oscuras más pequeñas que estaban inmóviles; Harald decidió que tenían que formar parte de la maquinaria. No había ningún centinela visible. Harald se deslizó por la parte exterior del muro y reanudó su camino a través de las dunas.

En un momento de oscuridad, cuando la luna se encontraba detrás de una gruesa nube, se dio de narices con una pared de madera. Aturdido y momentáneamente asustado, Harald dejó escapar una maldición ahogada. Un segundo después comprendió que había chocado con una vieja caseta para botes de la antigua escuela de navegación. Estaba medio en ruinas, y los alemanes no la habían reparado, aparentemente porque no se les ocurría ningún uso para ella. Harald se quedó inmóvil durante un momento, escuchando, pero lo único que pudo oír fue el palpitar de su corazón. Siguió andando.

Llegó a la valla más alejada sin ningún nuevo incidente. Trepó por ella y se encaminó hacia su casa.

Primero fue a la iglesia. La luz brillaba desde la larga hilera de pequeñas ventanas cuadradas del muro que daba al mar. Sorprendiéndose de que hubiera alguien en el edificio a aquellas horas de una noche de sábado, Harald echó una mirada al interior.

La iglesia era larga y de techo bajo. En ocasiones especiales podía acoger a los cuatrocientos residentes de la isla, llenándose hasta rebosar. Las hileras de bancos estaban encaradas hacia un atril de madera. No había altar. Los muros estaban desnudos salvo por algunos textos enmarcados.

Los daneses no eran nada dogmáticos en lo referente a la religión, y la mayor parte de la nación profesaba el luteranismo evangélico. No obstante, los pescadores de Sande se habían convertido, cien años antes, a un credo bastante más riguroso. Durante los últimos treinta años el padre de Harald había mantenido viva la llama de su fe, dando un ejemplo de puritanismo que no aceptaba los compromisos en su propia vida, fortaleciendo la determinación de su congregación con sermones semanales llenos de fuego y azufre, haciendo frente personalmente a los descarriados con la irresistible santidad de su mirada de ojos azules. Pese al ejemplo de aquella llameante convicción, su hijo no era creyente. Harald acudía a los servicios siempre que se encontraba en casa, por no herir los sentimientos de su padre, pero en su fuero interno no estaba de acuerdo con él. Todavía no tenía una opinión formada sobre la religión en general, pero sabía que no creía en un dios de reglas vacías y castigos vengativos.

Cuando miró por la ventana oyó música. Su hermano Arne estaba sentado al piano, tocando una pieza de jazz con delicadas pulsaciones de las teclas. Harald sonrió con placer. Arne había venido a casa para las fiestas. Su hermano era divertido y sofisticado, y animaría el largo fin dé semana en la rectoría.

Harald fue hacia la puerta y entró en la iglesia. Sin volverse a mirar, Arne convirtió la música sin una sola interrupción en la melodía de un himno. Harald sonrió. Arne había oído abrirse la puerta y pensaba que su padre era el que entraba en la iglesia. El pastor desaprobaba el jazz, y ciertamente no permitiría que fuera tocado en su iglesia.

—Sólo soy yo —dijo Harald.

Arne se volvió hacia él. Llevaba su uniforme marrón del ejército. Diez años mayor que Harald, era instructor de vuelo de la aviación militar en la escuela aeronáutica de las cercanías de Copenhague. Los alemanes habían puesto fin a toda la actividad militar danesa, y los aviones pasaban la mayor parte del tiempo en tierra, pero a los instructores se les permitía dar lecciones a bordo de planeadores.

—Viéndote por el rabillo del ojo, pensé que eras el viejo. —La mirada de Arne recorrió cariñosamente a Harald de arriba abajo—. Cada día te pareces más a él.

—¿Eso significa que me quedaré calvo?

—Probablemente.

—¿Y tú?

—No lo creo. Yo he salido a nuestra madre.

Era cierto. Arne tenía el abundante cabello oscuro y los ojos color avellana de su madre. Harald era rubio, al igual que su padre, y también había heredado la penetrante mirada de ojos azules con la que el pastor intimidaba a su rebaño. Tanto Harald como su padre eran formidablemente altos, y hacían parecer bajo a Arne a pesar de su casi metro ochenta de estatura.

—Tengo algo que quiero que escuches —dijo Harald. Arne se levantó del taburete y Harald se sentó al piano—. Lo aprendí de un disco que alguien trajo al internado. ¿Conoces a Mads Kirke?

—El primo de mi colega Poul.

—Exacto. Descubrió a este pianista americano llamado Clarence «Pine Top» Smith. —Harald titubeó—. ¿Qué está haciendo el viejo en este momento?

—Escribir el sermón de mañana.

—Perfecto.

El piano no podía ser oído desde la rectoría, a cincuenta metros de distancia, y era improbable que el pastor fuera a interrumpir su preparación del sermón para dar un paseo por la iglesia, especialmente con aquel tiempo. Harald empezó a tocar «Pine Top’s Boogie-Woogie», y el interior del edificio se llenó con las sensuales armonías del Sur americano. Era un entusiasta del piano, aunque su madre decía que ponía demasiado ímpetu. Era incapaz de quedarse sentado para tocar, por lo que se levantó, empujando el taburete hacia atrás con el pie hasta hacerlo volcar, y tocó de pie, inclinando su largo cuerpo encima del teclado. De aquella manera cometía más errores, pero estos no importaban mientras pudiera mantener aquel ritmo compulsivo. Tocó vigorosamente el último acorde y luego dijo: «¡De eso es de lo que estoy hablando!», en inglés y exactamente igual que lo decía Pine Top en el disco. Arne se echó a reír.

—¡No está mal!

—Deberías oír el original.

—Salgamos al porche. Quiero fumar.

Harald se levantó.

—Al viejo no le gustará eso.

—Tengo veintiocho años —dijo Arne—. Soy demasiado mayor para que mi padre me diga lo que he de hacer.

—Estoy de acuerdo. Pero ¿lo está él?

—¿Le tienes miedo?

—Por supuesto. Como nuestra madre, y prácticamente cualquier otra persona de esta isla…, incluso tú.

Arne sonrió.

—De acuerdo, puede que un poquito.

Se quedaron delante de la puerta de la iglesia, resguardados de la lluvia bajo un pequeño porche. Desde allí podían divisar los oscuros contornos de la rectoría al final de una pequeña extensión de terreno arenoso. La luz brillaba a través de la ventana en forma de diamante que había en la puerta de la cocina. Arne sacó sus cigarrillos.

—¿Has tenido noticias de Hermia? —le preguntó Harald. Arne estaba comprometido con una joven inglesa a la que llevaba más de un año sin ver, desde que los alemanes habían ocupado Dinamarca. Arne sacudió la cabeza.

—Intenté escribirle. Encontré la dirección del consulado británico en Gotemburgo. —A los daneses se les permitía enviar cartas a Suecia, que era neutral—. Se la remití a ella a aquella dirección, sin mencionar el consulado en el sobre. Creí que había sido muy astuto, pero a los censores no se los engaña fácilmente. Mi oficial superior me trajo la carta y dijo que si volvía a intentar hacer algo semejante, me formaría un consejo de guerra.

A Harald le gustaba Hermia. Algunas de las chicas de Arne habían sido, bueno, rubias tontas, pero Hermia tenía cerebro y agallas. Cuando se la conocía asustaba un poco, con su intensa morenez y su manera de hablar tan directa; pero había sabido hacerse querer por Harald tratándolo como a un hombre, no solo como el hermano pequeño de alguien. Y estaba sensacionalmente voluptuosa en traje de baño.

—¿Todavía quieres casarte con ella?

—Dios, sí…, si está viva. Una bomba podría haberla matado en Londres.

—No saberlo tiene que ser muy duro.

Arne asintió, y luego dijo:

—¿Y qué me dices de ti? ¿Ha habido alguna novedad digna de contarse?

Harald se encogió de hombros.

—Las chicas de mi edad no están interesadas en los escolares. —Habló en un tono jovial, pero estaba ocultando un auténtico resentimiento. Había sufrido un par de rechazos que lo hirieron profundamente.

—Supongo que quieren salir con un tipo que pueda gastarse algo de dinero en ellas.

—Exactamente. Y las chicas más jóvenes… En Pascua conocí a una chica, Birgit Claussen.

—¿Claussen? ¿Esa familia de Morlunde que se dedica a la construcción naval?

—Sí. Birgit es guapa, pero sólo tiene dieciséis años, y te aburres muchísimo hablando con ella.

—Mejor. En esa familia todos son católicos. El viejo no lo aprobaría.

—Lo sé. —Harald frunció el ceño—. Pero a veces hace cosas bastante extrañas. En Pascua predicó acerca de la tolerancia.

—Es tan tolerante como Vlad el Empalador. —Arne arrojó a lo lejos la colilla de su cigarrillo—. Bueno, vayamos a hablar con el viejo tirano.

—Antes de que entremos…

—¿Qué?

—¿Cómo están las cosas en el ejército?

—Muy mal. No podemos defender a nuestro país, y casi nunca nos permiten volar.

—¿Cuánto puede durar esto?

—¿Quién sabe? Puede que siempre. Los nazis lo han conquistado todo. La única oposición que queda son los británicos, y están colgando de un hilo.

Harald bajó la voz, aunque no había nadie para escuchar.

—Seguro que alguien en Copenhague tiene que estar iniciando un movimiento de resistencia, ¿no?

Arne se encogió de hombros.

—Si lo estuvieran haciendo y si yo estuviera al corriente de ello, no podría decírtelo, ¿verdad?

Luego, antes de que Harald pudiera decir algo más, Arne echó a correr bajo la lluvia hacia la luz que salía de la cocina.