Aunque hubiera querido, no habría podido ir a ver lo que había pasado en la terraza. Bill y Eric parecían bastante afligidos, y cuando dos vampiros se sienten así, lo mejor es no ir a investigar.
—Tendremos que quemar la cabaña —dijo Eric, a unos metros de distancia—. Ojalá Callisto hubiera limpiado su propia mierda.
—Nunca lo hace —dijo Bill—, al menos que yo sepa. Es la locura. ¿Qué le importa a la locura en estado puro que descubran sus consecuencias?
—Oh, yo qué sé —dijo Eric, despreocupado. Sonaba como si estuviese levantando algún peso. Se produjo un ruido sordo—. He conocido a unos cuantos que se han vuelto locos pero no han perdido sus habilidades por ello.
—Es verdad —admitió Bill—. ¿No deberíamos dejar un par de ellos en el porche?
—¿Cómo puedes saberlo?
—Eso también es verdad. Rara es la noche en la que puedo estar tan de acuerdo contigo.
—Me llamó y me pidió ayuda —Eric respondía a la idea implícita, más que a la propia afirmación.
—Vale, pero no te olvides de nuestro acuerdo.
—¿Cómo iba a olvidarlo?
—Sabes que Sookie puede oírnos.
—Me parece bien —dijo Eric, y se rió. Mirando al cielo nocturno, me pregunté, sin demasiada curiosidad, de qué demonios estaban hablando. Parecía que yo fuese Rusia y que discutieran para ver cuál de los dos poderosos dictadores se quedaba conmigo. Sam descansaba junto a mí. Había recuperado la forma humana y estaba completamente desnudo. En ese instante no podría haberme importado menos. El frío no le afectaba, dado que era un cambiante.
—Vaya, aquí hay una con vida —dijo Eric.
—Tara —afirmó Sam.
Tara bajó las escaleras a trompicones hacia nosotros. Me rodeó con sus brazos y empezó a llorar. Con gran abatimiento, la abracé y dejé que se desahogara. Yo seguía con mi disfraz de Daisy Duke y ella con su lencería incendiaria. Éramos como dos grandes lirios en un estanque helado. Me obligué a ponerme recta y sostener a Tara.
—¿Crees que habrá una manta en la cabaña? —le pregunté a Sam. Trotó hacia los peldaños, y el efecto me pareció interesante desde atrás. Al cabo de un momento volvió, también trotando (ay, madre, esa vista era más cautivadora si cabe) y nos cubrió a ambas con una manta—. Parece que voy a vivir —murmuré.
—¿Por qué dices eso? —Sam tenía curiosidad. No parecía sorprendido por los acontecimientos de la noche.
No podía decirle que era porque le había visto brincando por ahí, así que opté por decir:
—¿Cómo están Huevos y Andy?
—Suena a programa de la radio —dijo Tara de repente, y le entró la risa tonta. No me gustaba cómo sonaba.
—Siguen de pie donde los dejó —indicó Sam—. Siguen con la mirada perdida.
—Sigo mirando —canturreó Tara con la misma melodía de I'm Still Standing, de Elton John.
Eric se rió.
Él y Bill estaban a punto de encender el fuego. Caminaron hacia nosotros para hacer una comprobación de última hora.
—¿En qué coche has venido? —le preguntó Bill a Tara.
—Ohhh, un vampiro —dijo ella—. Eres el niñito de Sookie, ¿verdad? ¿Qué hacías en el partido la otra noche con una zorra como Portia Bellefleur?
—No, si además es maja —dijo Eric. Miró abajo hacia Tara con una sonrisa benéfica, aunque decepcionada, como un criador de perros ante un cachorro muy mono, pero inferior.
—¿En qué coche viniste? —insistió Bill—. Si aún queda algo de cordura dentro de ti, quiero verlo ahora.
—Vine en el Camaro blanco —dijo, bastante sobria—. Conduciré hasta casa. O quizá sea mejor que no. ¿Sam?
—Claro, yo te llevo a casa. ¿Necesitas que te eche una mano en algo, Bill?
—Creo que Eric y yo podemos. ¿Te encargas del delgaducho?
—¿Huevos? Voy a ver.
Tara me dio un beso en la mejilla y atravesó el césped hacia su coche.
—Dejé las llaves dentro —indicó.
—¿Qué hay de tu bolso? —sin duda, la policía se haría algunas preguntas si se encontraba el bolso de Tara en una cabaña llena de cadáveres.
—Oh… Está allí dentro.
Miré a Bill en silencio mientras él se dirigía a recoger el bolso. Regresó con un gran bolso, lo suficientemente amplio no sólo para llevar el maquillaje y las cosas del día a día, sino también ropa de recambio.
—¿Es el tuyo?
—Sí, gracias —dijo Tara, cogiendo su bolso como si tuviese miedo de que sus dedos se encontrasen con los de Bill. Pensé que, cuando la noche aún era joven, no se había mostrado tan remilgada.
Eric llevaba a Huevos al coche.
—No recordará nada de esto —le dijo a Tara mientras Sam abría la puerta trasera del Camaro para que Eric pudiera dejar a Huevos en el asiento.
—Ojalá pudiera decir yo lo mismo —su rostro parecía hundirse sobre los huesos bajo el peso del recuerdo de lo que había pasado esa noche—. Ojalá nunca hubiese visto esa cosa, fuese lo que fuese. Bueno, para empezar, ojalá no hubiese venido a este sitio. Lo odiaba. Simplemente pensaba que merecía la pena hacerlo por Huevos —echó una ojeada a la forma inerte que ocupaba el asiento trasero de su coche—. Pero no es así. Nadie merece tanto la pena.
—Puedo borrarte los recuerdos a ti también —se ofreció Eric.
—No —dijo ella—. Necesito recordar algo de esto, y merece la pena llevar la carga del resto —Tara parecía veinte años más vieja. En ocasiones podemos crecer en cuestión de minutos. Fue lo que me pasó a mí, cuando tenía siete años y mis padres murieron. Tara pasó por el mismo trance esa noche—. Pero están todos muertos, todos salvo Huevos, Andy y yo. ¿No tenéis miedo de que nos vayamos de la lengua? ¿Vendréis a por nosotros?
Bill y Eric intercambiaron miradas. Eric se acercó un poco a Tara.
—Mira, Tara —empezó a decir con voz muy razonable, y ella cometió el error de mirarle a los ojos. Entonces, cuando las miradas se hubieron encontrado, Eric comenzó a borrarle los recuerdos de aquella noche. Me encontraba demasiado agotada como para protestar, y además era poco probable que eso fuera a servir de algo. Si Tara había sido capaz de plantear la pregunta, es que no debía vivir con la carga del recuerdo. Rogué por que no repitiera los mismos errores, ahora que ignoraría qué precio había tenido que pagar por ellos, pero no se le podía dar opción a que se fuera de la lengua.
Sam, que había tomado prestados los pantalones de Huevos, llevó en coche a éste y a Tara hasta la ciudad mientras Bill buscaba una forma natural de iniciar el incendio que debería consumir la cabaña. Eric parecía ocupado contando huesos en la terraza para asegurarse de que todos los cadáveres estaban completos de cara a la eventual investigación. Atravesó el césped para ver cómo estaba Andy.
—¿Por qué odia Bill tanto a los Bellefleur? —le volví a preguntar.
—Oh, es una vieja historia —dijo Eric—. De antes de que Bill se convirtiera —pareció satisfecho con el estado de Andy y volvió al trabajo.
Oí que se acercaba un coche, y Bill y Eric aparecieron juntos en el claro. Pude escuchar un leve crujido en el extremo de la cabaña.
—No podemos iniciar el incendio desde más de un punto, si queremos que piensen que se debe a causas naturales —informó Bill a Eric—. Odio los adelantos que ha dado la policía científica.
—Si no hubiésemos salido a la luz, no tendrían inconveniente de cargarle el muerto a alguno de ellos —dijo Eric—. Pero las cosas son como son, y nosotros somos las cabezas de turco predilectas… Es exasperante cuando piensas en lo poderosos que somos en comparación.
—Eh, chicos, que no soy una marciana, soy humana y os estoy escuchando perfectamente —dije, agujereándolos con la mirada. Una levísima sombra de vergüenza cubrió sus rostros justo antes de que Portia Bellefleur saliera de su coche y emprendiera la carrera hacia su hermano.
—¿Qué le habéis hecho a Andy? —inquirió con voz áspera—. Malditos vampiros —aflojó el cuello de la camisa de Andy en busca de marcas de mordedura.
—Le han salvado la vida —le dije.
Eric se quedó mirando a Portia durante un buen rato, evaluándola, y, acto seguido, se puso a registrar los coches de los participantes de la orgía. Desvié la mirada mientras se dedicaba a coger las llaves de cada uno.
Bill se acercó a Andy.
—Despierta —le dijo con una voz muy suave, tanto que apenas era audible a unos metros.
Andy parpadeó. Se me quedó mirando, confuso por no tenerme aún apresada, supongo. Vio a Bill tan cerca que se sobresaltó, esperando una represalia. Su mente registró que Portia estaba junto a él. Finalmente, su mirada rebasó a Bill y se centró en la cabaña.
—Está ardiendo —observó con lentitud.
—Sí —dijo Bill—. Todos están muertos, salvo los dos que están de regreso a la ciudad; no sabían nada.
—Entonces… ¿Estos son los que mataron a Lafayette?
—Sí —dije—. Mike y los Hardaway, y puede que Jan supiese algo.
—Pero no tengo ninguna prueba.
—Oh, ya lo creo que la tienes —intervino Eric. Estaba mirando en el maletero del Lincoln de Mike Spencer.
Todos fuimos al coche para mirar. La capacidad de visión superior de la que gozaban Bill y Eric les ayudó a detectar con facilidad las manchas de sangre que había en el maletero, además de prendas manchadas de sangre y una billetera abierta. Eric se agachó y la abrió con un gesto.
—¿Puedes leer de quién es? —preguntó Andy.
—Lafayette Reynold —contestó Eric.
—Entonces, si dejamos los coches tal cual y nos vamos, la policía encontrará esto en el maletero y se habrá acabado. Quedaré libre de sospecha.
—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó Portia, lanzando un sollozo de alivio. Su claro rostro y la densa mata de pelo castaño brillaron bajo un destello de la luna, cuya luz se filtraba entre los árboles—. Oh, Andy, vámonos a casa.
—Portia —dijo Bill—, mírame.
Alzó la mirada y luego la apartó.
—Lamento haberte utilizado así —dijo escuetamente. Le avergonzaba disculparse ante un vampiro, saltaba a la vista—. Sólo quería que uno de los participantes de esta orgía me invitase y así poder descubrir lo que estaba pasando.
—Sookie lo hizo por ti —dijo Bill con tranquilidad.
Portia me enfiló con su mirada.
—Espero que no haya sido demasiado terrible, Sookie —le escuché decir, para mi sorpresa.
—Sí que ha sido horrible —repliqué. Portia se encogió—. Pero ya se ha acabado.
—Gracias por ayudar a Andy —dijo Portia, haciendo acopio de valentía.
—No estaba ayudando a Andy, sino a Lafayette —le espeté.
Lanzó un largo suspiro.
—Por supuesto —dijo, conservando algo de dignidad—. Era tu compañero.
—Era mi amigo —le corregí.
Su espalda se puso tiesa.
—Tu amigo —dijo.
El fuego ya se estaba haciendo con la cabaña. Pronto aquello estaría lleno de policías y bomberos. Si había un momento para marcharse, era ése.
Me di cuenta de que ni Bill ni Eric se ofrecieron a borrarle los recuerdos a Andy.
—Será mejor que te largues de aquí —le dije—. Vuelve a casa con Portia y hazle jurar a tu abuela que estuviste allí toda la noche.
Sin decir palabra, ambos hermanos se montaron en el Audi de Portia y se marcharon. Eric hizo lo propio con su Corvette, poniendo rumbo a Shreveport, y Bill y yo nos adentramos en el bosque para llegar al coche de Bill, que estaba escondido entre los árboles al otro lado de la carretera. Me llevó en brazos, como le gustaba hacer. He de admitir que yo también lo disfrutaba en ocasiones. Y ésa fue una de ellas.
No faltaba mucho para el amanecer. Una de las noches más largas de mi vida estaba a punto de terminar. Me recosté en el sillón del coche, cansada más allá de lo imaginable.
—¿Adonde ha ido Callisto? —le pregunté a Bill.
—Ni idea. Va de un sitio a otro. No sobrevivieron muchas ménades a la pérdida de su dios, y las que lo hicieron han encontrado bosques y vagan por ellos. Suelen marcharse antes de que se descubra su presencia. Son muy hábiles. Adoran la guerra y su locura. Nunca estarán muy lejos de un campo de batalla. Creo que todas se irían a Oriente Medio si hubiera más bosques por allí.
—¿Y Callisto estaba aquí porque…?
—Sólo estaba de paso. Puede que se quedara dos meses. Ahora seguirá su camino… ¿Quién sabe adónde? A los Everglades, o quizá río arriba hacia los Ozarks.
—No entiendo por qué Sam, eh…, salía con ella.
—¿Así lo llamas? ¿Eso hacemos nosotros, salir?
Le di unos golpecitos en el brazo, que era como hincar los dedos en madera.
—No te pases —le dije.
—Quizá sólo quería explorar su lado salvaje —dijo Bill—. Después de todo, a Sam no le resulta fácil encontrar a alguien que acepte su auténtica naturaleza —hizo una llamativa pausa.
—Bueno, eso puede ser complicado —dije. Recordé cuando Bill volvió a la mansión de Dallas, todo sonrosado, y tragué saliva—. Pero es difícil separar a quien está enamorado —pensé en cómo me sentí cuando me dijeron que habían visto a Bill y a Portia juntos, y en cómo reaccioné cuando los vi en el partido de fútbol. Estiré la mano para posarla sobre su muslo y le propiné un apretón cariñoso.
Sonrió sin perder de vista la carretera. Los colmillos se le extendieron levemente.
—¿Lo arreglaste todo con los cambiantes de Dallas? —pregunté al cabo de un momento.
—Lo arreglé en una hora, o, más bien, Stan lo hizo. Les ofreció su rancho para las noches de luna llena durante los próximos cuatro meses.
—Ha sido muy amable por su parte.
—Bueno, lo cierto es que no le cuesta nada. No caza, y, como dice, hay que controlar la población de ciervos de todos modos.
—Oh —asentí, y, al cabo de un segundo, añadí—: Ohhhh.
—Cazan.
—Vale, lo pillo.
Cuando llegamos a mi casa, ya no quedaba casi tiempo para que amaneciese. Pensé que Eric apenas tendría tiempo para llegar a Shreveport. Mientras Bill se duchaba, comí un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada, pues hacía más horas de las que era capaz de contar que no había tomado nada. A continuación me cepillé los dientes.
Por lo menos no tenía que marcharse a toda prisa. Bill había pasado varias noches del mes anterior preparándose un cobijo en mi casa. Había cortado la base del armario de mi antigua habitación, la que había usado durante años, hasta que murió mi abuela y me trasladé a la suya. Había convertido toda la base del armario en una trampilla, de forma que podía abrirla, meterse dentro y cerrarla sin que nadie se imaginara que había algo ahí, salvo yo. Si seguía despierta cuando se metía en su refugio, solía colocar una maleta y unos zapatos en la base para que pareciera más natural. Bill tenía una caja en el hueco donde dormir, pues ahí abajo todo estaba muy sucio. No lo usaba muy a menudo, pero había demostrado ser útil de vez en cuando.
—Sookie —llamó Bill desde mi cuarto de baño—. Ven, tengo tiempo de pasarte la esponja.
—Pero si lo haces, me costará lo mío dormirme.
—¿Por qué?
—Porque acabaré frustrada.
—¿Frustrada?
—Porque estaré limpia pero… insatisfecha.
—Amanecerá en breve —admitió Bill, asomando la cabeza por la cortina de la ducha—. Pero podremos recuperar el tiempo perdido mañana por la noche.
—Si Eric no nos manda a otra parte —dije entre dientes, cuando volvió a meter la cabeza debajo del agua. Como de costumbre, estaba usando gran parte de la reserva del calentador. Me deshice de los malditos shorts y decidí que al día siguiente los tiraría. Me saqué la camiseta por la cabeza y me estiré en la cama, a la espera de Bill. Al menos mi nuevo sujetador seguía intacto. Me recosté de lado y cerré los ojos ante la luz que se escapaba por la puerta medio cerrada del cuarto de baño.
—¿Cielo?
—¿Estás fuera de la ducha? —pregunté, somnolienta.
—Sí, hace doce horas.
—¿Qué? —abrí los ojos de golpe. Miré a las ventanas. No había anochecido del todo, pero estaba oscuro.
—Te quedaste dormida.
Estaba tapada con una manta, y seguía vistiendo el conjunto de sujetador y braguitas azul acero. Me sentía como un pan enmohecido. Miré a Bill. Estaba completamente desnudo.
—Dame un minuto —dije, antes de hacer una visita al cuarto de baño. Cuando volví, Bill me estaba esperando tumbado en la cama, apoyado sobre un codo.
—¿Has visto lo que me has regalado? —me di la vuelta para que tuviese una completa panorámica de su generosidad.
—Es maravilloso, pero puede que lleves demasiada ropa para la ocasión.
—¿Y qué ocasión sería ésa?
—El mejor polvo de tu vida.
Sentí un escalofrío de lujuria recorriéndome las partes bajas, pero mantuve la expresión impasible.
—¿Estás seguro de que será el mejor?
—Oh, sí —dijo con una voz que se tornaba tan suave y fría como el agua corriente sobre las piedras—. Lo estoy, y tú también puedes estarlo.
—Demuéstralo —le pedí con una sonrisa casi imperceptible.
Sus ojos se ocultaban en las sombras, pero pude ver la curvatura de sus labios al devolverme la sonrisa.
—Con mucho gusto —dijo.
Un rato más tarde estaba tratando de recuperar fuerzas, y él estaba tumbado sobre mí, con un brazo cruzado sobre mi estómago y una pierna sobre la mía. Me dolía tanto la boca que apenas podía fruncir los labios para besarle el hombro. La lengua de Bill lamía amablemente las diminutas marcas de pinchazos de mi hombro.
—¿Sabes lo que tenemos que hacer? —dije, sintiéndome demasiado vaga como para moverme.
—¿Hum?
—Tenemos que leer el periódico.
Al cabo de una larga pausa, Bill se desenroscó de mí y se dirigió a la puerta principal. Mi repartidora se molesta en acercarse a mi casa y lanzar el periódico al porche porque le pago una buena propina por ello.
—Mira —dijo Bill, y abrí los ojos. Llevaba un plato envuelto en papel de aluminio. Tenía el periódico bajo la axila.
Rodé fuera de la cama y fui automáticamente a la cocina. Me puse la bata rosa mientras seguía a Bill. El no se había vestido, y no pude por menos que admirar su figura.
—Hay un mensaje en el contestador —dije, mientras servía algo de café. Una vez hecho lo más importante, quité el papel de aluminio y vi una tarta de dos pisos recubierta de chocolate y adornada con nueces que formaban una estrella en la superficie.
—Es la tarta de chocolate de la anciana señora Bellefleur —dije con voz sobrecogida.
—¿Lo sabes con tan sólo mirarla?
—Oh, es una tarta famosa. Es una leyenda. No hay nada mejor que la tarta de la señora Bellefleur. Si participase en la feria del condado, el trofeo ya tendría ganadora de antemano. Y siempre lleva tarta cuando muere alguien. Jason dice que merece la pena que alguien se muera con tal de probar la tarta de la señora Bellefleur.
—Qué bien huele —dijo Bill, lo cual me sorprendió. Se inclinó y husmeó. Bill no respira, así que no sé muy bien cómo es capaz de oler, pero lo hace—. Si te pudieras poner este olor como perfume, te comería entera.
—Ya lo has hecho.
—Repetiría.
—No creo que pudiera soportarlo —me puse una taza de café. Contemplé la tarta, rebosante de asombro—. Ni siquiera era consciente de que supiera donde vivo.
Bill pulsó el botón de los mensajes del contestador.
—Señorita Stackhouse —dijo la anciana voz de una aristócrata del sur—, llamé a su puerta, pero debía de estar ocupada. Le he dejado una tarta de chocolate, pues no sé qué otra cosa ofrecerle en muestra de agradecimiento por lo que Portia me ha dicho que ha hecho por mi nieto Andrew. Algunas personas han tenido la amabilidad de decirme que la tarta está rica. Espero que la disfrute. Si alguna vez pudiera serle de ayuda en algo, no dude en llamarme.
—No ha dicho su nombre.
—Carolina Holliday Bellefleur espera que todo el mundo la reconozca.
—¿Quién?
Miré a Bill, que estaba de pie junto a la ventana. Yo estaba sentada a la mesa de la cocina, bebiendo el café de una de las tazas con motivos florales de mi abuela.
—Carolina Holliday Bellefleur.
Bill no pudo palidecer más, pero sin duda estaba atónito. Se sentó abruptamente en la silla que había frente a mí.
—Hazme un favor, Sookie.
—Claro, cielo. ¿El qué?
—Ve a mi casa y recoge la Biblia que hay en la estantería del pasillo, la que tiene las puertas de cristal.
Parecía tan turbado que cogí las llaves y me monté en el coche con la bata puesta, confiando en no encontrarme con nadie por el camino. No viven muchas personas en la carretera que da a nuestro distrito, y nadie estaba fuera de su casa a las cuatro de la mañana.
Entré en casa de Bill y encontré la Biblia justo donde había dicho que estaría. La saqué de su funda con mucho cuidado. Era muy antigua. Estaba tan nerviosa de vuelta a casa que casi tropecé subiendo las escaleras. Bill seguía sentado donde lo había dejado. Cuando le puse la Biblia delante, la contempló durante un interminable minuto. Me pregunté si podría tocarla. Pero no pidió ayuda, así que me limité a esperar. Extendió la mano y los dedos pálidos acariciaron la desgastada tapa de cuero. El libro era enorme, y las letras doradas de la portada estaban muy adornadas.
Bill abrió el libro con delicadeza y pasó una página. Estaba mirando una página familiar, con anotaciones a tinta casi desvanecidas y letras muy variadas.
—Yo hice éstas —dijo en un susurro—. Éstas de aquí —señaló unas cuantas líneas manuscritas.
Tenía el corazón en la garganta cuando rodeé la mesa para mirar por encima de su hombro. Posé la mano en él para que no perdiera la noción del aquí y del ahora.
Apenas era capaz de descifrar la anotación.
William Thomas Compton, había escrito su madre, o puede que su padre. Nacido el 9 de abril de 1840. Otra mano había escrito: Muerto el 25 de noviembre de 1868.
—Tienes un cumpleaños —dije de entre todas las cosas estúpidas posibles. Jamás imaginé que Bill pudiera tener un cumpleaños.
—Fui el segundo hijo varón —dijo Bill—. El único que pudo crecer.
Recordé que Robert, hermano mayor de Bill, murió cuando tenía más o menos doce años, y otros dos bebés habían muerto durante la infancia. Ahí se registraban todos los nacimientos y las muertes, en la página sobre la que Bill había posado los dedos.
—Mi hermana Sarah murió sin hijos —de eso me acordaba—. Su joven novio murió en la guerra. Todos los jóvenes murieron en esa guerra. Pero yo sobreviví, sólo para morir después. Esta es la fecha de mi muerte, por lo que a mi familia respecta. Es la letra de Sarah.
Apreté los labios con fuerza para no poder emitir sonido alguno. Había algo en la voz de Bill, en la forma en que tocaba la Biblia, que resultaba casi insoportable. Pude sentir cómo mis ojos se llenaban de lágrimas.
—Éste es el nombre de mi esposa —dijo con una voz cada vez más apagada.
Volví a inclinarme para leer: Caroline Isabelle Holliday. Por un momento, la habitación se movió de un lado a otro, hasta que me di cuenta de que no era posible.
—Y tuvimos hijos —dijo—. Tuvimos tres hijos.
Sus nombres también figuraban: Thomas Charles Compton, n. 1859. Eso quería decir que ella se quedó embarazada nada más casarse.
Yo nunca podría tener un hijo de Bill.
Sarah Isabelle Compton, n. 1861. Bautizada así por su tía (la hermana de Bill) y su madre. Nacería cuando Bill se hubo marchado para la guerra. Lee Davis Compton, n. 1866. Un bebé para el regreso a casa. Muerto en 1867, había añadido otra mano.
—Por aquel entonces los bebés morían como las moscas —susurró Bill—. Eramos muy pobres después de la guerra, y además no había medicinas.
Estaba a punto de sacar a mi yo triste y llorón de la cocina, pero pensé que si Bill podía soportarlo, yo con más razón.
—¿Y los otros dos niños? —pregunté.
—Vivieron —dijo relajando un poco la tensión de su expresión—. Para entonces yo ya me había marchado, por supuesto. Tom sólo tenía nueve años cuando morí, y Sarah siete. Era rubia, como su madre —Bill sonrió levemente, con una sonrisa que no había visto antes en su cara. Parecía bastante humano. Era como ver a un ser diferente sentado en mi cocina, no a la misma persona con la que había hecho el amor con tanta vehemencia hacía menos de una hora. Cogí un pañuelo de papel de la caja que había sobre la encimera y me lo restregué por la cara. Bill también estaba llorando, así que le di otro a él. Lo miró con sorpresa, como si se hubiese esperado algo diferente, quizá un pañuelo de algodón con unas iniciales bordadas. Se secó las mejillas, y el pañuelo se volvió rosa—. Nunca he tratado de descubrir qué fue de ellos —dijo, monótono—. Me quité de en medio radicalmente. Nunca volví, por supuesto, mientras quedara la menor posibilidad de que cualquiera de ellos siguiera vivo. Eso sería demasiado cruel.
Siguió leyendo la página.
—Mi descendiente, Jessie Compton, de quien heredé la casa, fue la última en mi línea directa —me dijo Bill—. La línea de mi madre también ha menguado, hasta el punto de que los últimos Loudermilk son apenas familiares lejanos míos. Pero Jessie descendía directamente de mi hijo Tom y, al parecer, mi hija Sarah se casó en 1881. Tuvo un hijo… ¡Sarah tuvo un hijo! ¡Tuvo cuatro hijos! Pero uno de ellos nació muerto.
Era incapaz de mirar a Bill. Prefería mirar a la ventana. Había empezado a llover. A mi abuela le encantaba su techo de estaño, así que, cuando tuvimos que cambiarlo, volvimos a ponerlo de estaño; el sonido de las gotas de lluvia sobre él era lo más relajante que había conocido nunca. Salvo esa noche.
—Mira, Sookie —dijo Bill señalando con el dedo—. ¡Mira! La hija de mi Sarah, bautizada como Caroline por su abuela, se casó con un primo suyo, Mathew Phillips Holliday. Y a su segunda hija le pusieron Carolina Holliday —le brillaba la expresión.
—Así que la anciana señora Bellefleur es tu bisnieta.
—Sí —dijo, sin casi creérselo.
—Entonces, Andy —proseguí antes de poder pensar en ello dos veces— es tu, eh, tatara-tataranieto. Y Portia…
—Sí —dijo, menos contento.
No tenía ni idea de qué decir así que, por una vez, no dije nada. Después de un momento, pensé que quizá sería mejor que lo dejara solo, así que traté de deslizarme junto a él para salir de la pequeña cocina.
—¿Qué necesitan? —me preguntó, agarrándome de la muñeca.
Muy bien.
—Necesitan dinero —dije al momento—. No se les puede ayudar con sus problemas de personalidad, pero son pobres de la peor manera posible. La anciana señora Bellefleur no venderá su casa, y ese edificio se está tragando cada centavo.
—¿Es orgullosa?
—Supongo que te puedes hacer una idea con su mensaje telefónico. De no haber sabido que su segundo nombre era Holliday, habría pensado que en realidad se llamaba «Orgullosa» —lancé una mirada a Bill—. Diría que lo suyo es de familia.
De alguna forma, ahora que Bill sabía que podía hacer algo por sus descendientes, pareció sentirse algo mejor. Sabía que aquello le seguiría pesando durante unos cuantos días, pero no pensaba echárselo en cara. Aun así, si decidía tomarse a Andy y Portia como deberes permanentes, sí que podría haber un problema.
—Ya no te gustaba el nombre de los Bellefleur antes —dije, sorprendiéndome a mí misma—. ¿Por qué?
—¿Recuerdas cuando fui a hablar ante el club de tu abuela, los Descendientes de los Muertos Gloriosos?
—Sí, claro.
—¿Recuerdas que conté la historia de un soldado herido en el campo de batalla, uno que no paraba de pedir ayuda? ¿Y de cómo mi amigo Tolliver Humphries trató de rescatarlo?
Asentí.
—Tolliver murió en el intento —dijo Bill con tristeza—. Y el soldado herido volvió a pedir ayuda tras su muerte. Logramos rescatarlo durante la noche. Se llamaba Jebediah Bellefleur. Tenía diecisiete años.
—Oh, Dios mío. Entonces eso era todo lo que sabías sobre los Bellefleur hasta hoy.
Bill asintió.
Traté de pensar en algo que mereciera la pena decir. Algo sobre los inescrutables planes del cielo, sobre arrojar el pan al agua, sobre que se recoge lo que se siembra o que las cosas vuelven tan pronto como se van.
Volví a intentar dejarle solo, pero Bill me agarró del brazo y tiró de él.
—Gracias, Sookie.
Era lo último que esperaba que me dijera.
—¿Por qué?
—Me obligaste a que hiciera lo correcto sin tener la menor idea de la eventual recompensa.
—Bill, no puedo obligarte a hacer nada.
—Hiciste que pensara como un humano, como si aún estuviese vivo.
—El bien que haces está en tu interior, no tiene nada que ver conmigo.
—Soy un vampiro, Sookie. Llevo más tiempo siendo un vampiro del que fui humano. Te he decepcionado muchas veces. A decir verdad, muchas veces no comprendo por qué haces las cosas que haces, con la de tiempo que ha pasado desde que fui una persona. No siempre resulta cómodo recordar lo que se sentía al ser humano. A veces no quiero que me lo recuerden.
Esas eran aguas demasiado profundas para mí.
—No sé si tengo razón o me equivoco, pero tampoco sabría ser diferente —dije—. Sería una desdichada si no fuese por ti.
—Si me pasara algo —dijo Bill—, deberías acudir a Eric.
—No es la primera vez que lo dices —le dije—. Si te ocurriera cualquier cosa, no tengo por qué acudir a nadie. Soy dueña de mí misma. Sé perfectamente lo que puedo querer hacer. Tú sólo asegúrate de que no te pase nada.
—Volveremos a oír hablar de la Hermandad en los años venideros —dijo Bill—. Habrá que llevar a cabo algunas acciones, acciones que pueden resultarte repugnantes como humana. Y además están los peligros inherentes a tu trabajo —y no se refería a servir mesas.
—Cruzaremos ese puente cuando lleguemos —estar sentada en el regazo de Bill era toda una gozada, sobre todo porque seguía desnudo. Mi vida no había rebosado precisamente de momentos como ése hasta que conocí a Bill. Ahora, cada día me ofrecía uno o dos.
Al amor de la tenue luz de la cocina, con un café que olía tan maravillosamente (a su manera) como el pastel de chocolate y la lluvia golpeando el techo, supe que estaba disfrutando de un momento precioso con mi vampiro, equiparable a cualquier momento de humana tibieza.
Pero quizá no debería llamarlo así, reflexioné, acariciando la mejilla de Bill con la mía. Aquella noche Bill había parecido bastante humano. Y yo… Bueno, me había dado cuenta, mientras hacíamos el amor entre las sábanas limpias, de que la piel de Bill brillaba en la oscuridad a su bella y ultramundana manera.
Igual que la mía.