Bill no me llamó aquella noche, y yo me fui al trabajo antes de la puesta de sol del día siguiente. Me había dejado un mensaje en el contestador cuando regresé a casa para cambiarme antes de la «fiesta».
—Sookie, me ha costado mucho deducir cuál era la situación que explicabas en tu mensaje cifrado —dijo. Su voz, habitualmente calmada, se encontraba sin duda en la franja del descontento. Estaba disgustado—. Si piensas acudir a esa fiesta, no lo hagas sola, hagas lo que hagas. No merece la pena. Llévate a tu hermano o a Sam.
Bueno, había conseguido que me acompañara alguien incluso más fuerte, así que podía sentirme bastante satisfecha. Pero, por algún motivo, no creía que el hecho de que me acompañara Eric fuese a tranquilizar especialmente a Bill.
—Stan Davis y Joseph Velasquez te mandan recuerdos. Barry, el botones, también.
Sonreí. Estaba sentada en la cama, con las piernas cruzadas y únicamente una bata de baño de felpilla, escuchando los mensajes mientras me cepillaba el pelo.
—No me he olvidado de lo del viernes por la noche —dijo Bill con esa voz que siempre me provocaba escalofríos—. Nunca lo olvidaré.
—¿Qué pasó el viernes por la noche? —preguntó Eric.
Di un respingo. En cuanto estuve segura de que mi corazón se mantendría en la cavidad pectoral, salté de la cama y fui hacia él a grandes zancadas con los puños en alto.
—Ya eres mayorcito para saber que no se entra en casa de nadie sin llamar a la puerta y que te la abran. Además, ¿cuándo demonios te he invitado a pasar? —debí de hacerlo, de lo contrario Eric no podría haber cruzado el umbral.
—Cuando me pasé el mes pasado para ver a Bill. Entonces llamé —dijo Eric, esforzándose por parecer zaherido—. No respondiste y como creía haber escuchado voces, pasé. Incluso te llamé en voz alta.
—Puede que me llamaras a susurros —dije, aún furiosa—. ¡En cualquier caso, has hecho mal, y lo sabes!
—¿Qué te vas a poner para la fiesta? —preguntó Eric, desviando el tema oportunamente—. ¿Qué suele ponerse una chica buena como tú para ir a una orgía?
—No tengo ni idea —dije, desinflada por que me lo recordara—. Sé que tengo que parecer la típica tía que va a una orgía, pero nunca he estado en una y no tengo ni idea de por dónde empezar, aunque sí que se me pasa por la cabeza cómo se supone que debo acabar.
—Yo sí he estado en orgías —se ofreció.
—¿Por qué no me sorprenderá? ¿Qué sueles ponerte?
—La última vez me puse una piel de animal, pero esta vez he optado por esto.
Eric había llegado con una larga guerrera. Se la quitó de forma teatral y tuve que esforzarme por no caerme. Solía ser un tipo de vaqueros y camiseta, pero esa noche llevaba una camiseta ajustada rosa sin mangas y unos leotardos de licra. No sé de dónde lo sacaría, no me imaginaba qué empresa se dedicaba a fabricar leotardos de licra para hombres extra grandes. Eran rosa y azul marino, como los remolinos de los laterales de la camioneta de Jason.
—Ostras —fue todo lo que se me ocurrió decir—. Vaya, eso sí que es un atuendo —cuando se ve a un hombretón vestido de licra, no es que quede mucho para la imaginación. Me resistí a la tentación de pedirle a Eric que se diese la vuelta.
—No pensaba que fuese a resultar convincente como una reinona —dijo Eric—, así que pensé que esto serviría para emitir una señal mixta de que todo es posible.
Movió rápidamente las pestañas. No cabía duda de que aquello le resultaba de lo más divertido.
—Oh, sí —dije, tratando de encontrar otro punto en el que clavar la mirada.
—¿Quieres que busque en tus cajones para ver si hay algo que te puedas poner? —sugirió Eric. De hecho, había abierto el cajón superior de mi tocador antes de que le pudiera gritar:
—¡No, no! ¡Ya encontraré algo! —pero no fui capaz de dar con nada más informalmente sexy que unos shorts y una camiseta. Aun así, los shorts eran de mis días de instituto, y me estaban muy ajustados.
—Ajustados no, abrazados como un capullo de seda a su crisálida de mariposa —matizó Eric poéticamente.
—Más bien como los que llevaba Daisy Duke —le contesté entre dientes, preguntándome si los lazos de mis braguitas bikini se me quedarían impresas en el trasero de por vida. A juego con ellas, me puse un sujetador azul metalizado y una camiseta ajustada blanca que dejaba al descubierto gran parte de las decoraciones del sujetador. Se trataba de uno de mis sujetadores de repuesto, y Bill ni siquiera lo había visto aún, así que albergué la esperanza de que no le pasara nada. Aún seguía estando bastante bronceada y me dejé el pelo suelto—. ¡Oye, tenemos el pelo del mismo color! —dije, pegándome a él de cara al espejo.
—Así es, nena —me sonrió Eric—. Pero ¿eres rubia por todas partes?
—Te mueres por saberlo.
—Sí —dijo sin más.
—Pues tendrás que usar la imaginación.
—Eso hago —dijo—. Rubia por todas partes.
—Podría decirse lo mismo del pelo de tu pecho.
Me levantó el brazo para comprobar mi axila.
—Las mujeres sois tontas. Mira que afeitaros el vello corporal —dijo, soltándome el brazo.
Abrí la boca, dispuesta a añadir algo más al respecto, pero me di cuenta de que sería desastroso, así que opté por decir:
—Tenemos que irnos.
—¿Es que no te vas a perfumar? —dijo mientras olisqueaba todas las botellas que había sobre mi tocador—. ¡Oh, ponte esto! —me lanzó un frasco y lo cogí instintivamente. Arqueó las cejas—. Has tomado más sangre de vampiro de lo que había pensado, señorita Sookie.
—Obsesión —dije, mirando a la botella—. Oh, vale.
Cuidadosamente, y sin responder a su observación, vertí un poco de Obsesión entre mis pechos y tras las rodillas. Consideré que así estaba bien surtida de pies a cabeza.
—¿Qué plan tenemos, Sookie? —preguntó Eric, mientras seguía el proceso con interés.
—Lo que haremos será acudir a esa estúpida fiesta, que llaman sexual, y hacer lo menos posible en ese sentido mientras acumulo información mental de la gente que haya presente.
—¿Acerca de…?
—Acerca del asesinato de Lafayette Reynold, el cocinero del Merlotte's.
—¿Y por qué lo hacemos?
—Porque Lafayette me caía bien. Y para limpiar el nombre de Andy Bellefleur de toda sospecha al respecto.
—¿Bill sabe que tratas de salvar a un Bellefleur?
—¿Por qué lo preguntas?
—Sabes que Bill odia a los Bellefleur —dijo Eric, como si aquello fuese de dominio público en toda Luisiana.
—No —dije—. No tenía la menor idea —me senté en la silla que hay junto a mi cama, con la mirada fija en Eric—. ¿Por qué?
—Eso se lo tendrás que preguntar a Bill, Sookie. ¿Y ésa es la única razón por la que vamos? ¿No será esto una excusa inteligente por tu parte para salir conmigo?
—No soy tan lista, Eric.
—Creo que te engañas a ti misma, Sookie —dijo Eric con una sonrisa brillante.
Recordé que ahora era capaz de discernir mis estados de humor, según me había dicho Bill. Me preguntaba qué sabría Eric sobre mí que no supiera yo misma.
—Escucha, Eric —empecé a decir, atravesando la puerta y el porche. Entonces tuve que detenerme y hurgar en mi mente, buscando una forma de decir lo que pretendía.
Él aguardó. La noche estaba nublada, y los bosques parecían acercarse a la casa. Sabía que la noche se me antojaba opresiva por el hecho de acudir a un acontecimiento que me desagradaba personalmente. Iba a averiguar cosas de personas que no conocía y que no quería conocer. Parecía estúpido lanzarse a la búsqueda del tipo de información que me había pasado la vida tratando de bloquear. Pero sentía que tenía algún tipo de obligación moral hacia Andy Bellefleur y el esclarecimiento de la verdad; y respetaba a Portia, de un modo quizá extraño, por su voluntad de someterse a algo desagradable para salvar a su hermano. Las razones por las que Portia sentía un genuino asco hacia Bill se me escapaban, pero si Bill decía que ella lo temía, era verdad. Aquella noche, la idea de conocer la verdadera naturaleza de gente que conocía desde siempre me daba escalofríos.
—No dejes que me pase nada, ¿vale? —le pedí a Eric—. No tengo la menor intención de intimar con ninguna de esas personas. Supongo que tengo miedo de que pase algo, de que alguien vaya demasiado lejos. Ni siquiera por el esclarecimiento del asesinato de Lafayette estaría dispuesta a mantener relaciones sexuales con ninguno de ellos.
Ese era mi verdadero temor, el que no me había admitido hasta ese preciso instante: que patinara algún engranaje, que fallase algún mecanismo de seguridad y que yo me convirtiera en una víctima. Cuando era niña me ocurrió algo que no pude evitar ni controlar, algo increíblemente vil. Antes preferiría morir que volverme a someter a un tipo de abuso similar. Por eso luché con uñas y dientes contra Gabe y me sentí tan aliviada cuando Godfrey lo mató.
—¿Confías en mí? —Eric parecía sorprendido.
—Sí.
—Eso es… una locura, Sookie.
—No lo creo —no sabía de dónde salía esa seguridad, pero ahí estaba. Me puse un suéter ajustado que había llevado conmigo.
Agitando la melena rubia, con la guerrera ajustada, Eric abrió la puerta de su Corvette rojo. Al menos yo acudiría a la orgía con mucho estilo.
Di a Eric las indicaciones para llegar al lago Mimosa y le puse al día como pude del trasfondo de esa serie de acontecimientos mientras avanzábamos (casi volábamos) por una estrecha calzada de dos carriles. Eric conducía con gran entusiasmo y la imprudencia de alguien muy difícil de matar.
—Recuerda que soy mortal —dije, después de que sorteáramos una curva a tal velocidad que deseé tener las uñas tan largas como para poder mordérmelas.
—A menudo pienso en ello —dijo Eric, con la mirada clavada en la carretera.
No sabía qué pensar de aquel comentario, así que opté por dejar la mente a la deriva de cosas relajantes. La bañera caliente de Bill. El cheque que recibiría de Eric cuando pagaran los vampiros de Dallas. El hecho de que Jason llevara saliendo varios meses seguidos con la misma mujer, lo cual podría significar que iba en serio con ella o que ya hubiera catado todas las mujeres disponibles (algunas de las cuales no lo estaban en realidad) de toda la parroquia de Renard. Pensaba que era una noche preciosa y fresca, y que iba montada en un coche maravilloso.
—Estás contenta —dijo Eric.
—Así es.
—Estarás a salvo.
—Gracias. Sé que así será.
Señalé el pequeño letrero que ponía «FOWLER» y que apuntaba a una salida de la carretera casi oculta por un conjunto de mirtos y espinos. Cogimos el corto camino de gravilla, que presentaba profundos surcos y estaba jalonado de árboles. De repente describió una aguda pendiente descendente y Eric frunció el ceño al notar que su Corvette se lanzaba bruscamente cuesta abajo. Para cuando el camino se niveló ante el claro donde se encontraba la cabaña, el desnivel hacía que el techo de la cabaña quedara un poco por debajo del nivel de la carretera que bordeaba el lago. Había cuatro coches aparcados en la tierra batida que enmoquetaba la entrada de la cabaña. Las ventanas estaban abiertas para que entrara el aire fresco de la noche, pero habían bajado las persianas. Podía escuchar voces escapándose por ellas, pero no fui capaz de determinar las palabras. De repente me sentí muy reacia a entrar en la cabaña de Fowler.
—¿Daría el tipo de bisexual? —preguntó Eric. No parecía inquietarle. En todo caso, parecía divertirse. Nos quedamos de pie junto al coche de Eric, mirándonos; yo hundía las manos en los bolsillos del suéter.
—Supongo —me encogí de hombros. ¿A quién le importaba? Todo era fingido. Percibí un movimiento por el rabillo del ojo. Alguien nos estaba observando desde una persiana parcialmente levantada—. Nos observan.
—Entonces actuaré de forma amistosa.
Ya estábamos fuera del coche. Eric se inclinó hacia delante y, sin apretarme contra él, me plantó un beso en la boca. No me tenía agarrada, así que me sentí razonablemente relajada. Desde el principio me hice a la idea de que tendría que besar a otras personas, así que me centré en ello.
Quizá tuviera un talento natural, acrecentado por un gran maestro. Bill consideraba que besaba de maravilla, así que no quise dejarle en mal lugar.
A tenor del estado de la licra de Eric, tuve éxito.
—¿Listo para entrar? —le pregunté, esforzándome por mantener los ojos por encima del nivel de su pecho.
—En realidad no mucho —dijo Eric—, pero supongo que es lo que tenemos que hacer. Al menos, intentaré aparentar que me apetece.
Aunque me preocupaba pensar que ya era la segunda vez que besaba a Eric y que disfrutaba más de lo debido, pude sentir cómo se me estiraban los labios en una sonrisa mientras recorríamos el irregular terreno de la entrada. Ascendimos los peldaños hasta una gran terraza de madera salpicada con las típicas sillas plegables de aluminio y una gran parrilla de gas. Eric abrió la puerta de malla, que chirrió con el movimiento, y yo llamé a la puerta interior.
—¿Quién es? —preguntó la voz de Jan.
—Soy Sookie. Vengo con un amigo —respondí.
—¡Ay, qué bien! Adelante —dijo.
Cuando empujé la puerta para entrar, todos los rostros del interior estaban vueltos hacia nosotros. Las sonrisas de bienvenida se convirtieron en miradas perplejas al aparecer Eric detrás de mí.
Eric se detuvo a mi lado, con la guerrera sobre el brazo, y casi estalló en carcajadas ante la variedad de expresiones. Tras el primer impacto de asimilar que Eric era un vampiro, por el que todos pasaron al cabo de un minuto, las miradas parpadearon arriba y abajo a lo largo de él, repasando el contorno de su cuerpo.
—Oye, Sookie, ¿quién es tu amigo? —Jan Fowler, una divorciada múltiple en la treintena, vestía lo que parecía una braguita con puntilla. Jan tenía mechas en el pelo, con un despeinado de peluquería, y su maquillaje habría sido adecuado para una obra de teatro, pero para una cabaña junto al lago Mimosa el efecto era un poco excesivo. Pero, como anfitriona que era, supongo que pensó que podía ponerse lo que quisiera para su propia orgía. Me quité el suéter y soporté el mismo escrutinio al que habían sometido a Eric.
—Os presento a Eric —dije—. Espero que no os importe que haya traído a un amigo.
—Oh, cuantos más, mejor —dijo con toda sinceridad. Sus ojos nunca miraron a la cara de Eric—. Eric, ¿puedo ofrecerte algo de beber?
—Sangre estaría bien —dijo Eric con optimismo.
—Sí, creo que tengo algo de cero en alguna parte —dijo, incapaz de apartar la mirada de la licra—. A veces nosotros… fingimos —arqueó las cejas pronunciadamente mientras lanzaba una mirada lasciva a Eric.
—Ya no hace falta fingir —dijo él, devolviéndole la mirada. Siguiendo a Jan hacia la nevera, chocó con el hombro de Huevos y la cara de éste se encendió.
Bueno, ya sabía que me iba a enterar de algunas cosas. Tara, a su lado, estaba enfurruñada, con las cejas negras agazapadas sobre los ojos del mismo color. Tara vestía un sujetador y unas bragas de un impactante rojo, y tenía un aspecto estupendo. Llevaba a juego los labios y las uñas de pies y manos. Iba bien preparada. Nuestras miradas se encontraron, pero ella apartó la suya. No hacía falta ser capaz de leer la mente de nadie para detectar la vergüenza.
Mike Spencer y Cleo Hardaway estaban en un destartalado sofá junto a la pared izquierda. Toda la cabaña, básicamente una gran sala con una pila y una estufa en la pared derecha, así como un cuarto de baño apartado en una de las esquinas, estaba amueblada de desechos, como hacía todo el mundo en Bon Temps con este tipo de casas. Sin embargo, la mayoría de las cabañas no tenían una moqueta tan densa y suave, ni tantas almohadas tiradas al azar, ni tampoco contaban con persianas tan gruesas en las ventanas. Además, las chucherías esparcidas por la moqueta tenían mal aspecto. Ni siquiera sabía lo que eran algunas.
Pero me adosé una alegre sonrisa a la cara y me fundí en un abrazo con Cleo Hardaway, como solía hacer cada vez que la veía. La única diferencia era que siempre solía vestir más ropa cuando trabajaba en la cafetería del instituto. Unas bragas ya eran más de lo que vestía Mike, que iba en cueros.
Bueno, sabía que no sería agradable, pero está claro que una no puede prepararse para ciertas visiones. Las enormes tetas color chocolate con leche de Cleo relucían con algún tipo de aceite, y las partes de Mike estaban igual de brillantes. Ni siquiera me apetecía pensar en ello.
Mike trató de cogerme de la mano, probablemente para facilitarme el aceite, pero me deslicé lejos de él, en dirección a Huevos y Tara.
—Te aseguro que nunca pensé que vendrías —dijo Tara. Ella también sonreía, pero no estaba muy feliz. En realidad, parecía de lo más infeliz. Quizá el hecho de que Tom Hardaway estuviera arrodillado delante de ella, besuqueándole el interior de la pierna tuviera algo que ver con su ánimo. Quizá fuera el obvio interés de Huevos en Eric. Intenté que nuestras miradas se encontraran, pero me sentía enferma.
Sólo llevaba allí cinco minutos, pero estaba dispuesta a apostar que habían sido los cinco minutos más largos de mi vida.
—¿Hacéis esto a menudo? —le pregunté absurdamente a Tara. Huevos, con la vista clavada en el trasero de Eric mientras éste hablaba con Jan cerca de la nevera, empezó a juguetear con el botón de mis shorts. Había vuelto a beber. Podía olerlo. Tenía los ojos vidriosos y la mandíbula suelta.
—Tu amigo es muy grande —dijo, como si se le hiciera la boca agua, y puede que así fuera.
—Mucho más grande que Lafayette —dije, y su mirada se sacudió para encontrarse con la mía—. Supuse que sería bienvenido.
—Oh, claro —dijo Huevos, decidido a no enfrentarse a mi afirmación—. Sí, Eric es… muy grande. Es bueno que haya diversidad.
—Es lo mejor que se puede encontrar en Bon Temps —dije, tratando de no sonar descarada. Soporté la continuada pugna de Huevos con el botón. Había sido un gran error. Huevos no era capaz de pensar más que en el culo de Eric, o en el resto de su cuerpo.
Hablando del diablo, se colocó detrás de mí y me rodeó con los brazos, apretándome contra él y apartándome de los dedos torpes de Huevos. Me recosté contra Eric, francamente aliviada de que estuviera ahí. Supongo que se debía a que para mí era esperable que Eric se portara mal. Pero, en cambio, ver a tanta gente que conocía de toda la vida comportándose así, bueno, eso me resultaba de lo más asqueroso. No estaba muy segura de poder disimularlo con la expresión de mi cara, así que opté por contonearme contra Eric, y, cuando emitió un sonido de satisfacción, me volví entre sus brazos para encararlo. Le rodeé el cuello con los brazos y alcé la mirada. Accedió encantado a mi silenciosa sugerencia. Con la cara oculta, mi mente era libre de vagar. Me abrí mentalmente para poder «escuchar» libre de defensas mientras Eric me separaba los labios con la lengua. Había algunos «emisores» potentes en la habitación, y dejé de sentirme yo misma para tornarme en una especie de conducto de las abrumadoras necesidades de los demás.
Podía saborear los pensamientos de Huevos. Estaba recordando el delgado y moreno cuerpo de Lafayette, sus dedos habilidosos y sus ojos profusamente maquillados. Rememoraba las sugerencias que le susurraba el cocinero. Y luego ahogaba esos felices recuerdos con otros que no lo eran tanto; Lafayette protestando violentamente, chillando…
—Sookie —me dijo Eric al oído en voz tan baja que dudaba que nadie más en la estancia lo hubiese escuchado—. Sookie, relájate. Te tengo.
Estiré la mano por el cuello de Eric para percatarme de que tenía a alguien por detrás, alguien que jugueteaba con él a su espalda.
La mano de Jan rodeó a Eric y empezó a sobarme el trasero. Dado que me estaba tocando, sus pensamientos se me antojaron diáfanos; era una «emisora» excepcional. Hojeé su mente como las páginas de un libro, pero no leí nada de interés. No dejaba de pensar en la anatomía de Eric, preocupada con su propia fascinación por el pecho de Cleo. Nada que me incumbiese.
Me expandí en otra dirección para colarme en la mente de Mike Spencer. Allí encontré el feo enredo que buscaba; mientras sobaba los pechos de Cleo, Mike no podía dejar de ver otro cuerpo: moreno, flácido y muerto. Él mismo se sonrojaba al recrearlo. A través de esos recuerdos vi a Jan durmiendo en el sofá destartalado, a Lafayette protestando que si no dejaban de hacerle daño, le diría a todo el mundo lo que había hecho y con quién; vi los puños de Mike descendiendo, a Tom Hardaway arrodillándose sobre el delgado pecho moreno…
Tenía que salir de allí. No podía aguantar más, aunque no hubiese averiguado todo lo que necesitaba saber. No imaginaba cómo habría podido soportarlo Portia, sobre todo habida cuenta de que tendría que haberse quedado más tiempo para averiguar cualquier cosa, al carecer de mi «don».
Sentí cómo la mano de Jan me masajeaba el culo. Aquélla era la excusa más triste que había visto en la vida para tener sexo con alguien: sexo separado de mente y espíritu, de amor o afecto. Incluso del simple gusto hacia alguien.
Según mi, cuatro veces casada, amiga Arlene, los hombres no tenían ningún problema con eso. Por lo que se veía, algunas mujeres tampoco.
—Tengo que salir de aquí —le dije a la boca de Eric. Sabía que podía escucharme.
—Acompáñame —repuso, y fue casi como si lo escuchara dentro de mi cabeza.
Me levantó y me posó sobre su hombro. Mi pelo se derramó casi hasta la mitad de su muslo.
—Vamos fuera un momento —le dijo a Jan, y escuché un poderoso azote. El le dio un beso.
—¿Puedo unirme? —preguntó ella con voz jadeante, al más puro estilo Marlene Dietrich. Afortunadamente mi expresión no era visible.
—Danos un momento. Sookie aún se siente un poco cohibida —dijo Eric con una voz tan prometedora como una tina repleta de un nuevo sabor de helado.
—Caliéntala bien —dijo Mike Spencer con voz apagada—. Todos queremos ver a nuestra Sookie bien calentita.
—Volverá muy caliente —prometió Eric.
—Jodidamente caliente —dijo Tom Hardaway, enterrado entre las piernas de Tara.
El bueno de Eric me sacó y me posó sobre el capó del Corvette. Se echó encima de mí, pero la mayoría de su peso lo soportaban sus manos, que estaban apoyadas a ambos lados de mis hombros.
Me miraba hacia abajo, con la cara volteada, como la cubierta de un barco durante una tormenta. Tenía los colmillos fuera y los ojos muy abiertos. El blanco era tan blanco que podía verlos sin dificultad. Estaba demasiado oscuro, no obstante, para ver el azul de su iris, por mucho que quisiera.
Y además no quería.
—Ha sido… —empecé a decir, y tuve que parar. Tomé una larga bocanada de aire—. Puedes llamarme paleta ingenua si quieres, no te culparé. Después de todo fue idea mía. Pero ¿sabes lo que pienso? Creo que esto es horrible. ¿De verdad os gusta esto a los hombres? Es más, ¿les gusta a las mujeres? ¿Es divertido tener sexo con alguien que ni siquiera te gusta?
—¿Te gusto yo, Sookie? —preguntó Eric. Dejó caer su peso un poco más sobre mí y se movió un poco.
Oh, oh.
—Eric, ¿recuerdas por qué estamos aquí?
—Nos vigilan.
—Aunque nos vigilen, ¿lo recuerdas?
—Sí, lo recuerdo.
—Pues tenemos que irnos.
—¿Tienes alguna prueba? ¿Ya has descubierto lo que querías saber?
—No tengo más pruebas de las que tenía antes de esta noche, al menos ninguna que se sostenga ante un tribunal —rodeé sus costillas con mis brazos—. Pero sé quién lo hizo. Fueron Mike, Tom y puede que Cleo.
—Interesante —dijo Eric con una absoluta falta de sinceridad. Su lengua jugueteó con mi oreja. Resulta que ésa es una de las cosas que más me gustan, y pude sentir cómo se me aceleraba la respiración. Quizá no fuese tan inmune al sexo sin sentimientos como había creído. En esos momentos, cuando no le tenía miedo, Eric me atraía.
—No, esto es odioso —dije, alcanzando una especie de conclusión interior—. No me gusta esta historia en absoluto —intenté apartar a Eric con fuerza, pero no conseguí moverlo—. Eric, escúchame, he hecho todo lo que podía por Lafayette y Andy Bellefleur, aunque en realidad no haya logrado casi nada. Tendrá que seguir él solo a partir de los detalles que le dé. Es poli. Podrá encontrar una prueba convincente. No soy tan altruista como para seguir sola con esto.
—Sookie —dijo Eric. Estaba segura de que no había escuchado una sola palabra de todo lo que acababa de contarle—. Entrégate a mí.
Vaya, eso había sido bastante directo.
—No —dije con la voz más decidida que pude encontrar—. No.
—Te protegeré de Bill.
—¡Tú eres el que va a necesitar protección! —no me sentí muy orgullosa cuando reflexioné acerca de esa frase.
—¿Crees que Bill es más fuerte que yo?
—No estoy teniendo esta conversación —pero procedí a tenerla—. Eric, agradezco tu ofrecimiento para ayudarme, y también tu buena predisposición para acompañarme a un lugar tan horrible como éste.
—Créeme, Sookie, esta pequeña reunión de escoria no es nada, nada, en comparación con los lugares en los que he estado.
No pude sino creerle.
—Vale, pero es horrible para mí. Bien, me doy cuenta de que tendría que haberme imaginado que esto, eh, aumentaría tus expectativas, pero sabes que no he venido aquí esta noche a tener sexo con nadie. Bill es mi novio —si bien las palabras «Bill» y «novio» sonaban ridiculas en la misma frase, lo cierto era que su función en mi mundo era la de ser mi novio.
—Me alegra oírlo —dijo una voz fría y familiar—. De lo contrario, esta escena me haría dudar.
Oh, genial.
Eric se apartó de mí y yo me deslicé del capó para tambalearme en dirección a la voz de Bill.
—Sookie —me dijo cuando estuve cerca—, llegará un momento en el que no podré dejarte ir sola a ninguna parte.
Hasta donde podía distinguir bajo la escasa luz, no parecía alegrarse mucho de verme. Pero no podía culparle.
—He cometido un gran error —dije desde lo más hondo de mi corazón, y lo abracé.
—Hueles a Eric —le dijo a mi pelo. Vaya, vaya, para Bill, siempre olía a otros hombres. Sentí una oleada de tristeza y vergüenza, y supe que iba a pasar algo.
Pero lo que pasó no era lo que me esperaba.
Andy Bellefleur apareció de entre los matojos con una pistola en la mano. Su ropa estaba arrugada y manchada, y la pistola parecía enorme.
—Sookie, apártate del vampiro —dijo.
—No —me abracé a Bill. No tenía muy claro si lo estaba protegiendo a él o si era al revés. En todo caso, si Andy nos quería separados, yo que siguiéramos juntos.
Hubo un repentino estallido de voces en el porche de la cabaña. Estaba claro que alguien había estado mirando por la ventana (me preguntaba si todo fue idea de Eric), porque, si bien no hablábamos en voz alta, la escena del claro había atraído la atención de los participantes de la fiesta. Mientras Eric y yo habíamos estado fuera, la fiesta había progresado. Tom Hardaway estaba desnudo, igual que Jan. Huevos Tallie parecía más borracho aún.
—Hueles a Eric —repitió Bill con un siseo por voz.
Di un paso atrás, olvidándome por completo de Andy y su pistola. Y perdí los estribos.
No era muy habitual que eso ocurriera, aunque cada vez se hacía más frecuente. De algún modo me desahogaba.
—Sí, claro, ¡yo ni siquiera sabría decir a qué hueles tú! ¡Hasta donde yo sé, has estado con seis mujeres! No es muy equitativo, ¿no crees?
Bill se quedó boquiabierto. Eric empezó a desternillarse detrás de mí. Los demás estaban envueltos en un embelesado silencio. Andy, por su parte, pensaba que no debíamos ignorar al que llevaba el arma.
—Juntaos —bramó. Había bebido demasiado.
Eric se encogió de hombros.
—¿Alguna vez has lidiado con vampiros, Bellefleur? —preguntó.
—No —dijo Andy—. Pero te puedo tumbar de un tiro. Llevo balas de plata.
—Eso… —empecé a decir, pero Bill me tapó la boca con la mano. Las balas de plata sólo eran mortales para los hombres lobo, si bien producían una terrible alergia a los vampiros, y un balazo en un punto vital resultaría ciertamente doloroso.
Eric arqueó una ceja y se dirigió con paso tranquilo hacia los participantes de la orgía. Bill me cogió de la mano y nos unimos a ellos. Por una vez, me habría encantado saber qué se le estaba pasando por la cabeza.
—¿Quién de vosotros fue, o acaso fuisteis todos? —inquirió Andy.
Todos permanecimos en silencio. Yo me encontraba junto a Tara, que estaba temblando en ropa interior. Estaba lógicamente asustada. Me pregunté si conocer los pensamientos de Andy resultaría de alguna ayuda, así que me concentré en su mente. No es fácil leer a los borrachos, creedme, porque sólo piensan en cosas estúpidas, y sus ideas son poco fiables. Sus recuerdos tampoco es que sean como para tirar cohetes. Andy no albergaba muchos pensamientos en ese momento. No le gustaba nadie de los que estábamos en el claro, ni siquiera él mismo, y estaba decidido a sacarle la verdad a alguien.
—Sookie, ven aquí —gritó.
—No —dijo Bill con una voz que no admitía mucha discusión.
—¡Si no está a mi lado dentro de treinta segundos, le pegaré un tiro! —dijo Andy, apuntándome con su arma.
—Si haces eso, morirás antes de que pasen otros treinta segundos —dijo Bill.
Le creí. Evidentemente, Andy también.
—Me da igual —dijo Andy—. Su muerte no será una gran pérdida para el mundo.
Vaya, eso volvió a encenderme el piloto de la ira. Había empezado a calmarme, pero aquello volvió a ponerme al rojo vivo.
Me desembaracé de la mano de Bill y avancé a grandes zancadas por los peldaños que conducían al claro frente a la casa. No estaba tan ciega de ira como para pasar por alto la pistola, aunque estaba muy tentada de agarrar a Andy por las pelotas y retorcérselas. Me dispararía de todos modos, pero él también se llevaría su ración de dolor. No obstante, eso resultaba tan autodestructivo como la bebida. ¿Merecería la pena el momento de satisfacción?
—Ahora, Sookie, vas a leer la mente de esa gente y me vas a decir quién lo hizo —ordenó Andy. Me agarró por detrás del cuello con sus grandes manos, como si fuese un animal, y me dio la vuelta para que mirara hacia la terraza.
—¿Qué crees que estaba haciendo aquí, condenado gilipollas? ¿Crees que me gusta perder el tiempo con capullos de este calibre?
Andy me zarandeó por el cuello. Soy muy fuerte, y tenía muchas posibilidades de zafarme y quitarle el arma, pero no estaba lo suficientemente cerca como para hacerlo con garantías. Decidí esperar un momento. Bill trataba de decirme algo con la cara, pero no entendía a qué se refería. Eric trataba de arrimarse a Tara, o a Huevos, no estaba segura.
Un perro aulló en el linde del bosque. Volví la mirada en esa dirección, incapaz de mover la cabeza. Genial, sencillamente genial.
—Es mi collie —le dije a Andy—. Dean, ¿recuerdas? —no me habría venido mal algo de ayuda en forma humana, pero ya que Sam se había presentado en el lugar en su forma canina, más le valdría permanecer así o arriesgarse a ser descubierto.
—Sí. ¿Qué coño hace tu perro aquí?
—No lo sé, pero no le dispares, ¿de acuerdo?
—Nunca le dispararía a un perro —dijo, sonando genuinamente conmocionado.
—Ah, pero dispararme a mí está bien —dije con aspereza.
El collie se acercó trotando hacia donde estábamos. Me pregunté qué idea llevaba Sam en mente. No sabía si conservaba parte de su raciocinio humano mientras estaba en su forma favorita. Volví los ojos hacia la pistola, y Sam/Dean hizo lo propio, pero no estaba segura de su grado de comprensión.
El collie empezó a gruñir, mostrando los dientes y sin perder de vista la pistola.
—Atrás, perro —dijo Andy, molesto.
Si tan sólo pudiera mantener inmovilizado a Andy durante un momento, los vampiros podrían reducirlo. Traté de reproducir mentalmente todos los movimientos posibles. Tendría que agarrar la mano que sostenía el arma con las dos mías y obligarle a subirla. Pero, al tenerme agarrada Andy frente a él, no iba a ser tarea sencilla.
—Cariño, no —dijo Bill.
Mis ojos se clavaron en él. Estaba completamente asombrada. Los ojos de Bill pasaron de mi cara al espacio que había detrás de Andy. Pillé la indirecta.
—Vaya, ¿a quién tienen agarrada como a una pequeña cachorrita? —inquirió una voz detrás de Andy.
Eso sí que era una voz aterciopelada.
—Pero ¡si es mi mensajera! —la ménade rodeó a Andy describiendo un amplio círculo y se quedó a escasos metros a su derecha. No se interponía entre él y el grupo de la terraza. Esa noche estaba limpia y completamente desnuda. Supuse que ella y Sam habían estado en el bosque haciendo sus cosillas, antes de escuchar las voces. Su pelo negro caía en una enredada masa hasta sus caderas. No parecía tener frío. Los demás (salvo los vampiros) no éramos inmunes al frescor de la noche. Estábamos vestidos para una orgía, no para una fiesta al aire libre.
—Hola, mensajera —me dijo la ménade—. La última vez olvidé presentarme, me lo ha recordado mi amigo canino. Me llamo Callisto.
—Señora Callisto —dije, dado que no tenía la menor idea de cómo dirigirme a ella. Habría hecho un gesto con la cabeza, pero Andy me tenía bien sujeta del cuello. Empezaba a dolerme.
—¿Quién es este fornido valiente que te tiene apresada? —Callisto se acercó un poco más.
No sabía qué aspecto tenía Andy, pero todos los que estaban en la terraza estaban tan embelesados como aterrados, a excepción de Bill y Eric, claro está. Estaban retrocediendo con respecto a los humanos. Eso no pintaba bien.
—Es Andy Bellefleur —contesté con voz ronca—. Tiene un problema.
Por el leve tirón de mi piel, supe que la ménade se había acercado un poco más.
—Nunca has visto nada como yo, ¿verdad? —le preguntó a Andy.
—No —admitió éste. Parecía aturdido.
—¿Crees que soy bella?
—Sí —dijo sin titubeos.
—¿Merezco un tributo?
—Sí —dijo.
—Me gusta la ebriedad, y tú estás muy ebrio —dijo Callisto, alegre—. Me gustan los placeres de la carne, y esas personas están llenas de lujuria. Me gustan los sitios así.
—Oh, bien —dijo Andy, inseguro—. Pero una de esas personas es una asesina, y necesito saber quién es.
—No sólo una —murmuré. Recordando que me tenía agarrada, Andy volvió a zarandearme. Empezaba a cansarme de eso.
La ménade se había acercado lo suficiente para tocarme. Me acarició la cara con dulzura, y pude oler la tierra y el vino en sus dedos.
—No estás ebria —observó.
—No, señora.
—Y no has gozado de los placeres de la carne esta noche.
—Dame tiempo —dije.
Se rió. Era una risa aguda y muy alegre. Creció y creció.
Andy aflojó la presa, y la cercanía de la ménade hizo que su desconcierto fuera a más. No sé lo que la gente de la terraza pensó que vio, pero Andy sabía que estaba ante una criatura de la noche. De repente, me dejó marchar.
—Eh, la nueva, vente con nosotros —gritó Mike Spencer—. Queremos echarte un ojo.
Estaba sobre una protuberancia del terreno, junto a Dean, que me lamía con mucho entusiasmo. Desde esa posición pude ver cómo el brazo de la ménade se deslizaba por la cintura de Andy. Este se pasó la pistola a la mano izquierda para poder corresponder el gesto.
—¿Qué era lo que querías saber? —le preguntó a Andy. Su voz era tranquila y razonable. Movía ociosamente la vara rematada de hojas. Recibía el nombre de «tirso»; me había asegurado de buscar «ménade» en la enciclopedia. Sabía que ya podía morirme sabiendo algo más.
—Una de esas personas ha matado a un hombre que se llamaba Lafayette, y quiero saber quién ha sido —dijo Andy con la beligerancia de un borracho.
—Por supuesto que sí, cariño —canturreó la ménade—. ¿Quieres que lo averigüe para ti?
—Sí, por favor —le rogó.
—Está bien.
Escrutó a la gente y extendió un dedo torcido hacia Huevos. Tara se aferró a su brazo, como si quisiera impedir que se lo fuesen a quitar, pero él descendió los peldaños y se dirigió hacia la ménade con una sonrisa burlona.
—¿Eres una mujer? —preguntó Huevos.
—Ni en tus sueños más atrevidos —dijo Callisto—. Has tomado mucho vino —le tocó con su tirso.
—Ah, claro —convino. Ya no se reía. Miró a los ojos de Callisto, se estremeció y sufrió una sacudida. Sus ojos brillaban. Miré a Bill y comprobé que tenía la mirada clavada en el suelo. Eric miraba al capó de su coche. Ajena a la atención de todos, empecé a arrastrarme hacia Bill.
La situación pintaba muy mal.
El perro trotó junto a mí, golpeándome con el hocico ansiosamente. Tuve la sensación de que quería que me moviera más deprisa. Llegué hasta las piernas de Bill y me aferré a ellas. Sentí su mano en mi pelo. Estaba demasiado asustada para realizar el llamativo movimiento de ponerme de pie.
Callisto rodeó a Huevos con sus delgados brazos y empezó a susurrarle algo. El asintió ante sus palabras y devolvió el susurro. Ella le besó, y él se puso rígido. Cuando ella lo dejó para deslizarse por la terraza, él se quedó inmóvil, mirando hacia el bosque.
La ménade se detuvo ante Eric, que estaba más cerca de los peldaños que nosotros. Lo miró de arriba abajo y volvió a esbozar su aterradora sonrisa. Eric no apartó la vista de su pecho, asegurándose de no encontrarse con sus ojos.
—Maravilloso —dijo ella—. Sencillamente maravilloso. Pero no eres mi tipo, precioso montón de carne muerta.
Después se acercó a la gente que estaba en el porche. Respiró profundamente, inhalando los aromas del alcohol y el sexo. Husmeó como si estuviese siguiendo un rastro y luego se meció hasta detenerse frente a Mike Spencer. Su cuerpo de mediana edad no llevaba bien eso de estar a la intemperie, pero Callisto parecía encantada con él.
—Oh —dijo ella, tan alegre como si acabara de recibir un regalo—, ¡eres tan orgulloso! ¿Eres un rey? ¿O acaso un gran soldado?
—No —dijo Mike—. Soy propietario de una funeraria —no sonaba muy seguro—. ¿Qué es usted, señora?
—¿Habías visto antes algo como yo?
—No —dijo, y los demás sacudieron la cabeza.
—¿No recuerdas mi primera visita?
—No, señora.
—Pero ya me habías hecho una ofrenda antes.
—¿Sí? ¿Una ofrenda?
—Oh, sí, cuando mataste al pequeño hombre negro. El guapo. Era una de mis criaturas menores, y un adecuado tributo para mí. Te agradezco que lo dejaras fuera del establecimiento donde bebéis; los bares son mi particular debilidad. ¿Acaso no pudiste encontrarme en el bosque?
—Señora, no hicimos ninguna ofrenda —dijo Tom Hardaway, con su piel oscura en carne de gallina y el pene en sumo reposo.
—Os vi —dijo ella.
Entonces se hizo el silencio. El bosque que rodeaba el lago, siempre tan lleno de pequeños sonidos y movimientos, quedó sumido en la calma absoluta. Con mucho cuidado, me incorporé junto a Bill.
—Adoro la violencia del sexo y el hedor de la bebida —dijo, como envuelta en un ensueño—. Puedo recorrer kilómetros para presenciar el final.
El miedo que rezumaban las mentes de los presentes empezó a llenar la mía y me escabullí. Me tapé la cara con las manos y erigí los escudos más poderosos que pude imaginar, pero aun así apenas podía contener el terror. Se me arqueó la espalda y me mordí la lengua para no emitir el menor sonido. Pude sentir el movimiento mientras Bill se volvía hacia mí. Eric estaba a su lado. Me estaban apretando entre los dos. No tiene nada de erótico que dos vampiros se aprieten contra ti en tales circunstancias. Su urgente deseo de mi silencio alimentaba mi miedo, pues ¿qué era tan terrible como para asustar a un vampiro? El perro se apretó contra nuestras piernas, como si con ello nos brindara protección.
—Le golpeaste mientras mantenías sexo con él —le dijo la ménade a Tom—. Le golpeaste porque eres arrogante y su servilismo te asqueaba y te excitaba —extendió su huesuda mano para acariciarle la cara. Podía ver el blanco de sus ojos—. Y tú —dio unos golpecitos en la cara de Mike con la otra mano—. También le golpeaste, porque eras presa de la locura. Luego os amenazó con contarlo —su mano abandonó a Tom y acarició a su mujer, Cleo. Cleo se había puesto una chaqueta antes de salir, pero no estaba abrochada.
Como nadie se había dirigido a ella, Tara empezó a retroceder. Era la única a la que el pavor no había paralizado. Pude ver una diminuta chispa de esperanza en ella, un deseo de sobrevivir. Tara se agachó bajo una mesa de hierro forjado que había en la terraza, se hizo un ovillo y cerró los ojos con todas sus fuerzas. No paraba de hacer un montón de promesas a Dios sobre su futuro comportamiento si la sacaba de esa situación. Eso me llegó. El hedor a miedo de los demás llegó a su apogeo, y mi cuerpo empezó a temblar mientras sus miedos se abrían paso a través de mis barreras. No me quedaba dentro nada de mí misma; sólo había sitio para el miedo. Eric y Bill crearon un círculo con sus brazos para mantenerme firme e inmóvil entre ellos.
Jan, desnuda, pasó completamente desapercibida para la ménade. Supongo que no había nada en ella que la atrajera; Jan no era orgullosa, era patética, y no había bebido nada esa noche. Para olvidarse de sí misma, había preferido el sexo a otras opciones; opciones que, por cierto, nada tenían que ver con abandonar mente y cuerpo por un momento de maravillosa locura. Tratando, como de costumbre, de ser el centro de atención, Jan extendió la mano con una sonrisa presuntamente coqueta y tomó la mano de la ménade. De repente, empezó a sentir convulsiones, emitiendo unos horribles sonidos por la garganta. La boca se le llenó de espuma y los ojos se le volvieron del revés. Cayó redonda sobre la terraza, y pude escuchar sus talones golpeando la madera del suelo.
El silencio volvió a inundar el aire. Pero algo se estaba preparando en el pequeño grupo de la terraza: algo terrible y bueno, algo puro y horrible. Su temor menguaba y la calma empezaba a regresar a mi cuerpo. La tremenda presión liberó mi mente. Pero, a medida que desaparecía, otra fuerza adquiría vigor, algo indescriptiblemente bello y completamente maligno.
Era pura locura, locura sin sentido. De la ménade surgió una ira frenética, la lujuria del pillaje, la arrogancia del orgullo. Me sobrecogí al tiempo que lo hacía la gente de la terraza, me sacudí y sentí los vapuleos mientras la locura salía despedida de Callisto hacia sus cerebros, y sólo la mano de Eric sobre mi boca me impidió acompañarlo de un grito, como ellos. Le mordí, probé su sangre y oí cómo gruñía de dolor.
Los gritos se dilataron y luego escuché unos sonidos húmedos horribles. El perro, apretado contra nuestras piernas, sollozaba.
Y, de repente, se acabó.
Me sentía como un títere al que de repente le habían cortado las cuerdas. Quedé completamente extenuada. Bill volvió a posarme sobre el capó del coche de Eric. Abrí los ojos. La ménade me estaba mirando desde arriba. Volvía a sonreír embutida en sangre. Era como si alguien hubiera derramado un cubo con pintura roja encima de ella; el pelo estaba tan anegado como cada centímetro de su cuerpo desnudo, y hedía a cobre, lo suficiente como para dar asco a cualquiera.
—Estuviste cerca —me dijo, con una voz tan suave y aguda como el sonido de una flauta. Se movió más pausadamente, como si se hubiese tragado un metal pesado—. Estuviste muy cerca. Puede que más cerca de lo que jamás estarás, o quizá no. Nunca había visto a nadie enloquecer con los delirios ajenos. Una idea entretenida.
—Tal vez entretenida para ti —boqueé. El perro me había mordido la pierna para devolverme al mundo real. Ella lo miró.
—Mi querido Sam —murmuró—. Cariño, tengo que dejarte.
El perro la miró hacia arriba con ojos inteligentes.
—Hemos pasado unas agradables noches corriendo por el bosque —dijo, y le acarició la cabeza—. Cazando conejillos y mapaches.
El perro meneó la cola.
—Haciendo otras cosas.
El perro pareció esbozar una sonrisa y jadeó.
—Pero ahora tengo que marcharme, cariño. El mundo está lleno de bosques y de gente que tiene que aprender una lección. He de recibir mi tributo. No han de olvidarme. Me lo deben —dijo con voz hastiada—. Me deben la locura y la muerte —se fue deslizando hasta el linde del bosque—. Después de todo —dijo por encima de su hombro—, no siempre es temporada de caza.