9

Bill y yo ya habíamos discutido otras veces. Ya en otras ocasiones había acabado harta, cansada del rollo vampírico que había tenido que asimilar para adaptarme y asustada de profundizar cada vez más en él. A veces tan sólo me apetecía estar en compañía de humanos durante un rato.

Así que, durante tres semanas, eso es lo que hice. No llamé a Bill y él tampoco me llamó a mí. Sabía que había regresado de Dallas porque había dejado mi maleta en el porche. Al deshacerla, descubrí un estuche de joyería de terciopelo negro en un bolsillo lateral. Deseé haber tenido la fuerza de no abrirlo, pero no fue así. En el interior había un par de pendientes de topacio y una nota que ponía: «A juego con tu vestido marrón». Se refería a lo que me puse la última noche que estuve en el cuartel general de los vampiros. Le saqué la lengua al estuche y fui con el coche hasta su casa aquella noche para dejarlo en su buzón. Ahora que por fin se había decidido a comprarme un regalo, yo se lo devolvía.

Ni siquiera traté de «pensarme las cosas». Supuse que mi mente se aclararía y entonces sabría lo que hacer.

Lo que sí hice fue leer los periódicos. Los vampiros de Dallas y sus amigos humanos eran ahora mártires, lo cual probablemente fuera del sumo agrado de Stan. Se pregonaba la «MASACRE DE DALLAS A MEDIA NOCHE» en todas las revistas como el mejor ejemplo de odio y criminalidad. Se presionaba a los legisladores para que aprobaran todo tipo de leyes que jamás llegarían a plasmarse sobre el papel, pero que hacían que algunas personas se sintiesen mejor con tal perspectiva; leyes que proporcionarían protección federal a los edificios propiedad de vampiros, leyes que permitirían a los vampiros ocupar ciertos puestos electos (aunque nadie había sugerido aún que un vampiro pudiera presentarse al Senado de los Estados Unidos o ejercer como representante). Hubo incluso una moción en el Congreso de Texas que pretendía designar a un vampiro como verdugo oficial del Estado. A fin de cuentas, dijo el senador Garza en su momento: «La muerte por mordedura de vampiro es presuntamente indolora, y el vampiro se nutre de ella».

Tenía algo que decirle al señor Garza: las mordeduras de vampiro sólo eran placenteras por voluntad del propio vampiro. Si no te seduce antes, una mordedura de vampiro en toda regla, en oposición al típico chupetón, duele horrores.

Me preguntaba si el senador Garza tendría algo que ver con Luna, pero Sam me dijo que el apellido Garza era tan común entre los estadounidenses con ascendencia mexicana como Smith entre los de ascendencia inglesa.

Sam no me preguntó por qué lo quería saber. Eso hizo que me sintiera un poco desamparada, porque estoy acostumbrada a sentirme valorada por él. Pero andaba preocupado esos días por asuntos del trabajo y otros que no lo eran tanto. Arlene dijo que estaba convencida de que salía con alguien, lo cual era toda una novedad, al menos hasta donde cualquiera de nosotros era capaz de recordar. Fuese quien fuese, ninguno de nosotros la había visto, lo cual era de por sí extraño. Traté de hablarle de los cambiantes de Dallas, pero siempre me sonreía y encontraba alguna excusa para hacer otra cosa.

Un día, mi hermano Jason se dejó caer por casa a la hora de comer. No fue precisamente como cuando mi abuela estaba viva. Ella solía atestar la mesa con un gran almuerzo, y luego, para cenar, nos tomábamos unos cuantos sándwiches. Por aquel entonces, Jason se pasaba muy a menudo; la abuela era una excelente cocinera. Yo me las arreglé para ofrecerle unos sándwiches de carne y una ensalada de patatas (aunque no le dije que era de la tienda), y tuve la suerte de que me quedara algo de té de melocotón.

—¿Qué os pasa a ti y a Bill? —preguntó de golpe, una vez hubo acabado de comer. Se le había dado muy bien tragarse las preguntas de vuelta del aeropuerto.

—Me he enfadado con él —le dije.

—¿Por qué?

—Rompió una promesa que me había hecho —dije. Jason se esforzaba por actuar como el hermano mayor. Debería aceptar su preocupación en lugar de enfadarme. No era la primera vez que se me pasaba por la cabeza que quizá yo era muy temperamental. Bajo algunas circunstancias, al menos. Bloqueé firmemente mi sexto sentido para poder escuchar solamente lo que Jason me decía.

—Lo han visto por Monroe.

Respiré profundamente.

—¿Iba acompañado?

—Sí.

—¿Con quién?

—No te lo vas a creer. Con Portia Bellefleur.

No me habría sorprendido tanto si Jason me hubiese dicho que Bill estuvo con Hillary Clinton (aunque Bill era demócrata). Me quedé mirando a mi hermano como si acabase de anunciarme que él era Satanás. Lo único que teníamos en común Portia y yo era el lugar de nacimiento, los órganos femeninos y el pelo largo.

—Bueno —dije llanamente—, no sé si cabrearme o reírme. ¿Qué piensas tú?

Porque si alguien sabía de las cosas de hombres y mujeres, ése era Jason. Al menos lo sabía desde el punto de vista de los hombres.

—Es todo lo contrario que tú —dijo con un aire pensativo impropio de él—. En todo lo que se me pueda ocurrir. Es muy educada, proviene de lo que creo que tú llamarías clase aristocrática y es abogada. Además, su hermano es poli. Y van a oír conciertos de música clásica y todo ese rollo.

Las lágrimas se agolparon en mis ojos. Si Bill me lo hubiera pedido, habría ido a oír música clásica con él.

—Por el otro lado, tú eres lista, eres guapa y estás dispuesta a adaptarte a sus cosillas —no estaba del todo segura de a qué se refería Jason con eso, y creí preferible no preguntar—. Pero está claro que nosotros no tenemos nada de aristocráticos. Tú trabajas en un bar y tu hermano con una cuadrilla en la carretera —dijo Jason con una sonrisa torcida.

—Llevamos aquí el mismo tiempo que los Bellefleur —dije, tratando de no sonar hosca.

—Eso lo sabemos tú y yo. Bueno, y seguro que Bill también lo sabe, porque estaría ya vivo por aquel entonces —era muy cierto.

—¿Qué ha pasado con la causa contra Andy? —pregunté.

—No se han presentado cargos en su contra todavía, pero los rumores sobre el rollo del club sexual vuelan con fuerza por toda la ciudad. A Lafayette le encantaba irse de la lengua y es evidente que habló de ello con bastante gente. Dicen que, dado que la primera regla del club es mantener la boca cerrada, Lafayette recibió lo suyo por culpa de su entusiasmo.

—¿Y tú qué opinas?

—Creo que si alguien ha montado un club del sexo en Bon Temps, debería haberme llamado —dijo, muy serio.

—Tienes razón —dije, de nuevo estupefacta por lo sensato que podía llegar a ser Jason—. Deberías ser el primero de la lista —¿por qué no se me habría ocurrido antes? No es sólo que Jason tuviera fama de haber calentado muchas camas ajenas, sino que, además, era muy atractivo y no estaba casado—. Lo único que se me ocurre —dije con lentitud— es que Lafayette era gay, como bien sabes.

—¿Y?

—Y puede que ese club, si existe, sólo acepte a gente a la que le vaya ese tema.

—Puede que hayas dado en el clavo —me dijo Jason.

—Así es, señor Homófobo.

Jason sonrió y se encogió de hombros.

—Todo el mundo tiene un punto débil —admitió—. Además, como ya sabes, llevo tiempo saliendo con Liz. No es de las que comparten una servilleta, así que imagínate un novio.

Tenía razón. La familia de Liz era famosa por llevar eso de «ni prestar ni tomar prestado» hasta el extremo.

—Eres de lo que no hay, hermanito —dije, centrándome en sus defectos, más que en los de la familia de Liz—. Hay muchas cosas peores que ser gay.

—¿Cómo por ejemplo?

—Ladrón, traidor, asesino, violador…

—Vale, vale, ya pillo la idea.

—Espero que sí —dije. Nuestras diferencias me apesadumbraban. Pero quería a Jason; era todo lo que me quedaba.

Vi a Bill con Portia esa misma noche. Los atisbé a ambos en el coche de Bill, en dirección a Claiborne Street. Portia tenía la cabeza vuelta hacia Bill. Iban hablando. El miraba al frente, impertérrito, según pude ver. Ellos no me vieron. Yo venía del cajero automático, de camino al trabajo.

Que te lo cuenten y verlos son cosas muy diferentes. Sentí un abrumador acceso de ira. Comprendí cómo se sintió Bill al ver a sus amigos morir. Tenía ganas de matar a alguien. Pero no estaba segura de a quién.

Andy se pasó por el bar esa noche. Se sentó en la zona de Arlene. Me alegré, porque tenía mal aspecto. Lucía barba de varios días y llevaba la ropa arrugada. Se dirigió hacia donde yo estaba de camino a la salida y pude sentir cómo olía a alcohol.

—Llévate al vampiro —dijo. Su voz estaba rebosante de rabia—. Llévate al maldito vampiro y que deje a mi hermana en paz.

No supe qué decirle. Simplemente me lo quedé mirando hasta que salió tambaleándose del bar. Pensé que en ese momento la gente no se sorprendería tanto por el hallazgo de un cadáver en su coche como unas semanas atrás.

La noche siguiente libré, y la temperatura cayó en picado. Era viernes, y de repente me cansé de estar sola. Decidí asistir al partido de fútbol nocturno del instituto. Es un pasatiempo típico en Bon Temps, y los partidos son objeto de exhaustivos debates a lo largo del lunes en todas las tiendas. La retransmisión del partido se emite dos veces en la televisión local, momento en que las jóvenes promesas se cotizan a la baja y reciben más sentimiento de lástima que otra cosa.

Pero una no puede ir a un partido despeinada.

Me sujeté el pelo que me cubría la cara hacia atrás con una goma y el resto lo pasé por el rizador, de modo que pude cubrirme los hombros de rizos. Ya no quedaba rastro de mis magulladuras. Me maquillé del todo, hasta me perfilé los labios. Me puse unos pantalones negros y un suéter negro y rojo. Lo acompañé con las botas negras de cuero y unos pendientes de aro dorados. Para ocultar la goma del pelo, también me puse un lazo rojo y negro (premio para quien adivine los colores de nuestro instituto).

—Perfecto —me dije, contemplando el resultado en el espejo—. Jodidamente perfecto —cogí la chaqueta negra y el bolso y conduje hasta la ciudad.

Las gradas estaban llenas de gente que conocía. Una docena de voces me llamaron, una docena de personas me dijeron lo mona que estaba, y el único problema era que… me sentía muy desgraciada. En cuanto me di cuenta de eso, me clavé una sonrisa a la cara y me puse a buscar a alguien con quien sentarme.

—¡Sookie! ¡Sookie! —Tara Thornton, una de mis pocas amigas del instituto, me llamaba desde las gradas más altas. Gesticulaba frenéticamente. Yo le respondí con una sonrisa y empecé a ascender, intercambiando breves conversaciones por el camino. Mike Spencer, el director de la funeraria, estaba allí, con sus atuendos vaqueros favoritos, así como la buena amiga de mi abuela, Maxine Fortenberry, y su nieto Hoyt, que era colega de Jason. Vi a Sid Matt Lancaster, el anciano abogado, embutido en ropa junto a su mujer.

Tara se sentaba junto a su novio, Benedict Tallie, a quien, inevitable y lamentablemente, llamaban Huevos. Con ellos estaba el mejor amigo de Benedict, J.B. du Roñe. Cuando vi a J.B. la alegría me volvió al cuerpo, al tiempo que se me liberaba la libido reprimida. J.B. era tan guapo que podría protagonizar la portada de una novela romántica. Por desgracia, el conjunto no iba acompañado de un cerebro, tal como descubrí en nuestras pasadas citas. A menudo pensé que no necesitaba poner escudo mental alguno mientras estaba con J.B., dado que no tenía pensamientos que leer.

—Hola, ¿cómo estáis chicos?

—¡Genial! —dijo Tara, con su expresión festiva—. ¿Cómo estás tú? ¡Hace siglos que no te veo! —tenía el pelo cortado al estilo paje, y su carmín era tan agresivo que podría haber provocado un incendio. Vestía de blanco y negro, con un pañuelo rojo al cuello para mostrar los colores de su equipo. Huevos y ella compartían bebida de uno de los vasos de cartón que se venden en el estadio. Estaba cargada; podía oler el bourbon desde donde estaba.

—Córrete, J.B., así me siento contigo —propuse con una sonrisa.

—Claro, Sookie —dijo, feliz por volver a verme. Ése era uno de los encantos de J.B. Los otros consistían en unos dientes blancos perfectos, una nariz absolutamente recta, una cara tan masculina como bella que invitaba a estrujarle los mofletes, un pecho amplio y una fina cintura. Bueno, puede que no fuese tan fina como antaño, pero es que J.B. era humano, y eso estaba genial. Me senté entre Huevos y J.B. Huevos se volvió hacia mí con sonrisa despreocupada.

—¿Quieres un trago, Sookie?

No suelo beber mucho ya que presencio las consecuencias del alcohol a diario.

—No, gracias —dije—. ¿Qué tal te va, Huevos?

—Bien —dijo tras pensárselo. Había bebido más que Tara. Había bebido demasiado.

Hablamos sobre amigos y conocidos comunes hasta el inicio del partido, tras lo cual éste fue el único tema de conversación. El partido en un sentido muy amplio, pues todos los partidos de los últimos cincuenta años permanecían en la memoria colectiva de Bon Temps, y éste no se libró de comparaciones con los demás, al igual que sus jugadores. Incluso me permití disfrutar de la ocasión, tanto había desarrollado ya mis escudos mentales. Podía fingir que la gente era justo lo que decía ser al no escuchar ninguno de sus pensamientos.

J.B. se fue acercando más y más al cabo de una ducha de cumplidos sobre mi pelo y mi figura. Su madre le había enseñado desde jovencito que una mujer apreciada es una mujer feliz, y una filosofía tan sencilla como ésa había mantenido a J.B. a flote durante algún tiempo.

—¿Te acuerdas de esa médico del hospital, Sookie? —me preguntó de repente, durante el segundo cuarto.

—Sí, la doctora Sonntag. Era viuda —era joven para ser viuda, pero más aún para ser médico. Yo se la presenté a J.B.

—Estuvimos saliendo —comentó pensativo.

—Eh, eso es genial —o eso esperaba. Tenía la impresión de que a la doctora Sonntag le vendría muy bien lo que J.B. tenía que ofrecer, y J.B. necesitaba…, bueno, necesitaba a alguien que cuidara de él.

—Pero luego la trasladaron a Baton Rouge —me dijo. Parecía un poco afligido—. Supongo que la echo de menos.

La Seguridad Social pública había adquirido nuestro pequeño hospital, y los médicos de urgencias venían para cumplir turnos rotatorios de cuatro meses. Su brazo me apretó los hombros.

—Pero me alegro horrores de verte —me aseguró.

Bendito sea.

—J.B., podrías ir a Baton Rouge a verla —sugerí—. ¿Por qué no lo haces?

—Es médico. No tiene mucho tiempo libre.

—Lo sacará por ti.

—¿Tú crees?

—A menos que sea una completa estúpida —le dije.

—Quizá lo haga. Hablé con ella por teléfono la otra noche. Me dijo que ojalá estuviese allí.

—Pues ahí tienes una pista bastante clara, J.B.

—¿Tú crees?

—Por supuesto.

Parecía más alegre.

—Pues creo que mañana conduciré hasta Baton Rouge —volvió a hablar. Me dio un beso en la mejilla—. Haces que me sienta bien, Sookie.

—Lo mismo te digo, J.B. —le di un pico en los labios, uno rápido.

Luego vi a Bill, agujereándome con la mirada.

Él y Portia estaban sentados en la sección de gradas contigua, cerca del campo. Se había vuelto y miraba hacia arriba.

De haberlo planeado, no podría haber salido mejor. Era un momento fantástico para fastidiarle.

Pero salió fatal.

Yo le quería.

Aparté la mirada y sonreí a J.B., mientras mis anhelos me empujaban a reunirme con Bill bajo los estrados y tirármelo allí y ahora. Deseaba que me bajara los pantalones y se pusiera por detrás. Quería que me hiciese gemir.

Estaba tan conmocionada conmigo misma, que no supe qué hacer. Sentí cómo me sonrojaba. Era incapaz siquiera de sonreír.

Al cabo de un minuto, aquello me pareció hasta gracioso. Me habían criado de la forma más convencional posible, dada mi tara. Naturalmente, al ser capaz de leer las mentes (y, de niña, no podía controlar todo lo que absorbía), había aprendido las cosas de la vida bastante pronto. Y lo cierto es que el sexo siempre me había parecido muy interesante, si bien la tara que me había servido para aprender tantas cosas al respecto desde el punto de vista teórico, me había impedido poner dichas ideas en práctica. A fin de cuentas, es muy difícil implicarse en una relación sexual cuando sabes que tu pareja desearía que fueses Tara Thornton, por poner un ejemplo, o cuando quisiera que tú te acordaras de llevar un condón, por no decir cuando surgieran las críticas sobre tu cuerpo. Para tener éxito sexualmente, lo que hay que hacer es concentrarse exclusivamente en lo que está haciendo tu pareja, y no distraerse con lo que está pensando.

Con Bill, era incapaz de escuchar nada. Y él era tan experimentado, tan dulce, tan absolutamente afanado en hacerlo bien. Al parecer, estaba tan enganchada como Hugo.

Seguí sentada durante el resto del partido, sonriendo y asintiendo cuando consideraba que era oportuno, procurando no mirar hacia abajo a la izquierda y dándome cuenta de que, concluida la actuación de la banda en el descanso, no había escuchado una sola canción. Ni siquiera me había dado cuenta del pegadizo solo del primo de Tara. Mientras el gentío peregrinaba hacia el aparcamiento después de la victoria de los Hawks de Bon Temps por 28 a 18, accedí a llevar a J.B. a casa. Huevos había recuperado algo de sobriedad para entonces, así que estaba bastante segura de que él y Tara no tendrían problemas, aunque me quedé más tranquila al ver que ella cogía las llaves.

J.B. vivía cerca del centro, en un dúplex adosado. Me pidió muy gentilmente que pasara, pero le dije que tenía que irme a casa. Le di un gran abrazo y le aconsejé que llamara a la doctora Sonntag. Seguía sin conocer su nombre de pila.

Dijo que lo haría, pero nunca se sabe con J.B.

Luego tuve que parar a repostar en la única estación de servicio que permanecía abierta hasta altas horas, donde tuve una larga conversación con Derrick, el primo de Arlene, que era lo suficientemente valiente como para aceptar el turno de noche. Así que llegué a casa un poco más tarde de lo previsto.

En cuanto abrí la puerta, Bill apareció de entre las sombras. Sin decir una sola palabra, me agarró del brazo y me volvió hacia él para besarme. Al momento, estábamos apoyados contra la puerta, su cuerpo moviéndose rítmicamente contra el mío. Extendí una mano hacia atrás, para buscar el pomo a tientas. Giré la llave. Trastabillamos por la casa y me giró para encarar el sofá. Me apoyé en él con las manos y, tal como había imaginado, me bajó los pantalones y me penetró.

Solté un gemido ronco que no me recordaba haber oído nunca. Bill jadeaba de una forma igual de primitiva. No creo que yo hubiera sido capaz de articular una sola palabra. Metió las manos debajo de mi suéter y recorrió mi cuerpo soltándome también el sujetador. No era capaz de detenerse. Casi me desmayo después de correrme por primera vez.

—No —gruñió, al tiempo que yo desfallecía y él seguía empujándome. Después incrementó el ritmo hasta que casi se me saltaron las lágrimas y en ese momento, rasgó mi suéter y clavó los colmillos sobre mi hombro. Soltó un gemido profundo, grotesco y, tras unos segundos, todo acabó.

Yo jadeaba como si hubiera corrido kilómetros y él también se estremecía. Sin molestarse en volver a vestirse, me giró hacia él y acercó la cabeza a mi hombro para lamer mi pequeña herida. Una vez que dejó de sangrar y empezó a curarse, comenzó a quitarme toda la ropa, muy despacio. Me limpió por debajo y me besó por arriba.

—Hueles a él —fue lo único que dijo. Y procedió a borrar aquel olor y sustituirlo con el suyo.

Después pasamos al dormitorio y pensé por un momento que me alegraba de haber cambiado las sábanas esa mañana. Justo entonces volvió a acercar su boca a la mía.

Si había tenido alguna duda, ya no quedaba ni rastro de ella. No se estaba acostando con Portia Bellefleur. No sé qué podía tener en mente, pero no era una relación al uso. Deslizó sus brazos por debajo de mí y me acercó a él todo lo que pudo; me olisqueó el cuello, me amasó las caderas, recorrió mis muslos con sus dedos y me besó la parte posterior de las rodillas. Se bañó en mí.

—Separa las piernas, Sookie —me susurró con su fría y tenebrosa voz, y le obedecí. Reanudó la tarea, y lo hizo con dureza, como si tuviese que demostrar algo.

—Con suavidad —dije, la primera vez que pude hablar.

—No puedo. Ha pasado demasiado tiempo. La próxima vez seré más dulce, te lo prometo —dijo, recorriendo la línea de mi mandíbula con su lengua. Me rozó el cuello con sus colmillos. Colmillos, lengua, boca, dedos, hombría; era como si me estuviese haciendo el amor el demonio de Tasmania. Estaba por todas partes, y por todas pasaba muy rápido.

Cuando se desmayó encima de mí, yo estaba agotada. Se deslizó para quedarse tumbado a mi lado, con una de sus piernas sobre la mía y un brazo cruzado sobre mi pecho. Sólo le faltó haber sacado un hierro candente y haberme marcado con él, aunque eso no habría sido agradable.

—¿Estás bien? —farfulló.

—Aparte de haberme golpeado con una pared de ladrillos varias veces, muy bien —dije con desinterés.

Ambos nos quedamos dormidos, pero Bill se despertó antes, como ocurría todas las noches.

—Sookie —dijo en voz baja—. Cariño, despierta.

—Ohh —dije, recuperando la consciencia lentamente. Por primera vez en meses, me despertaba con la brumosa convicción de que todo estaba bien en el mundo. Con lento abatimiento, fui dándome cuenta de que las cosas distaban mucho de estar bien. Abrí los ojos para encontrarme los de Bill justo encima de mí.

—Tenemos que hablar —dijo, apartándome el pelo de la cara.

—Pues habla —ya estaba despierta. Lo que lamentaba no era el sexo, sino tener que discutir nuestros asuntos.

—Me dejé llevar en Dallas —dijo sin perder un minuto—. Suele pasar con los vampiros cuando se nos presenta una oportunidad de caza tan clara. Nos atacaron. Teníamos derecho a dar caza a los que quisieron matarnos.

—Eso es como volver a la anarquía —dije.

—Pero los vampiros cazamos, Sookie. Es nuestra naturaleza —dijo, muy serio—. Como los leopardos; como los lobos. No somos humanos. Podemos fingir que lo somos cuando tratamos de convivir con la gente… en tu sociedad. En ocasiones podemos recordar cómo era vivir entre vosotros, ser uno de vosotros. Pero no somos de la misma raza. Ya no estamos hechos de la misma arcilla.

Medité lo que decía. Me lo había intentado hacer ver, una y otra vez, con otras palabras, desde que nos conocimos.

O quizá desde que él me había conocido a mí, porque estaba claro que yo a él no lo conocía tanto: no con claridad, no de verdad. Por mucho que pensara que había hecho las paces con su lado oscuro, me daba cuenta de que seguía esperando que reaccionara como si fuese J.B. du Roñe, Jason o el pastor de mi iglesia.

—Creo que voy haciéndome a la idea —dije—. Pero tú también tienes que entender que, a veces, no me va a gustar esa diferencia. A veces tendré que evadirme y calmarme. Lo voy a intentar, en serio. Te quiero, de verdad.

Tras prometerle encontrarme con él a medio camino de los extremos que nos separaban, recordé mi propio dolor. Le agarré del pelo, rodé sobre él para quedar encima y le clavé la mirada en los ojos.

—Y ahora dime qué haces con Portia.

Bill posó sus grandes manos sobre mis caderas mientras me lo explicaba.

—Vino a buscarme la misma noche que regresé de Dallas. Había leído lo que pasó allí y se preguntaba si conocía a alguien que hubiera estado ese día. Cuando le dije que yo mismo lo había presenciado, no te mencioné. Portia dijo que se había enterado de que algunas de las armas que se emplearon en el ataque provenían de un sitio de Bon Temps, la tienda de deportes de Sheridan. Le pregunté cómo sabía eso y me repuso que, como abogada, estaba obligada a mantener el secreto profesional. Le pregunté por qué estaba tan preocupada si no pensaba contarme nada. Me dijo que era una buena ciudadana y odiaba ver cómo otros ciudadanos eran perseguidos. Le pregunté por qué acudía a mí, y me contestó que yo era el único vampiro que conocía.

Me creí eso del mismo modo que me creería que Portia era una bailarina del vientre.

Entorné los ojos mientras procesaba la información.

—A Portia le importan un bledo los derechos de los vampiros —dije—. Quizá quiera meterse en tus pantalones, pero los derechos de los vampiros la traen al pairo.

—¿Meterse en mis pantalones? ¿Qué expresión es ésa?

—Oh, vamos, no es la primera vez que la oyes —dije, un poco sonrojada. Meneó la cabeza mientras una sonrisa se empezaba a dibujar en su cara.

—Meterse en mis pantalones —repitió muy lentamente—. Yo estaría en tus pantalones si llevaras algunos puestos —frotó con las manos hacia arriba y hacia abajo para ilustrar sus palabras.

—No empieces otra vez —le corté—. Estoy intentando pensar.

Sus manos comenzaron a presionarme las caderas para luego soltarlas, moviéndome adelante y atrás encima de él. Cada vez me resultaba más difícil pensar en esa situación.

—Bill, para —dije—. Escucha, creo que Portia quiere que la vean contigo para poder unirse al supuesto club sexual de Bon Temps.

—¿Club sexual? —dijo Bill, interesado, aunque sin dejar de hacer lo que estaba haciendo.

—Sí. ¿No te lo he dicho? Oh, Bill…, no…, Bill, aún estoy agotada del último… Oh. Oh, Dios —me agarró con la terrible fuerza de sus manos y me movió resueltamente, justo encima de su rigidez. Volvió a mecerme, hacia delante y hacia atrás—. Oh —dije, perdida en ese instante. Empecé a ver colores flotando ante mis ojos, y entonces me meció tan deprisa que perdí el control de mi propio movimiento. Llegamos al final juntos, y así permanecimos, jadeantes, durante varios minutos.

—No deberíamos separarnos nunca más —dijo Bill.

—No sé, esto hace que casi merezca la pena.

Un pequeño temblor sacudió su cuerpo.

—No —dijo—. Esto es maravilloso, pero preferiría dejar la ciudad unos días antes que volver a pelearme contigo —abrió bien los ojos—. ¿De verdad succionaste para sacar una bala del hombro de Eric?

—Sí, me dijo que debía hacerlo antes de que la herida se cerrara con la bala dentro.

—¿Te dijo que llevaba una navaja en el bolsillo?

Me cogió por sorpresa.

—No. ¿La tenía? Y entonces ¿por qué me iba a pedir…?

Bill arqueó las cejas, como si acabara de decir algo ridículo.

—Imagina —dijo.

—¿Para que le chupase el hombro? No puede ser.

Bill mantuvo el aire escéptico.

—Oh, Bill, caí como una tonta. Espera un momento… ¡Le dispararon! Esa bala podría haberme dado a mí, pero le dio a él. Me estaba protegiendo.

—¿Cómo?

—Bueno, pues echándose encima de mí.

—Insisto en mi alegato.

No había nada antiguo en Bill en ese momento. Por otra parte, sin embargo, en su mirada sí que había una sombra de otra época.

—Pero Bill… ¿Quieres decir que es así de retorcido?

Volvió a arquear las cejas.

—Ponerse encima de mí no es algo tan alucinante —protesté— como para que alguien reciba un balazo. Caray, ¡es una locura!

—Pero te metió algo de su sangre.

—Sólo una o dos gotas. Escupí el resto —dije.

—Una o dos gotas bastan cuando se es tan antiguo como Eric.

—¿Bastan para qué?

—Ahora sabrá algunas cosas sobre ti.

—¿El qué? ¿Mi talla de ropa?

Bill sonrió. No siempre era un panorama relajante.

—No. Cosas sobre cómo te sientes. Rabia, lujuria, amor.

Me encogí de hombros.

—No le servirá de gran cosa.

—Probablemente no sea muy importante, pero ten cuidado de ahora en adelante —me advirtió Bill. Parecía hablar bastante en serio.

—Sigo sin poder creerme que alguien sea capaz de recibir un balazo sólo para que ingiera una gota de su sangre mientras le saco la bala. Es ridículo. ¿Sabes qué? Me da la impresión de que has sacado el tema para que deje de darte la brasa con lo de Portia, pero no pienso hacerlo. Sigo pensando que Portia está convencida de que, saliendo contigo, alguien le pedirá que se una al club sexual, puesto que si está dispuesta a hacérselo con un vampiro, seguro que estará dispuesta a hacérselo con cualquiera. Eso es lo que ellos creen —dije apresuradamente tras ver la cara de Bill—. Ella piensa que así podrá entrar, averiguar algunas cosas, descubrir quién mató a Lafayette y que de este modo Andy quede limpio.

—Es una trama un poco complicada.

—¿Puedes rebatirla? —estaba orgullosa de haber empleado la palabra «rebatir», que figuraba en mi calendario de «La palabra del día».

—Lo cierto es que no —se quedó inmóvil, con los ojos fijos y sin parpadear, y las manos relajadas. Dado que Bill no respira, estaba completamente quieto.

Al fin parpadeó.

—Habría sido mejor que me dijera la verdad desde el principio.

—Más te vale no haberte acostado con ella —dije, admitiendo finalmente para mis adentros que la mera posibilidad casi me había cegado de celos.

—Me preguntaba cuándo me lo preguntarías —dijo con calma—. Como si yo fuera a acostarme nunca con una Bellefleur. Y no, ella tampoco tiene el menor deseo de acostarse conmigo. Incluso le cuesta fingir que estaría interesada en hacerlo en una cita futura. Portia no es buena actriz. La mayor parte del tiempo que pasamos juntos, me arrastra a búsquedas locas para localizar ese depósito de armas que se supone que la Hermandad tiene por aquí, asegurando que todos los simpatizantes de la Hermandad las ocultan.

—Entonces ¿por qué le sigues el rollo?

—Hay algo honrado en ella. Y quería ver si te ponías celosa.

—Oh, ya veo. ¿Y qué crees?

—Creo —dijo— que espero no volver a verte a menos de un metro de ese gilipollas tan guapo.

—¿J.B.? Pero si soy como su hermana —le dije.

—Olvidas que has tomado mi sangre y puedo saber lo que sientes —dijo Bill—. No creo que te sientas precisamente como su hermana.

—Y eso explicaría qué hago en esta cama contigo, ¿verdad?

—Me quieres.

Me reí hasta apretarme contra su garganta.

—Está a punto de amanecer —dijo—. He de marcharme.

—Está bien, cariño —le sonreí y él recogió su ropa—. Oye, me debes un suéter y un sujetador. Dos sujetadores. Gabe me rompió uno, por lo que podemos considerarlo un perjuicio en horas laborales. Y tú te encargaste del otro anoche, además del suéter.

—Por eso compré una tienda de ropa femenina —dijo suavemente—. Así te puedo arrancar lo que quiera si me emociono.

Me reí y volví a tumbarme. Todavía podría dormir durante un par de horas más. Aún sonreía cuando abandonó la casa. Desperté por la mañana como si me hubieran quitado de encima un peso que llevara cargando mucho tiempo (bueno, a mí me pareció mucho tiempo). Caminé con cierta cautela hacia el cuarto de baño para zambullirme en una bañera llena de agua caliente. Cuando empecé a lavarme, sentí algo en los lóbulos de las orejas. Me incorporé en la bañera y miré hacia el espejo que había encima del lavabo. Me había puesto los pendientes de topacio mientras estaba dormida.

Vaya con el señor última palabra.

Dado que nuestra reunión fue secreta, fui yo a quien invitaron primero al club. Jamás se me habría ocurrido que eso pudiera pasar, pero cuando ocurrió, me di cuenta de que si Portia creía que sería invitada por ser vista con un vampiro, con más razón aún me lo pedirían a mí.

Para mi sorpresa y disgusto, el que sacó el tema fue Mike Spencer. Mike era el director de la funeraria y el forense de Bon Temps, y nuestra relación no siempre había sido cordial. Aun así, nos conocíamos de toda la vida y estaba acostumbrada a respetarlo; una costumbre difícil de romper. Mike vestía su uniforme de la funeraria cuando entró en el Merlotte's aquella noche, pues venía de realizar una visita profesional a la familia de la señora Cassidy. El traje negro, la camisa blanca, la corbata a rayas remetida y los zapatos lustrosos eran las señas de identidad laborales de Mike Spencer, un tipo que en realidad prefería las corbatas de lazo y las botas puntiagudas de cowboy.

Dado que Mike me saca unos veinte años, siempre lo he considerado alguien mayor, por lo que me quedé pasmada cuando me abordó. Se sentaba solo, lo cual ya era suficientemente extraordinario como para considerarse llamativo. Le serví una hamburguesa y una cerveza. Cuando me pagó, me dijo como si tal cosa:

—Sookie, algunos nos vamos a reunir en la casa del lago de Jan Fowler mañana por la noche, y nos preguntábamos si te apetecería venir.

Afortunadamente, tengo una expresión bien aleccionada. Me sentí como si la tierra se hubiese abierto bajo mis pies, y me invadió una leve náusea. Lo comprendí de inmediato, pero me costaba creerlo. Proyecté mi mente hacia él mientras mi boca decía:

—¿Has dicho «algunos»? ¿Quiénes, señor Spencer?

—Llámame Mike, Sookie —asentí, sin dejar de mirar en su mente. Oh, caramba. Qué asco—. Pues irán algunos amigos tuyos. Huevos, Portia, Tara. Los Hardaway.

Tara y Huevos… Eso sí que me sorprendió.

—¿Y de qué van esas fiestas? ¿Beber, bailar y esas cosas? —no era una pregunta poco razonable. Por mucha gente que hubiera oído que yo podía leer la mente, casi nadie se lo creía de verdad, independientemente de las pruebas que hubiesen visto de lo contrario. Mike era incapaz de creer que podía recibir las imágenes y los conceptos que flotaban en su mente.

—Bueno, perdemos un poco los papeles. Habíamos pensado que, como has roto con tu novio, te apetecería soltarte el pelo un poco.

—Puede que vaya —dije, poco entusiasmada. De nada serviría parecer ansiosa—. ¿Cuándo?

—Oh, mañana a las diez de la noche.

—Gracias por la invitación —dije, como si acabara de recordar mis modales, antes de marcharme con mi propina. Pensé furiosamente en los extraños momentos que me aguardarían el resto de mi turno.

¿Qué tendría de bueno que yo acudiera? ¿De verdad sería capaz de averiguar algo acerca del misterioso asesinato de Lafayette? Andy Bellefleur no me caía muy bien, y ahora Portia me caía aún peor, pero era injusto que culparan a Andy, que viera arruinada su reputación, por algo que no había hecho. Por otro lado, estaba claro que ninguno de los presentes en la fiesta del lago confiaría en mí lo suficiente como para revelarme ningún secreto oscuro hasta que me convirtiese en una asidua de esas fiestas, y lo cierto es que me faltaba estómago para ello. Ni siquiera estaba segura de poder aguantar una sola reunión de ésas. Lo último que me apetecía hacer era ver a mis amigos y vecinos «soltándose la melena». No me apetecía nada en absoluto.

—¿Qué te pasa, Sookie? —me preguntó Sam, que estaba tan cerca que di un respingo.

Lo miré, esperanzada en poder preguntarle cuál era su opinión. Sam era fuerte, además de listo. Nunca parecía bajar la guardia con la contabilidad, los pedidos, el mantenimiento o la planificación. Sam era un hombre autosuficiente. Me caía bien y confiaba en él.

—Sólo tengo un pequeño dilema —dije—. ¿Qué pasa, Sam?

—Anoche recibí una llamada telefónica muy interesante, Sookie.

—¿De quién?

—Una mujer de Dallas un poco chillona.

—¿En serio? —me encontré sonriendo, no con esa mueca que suelo emplear para cubrir mis nervios—. ¿Una mujer con acento mexicano, quizá?

—Eso creo. Me habló de ti.

—Está llena de energía —dije.

—Tiene muchos amigos.

—¿El tipo de amigos que a uno le gustaría tener?

—Yo ya tengo algunos buenos amigos —dijo Sam, apretándome la mano momentáneamente—. Pero siempre es bueno conocer a gente con la que compartes intereses.

—¿Así que te vas a Dallas?

—Es posible. Mientras, me ha puesto en contacto con otras personas de Ruston que también…

«Cambian de forma con la luna llena», terminé la frase mentalmente.

—¿Cómo te ha localizado? No le di tu nombre a propósito porque no estaba segura de si querrías que lo hiciera.

—Me localizó a través de ti —dijo Sam—. Y descubrió quién era tu jefe a través de… gente de aquí.

—¿Y cómo es que nunca te pusiste en contacto con ellos por ti mismo?

—Hasta que me hablaste de la ménade —dijo Sam—, no había imaginado que tuviera tantas cosas que aprender.

—No habrás estado con ella, ¿eh, Sam?

—He pasado unas cuantas noches en el bosque con ella, sí. Como Sam y con mi otra piel.

—Pero es maligna —farfullé.

La espalda de Sam se puso rígida.

—Es una criatura sobrenatural, como yo —dijo lisamente—. No es ni buena ni mala. Simplemente es.

—Y una mierda —no podía creer que Sam me estuviera diciendo aquello—. Si te está comiendo la cabeza con eso, entonces es que quiere algo de ti —recordé lo bella que era la ménade, al margen de las manchas de sangre, claro. Pero eso poco le importaba a Sam como cambiante, por supuesto—. Oh —dije mientras la comprensión me invadía. No es que pudiera leer la mente de Sam con claridad, al tratarse de una criatura sobrenatural, pero podía captar un cuadro general de su estado emocional, que podría resumirse como… abochornado, cachondo, resentido y cachondo—. Oh —volví a decir, algo rígidamente—. Perdóname, Sam. No quise hablar mal de alguien a quien…, a quien, eh… —me costaba decir «a quien te estás tirando», por muy apropiado que fuese—. A quien aprecias —concluí sin convicción—. Estoy segura de que, una vez la conoces, es de lo más encantadora. Por supuesto, el hecho de que me cortara la espalda a rodajas quizá tenga algo que ver con mis prejuicios hacia ella. Trataré de tener una actitud más abierta —y me marché para tomar un pedido, dejando a Sam boquiabierto detrás de mí.

Dejé un mensaje en el contestador de Bill. No sabía lo que Bill tenía previsto hacer con respecto a Portia, y cabía la posibilidad de que hubiera alguien más con él cuando verificara los mensajes. Así que dije:

—Bill, me han invitado a la fiesta de mañana por la noche. Hazme saber si crees que debería ir —no me identifiqué, ya que conocía mi voz. Lo más probable es que Portia hubiera dejado un mensaje idéntico, una idea que no hacía sino enfurecerme.

Cuando volví a casa esa noche, albergaba la vaga esperanza de que Bill estuviera allí para volver a tenderme una emboscada sexual, pero tanto la casa como el jardín estaban en completo silencio. Di un respingo al notar que una luz de mi contestador parpadeaba.

—Sookie —era Bill con su voz suave—, mantente lejos del bosque. La ménade no quedó satisfecha con nuestro tributo. Eric acudirá a Bon Temps mañana por la noche para negociar con ella, y es posible que te llame. Los… otros de Dallas, los que te ayudaron, están exigiendo una ultrajante recompensa a los vampiros de allí, así que voy para allá en Anubis para reunirme con ellos y con Stan. Ya sabes dónde encontrarme.

Ay, madre. Bill no estaría en Bon Temps para ayudarme, y ya no podría hablar con él. ¿O sí? Era la una de la mañana. Llamé al número del Silent Shore que había apuntado en la agenda. Bill todavía no se había registrado, aunque su ataúd, al que el conserje se refería como su «equipaje», ya había llegado a la habitación. Dejé un mensaje que tuve que dictar tan cautelosamente, que quizá sería incomprensible.

Estaba muy cansada, dado que apenas había dormido la noche anterior, pero no tenía la menor intención de acudir a la fiesta de la noche siguiente sola. Lancé un gran suspiro y llamé a Fangtasia, el bar de vampiros de Shreveport.

—Has llamado a Fangtasia, donde los no muertos vuelven a vivir cada noche —dijo la grabación de la voz de Pam. Ella era la copropietaria—. Para conocer los horarios del bar, pulsa uno. Para reservar una fiesta, pulsa dos. Para hablar con una persona viva o un vampiro muerto, pulsa tres. Pero si tu idea era dejar una broma telefónica en nuestro contestador, ten esto claro: te encontraremos.

Pulsé el tres.

—Fangtasia —dijo Pam, como si estuviese más aburrida de lo que había estado nunca nadie.

—Hola —dije, sopesando cada tonalidad para contrarrestar el tedio—. Soy Sookie. Pam, ¿está Eric por ahí?

—Está seduciendo a los parásitos —contestó Pam. Interpreté que Eric estaba repantigado en una silla de la planta principal del bar, luciendo un aspecto tan impresionante como peligroso. Bill me había dicho que algunos vampiros estaban contratados en Fangtasia para que hicieran acto de presencia una o dos veces a la semana y que los turistas siguieran acudiendo. Eric, como propietario que era, estaba allí casi todas las noches. Había otro bar al que los vampiros iban por su propia cuenta, uno en el que los turistas nunca entrarían. Yo no he ido en mi vida porque, honestamente, ya veo bastante bar durante mis horas de trabajo.

—¿Crees que podría ponerse al teléfono?

—Está bien —gruñó—. Me han dicho que tuviste toda una aventura en Dallas —dijo mientras caminaba. No es que oyera los pasos, sino los cambios del sonido de fondo.

—Sí, fue inolvidable.

—¿Qué te pareció Stan Davis?

Hmmm.

—Es todo un personaje.

—A mí me gusta ese aspecto de bicho raro que tiene.

Me alegré de que no estuviera allí para ver la mirada de asombro que le dediqué al teléfono. Jamás habría imaginado que a Pam también le iban los chicos.

—Pues no parecía estar saliendo con nadie —le dije, esperando que sonara desenfadado.

—Ah, quizá no tarde en tomarme unas vacaciones en Dallas.

Era para mí también toda una novedad que los vampiros se interesasen así los unos en los otros. La verdad es que nunca había visto dos juntos en ese sentido.

—Aquí estoy —dijo Eric.

—Yo también estoy aquí —me divertía bastante la técnica de respuesta telefónica que gastaba Eric.

—Sookie, mi pequeña chupadora de balas —dijo con tono cálido y agradable.

—Eric, mi gran adulador.

—¿Querías algo, cielito?

—Por un lado, no soy tu cielito, y lo sabes. Por el otro, Bill me ha dicho que vendrás por aquí mañana por la noche, ¿es así?

—Sí, para meterme en el bosque y buscar a una ménade. Ha encontrado inadecuada nuestra oferta de vino gran reserva y un toro joven.

—¿Le llevasteis un toro vivo? —por un momento me quedé muerta imaginando a Eric guiando a una res a un tráiler para llevarla al límite interestatal y luego meterla entre los árboles.

—Y tanto. Pam, Indira y yo.

—¿Fue divertido?

—Sí —dijo, sonando levemente sorprendido—. Hacía siglos que no trabajaba con ganado. Pam es una chica de ciudad. A Indira le asustaba demasiado el toro como para ser de ayuda. Pero, si te apetece, la próxima vez que tenga que transportar animales te llamo y nos acompañas.

—Eso sería maravilloso, gracias —dije, bastante confiada en que nunca recibiría tal llamada—. La razón por la que te llamo es que necesito que me acompañes a una fiesta mañana por la noche.

Un largo silencio.

—¿Bill ya no es tu amante? ¿Las diferencias que surgieron en Dallas son permanentes?

—No, lo que quiero decir es que necesito un guardaespaldas para mañana por la noche, ya que Bill está en Dallas —no paraba de darme golpes en la cabeza con el borde de la mano—. Verás, es una larga historia, pero el caso es que tengo que ir a una fiesta mañana por la noche que en realidad es un poco… Bueno, es… una especie de orgía. Y necesito que alguien me acompañe por si acaso… Sólo por si acaso.

—Eso es fascinante —dijo Eric, sonando… fascinado—. Y como pasaré por allí, has pensado que quizá podría ser yo tu guardaespaldas orgiástico, ¿no?

—Puedes parecer casi humano —le dije.

—¿Es una orgía humana? ¿Excluye a vampiros?

—Es una orgía humana en la que nadie sabe que va a ir un vampiro.

—Entonces, ¿cuánto más humano parezca, menos miedo daré?

—Sí, necesito leer sus mentes. Y si les pillo pensando en una cosa concreta, podremos marcharnos —se me acababa de ocurrir una idea estupenda sobre cómo hacerles pensar en Lafayette. El problema iba a ser contárselo a Eric.

—Así que quieres ir a una orgía humana donde no seré bienvenido, ¿y quieres que nos marchemos antes de que empiece a divertirme?

—Sí —dije, casi chillando inmersa en mi ansiedad. De perdidos al río—. Y… ¿Crees que podrías fingir que eres gay?

Otro largo silencio.

—¿A qué hora quieres que esté allí? —preguntó Eric con suavidad.

—Pues, ¿a las nueve y media? Así te pongo al día.

—A las nueve y media en tu casa.

—Soy yo otra vez —dijo Pam, al aparato—. ¿Qué le has dicho a Eric? No paraba de agitar la cabeza hacia delante y hacia atrás con los ojos cerrados.

—¿Se está riendo, aunque sea un poco?

—No, que yo sepa —dijo Pam.