—¿Saben? Tengo un poco de claustrofobia —dije al instante—. No sabía que tantos edificios de Dallas contaban con sótano, pero he de decir que no me apetece mucho verlo —me aferré al brazo de Hugo y traté de esbozar una sonrisa encantadora y humilde.
El corazón de Hugo latía como un tambor de lo asustado que estaba. Juro que estaba aterrado. La visión de esas escaleras había vuelto a erosionar de alguna manera su calma. ¿Qué le ocurría? A pesar del miedo, no paraba de darme golpecitos suaves en el hombro mientras sonreía con aire de disculpa hacia nuestros anfitriones.
—Creo que tenemos que irnos —murmuró.
—Sin embargo, creo que deberían ver lo que tenemos en el sótano. Lo cierto es que tenemos un refugio antiaéreo —dijo Sarah, a punto de estallar en risas—. Y está totalmente equipado, ¿no es así, Steve?
—Sí, hay todo tipo de cosas ahí abajo —convino Steve. Aún parecía relajado, afable y asistido de autoridad, aunque yo había dejado de ver nada benigno en esas cualidades. Dio un paso adelante y, como estaba detrás de mí, tuve que hacer lo propio para evitar que me tocara, lo cual no me apetecía en absoluto.
—Vamos —dijo Sarah, entusiasmada—. Apuesto a que Gabe está ahí. Steve puede bajar para ver qué es lo que quería mientras nosotros visitamos el resto de la instalación —bajó por las escaleras tan rápidamente como había recorrido el pasillo, meneando el trasero de una forma que hubiera hallado encantadora de no haberme encontrado al borde del horror.
Polly nos hizo un gesto para que pasáramos delante de ella, así que le hicimos caso. Yo seguía adelante con la farsa porque Hugo parecía absolutamente convencido de que no le harían ningún daño. Lo captaba con toda claridad. El temor que había sentido antes se había desvanecido. Era como si se hubiera resignado a algún programa preestablecido y su ambigüedad se hubiese evaporado. En vano deseé que fuera más fácil de leer. Me centré en Steve Newlin, pero lo que me encontré en él fue un denso muro de autocomplacencia.
Continuamos bajando por las escaleras a pesar de que había reducido mi ritmo peldaño a peldaño. Sabía que Hugo estaba convencido de que él volvería a subir por esas escaleras: después de todo era una persona civilizada. Todas ellas eran personas civilizadas.
Hugo era incapaz de imaginarse que le pudiera ocurrir algo irreparable porque era un estadounidense blanco de clase media con educación universitaria, como todos los que nos acompañaban escaleras abajo.
Yo no compartía tal convicción. Yo no era una persona completamente civilizada.
Aquél fue un pensamiento nuevo e interesante, pero, al igual que muchas de mis ideas de esa tarde, tuve que apartarlo para explorarlo en mi tiempo libre. Si es que volvía a disfrutar de tiempo libre.
En la base de las escaleras había otra puerta, a la que Sarah llamó siguiendo un código. Tres golpes rápidos, espacio, dos rápidos, memoricé. A continuación se escuchó ruido de cerrojos.
Gabe, el del corte militar, abrió la puerta.
—Eh, habéis traído visita —dijo alegremente—. ¡Qué bien lo vamos a pasar!
Llevaba el polo perfectamente metido bajo sus Dockers, las zapatillas Nike nuevas e impolutas, y estaba muy bien afeitado. Apostaría a que hacía cincuenta abdominales todas las mañanas. Había una corriente subyacente de excitación en cada uno de sus movimientos y gestos. Por algún motivo, Gabe estaba realmente entusiasmado.
Traté de «leer» la zona en busca de vida, pero estaba demasiado nerviosa para concentrarme.
—Me alegro de que hayas venido, Steve —dijo Gabe—. Mientras Sarah enseña el refugio a nuestros visitantes, quizá puedas echarle un vistazo a la habitación de los huéspedes —indicó con un gesto de la cabeza la puerta que había a la derecha del estrecho pasillo de cemento. Había otra puerta en el extremo, y una más a la izquierda.
Odiaba aquel sitio. Había alegado claustrofobia para salir de allí. Ahora que me habían obligado a bajar las escaleras, estaba descubriendo que de verdad la tenía. El olor rancio, la intensidad de la luz artificial y la sensación de encierro… Lo odiaba todo. No quería seguir allí. Me empezaron a sudar las palmas de las manos. Sentía como si tuviera los pies anclados al suelo.
—Hugo —susurré—. No quiero seguir aquí —había muy poco dramatismo en la desesperación de mi voz. No me gustó escucharla, pero estaba ahí.
—De verdad necesita volver arriba —dijo Hugo a modo de disculpa—. Si no les importa, subiremos y les esperaremos arriba.
Me volví con la esperanza de que funcionara, pero me topé con el rostro de Steve. Ya no sonreía.
—Creo que vosotros dos tenéis que esperar en esa otra habitación hasta que acabe con un asunto. Después hablaremos —su voz no admitía discusión alguna, y Sarah abrió la puerta para revelar una pequeña estancia con dos sillas y dos catres.
—No —dije—. No puedo hacerlo —y empujé a Steve con todas mis fuerzas. Soy muy fuerte desde que tomé sangre de vampiro, y, a pesar de su tamaño, logré que se tambaleara. Me deslicé escaleras arriba tan rápidamente como pude, pero una mano me agarró del tobillo y caí de plano. Los bordes de los peldaños me golpearon por todas partes: en el pómulo izquierdo, los pechos, las caderas y la rodilla izquierda. Me dolió tanto que tuve que reprimir un grito.
—Vamos, señorita —dijo Gabe mientras me ponía de pie.
—¿Cómo…? ¿Cómo has podido hacerle tanto daño? —Hugo estaba encendido, genuinamente enfadado—. Vinimos aquí dispuestos a unirnos a vuestro grupo, ¿y así es como nos tratáis?
—Dejad de fingir —aconsejó Gabe, y me retorció el brazo tras la espalda antes de que me hubiera recuperado de la caída. Me quedé sin aliento por el dolor mientras me lanzaba hacia la habitación, no sin antes arrancarme la peluca de la cabeza. Hugo entró detrás de mí, aunque trataba de emitir un «¡No!». Luego cerraron la puerta.
Y se oyó el cerrojo.
Y se acabó.
—Sookie —dijo Hugo—, tienes una buena herida en el pómulo.
—No fastidies —murmuré débilmente.
—¿Te duele mucho?
—¿Tú qué crees?
Se lo tomó al pie de la letra.
—Creo que tienes magulladuras y puede que una contusión. ¿Te has roto algún hueso?
—No, salvo uno o dos —dije.
—Está claro que no estás tan malherida como para abandonar el sarcasmo —dijo Hugo. Estaba segura de que se hubiese sentido mejor si se hubiera enfadado conmigo, y me pregunté por qué. Pero no me devané demasiado los sesos. Me dio la impresión de saberlo.
Estaba echada sobre uno de los catres con un brazo cruzado sobre la cara, tratando de mantener algo de privacidad y pensar un poco. No podíamos escuchar lo que estaba pasando fuera, en el pasillo. Por un momento pensé que había oído una puerta al abrirse y algunas voces amortiguadas, pero eso fue todo. Esos muros se habían construido para soportar una explosión nuclear, así que supuse que el silencio venía de serie.
—¿Tienes reloj? —le pregunté a Hugo.
—Sí, son las cinco y media.
Aún quedaban dos horas largas hasta que los vampiros se despertasen.
Dejé que el silencio se adueñara del aire. Cuando estuve segura de que Hugo, al que tanto me costaba leer, se había vuelto a refugiar en sus pensamientos, abrí mi mente y escuché con suma concentración.
«Esto no debía haber sido así, no me gusta, pero seguro que todo sale bien, ¿qué pasa si necesitamos ir al baño?, no me la voy a sacar delante de ella, aunque puede que Isabel nunca se entere. Debí imaginármelo después de lo de la chica de anoche, ¿cómo salir de aquí y seguir ejerciendo el Derecho?, si empiezo a distanciarme pasado mañana puede que se alivie la cosa…»
Apreté mi brazo contra los ojos hasta que me dolió para reprimir las ganas de levantarme, agarrar una silla y dejar inconsciente a Hugo Ayres de un golpe. Por el momento, no alcanzaba a comprender del todo mi telepatía, como tampoco lo hacía la Hermandad, o no me habrían dejado allí encerrada con él.
O quizá Hugo era tan prescindible para ellos como lo era para mí. Exactamente igual que para los vampiros; estaba deseando decirle a Isabel que su juguete de testosterona era un traidor.
Aquello aquietó mi sed de sangre. Cuando caí en lo que Isabel le haría a Hugo, me di cuenta de que no encontraría una auténtica satisfacción al presenciarlo. De hecho, me aterraría y me pondría enferma.
Sin embargo, parte de mí pensaba que se merecía lo que le cayese.
¿A quién le debía lealtad este abogado en conflicto?
Sólo había un modo de averiguarlo.
Me incorporé, dolida, y apoyé la espalda contra la pared. Sabía que me curaría con bastante rapidez (de nuevo gracias a la sangre de vampiro), pero no dejaba de ser humana y me sentía como una piltrafa. Notaba que tenía la cara llena de heridas, y estaba casi convencida de que tenía fracturado el pómulo. El lado izquierdo de la cara se estaba hinchando a buen ritmo. Pero no tenía las piernas rotas. Si surgía la oportunidad, aún podría salir corriendo; eso era lo más importante.
En cuanto lo tuve delante y estuve tan cómoda como las instalaciones me lo iban a permitir, dije:
—Hugo, ¿cuánto hace que eres un traidor?
Se puso más rojo que un tomate.
—¿Traicionar a quién? ¿A Isabel o a la especie humana?
—Tú mismo.
—Traicioné a la especie humana cuando me puse del lado de los vampiros en un tribunal. De haber tenido la menor idea de lo que eran… Acepté el caso a ciegas porque creí que sería un desafío legal interesante. Siempre me he dedicado a los derechos civiles, y estaba convencido de que los vampiros debían tener los mismos que las demás personas.
Habló el señor Cloaca.
—Claro —dije.
—Pensaba que negarles el derecho a vivir dondequiera que les apeteciera era antiamericano —prosiguió Hugo con tono amargo y abatido.
Todavía no sabía lo que era una buena razón para estar amargado.
—Pero ¿sabes qué, Sookie? Los vampiros no son americanos. Ni siquiera son negros, ni asiáticos, ni indios. No son rotarios, ni baptistas. Sólo son vampiros. Ese es su color, su religión y su nacionalidad.
Bueno, eso es lo que ocurre cuando una minoría queda soterrada durante siglos. ¡Vaya con el genio!
—Por aquel entonces creía que Stan tenía derecho a vivir donde quisiera, ya fuera Green Valley Road o el mismísimo Bosque de los Cien Acres, como cualquier americano. Así que lo defendí contra la asociación vecinal y gané. Estaba muy orgulloso de mí mismo. Luego conocí a Isabel y me acosté con ella una noche, convencido de que era una experiencia muy atrevida, y de que me sentiría como un gran hombre, un intelectual emancipado.
Lo miré sin parpadear ni decir una sola palabra.
—Como sabes, el sexo es genial, es lo mejor. Era su esclavo y nunca había suficiente. Mi trabajo se resintió. Empecé a ver a los clientes sólo por las tardes porque era incapaz de despertarme por la mañana. No podía atender mis citas del juzgado por las mañanas. No podía dejar a Isabel después de anochecer.
Sonaba al relato de un alcohólico. Hugo se había vuelto adicto al sexo vampírico. El concepto me pareció tan fascinante como repelente.
—Empecé haciendo trabajillos de poca monta que me encontraba ella. Durante este mes he estado yendo a la casa para hacer las labores domésticas con tal de estar cerca de Isabel. Cuando me pidió que acudiese al comedor con el cuenco de agua, me sentí emocionado. No por la nimia tarea, ¡soy abogado, por el amor de Dios!, sino porque la Hermandad me había llamado. Me habían pedido que averiguara cualquier cosa sobre lo que tenían planeado hacer los vampiros de Dallas. Cuando me llamaron, estaba enfadado con Isabel. Nos peleamos por la forma que tenía de tratarme. Así que me pillaron receptivo. Escuché que tu nombre surgía entre Stan e Isabel, así que se lo referí a la Hermandad. Tienen a un tipo que trabaja en Anubis Air. Averiguó cuándo llegaba el vuelo de Bill y trataron de raptarte para saber qué querían de ti los vampiros. Para saber qué harían para recuperarte. Cuando entré con el cuenco de agua, escuché que Stan o Bill te llamaban por tu nombre, por lo que supe que no consiguieron atraparte en el aeropuerto. Sentí que al menos tenía algo que contarles, algo con lo que compensarles por perder el micrófono que había colocado en la sala de conferencias.
—Traicionaste a Isabel —dije—. Y me has traicionado a mí también, a pesar de que soy tan humana como tú.
—Tienes razón —dijo sin mirarme a los ojos.
—¿Y qué me dices de Bethany Rogers?
—¿La camarera?
Se había quedado atascado.
—La camarera muerta —maticé.
—Se la llevaron —dijo, agitando la cabeza de un lado a otro, como si en realidad estuviese diciendo «No, es imposible que hayan hecho lo que hicieron»—. Se la llevaron. Yo no sabía lo que le iban a hacer. Sabía que era la única que había visto a Farrell con Godfrey, y se lo dije. Cuando me desperté esta mañana y supe que la habían encontrado muerta, casi no me lo podía creer.
—La raptaron después de que les dijeras que había estado en casa de Stan. Después de que les dijeras que era la única testigo verdadera.
—Supongo que sí.
—Les llamaste anoche.
—Sí, tengo un móvil. Salí al patio trasero y les llamé. Me estaba arriesgando mucho; ya sabes el buen oído que tienen los vampiros, pero lo hice —trataba de convencerse de que había hecho algo valiente y audaz. Llamar por teléfono desde la casa de los vampiros para señalar con el dedo a la pobre y patética Bethany Rogers, que acabó en un callejón con un disparo.
—Le dispararon después de que la traicionaras.
—Sí, lo…, lo escuché en las noticias.
—Dime quién fue, Hugo.
—Yo… No lo sé.
—Seguro que sí, Hugo. Era una testigo presencial. Y era una lección, una lección para los vampiros. «Esto es lo que haremos con la gente que trabaje para vosotros o viva de vosotros si va en contra de la Hermandad.» ¿Qué crees que harán contigo, Hugo?
—Les he ayudado —dijo, sorprendido.
—¿Quién más lo sabe?
—Nadie.
—¿Entonces quién moriría? El abogado que ayudó a Stan Davis a vivir donde quería.
Hugo se quedó sin palabras.
—Si eres tan importante para ellos, ¿cómo es que estás en esta habitación conmigo?
—Porque, hasta ahora, no sabías lo que había hecho —señaló—. Hasta ahora quedaba la posibilidad de que me dieras más información que pudieran usar contra ellos.
—Entonces, ahora que sé lo que eres, te dejarán salir, ¿verdad? ¿Por qué no lo intentas? Preferiría estar sola.
Justo en ese momento se abrió una pequeña apertura en la puerta. Ni siquiera me había dado cuenta de que había una, tan ocupada que estaba centrándome en el pasillo. Apareció una cara por el hueco, que mediría unos veinticinco por veinticinco centímetros.
La cara me resultó familiar.
—¿Cómo lo lleváis ahí dentro? —preguntó un sonriente Cabe.
—Sookie necesita que la vea un médico —dijo Hugo—. No se queja, pero creo que tiene roto el pómulo —añadió con tono de reproche—. Y sabe que estoy con la Hermandad, así que ya me puedes dejar salir.
No sabía lo que Hugo pensaba que estaba haciendo, pero traté de parecer lo más abatida posible. No me costó mucho.
—Tengo una idea —dijo Gabe—. Me aburro un poco aquí abajo, y no creo que ni Steve, ni Sarah, ni siquiera Polly bajen en un buen rato. Tenemos aquí a otro prisionero que quizá se alegre de verte, Hugo. Farrell. Lo conociste en la casa de los Malditos, ¿recuerdas?
—Sí —dijo Hugo. No parecía muy contento con el giro de la conversación.
—Imagina lo contento que se va a poner de verte. Además es gay, un maricón chupasangre. Estamos a tanta profundidad que se ha despertado temprano. Así que había pensado que podría meterte con él mientras me divierto un poco con la traidora humana que tienes al lado —Gabe me dedicó una sonrisa que me dio náuseas.
La cara de Hugo era un poema. Un auténtico poema. Se me pasaron muchas cosas por la mente; cosas pertinentes que decir. Pero prescindí del dudoso placer. Necesitaba ahorrar energía.
Se me pasó por la cabeza uno de los dichos favoritos de mi abuela mientras contemplaba el bello rostro de Gabe.
—Auque la mona se vista de seda, mona se queda —murmuré, e inicié el doloroso proceso de ponerme de pie para defenderme. Puede que no tuviera las piernas rotas, pero mi rodilla izquierda estaba muy fastidiada. Me sentía hecha una piltrafa y abotargada.
Me preguntaba si Hugo y yo podríamos con Gabe cuando abriese la puerta, pero en cuanto lo hizo vi que llevaba una pistola y un objeto negro de aspecto amenazador que identifiqué como un paralizador.
—¡Farrell! —llamé. Si estaba despierto, me oiría; era un vampiro.
Gabe dio un respingo y me miró, sorprendido.
—¿Sí? —dijo una voz profunda desde una de las puertas del pasillo. Oí el tintineo de cadenas mientras el vampiro se movía. Obviamente serían de plata, de lo contrario habría podido arrancar la puerta de sus bisagras.
—¡Nos ha mandado Stan! —grité antes de que Gabe me retorciera el brazo por la espalda con la mano que sostenía la pistola. Me puso contra la pared con tanta fuerza que mi cabeza rebotó. Hice un ruido terrible; no llegaba a grito, pero era demasiado alto para ser un mero quejido.
—Cierra el pico, zorra —gritó Gabe. Estaba apuntando a Hugo con el arma mientras mantenía el paralizador a escasos centímetros de mí—. Y tú, abogado, ahora vas a salir al pasillo, y no te acerques a mí, ¿me has oído?
Con el rostro empapado en sudor, Hugo se deslizó junto a Gabe hacia el pasillo. Me estaba costando tomar nota de lo que ocurría, pero me di cuenta de que, en el estrecho espacio en el que Gabe tenía que maniobrar, pasó muy cerca de Hugo de camino a la celda de Farrell. Cuando consideré que estaba lo bastante lejos para conseguir escapar, le dijo a Hugo que cerrara la puerta de mi celda. A pesar de los frenéticos gestos de mi cabeza, lo hizo.
No creo que Hugo siquiera me viese. Estaba completamente abstraído. Todo se estaba desmoronando en su interior, sus pensamientos estaban sumidos en un caos. Le había hecho un favor al decirle a Farrell que nos enviaba Stan, lo cual, en el caso de Hugo, resultaba un poco eufemístico, pero estaba tan asustado, desilusionado o avergonzado que apenas daba señales de enterarse de nada. Teniendo en cuenta su profunda traición, me sorprendí a mí misma por haberlo hecho siquiera. Si no le hubiera cogido de la mano y no hubiera visto las imágenes de sus hijos, me habría callado.
—No te va a pasar nada, Hugo —dije. Su cara, blanca de pánico, volvió a aparecer fugazmente en el ventanuco aún abierto, y enseguida desapareció. Oí cómo se abría una puerta, un tintineo de cadenas y cómo se volvía a cerrar.
Gabe había metido a Hugo en la celda de Farrell. Respiré hondo varias veces y muy deprisa, hasta que sentí que podía hiperventilarme. Cogí una de las sillas, una de plástico con las patas metálicas, de las que hay a montones en las iglesias, los mítines y las aulas. La sostuve como si fuese una domadora de leones, con las patas hacia el frente. Era todo lo que se me ocurría que podía hacer. Pensé en Bill, pero aquello era muy doloroso. Pensé en mi hermano, Jason, y deseé que estuviera allí conmigo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tuve ese anhelo con Jason.
La puerta se abrió. Gabe ya estaba sonriendo cuando entró. Era una sonrisa lasciva que irradiaba el hedor de su alma a través de la boca y los ojos. Esa era su idea de pasar un buen rato.
—¿Crees que esa sillita te va a salvar? —preguntó.
No estaba de humor para charlas y no me apetecía escuchar sus retorcidos pensamientos. Me encerré en mí misma, contuve todas mis fuerzas, me preparé.
Se había enfundado la pistola, pero mantenía el paralizador en la mano. Tan confiado estaba que lo puso en una pequeña funda de cuero que le colgaba del cinturón por el lado izquierdo. Agarró las patas de la silla y empezó a tirar bruscamente de un lado a otro.
Cargué.
Tan inesperada fue la fuerza de mi contraataque, que casi lo saco por la puerta. Sin embargo, en el último segundo, logró torcer la silla por las patas de forma que no cupiera por el estrecho acceso. Permaneció apoyado contra el muro del otro lado del pasillo, jadeando, con el rostro enrojecido.
—Zorra —siseó, y volvió a por mí, y esta vez con la intención de arrancarme la silla de las manos de un tirón. Pero, como ya dije antes, he tomado sangre de vampiro, y no se lo permití. Tampoco le dejé que me pusiera las manos encima.
Sin que yo lo viera, había desenfundado el paralizador y, rápido como una serpiente, trató de deslizarlo entre la silla y, finalmente, acabó tocándome en el hombro.
No me desmayé, que era lo que él esperaba, pero sí caí de rodillas, sosteniendo aún la silla. Mientras trataba de averiguar qué me había pasado, consiguió quitarme la silla de un tirón y me empujó de espaldas.
Apenas podía moverme, pero podía gritar y cerrarme de piernas férreamente, y eso hice.
—¡Cállate! —gritó. En cuanto me tocó, supe con certeza que me quería inconsciente. Sabía que disfrutaría violándome mientras estuviera desmayada. De hecho, ésa era su mayor fantasía.
—No te gustan las mujeres despiertas —jadeé—, ¿verdad? —deslizó una mano entre los dos y me arrancó la blusa.
Oí la voz de Hugo gritando, como si eso fuese a servir de algo. Mordí a Gabe en el hombro.
Me volvió a llamar zorra, calificativo que ya estaba perdiendo la gracia. Se había desabrochado los pantalones y ahora trataba de subirme la falda. Me alegré fugazmente de haber traído una bien larga.
—¿Temes que se quejen si están despiertas? —grité—. ¡Déjame, apártate de mí! ¡Apártate, apártate, apártate!
Al fin conseguí despertar los brazos. En un momento estarían recuperados de la sacudida eléctrica. Arqueé las palmas de las manos y, mientras le gritaba, empecé a golpearle en las orejas.
El rugió y se echó atrás, echándose las manos a la cabeza. Estaba tan lleno de rabia que la derramaba sobre mí; sentía como si me estuviese bañando en furia. Entonces supe que me mataría si podía, fuesen cuales fuesen las consecuencias a las que habría de enfrentarse. Traté de rodar hacia un lado, pero me tenía atrapada con las piernas. Me quedé mirando mientras su mano derecha formaba un puño, que se me antojó tan grande como un canto rodado. Con la sensación de que la suerte ya estaba echada, contemplé el arco del puño a medida que descendía hacia mi cara, consciente de que eso me noquearía y de que todo se habría acabado…
Pero no ocurrió.
Gabe se incorporó de golpe, los pantalones bajados y el pene fuera. El puñetazo sólo golpeó el aire, mientras sus zapatos caían sobre mis piernas.
Un hombre bajo lo tenía agarrado en volandas. Una segunda ojeada me reveló que más tenía de adolescente que de hombre. Un adolescente muy antiguo.
Era rubio y no llevaba camiseta. Sus brazos y su pecho estaban cubiertos con tatuajes azules. Gabe gritaba y pataleaba, pero el otro chico permanecía tranquilo, su expresión vacía de emociones, hasta que Gabe se serenó. Cuando se calló, el chico transformó su presa en una especie de abrazo de oso, rodeándole la cintura mientras permanecía colgado hacia delante.
El chico bajó la mirada para observarme sin mostrar emoción alguna. Tenía la blusa medio arrancada y el sujetador roto por el centro.
—¿Estás herida? —preguntó el chico, casi de mala gana.
Podía presumir de salvador, aunque no era de los entusiastas.
Me incorporé, lo cual tuvo más de gesta de lo que pueda parecer. Me llevó bastante rato. Temblaba violentamente debido al shock emocional. Cuando me levanté del todo, estuve exactamente a la altura del chico. En años humanos, parecía haber tenido dieciséis cuando se convirtió en vampiro. No había forma de saber cuántos hacía de aquello. Debía de ser más antiguo que Stan e Isabel. Su inglés era nítido, pero con un fuerte acento. No tenía la menor idea de dónde provendría. Puede que su idioma original ya ni siquiera se hablara. Qué solitaria sensación debía de ser.
—Me pondré bien —le aseguré—. Gracias —traté de volver a abrocharme la blusa, aún quedaban unos cuantos botones, pero las manos me temblaban demasiado. En todo caso, no estaba interesado en verme desnuda. Tanto le daba. Sus ojos no mostraban emoción alguna.
—Godfrey —dijo Gabe con voz correosa—. Godfrey, ella intentaba escapar.
Godfrey lo zarandeó y Gabe se calló.
Así que era Godfrey, el vampiro que había visto a través de los ojos de Bethany; los únicos ojos que recordaban haberlo visto en el Bat's Wing aquella noche. Los ojos que ya no veían nada.
—¿Qué pretendes hacer? —le pregunté con voz tranquila.
Los ojos azul pálido de Godfrey parpadearon. No lo sabía.
Se hizo los tatuajes cuando estaba vivo, y eran muy extraños. Símbolos cuyo significado se había perdido siglos atrás, de eso estaba segura. Probablemente cualquier estudioso daría un colmillo por echar un ojo a esos tatuajes. Afortunada de mí, tenía la oportunidad de contemplarlos gratis.
—Por favor, deja que me marche —dije con toda la dignidad que pude aunar—. Me matarán.
—Pero te relacionas con vampiros —dijo.
Mis ojos deambularon de un lado a otro, como si tratase de deducir qué insinuaba.
—Eh —dije, dubitativa—, tú también eres un vampiro, ¿no es así?
—Mañana expiaré mi pecado en público —dijo Godfrey—. Mañana daré la bienvenida al amanecer. Por primera vez en mil años, volveré a ver el sol. Y después veré el rostro de Dios.
Vale.
—Si ésa es tu elección… —dije.
—Sí.
—Pero no la mía. No quiero morir —le eché un vistazo a Gabe, cuyo rostro estaba bastante azul. En su agitación, Godfrey le estaba apretando demasiado. No estaba segura de si debía advertírselo.
—Te relacionas con vampiros —me acusó Godfrey, y volví a clavarle la mirada. Sabía que más me valdría no volver a disipar mi concentración.
—Estoy enamorada —dije.
—De un vampiro.
—Sí, Bill Compton.
—Todos los vampiros están malditos, y todos deberían ver el amanecer. Somos una mancha, un borrón en la faz de la Tierra.
—Y esta gente… —dije, apuntando hacia arriba para indicar que me refería a la Hermandad—. ¿Son ellos mejores, Godfrey?
El vampiro parecía incómodo e infeliz. Me di cuenta de que se moría de hambre. Tenía las mejillas casi cóncavas, tan blancas como el papel; de tan eléctrico, el pelo rubio parecía flotarle alrededor de la cabeza y sus ojos se asemejaban a dos canicas azules en contraste con su palidez.
—Al menos son humanos, forman parte del plan de Dios —dijo tranquilamente—. Los vampiros somos una abominación.
—Y aun así has sido más amable conmigo que este humano —el cual estaba muerto, me percaté al mirar de refilón su cara. Procuré no dar un respingo y me volví a centrar en Godfrey, que resultaba mucho más importante para mi futuro.
—Pero tomamos la sangre de los inocentes —dijo, clavando sus ojos azul pálido en los míos.
—¿Quién es inocente? —pregunté retóricamente, con la esperanza de que no sonara demasiado a Poncio Pilato preguntando cuál era la verdad cuando lo sabía muy bien.
—Los niños —afirmó Godfrey.
—Oh, ¿te has… alimentado de niños? —dije, tapándome la boca con la mano.
—He matado niños.
Durante un buen rato no se me ocurrió nada que decir. Godfrey seguía ahí de pie, mirándome con tristeza, manteniendo al olvidado Gabe entre sus brazos.
—¿Qué fue lo que te detuvo? —pregunté.
—Nada podría detenerme, nada salvo la muerte.
—Lo lamento —dije, sin sentirlo mucho. El estaba sufriendo y lo lamentaba de verdad. Pero, de haber sido humano, habría dicho que se merecía la silla eléctrica sin pensarlo dos veces.
—¿Cuánto falta para el anochecer? —pregunté sin saber qué más decir.
Godfrey no tenía reloj, por supuesto. Supuse que estaba despierto únicamente porque se encontraba en un subterráneo y porque era muy antiguo.
—Una hora —contestó.
—Por favor, deja que me marche. Si me ayudas, podré salir de aquí.
—Pero se lo dirás a los vampiros. Ellos atacarán y no podré ver el amanecer.
—¿Por qué esperar a la mañana? —pregunté, repentinamente irritada—. Sal. Hazlo ahora.
Se quedó perplejo. Soltó a Gabe, que cayó al suelo. Godfrey ni siquiera le dedicó una mirada.
—La ceremonia está planeada para el amanecer, y habrá muchos creyentes presenciándola —explicó—. Farrell también será llevado para ver el amanecer.
—¿Y qué papel voy a desempeñar yo en todo esto?
Se encogió de hombros.
—Sarah quería ver si los vampiros intercambiarían a uno de los suyos por ti. Steve tenía otros planes. Él quería atarte a Farrell, de modo que, cuando empezara a arder, te quemaras con él.
Me sentía aturdida. No porque Steve Newlin hubiese tenido la idea, sino porque pensase que aquello sería del agrado de su congregación, porque eso es lo que pensaba. Newlin era mucho más fanático de lo que me había imaginado.
—¿Crees que a toda esa gente le gustaría ver cómo se ejecuta a una joven sin ningún tipo de juicio previo? ¿Qué pensarían que es una ceremonia religiosa válida? ¿Crees que las personas que han planeado esta horrible muerte para mí son realmente religiosas?
Por vez primera pareció ensombrecerle la duda.
—Incluso para los humanos parece un poco extremo —convino—. Pero Steve pensó que sería una poderosa declaración de intenciones.
—Hombre, y tanto que sería poderosa. Diría claramente: «Estoy mal de la azotea». No me cabe duda de que este mundo está lleno de gente mala y vampiros terribles, pero no me creo que la mayoría de la gente de este país, o de Texas, considere que ver arder hasta la muerte entre gritos a una mujer sea edificante.
Godfrey parecía dudar. Sabía que estaba formulando ideas que ya se le habían pasado por la cabeza, ideas que se había negado a sí mismo.
—Han llamado a los medios de comunicación —dijo. Era como la protesta de una novia que, a pesar de sentir dudas en el último minuto, diera más importancia a que las invitaciones ya se hubieran enviado.
—Estoy segura de ello. Pero será el fin de su organización, te lo digo desde ya. Te lo repito: si de verdad quieres mostrar tus intenciones de esa manera, di un gran «Lo siento», sal de la iglesia y quédate en un descampado. Dios te estará mirando, te lo prometo. De él es de quien deberías preocuparte.
Admito que aquello provocó en él una pugna interior.
—Han preparado una túnica blanca especial para que me la ponga —dijo, lo que, siguiendo con el símil, sonaba a «Pero ya me he comprado el vestido y he reservado la iglesia».
—Pues sí que estamos apañados. Si estamos discutiendo por la ropa, es que no estás muy convencido. Apuesto a que te echarás atrás.
Definitivamente había perdido el norte de mi objetivo. Me arrepentí de lo que dije mientras me salían las palabras por la boca.
—Ya veremos —dijo con firmeza.
—No quiero verlo, y menos si estoy atada a Farrell cuando eso ocurra. No soy mala y no quiero morir.
—¿Cuándo estuviste en una iglesia por última vez? —me estaba retando.
—Hace una semana. También comulgué —jamás me alegré tanto de haber ido a la iglesia, pues era incapaz de mentir al respecto.
—Oh —Godfrey parecía atónito.
—¿Lo ves? —sentí que le robaba toda su herida majestuosidad con ese argumento, pero, qué demonios, no quería morir calcinada. Quería que apareciera Bill, lo deseaba de un modo tan intenso que tal vez mi anhelo le abriera de par en par su ataúd. Si tan sólo pudiera decirle lo que estaba pasando…
—Vamos —dijo Godfrey, extendiendo la mano.
No quise darle la oportunidad de reconsiderar su postura, no después de ese largo debate, así que le cogí de la mano y sorteé el cadáver de Gabe de camino al pasillo. Me extrañaba el ominoso silencio de Farrell y Hugo pero, para ser sincera, estaba demasiado asustada como para preguntar qué había sido de ellos. Pensé que si lograba escapar podría rescatarlos de alguna manera.
Godfrey olió la sangre de mi cuerpo y su rostro se empapó de deseo. Conocía esa mirada. Pero estaba vacía de lujuria. Mi cuerpo le importaba un bledo. La relación entre la sangre y el sexo es muy poderosa para los vampiros, así que me consideré muy afortunada por que lo tuviese superado. Incliné mi cara hacia él en gesto de cortesía. Tras un prolongado titubeo, lamió las gotas de sangre que manaban de mi mejilla rota. Cerró los ojos por un segundo, saboreando el fluido, y luego nos dirigimos hacia las escaleras.
Con mucha ayuda de Godfrey conseguí salvar el empinado obstáculo. Usó su mano libre para introducir la combinación de la puerta y abrirla.
—Hace tiempo que estoy aquí, en la celda del fondo —explicó con una voz que apenas se podría calificar de perturbación del aire.
El pasillo estaba despejado, pero en cualquier momento podía asomar alguien de uno de los despachos. A Godfrey eso no parecía quitarle el sueño, pero a mí sí, y era mi libertad lo que estaba en juego. No oí a nadie. Al parecer, todo el mundo se había marchado a sus casas para prepararse para la noche blanca, y los invitados aún no habían empezado a llegar. Algunas de las puertas de los despachos estaban cerradas, y sus ventanas eran la única forma que tenía la luz del sol de penetrar en el pasillo. Debía de estar lo suficientemente oscuro como para que Godfrey se sintiera a gusto, pensé, pues ni siquiera se sobresaltó. Una brillante luz artificial se escapaba por debajo de la puerta del despacho principal.
Nos dimos prisa, o al menos yo lo intenté, pero mi pierna izquierda no me estaba ayudando mucho. No estaba segura de hacia qué puerta se estaba dirigiendo Godfrey. Quizá iba hacia las puertas dobles que había visto antes en la parte posterior del santuario. Si podía llegar sin problemas hasta allí, no tendría que atravesar el ala opuesta del edificio. No sabía lo que haría una vez estuviese en el exterior, pero estar fuera sin duda sería mucho mejor que seguir dentro. Justo al llegar a la penúltima puerta de despacho a la izquierda, desde donde había salido la pequeña mujer hispana, se abrió la puerta del despacho de Steve. Nos quedamos paralizados. El brazo de Godfrey parecía una banda de hierro rodeándome la cintura. Polly salió, aún encarada hacia el despacho. Apenas nos encontrábamos a un par de metros.
—… hoguera —estaba diciendo.
—Oh, creo que ya he tenido suficiente —dijo la dulce voz de Sarah—. Si todo el mundo respondiera a las invitaciones, lo sabríamos seguro. No me puedo creer que a la gente le cueste tanto contestar. ¡Es tan desconsiderado después de que se lo hayamos puesto tan fácil para decir si iban a asistir o no!
Un debate sobre la etiqueta. Dios, ojalá pudiera escribir a la señora Buenos Modales para que me aconsejara en una de sus columnas sobre esta peculiar situación. Me he colado sin invitación en la fiesta de una pequeña iglesia y me marché sin despedirme. ¿Estoy obligada a escribir una nota de agradecimiento o bastaría con enviar unas flores?
Polly empezó a girar la cabeza. Sabía que de un momento a otro se percataría de nuestra presencia. Apenas se estaba gestando ese pensamiento, cuando Godfrey me empujó hacia las sombras de un despacho vacío.
—¡Godfrey! ¿Qué haces aquí arriba? —Polly no parecía asustada, aunque tampoco muy contenta. Era más bien como si se hubiese topado con el jardinero en el salón de casa poniéndose cómodo.
—He venido para ver si tengo que hacer algo más.
—¿No es terriblemente temprano para que estés despierto?
—Soy muy antiguo —dijo educadamente—. Los antiguos no necesitamos dormir tanto como los jóvenes.
Polly se rió.
—Sarah —dijo alegremente—, ¡Godfrey se ha despertado!
La voz de Sarah sonó más cercana cuando habló:
—¡Hola, Godfrey! —dijo con un tono igual de alegre—. ¿Estás emocionado? ¡Seguro que sí!
Estaban hablando con un vampiro de mil años como si fuese un crío en vísperas de su cumpleaños.
—Tu túnica está lista —dijo Sarah—. ¡Todo viento en popa!
—¿Qué pasaría si hubiera cambiado de idea? —preguntó Godfrey.
Hubo un largo silencio. Traté de respirar muy lenta y silenciosamente. Cuanto más se acercara la hora del anochecer, más probabilidades imaginaba que tendría de salir de aquélla.
Ojalá pudiese hacer una llamada… Eché un vistazo al escritorio del despacho. Había un teléfono. Me preguntaba si su uso me delataría al encenderse la luz de la línea correspondiente en los demás aparatos. Además, concluí, haría demasiado ruido.
—¿Has cambiado de opinión? ¿Será posible? —preguntó Polly. Estaba claramente exasperada—. Fuiste tú quien acudió a nosotros, ¿recuerdas? Tú nos hablaste de tu vida de pecado, de la vergüenza que sentías al matar niños y… todo lo demás. ¿Ha cambiado algo de eso?
—No —dijo Godfrey, con aire meditabundo—. Nada de eso ha cambiado. Pero no veo la necesidad de incluir a ningún humano en mi sacrificio. De hecho, creo que habría que dejar que Farrell hallara su propia paz con Dios. No deberíamos obligarlo a inmolarse.
—Esto tenemos que hablarlo con Steve —le dijo Polly a Sarah en tono bajo.
Después sólo escuché a Polly, por lo que deduje que Sarah había vuelto al despacho para llamar a Steve.
Una de las luces del teléfono se encendió. Así que, efectivamente, estaban conectados. Se habrían enterado si hubiese usado alguna de las otras líneas. Puede que en un segundo.
Polly trataba de hacer entrar en razón a Godfrey. Godfrey, a su vez, no hablaba demasiado, y no tenía la menor idea de lo que se le estaba pasando por la cabeza. Me mantuve apretada contra la pared del despacho, impotente, esperando que a nadie se le ocurriese pasar, que nadie bajara al sótano y diera la alarma, que Godfrey no volviese a cambiar de parecer.
«Socorro», me dije a mí misma. ¡Ojalá pudiera pedir socorro de esa manera, a través de mi otro sentido!
El destello de una idea prendió en mi mente. Traté de permanecer tranquila, si bien las piernas aún me temblaban por el shock, y la cara y la rodilla me dolían horrores. Quizá sí podía llamar a alguien: a Barry, el botones. Era un telépata, como yo. Él podría oírme. O eso esperaba, puesto que nunca había intentado algo así —bueno, en realidad, nunca había conocido a otro telépata—. Traté desesperadamente de ubicarme con respecto a Barry, dando por sentado que estaba en el trabajo. Era más o menos la misma hora a la que habíamos llegado desde Shreveport, así que quizá tuviese una oportunidad. Visualicé mi situación en el mapa, la cual ya conocía por haberla consultado con Hugo (si bien ahora ya sabía que sólo estaba fingiendo no saber dónde se encontraba el Centro de la Hermandad), y asumí que nos encontrábamos al suroeste del hotel Silent Shore.
Me encontraba en un nuevo terreno de la mente. Auné toda la energía de la que pude echar mano y traté de juntarla mentalmente, en una especie de bola. Por un momento me sentí completamente ridícula, pero cuando pensé en liberarme de ese sitio y esa gente, comprendí que tenía muy poco que perder sintiéndome así. Proyecté mis pensamientos hacia Barry. No resulta fácil explicar cómo lo hice exactamente, pero lo conseguí. Sabía que conocer su nombre y el sitio donde se encontraba ayudaría.
Decidí empezar tranquila. «Barry, Barry, Barry, Barry, Barry…»
—«¿Qué quieres?» —estaba aterrado. No le había pasado nada parecido antes.
—«Yo tampoco había hecho esto antes» —le dije, con la esperanza de que sonara reconfortante—. «Necesito ayuda, estoy en un gran aprieto.»
—«¿Quién eres?»
Vale, eso ayudaría, tonta de mí.
—«Soy Sookie, la rubia que llegó anoche con el vampiro castaño. La suite de la tercera planta.»
—«¿La de las tetas grandes? Oh, disculpa.»
Al menos se había disculpado.
—«Sí, la de las tetas grandes y el novio.»
—«Bueno, ¿y qué pasa?»
Ahora todo esto suena muy claro y organizado, pero no eran palabras. Era como si ambos nos estuviéramos enviando telegramas e imágenes emocionales.
Traté de pensar cómo explicar mi problema.
—«Ve a ver a mi vampiro en cuanto se despierte.»
—«¿Y luego?»
—«Dile que estoy en peligro. Peligropeligropeligropeligro…»
—«Vale, lo cojo. ¿Dónde?»
—«Iglesia» —supuse que aquello sería un buen atajo para referirme al Centro de la Hermandad. No se me ocurría ninguna forma de dárselo a entender a Barry.
—«¿Sabe dónde?»
—«Sabe dónde. Dile que baje las escaleras.»
—«¿Eres de verdad? No sabía que hubiera nadie más.»
—«Soy de verdad. Ayúdame, por favor.»
Podía sentir un confuso manojo de emociones recorriendo la mente de Barry a toda velocidad. Tenía miedo de hablar con un vampiro, le asustaba que sus jefes descubrieran que tenía «una cosa rara en el cerebro» y le emocionaba que hubiese alguien más como él. Pero, sobre todo, le preocupaba esa parte de él que llevaba tanto tiempo asombrándolo y asustándolo a la par.
Todas esas sensaciones me eran familiares.
—«Está bien, comprendo» —le dije—. «No te lo pediría si no me fueran a matar.»
El miedo volvió a atenazarle. Miedo por su responsabilidad en todo aquello. Nunca debí de haber añadido esa frase.
Y luego, de alguna manera, erigí una frágil barrera entre los dos, insegura de lo que Barry iba a hacer.
Mientras estuve concentrada en Barry, habían seguido pasando cosas en el pasillo. Cuando volví a escuchar de nuevo, Steve ya había regresado. El también trataba de ser razonable y positivo con Godfrey.
—Bien, Godfrey —estaba diciendo—, si no querías hacerlo sólo tenías que decirlo. Te comprometiste, todos lo hicimos, y todos hemos seguido adelante con la expectativa de que mantuvieras tu palabra. Va a haber mucha gente decepcionada si no cumples con tu compromiso en la ceremonia.
—¿Qué haréis con Farrell? ¿Y con Hugo y la rubia?
—Farrell es un vampiro —dijo Steve, en un tono de voz dulce y razonable—. Hugo y la mujer son criaturas de los vampiros. Ellos también deberían perecer bajo el sol, atados a un vampiro. Es la suerte que han escogido en la vida, y deberían ser consecuentes con ella hasta la muerte.
—Soy un pecador, y soy consciente de ello, así que cuando muera mi alma irá con Dios —dijo Godfrey—. Pero Farrell no lo sabe. Cuando muera, no tendrá la misma oportunidad. Del mismo modo, el hombre y la mujer no han tenido la oportunidad de arrepentirse por sus pecados. ¿Acaso es justo matarlos y condenarlos al infierno?
—Tenemos que ir a mi despacho —dijo Steve con determinación.
Me di cuenta de que eso era precisamente lo que Godfrey había estado buscando desde el principio. Oí ruidos de pasos.
—Después de ti —murmuró Godfrey con gran cortesía.
Quería ser el último para poder cerrar la puerta trasde sí.
Al fin pude sentir el pelo seco, liberada del peso del sudor que lo había empapado. Me colgaba sobre los hombros a mechones separados, pues me lo había estado desenredando en silencio durante la conversación. Era una curiosa actividad que emprender mientras se estaba debatiendo mi destino, pero debía mantenerme ocupada. Entonces me metí cuidadosamente en el bolsillo las horquillas, recorrí con los dedos el desastre enmarañado y me dispuse a deslizarme fuera de la iglesia.
Me asomé con cuidado por la puerta. Sí, el despacho de Steve estaba cerrado. Salí de puntillas del oscuro despacho, giré a la izquierda y me dirigí hacia la puerta que daba al santuario. Giré el pomo con mucho cuidado y la puerta se abrió. El santuario estaba sumido en la penumbra. Apenas entraba luz por las enormes vidrieras para permitirme recorrer el lateral sin tropezarme con las hileras de bancos.
Entonces escuché voces, cada vez más fuertes, procedentes del ala opuesta. Las luces del santuario se encendieron. Me eché al suelo y me deslicé bajo uno de los bancos. Entró un grupo familiar, con todos sus miembros hablando en voz alta. La cría estaba sollozando porque se estaba perdiendo algún programa de televisión por tener que asistir a la asquerosa noche blanca.
Eso le valió un azote en el trasero, o a eso sonó. Su padre le dijo que debía sentirse afortunada por tener la oportunidad de presenciar una magnífica demostración del poder de Dios. Iba a contemplar la salvación en directo.
Incluso dadas mis circunstancias, me puse a discrepar en silencio. Me preguntaba si el padre comprendería realmente que su líder planeaba que la congregación presenciara la calcinación a muerte de dos vampiros, mientras al menos uno de ellos estaba atado a una humana que también acabaría quemada viva. Me preguntaba qué impacto tendría aquella «magnífica demostración del poder de Dios» en la salud mental de la cría.
Para mi desgracia, empezaron a apilar sus sacos de dormir contra la pared del lado opuesto del santuario mientras seguían hablando. Al menos esa familia se comunicaba. Además de la niña llorona había dos niños mayores, un chico y una chica, y, como buenos hermanos que eran, se estaban peleando como perros y gatos.
Un par de zapatos planos rojos trotaron junto el extremo de mi fila de bancos y desapareció por la puerta que conducía al ala de Steve. Me preguntaba si el grupo del despacho seguía debatiendo.
Los pies volvieron a aparecer al cabo de unos segundos, esta vez a un ritmo más acelerado. También me hice preguntas acerca de eso.
Aguardé unos cinco minutos más, pero no ocurrió nada.
En adelante, habría cada vez más gente. Era ahora o nunca. Rodé fuera del banco y me levanté. Por suerte, todos estaban distraídos con sus tareas cuando me incorporé. Anduve a paso ligero hacia las puertas dobles de la parte posterior de la iglesia. Por su repentino silencio supe que me habían visto.
—Hola —gritó la madre, incorporándose junto a su saco de dormir de intenso azul. Su expresión reflejaba mucha curiosidad—. Debes de ser nueva en la Hermandad. Me llamo Francie Polk.
—Sí —grité, tratando de sonar alegre—. ¡Tengo prisa! ¡Nos vemos luego!
Empezó a acercarse.
—¿Te has hecho daño? —preguntó—. Disculpa, pero tienes un aspecto horrible. ¿Eso es sangre?
Me miré la blusa. Tenía unas pocas manchas a la altura del pecho.
—Me he caído —dije, tratando de sonar dolida—. Necesito ir a casa para curarme esto y cambiarme de ropa. ¡Enseguida vuelvo!
Pude ver la duda en la cara de Francie Polk.
—Hay un botiquín en el despacho. ¿Por qué no me dejas que vaya y te lo traiga? —preguntó.
«Porque no quiero que lo hagas.»
—Mira, es que también tengo que ponerme otra blusa —alegué. Arrugué la nariz para mostrar lo poco apropiado que me parecía llevar una blusa manchada durante toda la noche.
Otra mujer apareció por las mismas puertas a las que yo tan desesperadamente quería llegar y se quedó parada, escuchando la conversación. Sus ojos negros no paraban de ir de mí a la determinada Francie.
—¡Hola, guapa! —dijo con un fuerte acento, y la pequeña mujer hispana, la cambiante, me dio un abrazo. Yo procedo de una cultura del abrazo, y se lo devolví automáticamente. Mientras estábamos abrazadas, me propinó un significativo pellizco.
—¿Cómo estás? —pregunté con alegría—. Ha pasado mucho tiempo.
—Oh, ya sabes, igual que siempre —contestó. Me miró con ojos cautos. Su pelo era de un castaño muy oscuro, casi negro, y era fosco y abundante. Tenía la piel del color de un caramelo lechoso y pecas oscuras. Sus exuberantes labios estaban pintados de un llamativo fucsia y sus dientes eran grandes y destellaban de blanco cada vez que me sonreía. Miré hacia sus pies. Llevaba zapatos planos rojos.
—Oye, acompáñame fuera mientras me fumo un cigarrillo —me dijo.
Francie Polk parecía más satisfecha.
—Luna, ¿es que no ves que tu amiga tiene que ir a un médico? —dijo, cargando sus palabras de moralidad.
—Sí que tienes algunos golpes y magulladuras —dijo Luna, examinándome—. ¿Te has vuelto a caer por las escaleras, chica?
—Ya lo sabes, mamá siempre me lo decía: «Caléndula, eres más torpe que un elefante».
—Ay, tu madre —dijo Luna, meneando la cabeza con aire de disgusto—. ¡Cómo si eso fuese a hacerte menos torpe!
—¿Y qué le vamos a hacer? —dije, encogiéndome de hombros—. ¿Nos disculpas, Francie?
—Claro que sí —dijo—. Os veré luego, supongo.
—Claro que sí —dijo Luna—. No me lo perdería por nada del mundo.
Y así salí de la sala de reuniones del Centro de la Hermandad del Sol, de la mano de Luna. Me afané en mantener un paso regular para que Francie no me viera cojear y aumentaran más sus sospechas.
—Gracias a Dios —dije cuando estuvimos fuera.
—Supiste lo que era —dijo ella rápidamente—. ¿Cómo es posible?
—Tengo un amigo cambiante.
—¿Quién?
—No es de aquí. Y no te lo diré sin su consentimiento.
Me observó, evaporada al instante toda pretensión de amistad.
—Vale, lo respeto —dijo—. ¿Qué haces aquí?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Acabo de salvarte el culo.
Tenía razón, mucha razón.
—Vale, soy telépata y el líder de los vampiros de tu zona me contrató para averiguar qué había sido de un vampiro desaparecido.
—Eso está mejor. Pero no es el líder de mí área. Soy una sob, pero de ninguna manera una maldita vampira. ¿Qué vampiro estás buscando?
—No tengo por qué decírtelo.
Arqueó las cejas.
—No.
Abrió la boca, como si fuese a gritar.
—Grita si quieres. Hay cosas que no pienso decir. ¿Qué es eso de sob?
—Un ser sobrenatural. Ahora me vas a escuchar —dijo Luna. En ese momento estábamos atravesando el aparcamiento, mientras los coches empezaban a llegar regularmente desde la carretera. Lanzó muchas sonrisas y saludos, y yo traté al menos de parecer contenta. Pero la cojera ya no era disimulable y tenía la cara más hinchada que una puta, como diría Arlene.
Por Dios que, de repente, sentí una honda nostalgia por volver a casa. Pero aparté ese sentimiento para centrarme en Luna, quien obviamente tenía cosas que contarme.
—Diles a los vampiros que nosotros tenemos este sitio vigilado…
—¿«Nosotros», quiénes?
—Los cambiantes de la zona metropolitana de Dallas.
—¿Estáis organizados? ¡Oye, eso es genial! Tendré que decírselo a… mi amigo.
Cerró los ojos en un gesto de desesperación. Era evidente que mi intelecto no le había impresionado.
—Escucha, amiguita, diles a los vampiros que en cuanto la Hermandad sepa de nuestra existencia nos acosará a nosotros también. Y no tenemos intención de integrarnos. Preferimos seguir ocultos toda la eternidad. Estúpidos vampiros. Nosotros vigilaremos a la Hermandad.
—¿Si la vigiláis tan bien, cómo es posible que no hayáis contactado con los vampiros para decirles que Farrell está retenido en el sótano? ¿Y qué me dices de Godfrey?
—Bueno, Godfrey quiere matarse, así que no es asunto nuestro. El acudió a la Hermandad, y no al revés. Casi se mean en los pantalones de la alegría que les dio una vez se recuperaron de la conmoción de estar compartiendo casa con uno de los malditos.
—¿Y qué hay de Farrell?
—No sabía quién estaba ahí abajo —admitió Luna—. Sabía que habían capturado a alguien, pero aún no estoy precisamente en el círculo más íntimo, así que no tuve forma de saber quién era. Hasta le hice la pelota todo lo que pude a ese capullo de Gabe, pero no sirvió de nada.
—Te alegrarás de saber que Gabe ha muerto.
—¡Vaya! —sonrió genuinamente por primera vez—. Eso sí que son buenas noticias.
—Y esto es el resto: tan pronto como pueda contactar con los vampiros, vendrán aquí a por Farrell. Así que, si estuviese en tu lugar, no volvería a la Hermandad esta noche.
Se mordió el labio inferior durante un instante. Estábamos ya en un extremo del aparcamiento.
—De hecho —dije—, sería ideal que me acercaras al hotel.
—Bueno, no tengo por vocación facilitarte la vida —espetó, recuperando su faceta de tía dura—. He de volver a esa iglesia antes de que se esparza la mierda, y sacar unos documentos. Pero piensa en esto, chica. ¿Qué van a hacer los vampiros con Godfrey? ¿Lo dejarán vivir? Es un pederasta y un asesino en serie. Ha matado a tanta gente que ya ni se puede llevar la cuenta. No puede parar, y lo sabe.
Así que la iglesia tenía su lado bueno… Daba a vampiros como Godfrey la oportunidad de suicidarse en público.
—Quizá deberían retransmitirlo por televisión de pago —dije.
—Lo harían si pudieran —dijo Luna seriamente—. Todos esos vampiros, aunque quieran integrarse, pueden ser en realidad bastante despiadados con cualquiera que pretenda fastidiarles los planes. Y Godfrey no está siendo precisamente de ayuda para ellos.
—No puedo resolver los problemas de todo el mundo, Luna. Por cierto, mi verdadero nombre es Sookie. Sookie Stackhouse. En fin, he hecho lo que podía. He cumplido con la tarea para la que me han contratado, y ahora tengo que volver para informar. Viva o muera Godfrey. Y mi impresión es que morirá.
—Más te vale tener razón —dijo con aire fatalista.
No llegaba a imaginar por qué iba a ser culpa mía que Godfrey cambiara de opinión. Simplemente había cuestionado el camino que había elegido, pero quizá ella estuviera en lo cierto. Tal vez yo tuviera alguna responsabilidad en todo ello.
Era simplemente demasiado para mí.
—Adiós —dije, y empecé a cojear por lo que quedaba de aparcamiento hacia la carretera. No había llegado muy lejos cuando escuché revuelo y gritos desde la iglesia y todas las luces exteriores se encendieron. El repentino destello me cegó.
—Quizá no vuelva a la Hermandad después de todo. No sería buena idea —dijo Luna desde la ventanilla de un Subaru Outback. Me lancé como pude al asiento del copiloto y salimos disparadas hacia la salida más cercana que daba a la autovía. Me abroché el cinturón sin pensarlo.
Pero si nosotras nos habíamos movido a toda prisa, otros lo habían hecho con aún más celeridad. Varios vehículos familiares se estaban situando para bloquear las salidas del aparcamiento.
—Mierda —dijo Luna.
Permanecimos detenidas un instante, mientras ella pensaba qué hacer.
—Nunca me dejarán salir, aunque te ocultemos de alguna manera. Y tampoco puedo dejarte en la iglesia: podrían registrar el aparcamiento con facilidad —Luna se mordía el labio con más intensidad—. Oh, a la mierda con el trabajo —exclamó, y volvió a arrancar el Outback. Al principio condujo con parsimonia, tratando de atraer la menor atención posible—. Esta gente no sabría lo que es la religión aunque les diera una patada en el culo —dijo. Cerca de la iglesia, Luna condujo sobre el bordillo que separaba el aparcamiento del césped, y luego sobre el césped, rodeando la zona de juegos infantiles, y me descubrí sonriendo de oreja a oreja, por mucho que me doliera la cara.
—¡Toma ya! —grité cuando golpeamos uno de los aspersores. Cruzamos casi al vuelo el patio frontal de la iglesia, comprobando que, por puro pasmo, nadie nos estaba siguiendo. Pero los más testarudos se organizaron en un minuto. El resto, la gente que no asumía los métodos más extremos de la Hermandad, iba a despertar esa noche de su letargo con un jarro de agua helada.
Luna miró por el retrovisor y dijo:
—Han desbloqueado las salidas y alguien nos está persiguiendo.
Nos mezclamos en el tráfico por la carretera que pasaba frente a la iglesia, otra autovía de cuatro carriles, donde nos recibieron con una sonata de claxon merced a nuestra repentina irrupción en la circulación.
—Joder —dijo Luna, reduciendo a una velocidad más razonable sin perder de vista el retrovisor—. Está demasiado oscuro. No sabría decir qué faros son los que nos persiguen.
Me pregunté si Barry habría avisado a Bill.
—¿Tienes un teléfono móvil? —le pregunté.
—Está en mi bolso, junto al carné de conducir, que, por cierto, sigue en mi despacho de la iglesia. Por eso supe que te habías escapado. En el despacho te olí. Sabía que te habían herido, así que salí a echar un vistazo. Cuando me di cuenta de que no te encontraría fuera, volví a entrar. Hemos tenido mucha suerte de que guardara las llaves del coche en el bolsillo.
Que Dios bendiga a los cambiantes. No me alegraba lo del móvil, pero no tenía remedio. De repente me pregunté dónde estaría el mío. Probablemente en algún despacho de la Hermandad del Sol. Al menos había sacado mi carné de identidad.
—¿No deberíamos parar en una cabina o en una comisaría?
—¿Y qué va a hacer la policía si les llamas? —preguntó Luna con la voz alentadora de quien conduce a una niña hacia la sabiduría.
—¿Ir a la iglesia?
—¿Y qué crees que pasará allí, chica?
—Pues le preguntarán a Steve por qué tenía retenida a una humana.
—Sí, ¿y qué dirá él?
—No sé.
—Dirá: «Nunca hemos retenido a ninguna prisionera. Se enzarzó en una disputa con Gabe, un empleado, y acabó matándolo. ¡Arréstenla!».
—¿Eso crees?
—Sí, eso creo.
—¿Y qué pasa con Farrell?
—Si los polis se meten en esto, ten por seguro que en la iglesia habrá alguien listo para ir al sótano y clavarle una estaca. Para cuando lleguen, adiós Farrell. Y tal vez ocurra lo mismo con Godfrey si no les apoya. Pero seguro que no se resistiría. Ese Godfrey quiere morir.
—¿Y Hugo, entonces?
—¿Crees que Hugo podrá explicar cómo acabó encerrado en un sótano? No sé lo que diría ese capullo, pero no será la verdad. Lleva meses con una doble vida y ya no sabe dónde tiene la cabeza.
—Entonces, no podemos decírselo a la policía. ¿A quién podemos recurrir?
—Tengo que llevarte con tu gente. No necesitas conocer a la mía. No quieren salir a la luz, ¿comprendes?
—Claro.
—Tú misma tienes que ser un bicho raro, ¿eh? Mira que reconocernos.
—Sí.
—¿Y qué eres? No eres vampira, eso está claro. Tampoco eres una de los nuestros.
—Soy telépata.
—¡Telépata! ¡No jodas! Buhhh, buhhh —dijo Luna, imitando el típico sonido de un fantasma.
—No soy más rara que tú —contesté, sintiendo que me podía permitir ser un poco irritante.
—Lo siento —dijo sin creerse sus propias palabras—. Vale, éste es el plan…
Pero no conseguí escuchar cuál era su plan porque en ese momento nos golpearon por detrás del coche.
Lo siguiente que supe era que estaba colgando boca abajo de mi cinturón de seguridad. Una mano trataba de tirar de mí. Reconocí las uñas; era Sarah. La mordí.
La mano se retiró con un grito.
—Sin duda ha perdido la cabeza —oí que Sarah parloteaba con su dulce voz con otra persona, alguien, deduje, que no estaba relacionado con la iglesia. Sabía que tenía que actuar.
—No le haga caso. Ella nos golpeó con su coche —grité—. No deje que me toque.
Miré a Luna, cuyo pelo tocaba ahora el techo del coche. Estaba despierta, pero no decía nada. No paraba de retorcerse, y supuse que trataba de liberarse de su cinturón de seguridad.
Había muchas voces hablando fuera del coche, casi todas ellas beligerantes.
—Ya se lo he dicho, es mi hermana y está borracha —le estaba diciendo Polly a alguien.
—Es mentira. Exijo que me hagan las pruebas de alcoholemia ahora mismo —dije con la voz más digna que pude emitir, habida cuenta de que estaba conmocionada y colgando boca abajo—. Llamen a la policía inmediatamente, por favor, y a una ambulancia también.
Si bien Sarah empezó a farfullar algo, una voz grave de hombre la interrumpió:
—Señora, no parece que quiera que esté con ella. Y me parece que tiene unos argumentos bastante convincentes.
Por la ventanilla apareció la cara del hombre. Estaba arrodillado e inclinado de lado para mirar al interior.
—He llamado a emergencias —dijo la voz grave. Tenía el pelo desgreñado, lucía una barba incipiente y pensé que era guapísimo.
—Por favor, quédese hasta que lleguen —le rogué.
—Aquí estaré —prometió antes de que su cara desapareciera.
Había más voces ahora. Sarah y Polly se estaban poniendo chillonas. Habían golpeado nuestro coche. Había muchos testigos. Su insistencia en desempeñar el papel de hermanas no cuajaba muy bien en el gentío. Además, intuí que había dos hombres de la Hermandad con ellas cuyo comportamiento invitaba a todo menos a la cordialidad.
—Pues entonces nos marchamos —dijo Polly, la ira prendida en la voz.
—No, ustedes se quedan —intervino mi maravilloso y beligerante salvador—. Hay que arreglar el tema de los seguros.
—Así que es eso —dijo una voz masculina mucho más joven—. No queréis pagar por los arreglos de su coche. ¿Y qué pasa si están heridas? ¿Acaso no tendréis que pagar el hospital también?
Luna había logrado desabrocharse y se retorció al caer sobre el techo del coche, que ahora era el suelo. Con una flexibilidad que no pude sino envidiar logró sacar la cabeza por la ventanilla abierta y empezó a apoyar los pies contra cualquier cosa que pudiera encontrar. Poco a poco logró deslizarse fuera del vehículo. Uno de los puntos de apoyo resultó ser mi hombro, pero ni siquiera miré. Era necesario que una de las dos se liberase.
Hubo exclamaciones fuera cuando Luna hizo su aparición, y luego le oí decir:
—Vale, ¿quién de vosotros iba conduciendo?
Varias voces repicaron a la vez, unas diciendo que uno, otras diciendo que otro, pero todas conscientes de que Sarah, Polly y sus esbirros eran los responsables y Luna la víctima. Había tanta gente alrededor que, cuando llegó otro coche de la Hermandad, no hubo forma de que nos pusieran un dedo encima. Que Dios bendiga a los mirones americanos, pensé. Estaba sentimental.
El auxiliar médico que acabó sacándome del coche era el chico más mono que había visto en mi vida. Según la etiqueta identificativa que llevaba, se llamaba Salazar.
—Salazar —dije sólo para cerciorarme de que era capaz de decirlo. Tuve que pronunciarlo con cuidado.
—Sí, ése soy yo —dijo mientras levantaba mi párpado para comprobar el ojo—. Se ha dado un buen golpe, señorita.
Empecé a decirle que me había hecho alguna de esas heridas antes del accidente de coche, pero entonces escuché que Luna decía:
—Mi agenda salió despedida del salpicadero y le dio en la cara.
—Sería mejor que mantuviera el salpicadero despejado, señora —dijo otra voz, con tono nasal.
—Lo sé, agente.
¿Agente? Traté de girar la cabeza y lo que obtuve fue una reprimenda de Salazar.
—Quédese quieta hasta que termine de examinarla —me advirtió con aspereza.
—Vale —dije al cabo de un momento—. ¿Ha llegado la policía?
—Así es, señorita. Dígame, ¿qué le duele?
Recorrimos toda la lista de preguntas de rigor, a la mayoría de las cuales pude dar respuesta.
—Creo que se pondrá bien, señorita, pero es necesario que la llevemos a usted y a su amiga al hospital para asegurarnos —Salazar y su compañera, una mujer caucásica de complexión grande, no admitirían discusión al respecto.
—Oh —dije ansiosa—. No creo que necesitemos ir al hospital, ¿no crees, Luna?
—Claro que sí —dijo, sorprendida—. Hay que hacerte una radiografía, cariño. Ese pómulo tuyo no tiene muy buena pinta.
—Oh —estaba un poco aturdida por ese giro de los acontecimientos—. Bueno, si tú lo dices.
—Claro que sí.
Así que Luna caminó hacia la ambulancia y a mí me subieron en una camilla con ruedas. Encendieron las sirenas y arrancamos. Lo último que vi antes de que cerraran las puertas fue a Polly y a Sarah hablando con un agente de policía muy alto. Ambas parecían muy molestas. Eso estaba bien.
El hospital era como todos los hospitales. Luna se pegó a mí como una lapa. Nos metieron en el mismo cubículo y una enfermera vino después para recabar aún más detalles. Entonces, Luna dijo:
—Dígale al doctor Josephus que Luna Garza y su hermana están aquí.
La enfermera, una joven afroamericana, miró a Luna, dubitativa.
—Está bien —dijo, antes de marcharse sin perder tiempo.
—¿Cómo has hecho eso? —pregunté.
—¿Conseguir que una enfermera deje de rellenar informes? Pedí que nos trajeran a este hospital adrede. Tenemos gente en cada hospital de la ciudad, pero me consta que nuestro hombre aquí es el mejor.
—¿Nuestro?
—Nosotros. Los de la Doble Estirpe.
—Oh.
Los cambiantes. No veía la hora de contarle a Sam todo aquello.
—Soy el doctor Josephus —dijo una voz tranquila. Alcé la cabeza para ver que un hombre discreto de pelo canoso había accedido al cubículo corriendo las cortinas. Padecía una calvicie incipiente y tenía una nariz afilada, sobre la que reposaban unas gafas de montura metálica. Sus ojos, aumentados por las lentes, eran azules y me parecieron atentos.
—Soy Luna Garza, y ella es mi amiga, Caléndula —dijo Luna, como si fuese una persona diferente. De hecho, la miré para asegurarme de que era la misma Luna—. La mala fortuna nos ha unido esta noche en el cumplimiento de nuestro deber.
El médico me miró con desconfianza.
—Es de fiar —dijo Luna con gran solemnidad. No quería arruinar el momento con una risa tonta, pero no pude evitar morderme un carrillo.
—Necesitas que te hagan una radiografía —dijo el médico después de mirarme la cara y examinar la grotesca hinchazón de la rodilla. Presentaba varias abrasiones y magulladuras, eso era todo.
—Entonces habrá que hacerlas lo antes posible y buscar una forma segura de salir de aquí —dijo Luna con una voz que no admitía discusión.
Ningún servicio hospitalario fue nunca más rápido. Supuse que el doctor Josephus formaba parte del consejo de administración. O quizá fuese el jefe de personal. Trajeron una máquina de radiografías portátil, me hicieron unas cuantas y, a los pocos minutos, el doctor Josephus me dijo que tenía una pequeña fisura en el pómulo que se curaría sola. También me daba la posibilidad de ponerme en manos de un cirujano plástico en cuanto hubiese remitido la inflamación. Me prescribió unos analgésicos, me dio muchos consejos, una bolsa de hielo para ponérmela en la cara y otra para la rodilla que definió como «dislocada».
Al cabo de diez minutos nos dispusimos a abandonar el hospital. Luna empujaba mi silla de ruedas y el doctor Josephus nos guiaba por una especie de túnel de servicio. Nos cruzamos con un par de empleados que entraban en el edificio. Parecía gente de pocos recursos, de esos que tienen trabajos mal pagados, como celadores o cocineros de hospital. Me costaba creer que el altivo doctor Josephus hubiera atravesado antes ese túnel, pero parecía saber adonde iba, y ninguno de los empleados pareció sorprenderse por su presencia. Cuando llegamos al final del túnel, empujó una pesada puerta de metal.
Luna Garza le hizo un regio gesto de cabeza.
—Muchas gracias —dijo y me empujó hacia la noche. Fuera había un gran coche viejo aparcado. Era granate, o quizá marrón oscuro. Mirando un poco más en derredor, deduje que nos encontrábamos en un callejón. Había grandes contenedores de basura alineados contra la pared, y vi un gato saltando sobre algo (no quise saber qué) entre dos contenedores. Cuando la puerta silbó al cerrarse herméticamente detrás de nosotros, el callejón permaneció en silencio. Sentí que el miedo volvía a adueñarse de mí.
Estaba increíblemente cansada de tener miedo.
Luna fue hacia el coche, abrió la puerta trasera y dijo algo a quienquiera que estuviera dentro. Fuese cual fuese la respuesta, la enfadó. Insistió en otro idioma.
Hubo una discusión.
Luna volvió a mí a grandes zancadas.
—Hay que vendarte los ojos —dijo, segura de que aquello me ofendería sobremanera.
—No pasa nada —dije, indicando con un gesto de la mano lo trivial que me parecía el asunto.
—¿No te importa?
—No. Lo comprendo, Luna. A todos nos gusta preservar nuestra intimidad.
—Está bien —volvió rápidamente al coche y regresó con un pañuelo de seda verde y azul brillante en la mano. Me vendó como si fuéramos a jugar a ponerle el rabo al burro y ató cuidadosamente el pañuelo detrás de mi cabeza.
—Escucha —me dijo al oído—. Esos dos son duros, ten cuidado.
Perfecto, me apetecía estar más aterrada.
Me empujó hasta el coche y me ayudó a subirme. Supongo que regresaría a la puerta con la silla para que alguien la recogiera. Al poco tiempo, se metió en el coche por el otro lado.
Había dos presencias en los asientos delanteros. Las palpé mentalmente, con mucha delicadeza, y descubrí que ambas eran cambiantes. Al menos su cerebro emitía ese colorido, el estampado rabioso semiopaco que percibía en Luna y Sam. Sam, mi jefe, a menudo se transforma en collie. Me preguntaba cuáles eran las preferencias de Luna. En cuanto a los otros dos, había una diferencia, una especie de pesadez rítmica. Su perfil mental parecía sutilmente diferente, no del todo humano.
Durante unos minutos reinó un silencio absoluto, mientras el coche salía del callejón y atravesaba la noche.
—El hotel Silent Shore, ¿verdad? —preguntó la conductora con una voz que parecía un gruñido. Entonces me di cuenta de que casi era luna llena. Demonios. Tenían que cambiar en luna llena. Quizá por eso Luna había actuado con esa rebeldía en la Hermandad cuando empezó a anochecer. La salida de la luna la había alterado.
—Sí, por favor —contesté educadamente.
—Comida que habla —apuntó el copiloto. Su voz se parecía más si cabe a un gruñido.
Eso no me gustó nada, pero no se me ocurrió cómo responder. Por lo que se veía, tenía tanto que aprender acerca de los cambiantes como de los vampiros.
—Cerrad el pico vosotros dos —intervino Luna—. Esta es mi invitada.
—No es más que comida para cachorros —insistió el copiloto. Ese tío empezaba a caerme realmente mal.
—A mí me huele más a hamburguesa —dijo la conductora—. Tiene un par de arañazos, ¿verdad, Luna?
—Le estáis dando todo un recital de nuestro grado de civilización —espetó Luna—. Controlaos un poco. Ya ha tenido una noche asquerosa, y, encima, se ha roto un hueso.
Y eso que aún me quedaba noche por delante. Aparté la bolsa de hielo que sostenía en la cara. Hay un límite de frío extremo que una puede soportar en la cavidad nasal.
—¿Por qué demonios tendría que mandar el maldito Josephus a unos hombres lobo? —me dijo Luna al oído entre dientes. Pero yo sabía que lo habían escuchado; Sam lo oía todo, y no era, ni de lejos, tan poderoso como un hombre lobo. Al menos eso era lo que yo pensaba. A decir verdad, hasta ese momento no había estado segura de que existieran los hombres lobo.
—Supongo —dije con tacto y de manera que se me oyera bien— que pensaría que serían ideales para defendernos si nos volvían a atacar.
Sentí cómo las criaturas que viajaban delante aguzaban el oído. Puede que literalmente.
—Nos las estábamos apañando bien —contestó Luna, indignada. Se removía sobre su asiento como si se hubiera tomado una docena de tazas de café.
—Luna, nos golpearon y nuestro coche acabó volcando. Hemos estado en urgencias. ¿A qué te refieres con «apañando bien»?
Entonces me vi obligada a responder a mi propia pregunta:
—Eh, perdóname, Luna. De no haber sido por ti, esa gente me habría matado. No es culpa tuya que nos hayan hecho volcar.
—¿Habéis tenido jaleo esta noche? —preguntó el copiloto con tono más cívico. Estaba deseando meterse en una pelea. No sabía si todos los hombres lobo eran tan enérgicos como ése, o si era una cuestión de carácter.
—Sí, con la jodida Hermandad —dijo Luna, lustrando sus palabras con orgullo—. Tenían a esta chica metida en una celda. En una mazmorra.
—No jodas —dijo la conductora. Mostraba la misma hiperactividad en su… Bueno, yo diría «aura» a falta de un término mejor.
—No jodo —dije con firmeza—. Por cierto, donde vivo, trabajo para un cambiante —añadí, para dar algo más de conversación.
—¿En serio? ¿A qué se dedica?
—Tiene un bar. Es el dueño.
—¿Y estás lejos de casa?
—Demasiado lejos —dije.
—¿Y esta murcielaguilla te ha salvado la vida esta noche de verdad?
—Sí —estaba siendo absolutamente sincera al respecto—. Luna me ha salvado la vida —¿hablarían literalmente? ¿Acaso Luna se transformaba realmente en…? Oh, Dios.
—Vaya, vaya con Luna —al parecer, había un leve grado de respeto añadido en esa voz gruñona.
A Luna le halagó el elogio, como era lógico, y me dio unas palmadas en la mano. Sumidos en un silencio más agradable, avanzamos durante unos cinco minutos más.
—Ya estamos cerca del Silent Shore —dijo entonces la conductora.
Lancé un largo suspiro de alivio.
—Hay un vampiro esperando en la entrada.
Casi me arranqué el pañuelo de los ojos, antes de darme cuenta de que sería algo bastante arriesgado.
—¿Qué aspecto tiene?
—Es muy alto, rubio. Buena mata de pelo. ¿Amigo o enemigo?
Tuve que pensármelo.
—Amigo —dije, tratando de no sonar titubeante.
—Nam, ñam —dijo la conductora—. ¿Saldría conmigo también?
—Ni idea. ¿Quieres preguntárselo?
Luna y el copiloto hicieron sonidos burlones.
—¡No puedes salir con un fiambre! —protestó Luna—. Venga, Deb… ¡Mujer!
—Oh, vale —dijo la conductora—. Algunos de ellos no están tan mal. Me acerco a la acera, bomboncito.
—Se refiere a ti —me dijo Luna al oído.
Nos detuvimos y Luna se inclinó hacia mí y abrió la puerta. Cuando salí con la ayuda de Luna, escuché una exclamación procedente de la acera. En un abrir y cerrar de ojos, Luna cerró de un portazo. El coche lleno de cambiantes se alejó haciendo chirriar las ruedas. Desapareció en la densa noche, arrastrando un aullido tras de sí.
—¿Sookie? —dijo una voz familiar.
—¿Eric?
Andaba a tientas con los ojos vendados, pero Eric agarró el pañuelo por detrás y tiró de él. Me había agenciado así un pañuelo precioso, aunque un poco manchado. La fachada del hotel, con sus sobrias y pesadas puertas, destacaba iluminada en medio de la oscuridad nocturna, dotando a Eric de una notable palidez. Vestía un traje a rayas convencional.
Me alegré de verle. Me cogió del brazo para que dejara de tambalearme y me miró de arriba abajo con una expresión inescrutable. Eso se les daba bien a los vampiros.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó.
—Me… Bueno, es difícil de explicar rápidamente. ¿Dónde está Bill?
—Lo primero que hicimos fue ir a la Hermandad del Sol para sacaros de allí. Pero, mientras estábamos de camino, supimos por uno de los nuestros, que es policía, que estabais implicadas en un accidente y que os habían llevado a un hospital. Así que él se dirigió hacia allí, donde averiguó que habíais salido por cauces poco usuales. Nadie le dijo nada, y tampoco tenía forma de amenazarlos —Eric parecía sumamente frustrado. El hecho de tener que vivir dentro de la legalidad humana era una constante irritación para él, aunque disfrutaba plenamente de sus beneficios—. Y luego perdimos tu rastro por completo. El botones sólo te escuchó una vez mentalmente.
—Pobre Barry. ¿Está bien?
—Es unos cientos de dólares más rico y está bastante contento al respecto —dijo Eric con sequedad—. Ahora sólo necesitamos a Bill. Nos has dado un disgusto, Sookie —se sacó un teléfono móvil del bolsillo y marcó un número. Tras un rato bastante largo, alguien respondió.
—Bill, está aquí. La han traído unos cambiantes —me miró—. Está magullada pero puede caminar —escuchó un poco más—. ¿Tienes tu llave, Sookie? —preguntó. Hurgué en el bolsillo de la falda, donde había metido el rectángulo de plástico hacía un millón de años.
—Sí —dije, apenas capaz de creer que algo había salido bien—. ¡Oh, espera! ¿Han encontrado a Farrell?
Eric alzó la mano indicando que enseguida me atendería.
—Bill, la subiré y empezaré a curarla —sus hombros se pusieron rígidos—. Bill —dijo con un tinte de amenaza en su tono—. Está bien. Adiós —se volvió hacia mí como si no se hubiera producido la interrupción.
—Sí, Farrell está a salvo. Asaltaron la Hermandad.
—Hay… ¿Hay muchos heridos?
—La mayoría de ellos estaban demasiado asustados como para acercarse. Se desperdigaron y volvieron a casa. Farrell estaba en una celda subterránea con Hugo.
—Ah, sí, Hugo. ¿Qué ha sido de él?
Mi tono tuvo que ser de mucha curiosidad, porque Eric me miró de reojo mientras avanzábamos hacia el ascensor. Caminaba a mi ritmo, y yo cojeaba notablemente.
—¿Quieres que te lleve? —me preguntó.
—No creo que haga falta. He llegado bien hasta aquí —habría aceptado la misma oferta de parte de Bill al instante. Barry me saludó con la mano desde el mostrador de recepción. Habría corrido hacia mí de no haber estado junto a Eric. Le devolví lo que esperaba que fuese una mirada significativa para indicarle que hablaríamos más tarde. Entonces sonó el timbre del ascensor, se abrió la puerta y los dos subimos. Eric pulsó el botón del piso y se apoyó contra la pared de espejo frente a mí. Mientras lo observaba, no fui capaz de sostener la mirada en mi propio reflejo.
—Oh, no —dije, absolutamente horrorizada—. Oh, no —el pelo se me había quedado chafado por la peluca. Al intentar adecentarlo más tarde con los dedos, el resultado había sido el completo desastre que estaba presenciando. Mis manos fueron en su auxilio, impotente y dolorosamente, y mi boca se estremeció con lágrimas reprimidas. Y eso que el pelo era lo que mejor estaba. Tenía magulladuras visibles por todo el cuerpo, desde meros rasguños a heridas más serias. No quería imaginar qué había en las partes que no estaban a la vista. Parte de mi cara estaba hinchada y descolorida, tenía un corte en medio de la magulladura de mi mejilla, había perdido la mitad de los botones de la blusa, mi falda estaba rasgada y echada a perder y mi brazo derecho estaba surcado de esquirlas ensangrentadas.
Empecé a llorar. Tenía un aspecto tan espantoso que quebró lo que me quedaba de moral.
Eric tuvo el detalle de no reírse, aunque es posible que le apeteciera hacerlo.
—Sookie, con un baño y ropa limpia te repondrás enseguida —dijo, como si le estuviera hablando a una niña. A decir verdad, no me sentía muy adulta en ese instante.
—La mujer lobo dijo que eras muy mono —comenté entre sollozos. Salimos del ascensor.
—¿Mujer lobo? Sí que has tenido aventuras esta noche, Sookie —me agarró como si fuese un montón de ropa y me apretó contra su pecho. Le mojé con lágrimas y mocos la maravillosa chaqueta del traje, y su camisa blanca dejó de estar inmaculada.
—Oh, lo siento —me aparté y lo miré. Traté de arreglarlo con el pañuelo.
—No llores más —dijo precipitadamente—. Tan sólo deja de llorar y no me importará llevar esto a la lavandería. Ni siquiera me importará comprarme un traje nuevo.
Me pareció bastante divertido que Eric, el temido señor de los vampiros, se pusiese nervioso ante una mujer llorando. Reí disimuladamente entre los sollozos residuales.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó.
Agité la cabeza.
Deslicé la llave en la cerradura y entré en mi habitación.
—Si quieres te ayudo a entrar en la bañera —se ofreció Eric.
—Oh, no será necesario —un baño era lo que más me apetecía en el mundo, eso y no tener que volver a ponerme esa ropa nunca más, pero no pensaba bañarme delante de Eric.
—Seguro que eres una perita en dulce desnuda —dijo Eric, tratando de levantarme los ánimos.
—Ya lo sabes, soy tan sabrosa como un gran bocadito de nata —dije, sentándome con cuidado en una silla—. Aunque ahora mismo me siento más como una boudain —la boudain es una salchicha cajún hecha con todo tipo de cosas, ninguna de ellas elegante. Eric arrastró otra silla y depositó mi pierna encima para mantener elevada la rodilla. Le puse encima la bolsa de hielo y cerré los ojos. Eric llamó a recepción para que le subieran unas pinzas, un cuenco y una serie de ungüentos asépticos, además de una silla de ruedas. Todo llegó al cabo de unos diez minutos. El personal era muy eficiente.
Había un pequeño escritorio junto a una de las paredes. Encendimos la lámpara. Tras restregarme el brazo con un paño húmedo, Eric empezó a retirar las esquirlas clavadas. Eran diminutos trozos de cristal de la ventanilla del Outback de Luna.
—Si fueses una chica normal, usaría mi glamour y no sentirías esto —comentó—. Sé valiente.
Dolía de mil demonios, hasta el punto de que las lágrimas me surcaron la cara durante todo el proceso. Me costó lo mío mantener el silencio.
Por fin escuché otra llave que abría la puerta y abrí los ojos. Bill me miró, puso una mueca de dolor y observó lo que Eric estaba haciendo. Asintió a modo de aprobación hacia Eric.
—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó, dedicándome la más leve de las caricias en el rostro. Acercó una tercera silla y se sentó. Eric continuó con su trabajo.
Empecé a explicárselo. Estaba tan cansada que a veces me fallaba la voz. Cuando llegué a la parte de Gabe, me faltó el juicio de quitarle hierro al asunto. Bill contenía su temperamento con una disciplina inquebrantable. Me levantó la blusa con dulzura para comprobar el sujetador destrozado y las magulladuras del pecho a pesar de la presencia de Eric. El también miró, por supuesto.
—¿Qué le pasó a ese Gabe? —preguntó Bill con gélida tranquilidad.
—Está muerto —contesté—. Godfrey lo mató.
—¿Viste a Godfrey? —dijo Eric, inclinándose hacia delante. No había dicho una palabra hasta ese momento. Había terminado de curarme el brazo. Restregó una solución antibiótica por toda su superficie como si estuviese curando una piel de bebé irritada por el pañal.
—Tenías razón, Bill. Él fue quien raptó a Farrell, aunque no sé los detalles. Y Godfrey impidió que Gabe me violara. Aunque tengo que decir que no me he librado de algunos lametones.
—No presumas tanto —dijo Bill con una leve sonrisa—. Así que está muerto —continuó, aunque no parecía satisfecho.
—Godfrey se portó al detener a Gabe y ayudarme a escapar, sobre todo dado que lo único que le preocupaba era ver el amanecer. ¿Dónde está ahora?
—Salió corriendo y se perdió en la noche durante nuestro ataque a la Hermandad —explicó Bill—. Ninguno de nosotros fue capaz de echarle el guante.
—¿Qué ha pasado con la Hermandad?
—Te lo contaré, Sookie, pero será mejor que nos despidamos de Eric. Te lo contaré mientras te baño.
—Está bien —accedí—. Buenas noches, Eric. Gracias por los remiendos.
—Creo que eso ha sido lo esencial —le dijo Bill a Eric—. Si hay algo más, iré a verte a tu habitación más tarde.
—Bien —Eric me miró con los ojos entornados. Me lamió un par de veces mientras me curaba el brazo. El sabor parecía haberle intoxicado—. Que descanses, Sookie.
—Ah —dije, abriendo mucho los ojos de repente—. Le debemos una a los cambiantes.
Los dos vampiros se quedaron mirándome.
—Bueno, puede que vosotros no, pero yo sí.
—Bien, seguro que pondrán alguna reclamación sobre la mesa —predijo Eric—. Esos cambiantes nunca hacen un favor gratis. Buenas noches, Sookie, me alegro de que no te hayan matado o violado —esbozó una rápida sonrisa y recuperó su aspecto habitual.
—Muchas gracias —dije, volviendo a cerrar los ojos—. Buenas noches.
Cuando la puerta se cerró detrás de Eric, Bill me cogió en brazos de la silla y me llevó al baño. Era tan grande como todos los cuartos de baño de hotel, pero la bañera era adecuada. Bill la llenó de agua caliente y me quitó la ropa con mucho cuidado.
—Tírala a la basura, Bill —le dije.
—Sí, quizá haga eso también —dijo mientras volvía a repasar mis magulladuras, apretando los labios en una fina línea.
—Algunas de ellas son de la caída por las escaleras y otras del accidente de coche —expliqué.
—Si Gabe no estuviera muerto lo buscaría para matarlo yo mismo —dijo Bill, más bien para sí—. Me tomaría mi tiempo —me levantó con la misma facilidad que si fuese un bebé y me metió en la bañera. Empezó a limpiarme con una esponja y una pastilla de jabón.
—Tengo el pelo hecho un desastre.
—Sí, pero podremos encargarnos de él por la mañana. Necesitas dormir.
Empezando por la cara, Bill me frotó con suavidad por todo el cuerpo. El agua se tiñó de suciedad y sangre seca. Comprobó meticulosamente el estado de mi brazo para asegurarse de que Eric se había deshecho de todas las esquirlas. Luego vació la bañera y la volvió a llenar mientras yo tiritaba. A la segunda, acabé limpia. Después de quejarme por el pelo una segunda vez, dio su brazo a torcer. Me mojó la cabeza y me aplicó champú al cabello, enjuagándolo cuidadosamente. No hay mejor sensación en el mundo que sentirse limpia de pies a cabeza después de haber estado asquerosamente sucia, disfrutar de una cama con sábanas limpias y poder dormir en ella sintiéndose segura.
—Cuéntame lo que pasó en la Hermandad —le dije mientras me llevaba a la cama—. Quédate conmigo.
Bill me metió bajo las sábanas y se tumbó a mi lado. Deslizó su brazo bajo mi cabeza y se acercó un poco más. Coloqué la frente contra su pecho cuidadosamente y empecé a frotárselo.
—Cuando llegamos, aquello parecía un hormiguero sumido en el caos —dijo—. El aparcamiento estaba lleno de coches y gente, y seguían llegando para pasar esa… ¿noche sin dormir?
—Noche blanca —murmuré, volviéndome lentamente del lado derecho para acurrucarme contra él.
—Hubo jaleo cuando llegamos. Casi todos ellos se metieron en sus coches y salieron tan rápido como les permitió el tráfico. Su líder, Newlin, trató de impedirnos la entrada al vestíbulo de la Hermandad… Apuesto a que fue una iglesia en su día. Nos dijo que estallaríamos en llamas si entrábamos porque estábamos malditos —bufó—. Stan lo levantó y lo apartó. Entramos en la iglesia con Newlin y su mujer correteando detrás de nosotros. Ninguno de nosotros estalló en llamas, lo cual parece que conmocionó bastante a la gente.
—Estoy segura —murmuré hacia su pecho.
—Barry nos dijo que cuando se comunicó contigo tuvo la sensación de que estabas «abajo»; por debajo del nivel del suelo. Creyó captar la palabra «escaleras». Eramos seis: Stan, Joseph Velasquez, Isabel y otros. Nos llevó unos seis minutos eliminar todas las posibilidades y encontrar las escaleras.
—¿Qué hicisteis con la puerta? Recuerdo que tenía unos buenos cerrojos.
—La arrancamos de los goznes.
—Oh —bueno, está claro que eso suponía la forma más rápida de entrar.
—Pensaba que seguías ahí abajo, por supuesto. Cuando encontré la habitación con el muerto de los pantalones bajados… —hizo una larga pausa—, estuve seguro de que habías estado ahí. Aún podía olerte en el aire. Tenía una mancha de sangre, la tuya, y descubrí más rastros. Estaba muy preocupado.
Le di unas palmadas. Me sentía demasiado cansada y débil como para hacerlo más vigorosamente, pero era el único consuelo que le podía ofrecer en ese momento.
—Sookie —dijo con mucho cuidado—. ¿Hay algo más que quieras contarme?
Estaba demasiado somnolienta como para saber a qué se refería.
—No —dije con un bostezo—. Creo que ya conté todas mis aventuras antes.
—Pensé que como Eric estaba antes en la habitación te habrías reservado algo.
Finalmente escuché caer el segundo zapato. Le besé en el pecho, encima del corazón.
—Godfrey llegó a tiempo.
Hubo un prolongado silencio. Miré hacia arriba para ver la cara de Bill, pétrea como la de una estatua. Sus negras pestañas destacaban asombrosamente en contraste con su palidez. Sus ojos oscuros parecían pozos sin fondo.
—Cuéntame el resto —dije.
—Avanzamos por el refugio subterráneo y encontramos la habitación más grande, junto a una amplia zona llena de suministros, comida y armas, donde resultaba obvio que habían mantenido a otro vampiro.
Yo no había visto esa parte del refugio, y tenía claro que no iba a volver para visitar lo que me había perdido.
—En la segunda celda encontramos a Farrell y a Hugo.
—¿Hugo estaba vivo?
—Apenas —Bill me besó la frente—. Afortunadamente para Hugo, a Farrell le gusta el sexo con hombres más jóvenes.
—Quizá por eso lo escogió Godfrey para el secuestro cuando decidió dar ejemplo con otro pecador.
Bill asintió.
—Eso es lo que dijo Farrell. Pero había pasado mucho tiempo sin sangre ni sexo. Tenía hambre en todos los sentidos. Sin las esposas de plata, Hugo lo habría… Lo habría pasado mal. A pesar de estar esposado con plata en muñecas y tobillos, Farrell fue capaz de alimentarse de Hugo.
—¿Sabías que Hugo era el traidor?
—Farrell escuchó vuestra conversación.
—¿Cómo…? Oh, vale, el oído de los vampiros. Tonta de mí.
—Farrell también quiso saber qué le hiciste a Gabe para que gritara.
—Le golpeé en las orejas —repetí el gesto de la mano para mostrárselo.
—Farrell estaba encantado. Ese tal Gabe era de los que disfrutaban ejerciendo su poder sobre los demás. Sometió a Farrell a muchas humillaciones.
—Farrell tiene suerte de no ser una mujer —dije—. ¿Dónde está Hugo ahora?
—En un lugar seguro.
—¿Seguro para quién?
—Seguro para vampiros. Lejos de los medios de comunicación. Les gustaría demasiado su historia.
—¿Qué van a hacer con él?
—Eso lo decidirá Stan.
—¿Recuerdas el trato que teníamos con Stan? Si, gracias a mí, se descubren pruebas de culpabilidad de humanos, no se les puede matar.
Era evidente que Bill no tenía ganas de seguir debatiendo ese punto. Su expresión se volvió seria.
—Sookie, será mejor que duermas. Hablaremos de ello cuando despiertes.
—Pero, para entonces, puede que haya muerto.
—¿Por qué te importa tanto?
—¡Porque ése fue el trato! Sé que Hugo es un cabrón, y le odio, pero no puedo evitar que me dé pena; y no creo que pueda vivir con la conciencia tranquila sabiendo que tuve que ver con su muerte.
—Sookie, seguirá vivo cuando despiertes. Hablaremos de ello entonces.
Sentí que el sueño tiraba de mí, como una ola de un surfista. Costaba creer que sólo fueran las dos y media de la noche.
—Gracias por venir a por mí.
Tras una pausa, Bill dijo:
—Primero no estabas en la Hermandad, sólo había rastros de tu sangre y un violador muerto. Cuando supe que no estabas en el hospital, que te habían sacado de allí como por arte de magia…
—¿Mmmmh?
—Me asusté mucho. Nadie sabía dónde podías estar. De hecho, mientras estuve allí hablando con la enfermera que te admitió, tu nombre desapareció de la pantalla del ordenador.
Me quedé impresionada. Esos cambiantes estaban organizados hasta límites impresionantes.
—Quizá debería enviarle a Luna unas flores —dije, apenas capaz de pronunciar las palabras.
Bill me besó. Fue un beso muy agradable, y eso fue lo último que recuerdo.