Había muchos humanos a los que no les había gustado nada descubrir que compartían el planeta con vampiros. A pesar de que lo llevaran haciendo siglos —aunque ellos no lo supieran—, en cuanto se dieron cuenta de que los vampiros eran reales, se postularon a favor de su destrucción. Y no eran más escrupulosos a la hora de escoger sus métodos de asesinato de lo que habría sido un vampiro renegado.
Los vampiros renegados eran los no muertos de estilo clásico; no querían que los humanos supiesen de ellos más de lo que ellos querían saber de los humanos. Rechazaban la sangre sintética, que suponía el elemento básico de la dieta vampírica de nuestros días. Los renegados creían que el único futuro que tenían los de su especie era el regreso a la invisibilidad y el secretismo. Asesinaban humanos por el mero placer de hacerlo, y porque recibían con brazos abiertos el regreso de la persecución de los de su especie. Veían en ello el modo de convencer a sus congéneres integrados que el secretismo era lo mejor para el futuro de la especie. Por otra parte, la persecución también era una forma de control demográfico.
Supe, gracias a Bill, que había vampiros que caían en un profundo remordimiento, incluso tedio, tras una vida demasiado larga. Éstos pretendían renunciar a su condición, querían «ver amanecer», expresión vampírica con la que se referían al suicidio por permanecer en espacios abiertos al despuntar del sol.
Una vez más, el novio que había elegido me llevaba por caminos que nunca habría recorrido sola. Nunca habría tenido la necesidad de saber todo eso, ni siquiera habría soñado con salir con alguien que había muerto, de no haber nacido con la tara de la telepatía. Para los chicos humanos era una especie de paria. Os podréis imaginar lo imposible que es salir con alguien a quien le puedes leer la mente. Cuando conocí a Bill comenzó la época más feliz de mi vida. Sin embargo, me había topado con más problemas en los meses siguientes a conocerle de los que había tenido en los veinticinco años previos de mi vida.
—¿Cree que Farrell está muerto? —pregunté, obligándome a centrarme en la actual crisis. Odiaba preguntar, pero necesitaba saberlo.
—Es posible —dijo Stan tras una larga pausa.
—Puede que lo tengan retenido en alguna parte —dijo Bill—. Ya sabes cómo invitan a la prensa para este tipo de… ceremonias.
Stan permaneció con la mirada perdida durante un buen rato. Entonces se levantó.
—El mismo hombre estuvo en el bar y en el aeropuerto —dijo, hablando más para sí mismo. Stan, el líder de los vampiros de Dallas con aspecto de tío raro, recorría ahora la habitación de un lado a otro. Me estaba poniendo de los nervios, aunque jamás se me habría ocurrido decirlo en voz alta. Estaba en la casa de Stan, y su «hermano» había desaparecido. Pero yo no soy de las que aguantan largos y meditados silencios. Estaba cansada y me apetecía acostarme.
—Entonces —dije, haciendo todo lo posible para sonar enérgica— ¿cómo sabían que iba a estar yo allí?
Si hay algo peor que un vampiro se te quede mirando, es que dos te claven la mirada.
—Si sabían con antelación que llegabas… es que hay un traidor —dijo Stan. El aire de la habitación empezó a temblar y a crepitar con la tensión que se acumulaba.
Pero a mí se me ocurrió una idea mucho menos dramática. Cogí un bloc de notas que había sobre la mesa y escribí: «QUIZÁ OS ESTÉN ESPIANDO CON MICRÓFONOS OCULTOS». Los dos me fulminaron con la mirada, tan extrañados como si les estuviese ofreciendo un Big Mac. Los vampiros, que individualmente suelen tener increíbles y variados poderes, a veces se olvidan de que los humanos han desarrollado algunas bazas por su cuenta. Ambos se miraron de forma especulativa, pero ninguno de los dos ofreció ninguna sugerencia práctica.
Pues al diablo con ellos. Sólo lo había visto hacer en las películas, pero me imaginé que si alguien había puesto un micrófono en esa habitación, lo habría instalado muy deprisa y muerto de miedo. Así pues, el micrófono debía de estar cerca y mal escondido. Me quité la chaqueta gris y me deshice de los zapatos. Dado que era una humana y no tenía ninguna dignidad que perder a los ojos de Stan, me acuclillé bajo la mesa y la empecé a recorrer de extremo a extremo, empujando las sillas con ruedas a medida que avanzaba. Por millonésima vez en el día, deseé haber llevado pantalones.
Estaba a unos dos metros de las piernas de Stan cuando vi algo extraño. Había un bulto negro adherido en la parte inferior de la mesa de madera clara. Lo analicé con toda la precisión que me permitía la carencia de una linterna. No era un chicle olvidado.
Una vez encontrado el pequeño dispositivo mecánico, no supe qué hacer. Salí de debajo de la mesa un poco manchada por la experiencia y me encontré justo a los pies de Stan. Me extendió la mano y se la cogí, algo reacia. Tiró de mí suavemente, o eso me pareció, pero de golpe me vi de pie frente a él. No era muy alto, y le miré a los ojos más tiempo del que habría deseado. Alcé mi dedo delante de la cara para asegurarme de que prestaba atención. Apunté bajo la mesa.
Bill abandonó la habitación en un segundo. El rostro de Stan se puso más blanco si cabe y sus ojos temblaron. Desvié la mirada de la suya. No quería ser lo que tuviese delante mientras digería el hecho de que alguien le había colocado un micrófono en su sala de audiencias. Era cierto que le habían traicionado, aunque no del modo que se habría esperado.
Busqué mentalmente algo que pudiera ser de ayuda. Miré a Stan. Mientras me estiraba la coleta, me cercioré de que mi pelo aún seguía recogido tras la cabeza, aunque menos arreglado. Juguetear con él me dio la excusa perfecta para mirar hacia abajo.
Me sentí considerablemente aliviada cuando Bill volvió a aparecer con Isabel y el hombre que estaba lavando los platos, que portaba consigo un cuenco de agua.
—Lo siento, Stan —dijo Bill—, me temo que Farrell ya está muerto a tenor de lo que hemos descubierto esta noche. Sookie y yo regresaremos a Luisiana mañana, a menos que nos necesites para algo más —Isabel apuntó hacia la mesa y el hombre dejó el cuenco encima.
—Es posible que sí —dijo Stan con una voz fría como el hielo—. Mándame la factura. Tu señor, Eric, fue bastante estricto al respecto. Tengo que conocerlo algún día —su tono denotaba que el encuentro no sería agradable para Eric.
—¡Estúpido humano! —dijo Isabel de repente—. ¡Has derramado la bebida! —Bill pasó junto a mí para coger el micrófono de debajo de la mesa y lo soltó en el agua. Isabel se llevó el cuenco, deslizándose más que caminando, para no derramar nada de líquido por los bordes del cuenco. Su compañero se quedó atrás.
Había sido bastante sencillo. Cabía la posibilidad de que quienquiera que estuviese escuchando hubiera sido burlado por aquella breve conversación. Ahora que ya no había micrófono, todos nos relajamos. Incluso Stan parecía menos aterrador.
—Isabel dice que tienes razones para creer que Farrell fue secuestrado por la Hermandad —dijo el hombre—. Quizá esta mujer y yo podamos ir al Centro de la Hermandad mañana y averiguar si tienen planes para celebrar algún tipo de ceremonia pronto.
Bill y Stan lo contemplaron, pensativos.
—Es una buena idea —dijo Stan—. Una pareja llamaría menos la atención.
—¿Sookie? —preguntó Bill.
—Está claro que no podéis ir ninguno de vosotros —dije—. Al menos deberíamos familiarizarnos con la disposición del lugar si pensáis que hay una mínima posibilidad de que mantengan allí a Farrell —si podía averiguar algo más en el Centro de la Hermandad, quizá evitaría que los vampiros atacasen. Era evidente que no iban a acudir a la comisaría más cercana para notificar la desaparición de alguien y que las fuerzas del orden fuesen a registrar el Centro. Por mucho que los vampiros de Dallas quisieran permanecer dentro de la legalidad humana para beneficiarse de las condiciones de la integración, sabía que si había uno de ellos retenido en el Centro, los humanos acabarían muertos sí o sí. Quizá pudiera evitarlo, encontrando de paso al desaparecido Farrell.
—Si ese vampiro de los tatuajes pretende renunciar, tiene previsto ver amanecer, llevándose consigo a Farrell bajo los auspicios de la Hermandad, ese falso sacerdote que quiso raptarte en el aeropuerto debe de trabajar con ellos. Eso quiere decir que ya te conocen —señaló Bill—. Tendrías que ponerte tu peluca —sonrió, gratificado. Lo de la peluca había sido idea suya.
Una peluca con este calor. Oh, vaya. Traté de no protestar. Después de todo, mientras visitara el Centro de la Hermandad del Sol preferiría que me picara la cabeza a que me identificaran como una colaboradora de los vampiros.
—Sería mejor que me acompañara otro humano —admití, lamentando tener que implicar a otra persona en el peligro.
—Éste es el actual compañero de Isabel —dijo Stan. Guardó silencio durante un momento, y supuse que se estaba «sintonizando» con ella, o comoquiera que llame a contactar con sus secuaces.
El caso es que Isabel apareció al momento. Tiene que ser muy práctico poder ponerse en contacto con la gente de esa manera. No hacen falta intercomunicadores ni móviles. Me preguntaba a qué distancia sería efectivo ese medio de comunicación. Me alegraba de que Bill no pudiera comunicarse conmigo sin palabras, porque de ese modo me habría sentido como una especie de esclava suya. ¿Podía Stan convocar a humanos del mismo modo que lo hacía con los vampiros? Puede que en el fondo no quisiera saberlo.
El hombre reaccionó ante la presencia de Isabel como un perro de caza cuando siente la presencia de una codorniz. O quizá como un hombre hambriento al que se sirve un buen filete y se le hace esperar a que se bendiga la mesa. Casi se veía cómo salivaba. Confiaba en no tener yo ese aspecto cuando estaba con Bill.
—Isabel, tu hombre se ha prestado voluntario para ir con Sookie al Centro de la Hermandad del Sol. ¿Crees que será convincente como converso en potencia?
—Sí, creo que sí —dijo Isabel, sin perder de vista los ojos del hombre.
—Antes de que os marchéis… ¿Hay visitantes esta noche?
—Sí, uno, de California.
—¿Dónde está?
—En la casa.
—¿Ha estado en esta habitación? —evidentemente, Stan deseaba que el que había puesto el micrófono fuese un humano o un vampiro al que no conociese.
—Sí.
—Que venga.
Al cabo de unos cinco minutos largos, Isabel volvió junto con un vampiro alto y rubio. Debía de medir más de 1,90. Era musculoso, estaba bien afeitado y tenía una melena del color del trigo. Enseguida bajé la mirada, justo cuando Bill se quedó inmóvil.
—Este es Leif —dijo Isabel.
—Leif —dijo Stan lisamente—, bienvenido a mi redil. Esta noche tenemos un problema.
Yo seguía con la vista clavada en los pies, deseando más que cualquier otra cosa en el mundo poder estar con Bill a solas un par de minutos para averiguar qué demonios estaba pasando, porque ese vampiro ni se llamaba «Leif» ni era de California.
Era Eric.
La mano de Bill pasó por mi campo visual y se aferró a la mía. Me dio un leve apretón en los dedos, y yo se lo devolví. Bill deslizó su brazo para rodearme y me recosté contra él. Por Dios, necesitaba relajarme.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó Eric, digo Leif, cortésmente.
—Al parecer alguien ha entrado en esta habitación y ha perpetrado un acto de espionaje.
Era una manera elegante de decirlo. Stan parecía querer mantener el tema del micrófono en secreto por el momento, y dado el hecho de que, con toda seguridad, había un traidor en la casa, probablemente era una gran idea.
—Estoy de visita en tu redil, y no tengo ningún problema contigo ni con ninguno de los tuyos.
La tranquila y sincera negación de Leif resultó bastante impresionante, pues estaba claro que su sola presencia era una impostura que se debía a algún propósito insondable.
—Disculpe —dije, tratando de sonar como la más frágil de las humanas.
Stan parecía muy irritado por la interrupción, pero que le den.
—El, eh, objeto tuvo que haber sido colocado antes del día de hoy —dije, pretendiendo parecer segura de que Stan ya habría pensado en ello—. Así habrán captado los detalles de nuestra llegada a Dallas.
Stan me contemplaba, huérfano de toda expresión.
De perdidos al río.
—Y perdone, pero estoy agotada. ¿Sería posible que Bill me llevara de vuelta al hotel?
—Isabel te llevará a ti sola —dijo Stan con desinterés.
—No, señor.
Tras las gafas falsas, las cejas de Stan describieron un arco de incredulidad.
—¿No? —sonó como si jamás hubiera escuchado esa palabra.
—De acuerdo con las condiciones del contrato, no voy a ninguna parte sin un vampiro de mi zona, y ése es Bill. No voy a ninguna parte por la noche si no es con él.
Stan volvió a dedicarme otra de sus prolongadas miradas. Me alegré de haber encontrado el micrófono y haber demostrado ser de utilidad, de lo contrario no habría durado mucho al servicio de Stan.
—Marchaos —dijo. Bill y yo no perdimos un solo minuto. No podríamos ayudar a Eric si Stan sospechaba de él, y era probable que si nos quedábamos acabáramos delatándolo. Yo era la que más papeletas tenía de hacerlo mediante alguna palabra o gesto mientras Stan me miraba. Los vampiros llevan estudiando a los seres humanos desde hace siglos del mismo modo que los predadores estudian a sus presas.
Isabel nos acompañó fuera y volvimos a montar en su Lexus con dirección al hotel Silent Shore. A pesar de no estar vacías del todo, las calles de Dallas estaban mucho más tranquilas que cuando llegué horas antes. Calculé que faltaban menos de dos horas para el amanecer.
—Gracias —dije cortésmente cuando nos bajamos en la entrada del hotel.
—Mi humano pasará a recogerte a las tres de la tarde —me dijo Isabel.
Reprimiendo la tentación de decir «¡Sí, señora!»y hacer entrechocar los talones, me limité a decir que estaría bien.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Hugo Ayres —dijo.
—Vale —ya sabía que era un hombre de ideas rápidas. Me dirigí al vestíbulo y esperé a Bill. Venía apenas unos segundos por detrás de mí, y los dos nos subimos en el ascensor en silencio.
—¿Tienes tu llave? —me preguntó cuando alcanzamos la puerta de la habitación. Yo estaba medio dormida.
—¿Dónde está la tuya? —pregunté sin demasiada gracia.
—Simplemente me gustaría ver cómo coges la tuya —dijo.
De repente me sentí de mejor humor.
—Quizá prefieras encontrarla por ti mismo —sugerí.
Un vampiro con una melena negra que le llegaba hasta la cintura apareció por el pasillo, rodeando con su brazo a una pelirroja rellenita de rizos. Cuando entraron en la habitación del otro extremo del pasillo, Bill empezó a buscar la llave.
No tardó mucho en encontrarla.
Nada más entrar, Bill me cogió y me dio un largo beso. Teníamos que hablar. Habían pasado muchas cosas durante la dilatada noche, pero ninguno de los dos estábamos de humor.
Descubrí que lo bueno de las faldas es que se pueden deslizar hacia arriba, y si sólo llevas un tanga debajo, éste puede desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. La chaqueta gris acabó en el suelo y la blusa blanca desterrada. Mis brazos se aferraron al cuello de Bill antes de que nadie pudiera decir «Tírate a un vampiro».
Bill estaba apoyado contra la pared del salón tratando de desabrocharse los pantalones mientras yo seguía enroscada en él cuando alguien llamó a la puerta.
—Maldita sea —me susurró al oído—. Largo —dijo en voz más alta. Me contoneé contra él y el aliento se le atropello en la garganta. Me arrancó las horquillas del pelo y me deshizo el recogido, de modo que el pelo se me derramó por la espalda.
—Tengo que hablar contigo —dijo una voz familiar amortiguada por la densa puerta.
—No —me lamenté—. Dime que no es Eric —la única criatura del mundo que estábamos obligados a dejar entrar.
—Soy Eric —dijo la voz.
Liberé a Bill de la presa de mis piernas, quien me posó suavemente sobre el suelo. Como alma que lleva el diablo, me metí en el dormitorio para ponerme la bata. Al demonio con tener que vestirme de nuevo.
Volví a salir justo cuando Eric le decía a Bill que lo había hecho bien esa noche.
—Y, por supuesto, tú también has estado maravillosa, Sookie —dijo Eric, reparando en la corta bata rosa con una mirada exhaustiva. Yo le clavé la mía, se la clavé más y más, deseando poder hundirlo en el fondo del Red River; a él, a su espectacular sonrisa, a su dorada melena y a todo lo que hiciera falta.
—Oh —dije con malevolencia—, gracias por venir y decírnoslo. No podríamos habernos acostado sin una palmada tuya en la espalda.
Eric parecía encantadísimo.
—Oh, vaya —dijo—. ¿He interrumpido algo? ¿Esas… bueno, eso es tuyo, Sookie? —dijo, sosteniendo una de las tiras que antes componían mi ropa interior.
—Digamos que sí —dijo Bill—. ¿Hay algo más de lo que quieras hablar con nosotros, Eric? —ni el hielo habría sido tan frío como el tono de Bill.
—No hemos tenido tiempo esta noche —dijo Eric con pesar—. Está a punto de amanecer y tengo que encargarme de unas cosas antes de dormir. Pero mañana tenemos que vernos. Cuando sepas qué es lo que Stan quiere que hagas, déjame una nota en recepción y haremos un arreglo.
Bill asintió.
—Bien, pues buenas noches.
—¿No tomamos un chupito antes de irte a dormir? —¿acaso esperaba que le ofreciésemos una botella de sangre? Los ojos de Eric fueron a la nevera y luego hacia mí. Lamenté llevar puesta una fina bata de nailon en lugar de algo más abultado y de felpilla—. ¿Recién ordeñado de un vaso sanguíneo?
Bill mantuvo un silencio pétreo.
Mirándome hasta el último minuto, Eric salió por la puerta y Bill la cerró.
—¿Crees que se habrá quedado escuchando desde fuera? —le pregunté a Bill mientras desataba el lazo de mi bata.
—Me da igual —dijo, poniendo el empeño en otros menesteres.
Cuando me desperté a eso de la una de la tarde, el hotel se encontraba sumido en el silencio. La mayoría de los huéspedes dormían, por supuesto. Las señoras de la limpieza no entraban en las habitaciones durante el día. La noche anterior reparé en la seguridad; en los guardias vampiros. De día sería diferente, puesto que la custodia durante esas horas era el motivo por el que los huéspedes pagaban tanto. Llamé al servicio de habitaciones por primera vez en mi vida y encargué el desayuno. Tenía tanta hambre que me hubiera comido un caballo, pues no había tomado nada desde la tarde anterior. Me había duchado y me había embutido en mi bata cuando el camarero llamó a la puerta. Una vez que me aseguré de que era quien decía ser, le dejé pasar.
Tras el intento de secuestro del aeropuerto del día anterior, no tenía intención de dar nada por sentado. Mantuve a mano el spray de pimienta mientras el joven depositaba la comida y la cafetera. Si hubiera dado un solo paso hacia la habitación en la que Bill dormía dentro de su ataúd, le habría rociado. Pero el muchacho, que respondía al nombre de Arturo, estaba bien entrenado y ni siquiera dejó escapar una mirada hacia el dormitorio. Tampoco me miró directamente a mí. Lo que sí hacía era pensar en mí, y entonces deseé haberme puesto un sujetador antes de dejarle pasar.
Cuando se marchó —después de que, tal como Bill me había indicado, yo añadiera una pequeña propina a la nota que tuve que firmar—, me comí todo lo que había traído: salchicha, tortas y un cuenco de bolas de melón. Oh, Dios, qué bueno estaba. El jarabe era auténticamente de arce, y la fruta estaba en su punto de madurez. La salchicha estaba riquísima. Me alegré de que Bill no estuviera delante y me hiciera sentir incómoda. No le gustaba mucho verme comer, y detestaba que comiese ajo.
Me lavé los dientes y el pelo, y me maquillé. Había llegado la hora de prepararme para mi visita al Centro de la Hermandad. Me recogí el pelo y saqué la peluca de su caja. Era de pelo corto y moreno, bastante vulgar. Pensé que Bill se había vuelto loco cuando me propuso comprar una peluca, y seguía preguntándome por qué pensaba que necesitaría una, pero ahora me alegraba de tenerla. Me puse unas gafas como las de Stan, con la misma intención de camuflarme. Eran bifocales, así que podría alegar legítimamente que servían para leer.
¿Qué se ponían los fanáticos para ir a sus reuniones? Por mi limitada experiencia, sólo sabía que los fanáticos solían ser conservadores en cuanto a sus hábitos de vestimenta, ya sea porque estaban demasiado preocupados con otras cosas como para pensar en ello o porque veían algo maligno en vestirse con estilo. De haber estado en casa, me habría pasado por el Wal-Mart y habría dado justo en el clavo, pero me encontraba en un hotel de lujo sin ventanas. Aun así, Bill me dijo que llamara a recepción si necesitaba cualquier cosa. Así que eso hice.
—Recepción —dijo un humano que trataba de imitar la tranquila frialdad de un vampiro antiguo—. ¿En qué puedo servirle? —sentí la tentación de decirle que no siguiera intentándolo. ¿Quién querría una imitación cuando bajo ese mismo techo había vampiros de verdad?
—Soy Sookie Stackhouse, de la tres catorce. Necesito una falda vaquera larga de la talla ocho y una blusa floreada de tono pastel o una camiseta de punto de la misma talla.
—Sí, señorita —dijo al cabo de una larga pausa—. ¿Para cuándo quiere tenerlo?
—Pronto —caramba, esto sí que era divertido—. De hecho, cuanto antes mejor —me estaba acostumbrando a aquello. Me encantaba vivir a costa de una cuenta de gastos ajena.
Vi las noticias mientras esperaba. Era el telediario típico de cualquier ciudad estadounidense: problemas de tráfico, problemas de urbanismo, problemas de homicidios.
—Se ha identificado a una mujer hallada la noche pasada en el contenedor de desechos de un hotel —dijo un locutor con la voz apropiadamente grave. Bajaba las comisuras de sus labios para mostrar una seria preocupación—. El cuerpo de Bethany Rogers, de veintiún años, fue hallado en la parte trasera del hotel Silent Shore, famoso por ser el primer hotel de Dallas que admite a vampiros. Rogers fue asesinada de un solo disparo en la cabeza. La policía ha descrito el asesinato como «una ejecución». La inspectora Tawny Kelner informó a nuestro reportero de que la policía está siguiendo varias pistas —la imagen pasó de la expresión artificialmente sombría a una genuina. La mujer rondaba los cuarenta, pensé. Era muy baja y llevaba una larga melena que le caía por la espalda. La cámara giró para incluir al reportero, un hombre de escasa estatura y tez oscura con un traje impoluto—. Inspectora Kelner, ¿es cierto que Bethany Rogers trabajaba en un bar de vampiros?
La mujer pronunció más si cabe su expresión ceñuda.
—Sí, así es —contestó—. Aun así, trabajaba como camarera, no como chica de compañía —¿una chica de compañía? ¿Qué demonios haría una chica de compañía en el Bat's Wing?—. Sólo llevaba un par de meses trabajando allí.
—¿Cree que el lugar en el que se ha hallado el cadáver puede indicar que haya vampiros implicados en el caso? —el reportero era más insistente de lo que habría sido yo.
—Al contrario, creo que el lugar fue escogido para enviar un mensaje a los vampiros —le espetó Kelner, y luego pareció lamentar haberlo dicho—. Ahora, si me disculpa…
—Por supuesto, inspectora —dijo el reportero, un poco perturbado—. Bien, Tom —dijo volviendo la cara hacia la cámara, como si pudiera ver a su compañero a través de ella—, me temo que estamos ante un caso de provocación.
¿Eh?
El locutor también se dio cuenta de que lo que el reportero decía no tenía mucho sentido, por lo que pasó rápidamente a otro tema.
La pobre Bethany había muerto, y no tenía a nadie con quien compartir aquello. Reprimí las lágrimas; sentía que no tenía derecho a llorar por la chica. No podía evitar preguntarme qué le habría pasado a Bethany Rogers después de que se la llevaran fuera del redil de los vampiros. Si no había marcas de colmillos resultaba evidente que ningún vampiro la había matado, raro sería que uno de ellos dejara pasar la oportunidad de probar sangre.
Mientras sorbía mis lágrimas y me dejaba abrazar por la consternación, permanecí sentada sobre el sofá, hurgando en mi bolso en busca de un lapicero. Finalmente desenterré un bolígrafo. Lo usé para rascarme bajo la peluca. Picaba incluso bajo el aire acondicionado del hotel. A la media hora, alguien llamó a la puerta. Una vez más, observé por la mirilla. Era Arturo, con la ropa doblada sobre el brazo.
—Devolveremos las que no quiera —dijo, tendiéndome los bultos. Procuró no mirarme el pelo.
—Gracias —le contesté, dándole una propina. Podría acostumbrarme a aquello en un abrir y cerrar de ojos.
No pasaría mucho tiempo hasta que tuviera que verme con Ayres, el noviete de Isabel. Dejé la bata en el suelo y examiné lo que Arturo me había traído. La falda y la pálida blusa aterciopelada con motivos florales blancos y toques crema podrían servir… Hmmm. Al parecer no había conseguido encontrar una falda vaquera, y las dos que había traído eran caqui. Pensé que no importaba, y me puse una. Parecía demasiado ajustada para causar el efecto que yo buscaba, por lo que me alegré de que hubiera una alternativa de otro estilo. Ideal para la imagen que quería. Me puse las sandalias planas, unos pendientes diminutos y lista. Incluso tenía un viejo bolso de mimbre para acompañar al conjunto. Por desgracia, se trataba del bolso que usaba normalmente. Pero encajaba a la perfección. Extraje todo lo que pudiera identificarme, lamentando haber caído en ello ahora, y no con más antelación. Me pregunté qué otras medidas de seguridad podría estar olvidando.
Salí al silencioso pasillo. Estaba tal cual lo dejamos la noche anterior. No había espejos ni ventanas, y la sensación de aislamiento era absoluta. El granate de la moqueta y el azul oscuro, rojo y crema del papel de las paredes tampoco ayudaban gran cosa. La puerta del ascensor se abrió en cuanto pulsé el botón de llamada y pude bajar sola. No había siquiera hilo musical. El Silent Shore era tan silencioso como sugería su nombre.[2]
Cuando llegué al vestíbulo, comprobé que había guardias armados a ambos lados de la puerta del ascensor. Miraban hacia la entrada principal del hotel. Era obvio que las puertas estaban bloqueadas. Un circuito cerrado de televisión vigilaba la acera de la entrada y otro tomaba una panorámica más general.
Pensé que iba a producirse un atentado inminente y me quedé paralizada mientras el corazón se me desbocaba en el pecho. Pero al cabo de unos segundos de calma supuse que siempre estaban ahí. Aquello explicaba por qué los vampiros se hospedaban allí y en otros lugares especializados similares. Nadie podía entrar en los ascensores sin tener que lidiar antes con los guardias. Nadie podría llegar hasta las habitaciones donde los vampiros descansaban indefensos. También explicaba por qué las tarifas eran tan elevadas. Los dos guardias que había en ese momento eran enormes y lucían el uniforme negro del hotel (hmmm, todo el mundo parecía pensar que los vampiros estaban obsesionados con el negro). Sus armas me parecieron gigantescas, pero lo cierto es que no estoy muy familiarizada con el tema. Me miraron de reojo y luego volvieron a su aburrida tarea de vigilar el frente.
Hasta los recepcionistas iban armados. Tenían escopetas recortadas en los estantes que había debajo del mostrador. Me preguntaba hasta dónde serían capaces de llegar para proteger a sus huéspedes. ¿Estarían dispuestos a disparar a otros humanos, por muy intrusos que fueran? ¿Qué prescribía la ley al respecto?
Un hombre con gafas se sentó en uno de los sillones acolchados que salpicaban el suelo de mármol del vestíbulo. Rondaba los treinta, era alto y desgarbado, y tenía el pelo de color arena. Vestía un traje, uno de verano color caqui, a juego con una corbata conservadora y mocasines. Lo reconocí: era el que limpiaba los platos.
—¿Hugo Ayres? —pregunté.
Se levantó para estrecharme la mano.
—Tú debes de ser Sookie. Pero tu pelo… ¿Anoche no eras rubia?
—Lo sigo siendo. Es una peluca.
—Parece muy natural.
—Bien. ¿Estás listo?
—Tengo el coche fuera —me tocó la espalda brevemente para orientarme hacia la dirección adecuada, como si de lo contrario no fuera capaz de ver las puertas. Agradecía su cortesía, aunque no tanto la insinuación. Mientras, trataba de hacerme una idea acerca de Hugo Ayres. No era de los que dicen mucho de sí mismos.
—¿Cuánto hace que sales con Isabel? —le pregunté, mientras nos abrochábamos los cinturones en su Caprice.
—Ah, eh, creo que unos once meses —dijo Hugo Ayres. Tenía unas manos grandes con pecas en el dorso. Me sorprendía que no viviese en los suburbios con una esposa con mechas en el pelo y unos hijos igual de rubios que el padre.
—¿Estás divorciado? —pregunté impulsivamente. Me arrepentí cuando vi la pena dibujarse en su rostro.
—Sí —dijo—. Desde hace poco.
—Lo siento —iba a preguntarle por los hijos, pero concluí que no era asunto mío. Podía leer en él con bastante claridad que tenía una niña, pero no fui capaz de discernir el nombre o la edad.
—¿Es verdad eso de que puedes leer la mente? —preguntó.
—Sí, es verdad.
—No me extraña que seas tan atractiva para ellos.
Uf, eso ha dolido, Hugo.
—Probablemente sea una buena parte de la razón —dije en un tono de voz plano—. ¿A qué te dedicas durante el día?
—Soy abogado —dijo Hugo.
—No me extraña que seas tan atractivo para ellos —dije con el tono de voz más neutral que fui capaz de reunir.
Tras un prolongado silencio, Hugo volvió a hablar:
—Supongo que me lo he ganado.
—Pasemos página. Vamos a idear una historia.
—¿Podríamos ser hermanos?
—No es mala idea. He conocido hermanos que se parecían entre sí menos que nosotros. Pero creo que ser novios explicaría mejor que nos conozcamos tan poco en caso de que nos separasen y nos interrogasen. No digo que vaya a pasar, y me sorprendería que así fuera, pero como hermanos deberíamos saberlo todo acerca del otro.
—Tienes razón. ¿Por qué no decimos que nos conocimos en la iglesia? Te acabas de mudar a Dallas y nos conocimos en la catequesis metodista. De hecho es mi iglesia.
—Vale. ¿Qué te parece si soy… dueña de un restaurante? —dado mi trabajo en el Merlotte's, pensé que estaría convincente en el papel si no me interrogaban demasiado exhaustivamente.
Pareció un poco sorprendido.
—Es lo bastante inusual como para sonar bien. A mí no se me da muy bien actuar, así que estaré mejor si me limito a ser yo mismo.
—¿Cómo conociste a Isabel? —por supuesto que tenía curiosidad.
—Tuve que defender a Stan en los tribunales. Sus vecinos lo demandaron para desterrar a los vampiros del vecindario. Perdieron —Hugo tenía sentimientos encontrados acerca de su implicación con la vampira, y no estaba tampoco del todo seguro de que hubiera hecho bien en ganar el caso. De hecho, Hugo era completamente ambiguo en lo que respectaba a Isabel.
Vaya, eso hacía que el recado fuese mucho más aterrador.
—¿Saliste en los periódicos por representar a Stan Davis?
Parecía avergonzado.
—Así es. Maldita sea, puede que alguien del Centro reconozca mi nombre. O, peor, que me reconozca físicamente por la foto que salió publicada.
—Pero eso podría venirnos incluso mejor. Puedes decirles que has sabido reconocer tus errores tras conocer de cerca a los vampiros.
Hugo se lo pensó, moviendo sus manos pecosas con inquietud sobre el volante.
—Vale —dijo al fin—. Como ya te he dicho, no se me da bien actuar, pero creo que lo lograré.
Yo actuaba todo el tiempo, así que no me preocupaba demasiado mi parte. Tomarle la comanda a un tipo mientras finges que no sabes que se está preguntando si también será rubio tu vello púbico es un excelente ensayo interpretativo. De todas formas no se puede culpar a la gente —casi nunca— por lo que piensan para sus adentros. Hay que aprender a estar por encima de ello.
Empecé a sugerirle al abogado que me cogiera de la mano si las cosas se ponían tensas, para que me transmitiera pensamientos sobre los que yo pudiera actuar. Pero su ambigüedad, que rezumaba como una colonia barata, hizo que me mordiera la lengua. Puede que fuese un esclavo sexual de Isabel, puede que incluso la amara a ella y al peligro que representaba, pero no estaba tan segura de que su cuerpo y su corazón estuvieran igual de comprometidos con ella.
En un desagradable momento de autodiagnóstico, me pregunté si se podría decir lo mismo de Bill y de mí. Pero ése no era ni el momento ni el lugar de ponerse a pensar en ello. Ya tenía suficiente con la mente de Hugo y con preguntarme si se podía confiar del todo en él de cara a la pequeña misión que teníamos entre manos. Estaba a punto de interrogarme sobre mi grado de seguridad en su compañía. También me preguntaba cuánto sabía acerca de mí Hugo Ayres. No había estado en la habitación mientras yo trabajaba la noche anterior. Isabel no me había parecido muy habladora precisamente. Posiblemente, apenas supiera nada.
La autovía de cuatro carriles que recorría el enorme suburbio estaba jalonada de los típicos establecimientos de comida rápida y cadenas de supermercados de todo tipo. Pero, poco a poco, los comercios fueron cediendo a las viviendas, y el cemento a las zonas verdes. El tráfico parecía implacable. No podría vivir en un sitio tan enorme como ése. No sería capaz de hacer mi vida diaria allí.
Hugo aminoró y puso el intermitente cuando llegamos a una gran intersección. Nos dirigíamos hacia el aparcamiento de una gran iglesia, o al menos eso parecía haber sido en el pasado. El santuario era enorme si lo medimos conforme a lo que solemos gastar en Bon Temps. Sólo los baptistas podrían permitirse una feligresía tan amplia en los bosques donde yo nací, y eso si todas sus congregaciones se reunían. El santuario de dos pisos estaba flanqueado por dos alas de un solo nivel. Todo el edificio era de ladrillo pintado de blanco, y todas las ventanas estaban teñidas. El recinto estaba rodeado de césped artificialmente teñido de verde y un gran aparcamiento.
El cartel sobre el bien cuidado césped ponía: «CENTRO DE LA HERMANDAD DEL SOL. SÓLO JESUCRISTO RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS».
Estornudé mientras abría la puerta y salía del coche de Hugo.
—Eso que pone es mentira —le señalé a mi compañero—. Lázaro también se levantó de entre los muertos. Esos capullos ni siquiera conocen bien sus escrituras.
—Más vale que te saques de la cabeza esa actitud —me advirtió Hugo mientras pulsaba el botón de cierre—. Hará que te descuides. Esta gente es peligrosa. Han aceptado públicamente su responsabilidad por haber entregado dos vampiros a los drenadores, diciendo que al menos la humanidad podrá beneficiarse de alguna manera de la muerte de un vampiro.
—¿Tienen tratos con los drenadores? —sentí náuseas. Los drenadores tenían una profesión tremendamente arriesgada. Atrapaban vampiros, los ataban con cadenas de plata y les drenaban la sangre para venderla en el mercado negro—. ¿Esa gente de ahí ha entregado vampiros a los drenadores?
—Eso es lo que dijo uno de sus miembros en una entrevista concedida a un periódico. Por supuesto, el líder apareció en las noticias al día siguiente desmintiéndolo todo con vehemencia, pero creo que su intervención fue sólo una cortina de humo. La Hermandad mata vampiros de cualquier manera posible, convencida de que son impíos y una abominación. Son capaces de cualquier cosa. Si eres amigo de un vampiro, pueden presionarte hasta el límite. Recuérdalo cada vez que abras la boca ahí dentro.
—Tú también, señor Advertencia de Mal Agüero.
Caminamos hacia el edificio lentamente, contemplándolo mientras avanzábamos. Había unos diez coches más en el aparcamiento, desde viejos modelos cascados hasta otros más lujosos y recién comprados. Mi favorito era un Lexus blanco perla. Era tan bonito que podría haber pertenecido a un vampiro.
—Alguien está sacando buena renta del negocio del odio —observó Hugo.
—¿Quién dirige este sitio?
—Un tipo llamado Steve Newlin.
—Apuesto a que ése es su coche.
—Eso explicaría la pegatina del parachoques.
Asentí. Ponía: «QUITÉMOSLE EL "NO" A LOS MUERTOS». Del espejo retrovisor interior colgaba la réplica de una estaca. O puede que no fuese una réplica.
El lugar estaba concurrido para tratarse de un sábado por la tarde. Había niños jugando con los columpios en un recinto vallado junto al edificio. Los vigilaba una adolescente aburrida que de vez en cuando alzaba la vista de sus propias uñas. Ese día no hacía tanto calor como el anterior. El verano empezaba a perder la partida, a Dios gracias. La puerta del edificio estaba entornada para disfrutar del precioso día y la moderada temperatura.
Hugo me cogió de la mano, lo cual me sobresaltó hasta que me di cuenta de que era para que pareciésemos dos enamorados. No tenía ningún interés personal en mí, con lo que yo no tenía ningún problema. Tras un ajuste de un segundo, conseguimos parecer bastante naturales. El contacto físico me abrió de par en par la mente de Hugo, y supe que estaba tan nervioso como resuelto. Halló de mal gusto tocarme, lo cual era una sensación lo bastante fuerte como para hacerme sentir incómoda. La falta de atracción era leve, pero la hondura del disgusto me incomodó. Había algo detrás de ese sentimiento, algún tipo de actitud básica… Pero teníamos gente delante, y replegué mi mente para centrarme en el trabajo. Sentí que mis labios se estiraban hasta crear una sonrisa.
Bill se había asegurado de no tocarme el cuello la noche anterior, por lo que no tenía que preocuparme por ocultar ninguna marca de colmillos. Con mi ropa nueva y el marco de ese maravilloso día, no me costó parecer despreocupada mientras saludábamos con un gesto de cabeza a una pareja de mediana edad que salía del recinto.
Caminamos por la penumbra del edificio hacia lo que parecía la escuela catequística de la iglesia. Había carteles en todas las puertas que jalonaban el pasillo, carteles que ponían: «PRESUPUESTOS Y FINANZAS», «PUBLICIDAD» y, lo más escalofriante, «RELACIONES CON LOS MEDIOS».
Una mujer de unos cuarenta años apareció de una de las puertas del extremo del pasillo y se giró hacia nosotros. Parecía amable, incluso dulce; tenía una piel maravillosa y el pelo castaño y corto. Sus labios rosa hacían juego con el esmalte de sus uñas. El labio inferior era ligeramente prominente, lo que le otorgaba un aire inesperadamente sensual, como una extraña provocación anclada a su redondeado y agradable cuerpo. Su falda vaquera y su blusa parecían un reflejo de mi propia ropa, por lo que me di unas palmadas en la espalda mentalmente.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó con aire servicial.
—Queremos informarnos acerca de la Hermandad —dijo Hugo, que parecía tan amable y sincero como nuestra nueva amiga. Llevaba encima una etiqueta de identificación donde pude leer «S. NEWLIN».
—Qué alegría que estén aquí —dijo—. Soy la esposa del director, Steve Newlin. Me llamo Sarah —estrechó la mano de Hugo, pero no la mía. Algunas mujeres creen que no es apropiado estrechar la mano de otras mujeres, por lo que no le di más importancia.
Intercambiamos fórmulas que expresaban el placer de habernos conocido y extendió su mano coronada de manicura hacia las puertas dobles del fondo del pasillo.
—Si son tan amables de acompañarme, les enseñaré dónde hacemos las cosas —soltó una risita, como si la idea de alcanzar objetivos estuviese revestida de un fondo ridículo.
Todas las puertas del pasillo estaban abiertas, y en las habitaciones se desarrollaban actividades de lo más normales. Si la organización de Newlin mantenía prisioneros o llevaba a cabo operaciones encubiertas, lo hacía en otra parte del edificio. Lo observé todo con detenimiento para obtener la mayor cantidad de información posible. Pero, hasta donde veía, el interior de la Hermandad del Sol era tan diáfano como el exterior, y su gente distaba mucho de parecer siniestra o retorcida.
Sarah nos precedía a paso ligero. Apretaba contra su pecho un montón de carpetas, hablando por encima de su hombro mientras caminábamos a un ritmo que parecía tranquilo, pero que en realidad resultaba bastante exigente. Hugo y yo nos soltamos las manos y nos dimos prisa para mantener el paso.
El edificio demostró ser mucho mayor de lo que había imaginado. Habíamos entrado por un extremo de una de las alas. Después cruzamos el santuario de la antigua iglesia, reformado para hacer las veces de sala de reuniones, y pasamos al ala opuesta. Ésta se dividía en menos estancias, aunque más grandes. La que estaba más cerca del santuario era claramente el despacho del antiguo pastor. Había un cartel en la puerta que ponía «G. STEVE NEWLIN, DIRECTOR».
Era la única puerta cerrada que había visto en todo el edificio.
Sarah llamó y, tras aguardar un momento, entró. El hombre alto y desgarbado que había tras el escritorio se levantó para agujerearnos con una mirada llena de complacida expectación. Su cabeza no parecía suficientemente grande en proporción a su cuerpo. Tenía los ojos de un azul brumoso, la nariz aguileña y su pelo parecía calcar el tono castaño oscuro del de su mujer, sólo que salpicado con algunas canas. No sabía qué aspecto esperaba encontrarme en un fanático, pero estaba segura de que no el que tenía delante. Parecía que su vida le divirtiera.
Había estado hablando con una mujer alta de pelo gris acero. Vestía unos pantalones anchos y una blusa, pero daba la impresión de que se sentiría mejor enfundada en un traje de chaqueta. Estaba formidablemente maquillada y parecía profundamente contrariada por algo… Puede que nuestra interrupción.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó Steve Newlin, haciéndonos una indicación a Hugo y a mí para que nos sentáramos. Lo hicimos en un par de butacas verdes de cuero que había frente al escritorio. Sarah se sentó por su cuenta en una silla más pequeña que había contra una pared.
—Disculpa, Steve —le dijo a su marido—. Díganme, ¿les apetece un café o un refresco?
Hugo y yo nos miramos y meneamos la cabeza.
—Cariño, éstos son… Oh, no les he preguntado sus nombres —nos miró con un pesar lleno de encanto.
—Me llamo Hugo Ayres, y ella es mi novia, Caléndula.
¿Caléndula? ¿Es que había perdido la chaveta? Tuve que esforzarme para mantener la sonrisa pegada a la cara. Luego reparé en el jarrón con caléndulas que yacía sobre la mesa, junto a Sarah, y así al menos pude comprender su elección. Lo que estaba claro es que habíamos cometido un error tremendo de entrada; teníamos que haber hablado de aquello mientras nos dirigíamos allí. Era lógico que si la Hermandad era responsable del micrófono, también conocería el nombre de Sookie Stackhouse. Gracias a Dios que Hugo había pensado en ello.
—¿No conocemos ya a Hugo Ayres, Sarah? —el rostro de Steve Newlin había adquirido una perfecta expresión de intriga: el ceño levemente fruncido, las cejas arqueadas inquisitivamente y la cabeza algo ladeada.
—¿Ayres? —intervino la mujer de pelo gris—. Por cierto, soy Polly Blythe, oficial de ceremonias de la Hermandad.
—Oh, Polly, lo siento, me he distraído —dijo Sarah, echando la cabeza hacia atrás con el ceño también fruncido. Luego se relajó y miró a su marido—. ¿No era Ayres el abogado que representaba a los vampiros en University Park?
—Así es —dijo Steve, recostándose sobre su silla y cruzando sus largas piernas. Hizo un gesto a alguien que pasaba por el pasillo y entrelazó los dedos sobre su rodilla—. Vaya, qué interesante que nos haga una visita, Hugo. ¿Ha visto la otra cara de la moneda en el tema de los vampiros, quizá? —Steve Newlin emanaba satisfacción del mismo modo que las mofetas su hedor.
—No va mal encaminado —empezó Hugo, pero la voz de Steve siguió ocupando el aire.
—¿El aspecto de los chupasangres, el lado oscuro de la existencia de los vampiros? ¿Ha descubierto que nos quieren matar a todos, dominarnos con sus modos impíos y sus promesas vacuas?
Sabía que mis ojos estaban redondos como platos. Sarah asentía atentamente, sin perder la dulzura y la textura de un pastel de vainilla. Polly parecía estar experimentando algún tipo de orgasmo malsano. Steve siguió hablando con una sonrisa prendida a los labios:
—La vida eterna en este mundo puede sonar tentadora, pero perderás el alma por el camino y, con el tiempo, cuando os alcancemos (puede que yo no, pero quizá sí mi hijo o mi nieto), os clavaremos estacas y os quemaremos, y entonces conoceréis el verdadero infierno. Y la muerte no supondrá un alivio. Dios cuenta con un rincón especial para los vampiros que han usado a humanos como papel higiénico y luego los han tirado por el retrete…
Pues qué asco. La situación se precipitaba como una montaña rusa. Y lo único que captaba de Steve era aquella interminable y maliciosa satisfacción, junto con un enorme arranque de astucia. No había nada concreto ni que nos sirviera como información.
—Disculpa, Steve —dijo una voz profunda. Me giré sobre la silla para ver a un hombre guapo de pelo negro. Era musculoso y lucía un corte de pelo de estilo militar. Sonrió a todos los que estábamos en la habitación con la misma buena voluntad que mostraban todos. Ya me había dejado impresionar. Ahora simplemente me ponía los pelos de punta—. Nuestro invitado pregunta por ti.
—¿De veras? Estaré allí en un minuto.
—Preferiría que vinieses ahora. Estoy seguro de que a nuestros amigos no les importará esperar —el del corte militar nos miró con aire suplicante. Hugo estaba pensando en un lugar profundo, un destello mental que me pareció peculiar.
—Gabe, iré cuando haya terminado con nuestros visitantes —dijo Steve con firmeza.
—Bueno, Steve… —Gabe no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente, pero recibió el mensaje cuando Steve le clavó la mirada y se incorporó, descruzando las piernas. Le devolvió una mirada a Steve que era de todo menos devota, y se marchó.
Aquel intercambio era de lo más prometedor. Me preguntaba si Farrell estaba tras alguna puerta cerrada con llave y me imaginé regresando al redil de Dallas para decir a Stan dónde mantenían atrapado a su hermano. Y entonces…
Ay, ay. Y entonces Stan atacaría a la Hermandad del Sol y mataría a sus miembros antes de liberar a Farrell. Y luego…
Oh, Dios.
—Sólo queríamos saber si hay algún evento a la vista al que pudiésemos asistir, algo que nos pudiera dar una idea del ámbito de los programas que se llevan a cabo aquí —la voz de Hugo sonaba levemente inquisitiva, poco más—. Dado que la señora Blythe está aquí, quizá pudiera darnos alguna respuesta.
Me percaté de que Polly Blythe ya enfilaba a Steve antes de que éste abriera la boca, y me di cuenta de que su cara permanecía hermética. Polly Blythe estaba encantada con la oportunidad de informar, así como con nuestra presencia en la Hermandad.
—Sí que hay algún evento a la vista —dijo la mujer del pelo gris—. Esta noche tendremos una noche blanca especial. A continuación el ritual del amanecer dominical.
—Eso suena interesante —dije—. ¿Será literalmente al amanecer?
—Oh, sí, justo al amanecer. Incluso llamamos al servicio meteorológico —nos informó Sarah, riéndose.
—Nunca olvidarán uno de nuestros rituales del amanecer. Es increíblemente inspirador —intervino Steve.
—¿Qué tipo de…? Bueno ¿qué ocurre exactamente? —preguntó Hugo.
—Se manifiesta la prueba del poder de Dios ante tus propios ojos —dijo Steve con una sonrisa.
Aquello sonó muy, muy escalofriante.
—Oh, Hugo —dije—, ¿no te parece emocionante?
—Claro que sí. ¿A qué hora empieza la noche blanca?
—A las seis y media. Queremos que nuestros miembros vengan antes de que se levanten.
Por un momento me imaginé una bandeja llena de bollitos recién hechos, pero luego me di cuenta de que Steve se refería a que quería que los miembros estuviesen allí antes de que los vampiros se despertasen.
—¿Y qué pasa cuando su congregación se va a casa? —no pude evitar preguntar.
—¡Oh, usted no ha debido de asistir a una reunión de este tipo cuando era adolescente! —dijo Sarah—. Son de lo más divertidas. Todo el mundo viene con sus sacos de dormir y comemos, jugamos y leemos la Biblia. Hay sermones y la gente se pasa la noche en la iglesia —vi que la Hermandad era verdaderamente una iglesia a ojos de Sarah, y estaba convencida de que reflejaba la convicción del resto de sus integrantes. Si tenía el aspecto de una iglesia y funcionaba como tal, entonces era una iglesia, independientemente de su estatus tributario.
Había estado en un par de noches blancas cuando era adolescente, y apenas fui capaz de aguantar la experiencia. Un puñado de crios encerrados en un edificio toda la noche y vigilados de cerca, con un interminable suministro de películas y comida basura, actividades y refrescos. Había sufrido el bombardeo mental de las ideas y los impulsos alimentados de hormonas adolescentes, los gritos y las pataletas.
Me dije que aquello sería diferente. Esos eran adultos, adultos con sentido, ya puestos. Probablemente no habría un millón de bolsas de patatas y las instalaciones para dormir serían decentes. Si Hugo y yo nos apuntábamos, quizá tuviéramos la oportunidad de registrar el edificio y rescatar a Farrell, pues estaba segura de que él era quien tenía programado un encuentro con el amanecer dominical, quisiera o no.
—Serán bienvenidos —dijo Polly—. Tenemos mucha comida y suficientes catres.
Hugo y yo intercambiamos miradas de incertidumbre.
—¿Qué les parece si damos una vuelta por el edificio y echan un ojo? Luego podrán decidirse —sugirió Sarah. Cogí la mano de Hugo y recibí un azote de ambigüedad. Sus contradictorias emociones me agotaban. «Vamonos de aquí», pensó.
Deseché mis anteriores planes. Si Hugo estaba sumido en tamaña confusión, no nos vendría bien quedarnos. Las preguntas podían aguardar a más tarde.
—Deberíamos volver a casa y traer nuestros sacos de dormir y las almohadas —dije con tono lúcido—. ¿No es así, cariño?
—Y tengo que dar de comer al gato —dijo Hugo—. Pero estaremos de vuelta a las… seis y media, ¿verdad?
—Caray, Steve, ¿no tenemos sacos de sobra en el almacén? Esos de la otra pareja que estuvo con nosotros un tiempo.
—Nos encantaría que se quedaran hasta que lleguen los demás —nos urgió Steve con una sonrisa radiante. Sabía que estábamos amenazados y que teníamos que salir de allí, pero todo lo que recibía de la mente de Newlin era un muro de determinación. Polly Blythe parecía revolcarse en un lecho de maliciosa satisfacción. Detestaba seguir con la indagación ahora que sabía que sospechaban de nosotros. Si conseguíamos salir de allí en ese momento, me prometí que no volvería a poner el pie dentro. Me olvidaría de todo ese rollo de investigar para los vampiros. Me limitaría a atender en el bar y a acostarme con Bill.
—De verdad tenemos que irnos —dije con firme cortesía—. Estamos muy impresionados con todo esto y queremos venir a la noche blanca, pero aún queda bastante tiempo para que podamos terminar de hacer algunos recados. Ya saben cómo es trabajar durante toda la semana. Todo se amontona.
—Pero ¡seguirán ahí, y la noche termina mañana! —dijo Steve—. Tienen que quedarse.
No había forma de salir de allí sin que todo saliera a la luz. Y no iba a ser yo la primera en romper la baraja, no mientras aún quedase una mínima esperanza de salir. Había mucha gente alrededor. Giramos a la izquierda al salir del despacho de Steve Newlin. Con él caminando apresuradamente detrás de nosotros, Polly a nuestra derecha y Sarah abriendo el camino, recorrimos el pasillo. Cada vez que pasábamos ante una puerta abierta, alguien decía: «Steve, ¿puedo hablar contigo un momento?», o «¡Steve, Ed dice que tenemos que cambiar la redacción de esto!». Pero, aparte de un guiño o un leve temblor en su sonrisa, no era capaz de captar ninguna reacción en Steve Newlin ante esas constantes solicitudes.
Me preguntaba cuánto duraría ese movimiento si quitábamos de en medio a Steve. Casi de inmediato me avergoncé de haberlo pensado, pues de verdad se me había pasado por la cabeza su muerte. Empezaba a pensar que Sarah o Polly podrían ocupar su puesto si se les permitía. Ambas parecían estar hechas de acero.
Todos los despachos estaban abiertos de par en par y proyectaban un aspecto inocente, si es que podía juzgarse como tal la premisa sobre la que se había fundado la organización. Todos ellos parecían estadounidenses normales, aunque puede que más estereotipados de lo normal, e incluso había unos cuantos que no eran caucásicos.
Y había uno que no era humano.
Pasamos junto a una diminuta y delgada mujer hispana por el pasillo, y sus ojos destellaron cuando cruzamos las miradas. Capté una firma mental que sólo había sentido una vez. La otra ocasión fue con Sam Merlotte. Aquella mujer, al igual que Sam, era una cambiante, y sus grandes ojos se abrieron como platos cuando notó la ráfaga de «diferencia» que emanaba de mi ser. Traté de retener su mirada y, por un momento, nos miramos mutuamente, yo tratando de enviarle un mensaje y ella tratando de no recibirlo.
—¿Les he dicho que la primera iglesia que ocupó este lugar se construyó a principio de los años sesenta? —estaba diciendo Sarah, mientras la pequeña mujer seguía su recorrido por el pasillo a paso ligero. Miró hacia atrás por encima del hombro y volví a toparme con sus ojos. Los suyos estaban asustados. Los míos lanzaban un grito de auxilio.
—No —dije, sorprendida por el súbito giro de la conversación.
—Sólo un poco más —nos guió Sarah— y habremos visto toda la iglesia.
Llegamos a la última puerta del pasillo. La correspondiente al ala opuesta que conducía al exterior. Desde fuera, parecía que ambas alas eran exactamente iguales. Evidentemente, mis observaciones eran erróneas. Pero aun así…
—Sin duda es un lugar muy grande —dijo Hugo de forma agradable. La ambigüedad de sus emociones parecía reducirse. De hecho, ya no daba la impresión de estar en absoluto preocupado. Sólo alguien sin ningún sentido psíquico podría no sentirse preocupado por aquello.
Ése era Hugo. Ni el más mínimo sentido psíquico. Parecía bastante interesado cuando Polly abrió la última puerta, la que estaba al fondo del pasillo. Debía conducir al exterior.
Pero, en vez de ello, conducía hacia abajo.