En Dallas hacía más calor que en la cocina del infierno, sobre todo en el asfalto del aeropuerto. Los escasos días de otoño que habíamos pasado se habían vuelto a mudar en verano. Rachas de aire caliente que traían consigo toda clase de sonidos y olores del aeropuerto de Dallas, Fort Worth (el trajinar de toda clase de vehículos pequeños y aviones con su combustible y su cargamento), parecían rodearme al pie de la rampa de carga del avión al que estaba esperando. Yo había llegado en un vuelo comercial normal, pero a Bill hubo que enviarlo de otra manera.
Me agitaba el vestido para mantener las axilas secas cuando el sacerdote católico se me acercó.
Al principio sentí tanto respeto hacia su alzacuellos que no vi ningún problema en que se acercara, a pesar de no apetecerme hablar con nadie. Acababa de salir de una experiencia completamente nueva y aún me quedaban muchos obstáculos por delante.
—¿Puedo serle de ayuda? No he podido evitar fijarme en su situación —dijo el pequeño hombre. Vestía los sobrios atavíos clericales de color negro y parecía rebosar simpatía. Además tenía la confianza de quien está acostumbrado a abordar extraños y ser recibido con cortesía. Consideré que tenía un corte de pelo poco usual para un sacerdote. Llevaba su pelo castaño un poco largo y algo enmarañado. También lucía bigote, aunque sólo me di cuenta de ello de refilón.
—¿Mi situación? —pregunté, apenas prestando atención a sus palabras. Acababa de divisar el ataúd de madera lustrada en el borde de la plataforma de carga. Bill era de lo más tradicional. El metal habría sido más práctico para viajar. Los mozos de uniforme lo estaban arrastrando hacia la rampa, de modo que debieron de ponerle ruedas de alguna manera. Le prometieron a Bill que llegaría a su destino sin un solo rasguño. Y los guardias armados que tenía a la espalda aseguraban que ningún fanático se echara encima para quitarle la tapa. Ese era uno de los extras que Anubis Air había incluido en sus anuncios. Según las instrucciones de Bill, también especifiqué que lo sacaran el primero del avión.
Hasta ahí, todo bien.
Lancé una mirada a aquel cielo violáceo. Las luces de la pista se habían encendido minutos antes. La cabeza de chacal negro de la cola del avión parecía feroz bajo la luz áspera que dibujaba profundas sombras donde no debería haberlas. Volví a mirar el reloj.
—Sí, lo siento mucho.
Miré de lado a mi indeseado acompañante. ¿Se había subido en el avión en Baton Rouge? No recordaba su cara, pero desde entonces estuve muy nerviosa lo que quedó de vuelo.
—¿Sentirlo? —dije—. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?
Adoptó un aire elaboradamente perplejo.
—Bueno —dijo, indicando el ataúd con la cabeza, que descendía ahora por la rampa mediante un sistema de cinta rodada—. Su pérdida. ¿Era un ser querido? —se me acercó un poco más.
—Claro —dije, sorprendida, a caballo entre el desconcierto y la irritación. ¿Qué hacía ahí? Desde luego la línea aérea no iba a pagar a un sacerdote para que se presentara ante todos los viajeros que llevaban un ataúd consigo. Sobre todo si se descargaba de Anubis Air—. ¿Por qué iba a estar aquí si no?
Empecé a preocuparme.
Lenta y cuidadosamente, bajé mis escudos mentales y empecé a analizar a aquel hombre. Lo sé, lo sé, es una intromisión en la vida privada de la gente. Pero no sólo era responsable de mi seguridad, sino de la de Bill también.
El sacerdote, que resultó ser un importante periodista, pensaba tan fijamente como yo en el anochecer, pero con mucho más miedo. Esperaba que sus amigos se encontraran donde se suponía que tenían que estar.
Tratando de disimular mi creciente nerviosismo, volví a alzar la mirada. Ya casi había anochecido, y en el cielo de Dallas apenas quedaba un resquicio de luz.
—¿Es su marido? —dijo, arrastrando sus dedos sobre mi hombro.
¡Menudo escalofrío de tipo! Le observé. Tenía la mirada clavada en los mozos de equipajes, a los que se distinguía con facilidad en la bodega del avión. Vestían monos negros y plateados con el logotipo de Anubis Air en el pecho izquierdo. Luego su atención se dirigió a un empleado de la línea aérea que esperaba en tierra, preparado para guiar el ataúd hasta el vagón de equipajes acolchado. El sacerdote quería… ¿Qué es lo que quería? Pretendía pillarlos a todos mirando a otra parte, pendientes de cualquier otra cosa. No quería que le vieran mientras él… ¿Mientras él hacía qué?
—No, es un amigo —dije para mantener la farsa. Mi abuela me había educado para ser cortés, pero no estúpida. Abrí el bolso disimuladamente y con una mano cogí el spray de pimienta que Bill me había confiado para casos de emergencia. Mantuve el pequeño cilindro lejos de su vista. Trataba de escorarme para alejarme del falso sacerdote y sus turbias intenciones, de esa mano que insistía en aferrarme del brazo, cuando se abrió la tapa del ataúd.
Los dos mozos de equipajes del avión bajaron a tierra y se inclinaron profundamente.
—¡Mierda! —dijo el que iba a guiar el ataúd, antes de inclinarse también. Supongo que era nuevo. Aquel obsequioso comportamiento también era un extra de la línea aérea, aunque a mí me parecía que sobraba por todas partes.
—¡Ayúdame, Jesús! —dijo el sacerdote, pero en lugar de caer sobre sus rodillas, saltó hacia mi derecha, me cogió por el brazo que sostenía el spray de pimienta y empezó a tirar de mí bruscamente.
Al principio pensé que su intención era apartarme del peligro que para él representaba el ataúd abierto, y supongo que lo mismo les pareció a los mozos, que seguían metidos en el desempeño de su papel como asistentes de Anubis Air. En cualquier caso no me ayudaron, por mucho que gritara «¡Suélteme!» con toda la fuerza de mis bien desarrollados pulmones. El «sacerdote» siguió tirando de mi brazo mientras trataba de salir corriendo y yo seguía clavando al suelo mis tacones de cinco centímetros para resistirme. Le solté una bofetada con la mano libre. No iba a permitir que cualquiera me arrastrase hacia donde no quería ir sin plantar cara.
—¡Bill! —estaba muy asustada. El sacerdote no era muy corpulento, pero era más alto y robusto que yo, y casi igual de resuelto. A pesar de pelearme con uñas y dientes, centímetro a centímetro estaba logrando llevarme hasta una de las puertas de servicio de la terminal. Sin que supiera de dónde, se levantó de repente un viento seco y caliente, lo que me impidió usar el spray, pues habría recibido la sustancia química en mi propia cara.
El hombre que yacía en el ataúd se incorporó lentamente, recorriendo la escena con sus grandes ojos oscuros. Vi fugazmente que una de sus manos recorría su largo cabello castaño.
La puerta de servicio se abrió y pude ver que había alguien al otro lado, refuerzos del sacerdote.
—¡Bill!
Se produjo un silbido de aire a mi alrededor y, de repente, el sacerdote me soltó y desapareció por la puerta como un conejo en una pista para galgos. Di un respingo, y hubiera caído sobre mi trasero de no haber estado Bill ahí para cogerme.
—Hola, cielo —dije, increíblemente aliviada. Me arreglé la chaqueta de mi nuevo traje gris y me alegré de haberme puesto algo más de rojo de labios cuando aterrizó el avión. Miré en la dirección que había huido el sacerdote. «Qué extraño ha sido eso», pensé mientras volvía a guardar el spray de pimienta.
—Sookie —dijo Bill—. ¿Estás bien? —me dio un beso, ignorando los murmullos de los mozos de equipajes de un vuelo chárter que había junto a la puerta de Anubis. A pesar de que el mundo sabía desde hacía dos años que los vampiros eran más que material de leyenda y películas de terror, y que llevaban siglos existiendo entre nosotros, mucha gente no había visto aún uno de cerca.
Bill pasó de ellos. A Bill se le da bien pasar de las cosas que no merecen su atención.
—Sí, estoy bien —dije, aún un poco aturdida—. Sigo sin entender por qué me estaba agarrando.
—¿Habrá malentendido nuestra relación?
—No creo. Creo que sabía que te estaba esperando y quería raptarme antes de que despertaras.
—Tendremos que tenerlo en cuenta —dijo Bill, todo un maestro en restarle importancia a las cosas—. Aparte de este extraño incidente, ¿cómo ha ido la tarde?
—El vuelo ha sido agradable —dije, tratando de no hacer un mohín con el labio inferior.
—¿Ha habido más contratiempos? —Bill parecía un poco seco. Era muy consciente de que yo sentía que se habían aprovechado de mí.
—No sé lo que sería anormal en un viaje en avión, nunca lo había hecho antes —dije con acritud—, pero, hasta que apareció el sacerdote, diría que las cosas han ido como la seda —Bill alzó una ceja con ese aire de superioridad que él sabe poner, así que detallé—: No creo que ese tipo fuese un sacerdote. ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Por qué querría hablar conmigo? No hacía más que esperar que todos los que trabajaban cerca del avión miraran hacia otra parte.
—Hablaremos de ello en un lugar más privado —dijo mi vampiro, mirando de reojo a los hombres y mujeres que se habían reunido alrededor del avión para ver a qué se debía tanto ajetreo. Se dirigió hacia los empleados con el uniforme de Anubis y, en voz baja, les reprendió por no acudir en mi ayuda. Al menos eso pensaba yo a tenor de lo pálidos que se ponían y de cómo empezaban a balbucear. Bill deslizó un brazo alrededor de mi cintura y comenzamos a caminar hacia la terminal.
—Lleven el ataúd a la dirección que figura en la tapa —dijo Bill por encima del hombro—. Es el hotel Silent Shore.
El Silent Shore era el único hotel de Dallas que había llevado a cabo las reformas necesarias para acomodar a clientes vampiros. Era uno de los grandes hoteles antiguos del centro, según el folleto. No es que yo haya visto nunca el centro de Dallas ni ninguno de sus grandes hoteles antiguos.
Nos detuvimos en las escaleras que conducían a la terminal de pasajeros.
—Vamos, cuéntamelo —pidió. Lo miré mientras le relataba los hechos del incidente de principio a fin. Estaba muy pálido. Sabía que debía de tener mucha hambre. Sus cejas se antojaban negras contra la palidez de su piel, así como sus ojos, que parecían de un castaño incluso más oscuro de lo que ya eran.
Mantuvo abierta la puerta y accedí al bullicio y la confusión de uno de los mayores aeropuertos del mundo.
—¿No le escuchaste? —sabía que Bill no se refería a mi oído.
—Aún mantenía muy alta mi barrera de protección debido al viaje —dije—, y para cuando me di cuenta, y empecé a intentarlo, tú saliste del ataúd y él se fue corriendo. Tuve una sensación de lo más extraña antes de que huyera… —dudé, a sabiendas de que aquello era poco lógico.
Bill se limitó a esperar. No es de los que malgastan palabras. Siempre deja que acabe lo que estoy diciendo. Dejamos de caminar un momento, apartados contra una pared.
—Sentí como si estuviera allí para raptarme —dije—. Ya sé que suena a locura. ¿Quién iba a conocerme aquí en Dallas? ¿Quién iba a saber que llegaba en este avión? Pero ésa es la impresión que me dio —Bill tomó mis manos calientes entre las suyas, heladas como siempre.
Miré a Bill a los ojos. No soy tan baja y él no es tan alto, pero aun así tengo que levantar la mirada. Y me enorgullece el hecho de ser capaz de hacerlo sin que él pueda usar su glamour conmigo. Sin embargo, a veces desearía que Bill pudiera cambiarme también a mí los recuerdos —no me importaría, por ejemplo, olvidar a la ménade—, pero el caso es que no puede.
Bill estaba sopesando lo que le acababa de decir, archivándolo para una futura referencia.
—Entonces ¿el vuelo en sí fue aburrido? —preguntó.
—Lo cierto es que fue bastante emocionante —admití—. Cuando me aseguré de que los de Anubis te habían guardado en tu avión y yo había embarcado en el mío, una mujer nos enseñó lo que debíamos hacer si nos estrellábamos. Yo estaba sentada junto a la salida de emergencia. Dijo que podíamos cambiarnos los sitios si quienes estábamos en esos lugares no nos veíamos capaces de actuar rápido en caso de accidente. Pero yo pensé que sí que sabría, ¿no crees? ¿Te parece que podría arreglármelas en caso de emergencia? Luego me trajo una bebida y una revista —rara vez era a mí a quien servían, siendo mi profesión la que era, por lo que disfruté de lo lindo.
—Estoy seguro de que podrías arreglártelas en cualquier tipo de situación, Sookie. ¿Te asustaste cuando el avión despegó?
—No. Tan sólo me preocupaba un poco lo de esta noche. Aparte de eso, todo fue bien.
—Lamento no haberte acompañado —murmuró, dejando flotar una voz fría y líquida a mi alrededor. Me presionó contra su pecho.
—No te preocupes —le dije a su camisa, casi creyéndomelo—. Ya sabes, la primera vez que vuelas siempre te pones nervioso. Pero todo fue bien. Hasta que aterrizamos.
Puedo quejarme y puedo lloriquear, pero me alegré de veras de que Bill se hubiera despertado a tiempo para guiarme por el aeropuerto. Cada vez me sentía más como la prima paleta del pueblo.
Ya no hablamos más sobre el sacerdote, pero estaba segura de que Bill no se había olvidado del tema. Me acompañó a recoger el equipaje y a buscar un medio de transporte. Lo normal es que me hubiera dejado esperando en cualquier parte y que se hubiese encargado él de todo, pero, como solía recordarme con frecuencia, algunas veces tendría que hacerlo por mi cuenta si nuestros asuntos exigían que aterrizáramos en alguna parte a plena luz del día.
Aparte del hecho de que el aeropuerto parecía abarrotado, repleto de gente con aspecto ocupado e infeliz, logré seguir las señales con pequeños codazos por parte de Bill después de reforzar mi escudo mental. Ya me empapaba bastante de la triste miseria de los viajeros sin necesidad de escuchar sus lamentos concretos. Empujé el carro con nuestro equipaje (que Bill podría haber llevado tranquilamente debajo del brazo) hasta la fila de taxis y Bill y yo pusimos rumbo hacia el hotel al cabo de cuarenta minutos de su despertar. La gente de Anubis juró por activa y por pasiva que su ataúd llegaría dentro de las siguientes tres horas.
Ya veríamos. Si no cumplían el plazo, nos indemnizarían con un vuelo gratis.
En apenas siete años desde que me gradué en el instituto, me había olvidado de la extensión que tenía Dallas. Eran tan asombrosas las luces de la ciudad como su congestión. Contemplaba por la ventanilla todo lo que pasaba por delante de mí mientras Bill me sonreía con una indulgencia irritante.
—Estás muy guapa, Sookie. Te sienta muy bien esa ropa.
—Gracias —dije, aliviada y complacida. Bill había insistido en que debía tener un aspecto «profesional», y cuando le pregunté «¿Profesional de qué?» me propinó una de esas miradas suyas. Así que me puse un traje gris sobre una blusa blanca, con unos pendientes de perla, y un bolso y unos zapatos de tacón negros. Incluso me había recogido el pelo en un intrincado moño con uno de esos postizos Hairagami que había encargado a la teletienda. Mi amiga Arlene me había ayudado. Para mi gusto, tenía todo el aspecto de una profesional (una asistente funeraria profesional, quizá), y a Bill parecía agradarle. Adquirí todo el vestuario en Prendas Tara, pues se trataba de gastos de trabajo justificados. Así que tampoco podía quejarme del precio.
Me habría sentido más cómoda en mi uniforme de camarera. Prefiero mil veces unos shorts y una camiseta que un vestido y unas medias. Podría haber llevado mis Adidas y mi uniforme de camarera en lugar de aquellos malditos tacones. Suspiré.
El taxi se detuvo frente al hotel y el conductor se apeó para sacar el equipaje. Teníamos suficiente para tres días. Si los vampiros de Dallas seguían mis indicaciones, podríamos acabar con aquello y volver a Bon Temps mañana por la noche, para vivir allí sin ser molestados y ajenos a la política vampírica, al menos hasta la próxima vez que Bill recibiera una llamada telefónica. Pero era mejor llevar ropa extra que contar con esa posibilidad.
Me arrastré sobre el asiento para salir detrás de Bill, que ya estaba pagando al conductor. Un botones del hotel estaba cargando el equipaje en un carro. Volvió su delgada cara hacia Bill y le dijo:
—¡Bienvenido al hotel Silent Shore, señor! Mi nombre es Barry y… —Bill dio un paso al frente, dejando que la luz del vestíbulo se derramara sobre su rostro—, seré su mozo de equipajes —acabó de decir Barry con un hilo de voz.
—Gracias —le dije al muchacho, que no debía de tener más de dieciocho años, dándole un segundo para recomponerse. Le temblaban un poco las manos. Proyecté mi red mental para averiguar cuál era la causa de su nerviosismo.
Para mi asombrado deleite, al cabo de un fugaz asedio a la mente de Barry me di cuenta de que… ¡era un telépata como yo! Pero él se encontraba en la fase de organización y desarrollo por la que pasé yo a los doce años. Era un desastre de chico. Era incapaz de controlarse, y sus escudos eran una ruina. Estaba sumido en plena fase de negación. No sabía si agarrarlo y abrazarlo o darle una colleja. Entonces me di cuenta de que no me correspondía a mí revelar su secreto. Dirigí la mirada hacia otra parte y empecé a balancearme sobre los pies, como si estuviese aburrida.
—Les seguiré con el equipaje —farfulló Barry, y Bill le sonrió amablemente. Barry devolvió una sonrisa indecisa y se concentró en empujar el carro. Seguramente era la apariencia de Bill la que ponía nervioso a Barry, puesto que no podía leer su mente (lo que constituía el gran atractivo de los no muertos para la gente como yo). Barry tendría que aprender a relajarse en presencia de vampiros, ya que trabajaba en un hotel que los atendía.
Algunas personas creen que todos los vampiros son terroríficos. Para mí, depende de cuáles. Recuerdo que la primera vez que vi a Bill pensé que tenía un aspecto completamente diferente, pero no me asustaba.
Pero la que nos aguardaba en el vestíbulo del Silent Shore, ésa sí que ponía los pelos de punta. Apuesto a que conseguiría que el pobre Barry se meara en los pantalones. Se nos acercó después de que nos registráramos, mientras Bill volvía a guardarse la tarjeta de crédito en la cartera (seguir solicitando tarjetas de crédito a los ciento sesenta años, eso sí que es aguantar carros y carretas). Me apreté a él mientras le daba una propina a Barry con la esperanza de que no reparara en mí.
—¿Bill Compton? ¿El detective de Luisiana? —su voz era tan tranquila y fría como la de Bill, aunque con una inflexión considerablemente inferior. Llevaba mucho tiempo muerta. Estaba tan blanca como una hoja de papel, era tan delgada como una tabla y su fino vestido azul y dorado, que le llegaba hasta los tobillos, no le favorecía más que para acentuar su palidez y la flaqueza de su cuerpo. Tenía el pelo castaño claro, trenzado y largo hasta el trasero, y unos brillantes ojos verdes enfatizaban su macabro exotismo.
—Sí —los vampiros no se estrechan la mano, pero los dos hicieron contacto visual y se dedicaron un brusco asentimiento.
—¿Es ésta la mujer? —preguntó señalándome, probablemente con uno de esos gestos acelerados, pues alcancé a ver un movimiento desenfocado por el rabillo del ojo.
—Es mi compañera y colega, Sookie Stackhouse —dijo Bill.
Tras un instante, asintió para denotar que había cogido la indirecta.
—Me llamo Isabel Beaumont —se presentó—. Yo os acompañaré en cuanto deshagáis vuestro equipaje y estéis preparados.
—Tengo que alimentarme —dijo Bill.
Isabel me dedicó una mirada pensativa, sin duda preguntándose por qué no suministraba alimento a mi compañero, pero no era asunto suyo. Se limitó a decir:
—Sólo tienes que pulsar el botón del teléfono para que te atienda el servicio de habitaciones.
Una insignificante mortal como yo tendría que pedir del menú. Pero viendo la agenda que me esperaba, concluí que sería preferible comer después de atender los asuntos que nos aguardaban esa noche.
Cuando nos subieron las cosas a la habitación, que era lo bastante grande como para albergar un ataúd y una cama, el silencio que se adueñó de la pequeña sala de estar se volvió incómodo. Había una pequeña nevera bien surtida de TrueBlood, pero esta noche Bill sólo se contentaría con sangre de verdad.
—Tengo que hacer una llamada, Sookie —dijo Bill. Ya habíamos hablado de ello antes del viaje.
—Por supuesto —sin mirarle, me retiré al dormitorio y cerré la puerta. Podía alimentarse de cualquier otro para que yo conservara las fuerzas de cara a los acontecimientos venideros, pero yo no estaba obligada a mirar o a que me agradara. Al cabo de unos minutos escuché que llamaban a la puerta de la habitación y que Bill admitía a alguien; su cena. Hubo un murmullo de voces seguido de un leve quejido.
Por desgracia para mi nivel de tensión, tenía demasiado sentido común como para hacer algo del estilo de lanzar por la habitación mi cepillo del pelo o uno de mis malditos zapatos de tacón. Quizá también contribuía a ello mi intención de mantener algo de dignidad y el mal humor que un gesto como ése provocaría en Bill. Así que me conformé con deshacer la maleta y poner mi maquillaje en el cuarto de baño, usando el retrete a pesar de no sentir verdaderas ganas de hacerlo. Los servicios eran opcionales en el mundo de los vampiros, algo que aprendí con el tiempo, y aunque estuviesen disponibles en las casas ocupadas por ellos, muchas veces se olvidaban de reponer el papel higiénico.
No tardé en escuchar cómo se volvía a abrir y cerrar la puerta de la habitación y cómo Bill llamaba levemente a la del cuarto de baño antes de entrar. Tenía más color en la cara y su expresión parecía más viva.
—¿Estás lista? —preguntó. De repente me di cuenta de que me disponía a realizar mi primer trabajo para los vampiros y volví a sentir miedo. Si no salía bien, mi vida se convertiría en un calvario, y hasta puede que Bill acabase más muerto de lo que ya estaba. Asentí, con la garganta seca de miedo—. No te lleves el bolso.
—¿Por qué no? —pregunté, mirándolo perpleja. ¿A quién le podía molestar?
—Se pueden esconder cosas en los bolsos —cosas como estacas, asumí—. Llévate tan sólo la llave de la habitación en… ¿Esa falda tiene bolsillos?
—No.
—Bien, pues guárdatela en la ropa interior.
Alcé el dobladillo para que Bill pudiera ver en qué ropa interior me podía guardar las cosas. Disfruté la expresión de su cara más de lo que se puede expresar con palabras.
—¿Eso es…, no llevarás… un tanga? —Bill parecía un poco preocupado de repente.
—Así es. No vi la necesidad de parecer profesional tan a flor de piel.
—Y qué piel —murmuró Bill—. Tan morena… Tan suave.
—Sí, supuse que no sería necesario que llevara medias —sujeté el rectángulo de plástico (la llave) bajo una de las gomas.
—Oh, no creo que vaya a mantenerse fija ahí —dijo con los ojos encendidos—. Podríamos separarnos y es fundamental que la conserves. Prueba en otro sitio.
Y eso hice.
—Oh, Sookie, no creo que sea fácil sacarla de ahí si tienes prisa. Tenemos… Eh, tenemos que irnos —dijo Bill, arrancándose de su propio trance.
—Vale, si insistes —dije, volviendo a cubrir mi «ropa interior» con la falda.
Me dedicó una oscura mirada, se palpó los bolsillos como suelen hacer los hombres para comprobar que lo llevaba todo. Era un gesto extrañamente humano, y me emocionó de una forma que ni siquiera era capaz de describirme a mí misma. Nos hicimos un mutuo y escueto gesto de asentimiento y recorrimos el pasillo hacia el ascensor. Isabel Beaumont ya estaría esperando por nosotros, y tenía la diáfana sensación de que no estaba muy acostumbrada a hacerlo.
La anciana vampira, que no aparentaba más de treinta y cinco años, estaba justo donde la habíamos dejado. Aquí, en el hotel Silent Shore, Isabel se sentía libre de mostrar su vampirismo, que incluía el descanso inmóvil. La gente nunca se está quieta; se siente impelida a hacer cualquier cosa. Los vampiros, sin embargo, son capaces de ocupar un espacio sin necesidad de justificarlo. Cuando salimos del ascensor, Isabel parecía una estatua. Cualquiera podría haber colgado su abrigo en ella, aunque luego lo habría lamentado.
Una especie de sistema de alerta se activó en la vampira cuando estuvimos a escasos metros de ella. Sus ojos fluctuaron en nuestra dirección y su brazo derecho se movió, como si alguien la hubiese encendido mediante un interruptor.
—Acompañadme —dijo, y se deslizó hacia la puerta principal. Barry apenas pudo abrírsela con suficiente rapidez. Me di cuenta de que estaba entrenado para bajar la mirada a su paso. Todo lo que se dice sobre cruzar la mirada con un vampiro es cierto.
Como era de esperar, el coche de Isabel era un Lexus negro lleno de extras. A ningún vampiro se le ocurriría circular en una carraca. Isabel aguardó a que me abrochara el cinturón (ni ella ni Bill se molestaron en usarlos) antes de emprender la marcha, lo cual me sorprendió. Luego comenzamos nuestro recorrido en Dallas por una de sus avenidas principales. Isabel parecía una de esas mujeres fuertes y silenciosas, pero cuando habían pasado unos cinco minutos, pareció sacudirse ese aire de encima, como si recordara que tenía órdenes.
Giramos a la izquierda. Divisé una especie de zona verde con césped y algo parecido a un monumento histórico. Isabel apuntó hacia la derecha con uno de sus huesudos dedos.
—El depósito de libros escolares de Texas, desde donde dispararon a Kennedy —dijo, y entendí que se sentía en la obligación de informarme. Eso quería decir que había recibido orden en tal sentido, lo cual resultaba muy interesante. Seguí su dedo con avidez, asimilando tanto de ese edificio de ladrillo como fui capaz. Me sorprendió que no tuviese un aspecto más notable.
—¿Es esa zona donde lo alcanzaron los disparos? —suspiré emocionada, como si hubiese estado a bordo del Hindenburg o algún otro artefacto legendario.
Isabel asintió con un gesto tan imperceptible que me di cuenta de ello tan sólo porque se le agitó la trenza.
—Hay un museo en el viejo depósito —dijo.
Eso sí que era algo que me apetecía ver a la luz del día. Si nos quedábamos el tiempo suficiente, iría allí paseando, o quizá con un taxi, mientras Bill descansaba en el ataúd.
Bill me sonrió por encima del hombro. Era capaz de detectar cada mota de mi humor, lo cual resultaba encantador el ochenta por ciento de las veces.
El recorrido duró alrededor de otros veinte minutos, durante los cuales dejamos atrás distritos financieros y empezamos a adentrarnos en los residenciales. Al principio los edificios eran modestos y cuadriculados, pero poco a poco, a pesar de que las parcelas no parecían demasiado grandes, las casas iban abultándose más, como si hubiesen tomado esteroides. Nuestro destino era una gran casa metida con calzador en una pequeña parcela. Con tan poco terreno alrededor de la casa, aquello parecía ridículo, incluso en plena oscuridad.
No me habría importado que el paseo durara más y haber llegado más tarde.
Aparcamos en la calle, frente a lo que me pareció una mansión. Bill me abrió la puerta. Permanecí quieta durante un momento, reacia a comenzar con el… proyecto. Sabía que había vampiros ahí dentro, muchos vampiros. Lo sabía del mismo modo que lo habría sabido si me hubieran estado esperando humanos. Pero en lugar de retazos de pensamientos positivos, esos que suelo percibir para notar que hay gente, recibí imágenes mentales de… ¿Cómo definirlo? Dentro de aquella casa había agujeros en el aire y cada uno de ellos representaba a un vampiro. Recorrí los metros de acera que conducían a la casa, y ahí fue donde noté por primera vez un soplo humano.
La luz sobre la entrada estaba encendida, por lo que pude discernir que la casa era de ladrillo beis y adornos blancos. Sabía que la luz también era un detalle hacia mí; cualquier vampiro veía mejor que el mejor de los humanos. Isabel nos guió hacia la puerta, que estaba enmarcada por varios arcos de ladrillo. En la puerta había una exquisita corona de vides y flores secas que casi ocultaba la mirilla. Una integración inteligente. Me di cuenta de que no había en esa casa ningún detalle que indicara que fuese diferente de cualquiera de las henchidas viviendas que habíamos pasado, ninguna indicación de que en su interior vivían vampiros.
Pero allí estaban, en masa. Mientras seguía a Isabel al interior, conté cuatro en la sala principal a la que daba la puerta de entrada, dos en el pasillo y al menos seis en la enorme cocina, que parecía diseñada para dar de comer a veinte personas a la vez. Supe enseguida que habían comprado la casa, no la habían construido, porque los vampiros siempre proyectan cocinas diminutas o prescinden de ellas directamente. Lo único que necesitan es una nevera para conservar su sangre sintética y un microondas para calentarla. ¿Qué iban a cocinar?
Un humano alto y desgarbado lavaba en la pila unos platos, lo que me hizo pensar que, después de todo, quizá vivieran allí algunas personas. Se volvió a medias mientras pasábamos y me hizo un gesto con la cabeza. Tenía gafas y las mangas de la camisa remangadas. No tuve ocasión de hablar con él porque Isabel nos llevaba a toda prisa hacia lo que parecía un comedor.
Bill estaba tenso. Puede que no fuera capaz de leerle la mente, pero lo conocía lo suficiente como para interpretar la posición de sus hombros. Ningún vampiro se siente cómodo al entrar en el territorio de otro vampiro. Los vampiros tienen tantas reglas y normas como cualquier otra sociedad; simplemente tratan de mantenerlas en secreto. Pero yo ya empezaba a hacerme una idea.
De entre todos los vampiros que había en la casa, enseguida distinguí al líder. Era uno de los que estaban sentados a la larga mesa del comedor. Era todo un bicho raro. Ésa fue mi primera impresión. Luego supe que se disfrazaba cuidadosamente de bicho raro; él era… más bien otra cosa. Tenía el pelo de un rubio rojizo, y lo peinaba hacia atrás; su cuerpo era estrecho y poco llamativo, sus gafas de montura de pasta negra un mero camuflaje y llevaba una camisa de paño a rayas bien metida bajo unos pantalones de algodón y poliéster. Estaba pálido… Sí, bueno, menuda observación. También era pecoso, con pestañas casi invisibles y cejas mínimas.
—Bill Compton —dijo el tío raro.
—Stan Davis —replicó Bill.
—Sí, bienvenidos a la ciudad —el raro tenía un leve acento extranjero. «Antes era Stanislaus Davidowitz», pensé antes de dejar mi mente limpia como una pizarra. Si alguien descubría que de vez en cuando captaba algún retazo en el silencio de sus mentes, estaría desangrada antes de caer al suelo.
Ni siquiera Bill lo sabía.
Desterré mis miedos al sótano de mi mente en cuanto sus pálidos ojos se clavaron en mí y me escrutaron palmo a palmo.
—Viene en un agradable embalaje —le dijo a Bill, y supuse que con ello pretendía lanzar un halago, una especie de palmada en la espalda para Bill.
Bill inclinó la cabeza.
Los vampiros no pierden su tiempo diciendo la cantidad de cosas que los humanos diríamos en similares circunstancias. Un ejecutivo humano le preguntaría a Bill cómo le iba a su jefe Eric; le amenazaría un poco si no hacía bien mi trabajo e incluso puede que realizara las debidas presentaciones para que Bill y yo conociéramos a, al menos, las personas más importantes que hubiera en la habitación. Pero Stan Davis, jefe de los vampiros, no. Alzó la mano, y un joven vampiro hispano con el pelo negro hirsuto como el alambre abandonó la estancia y regresó con una chica humana. Cuando ella me vio, lanzó un chillido y se abalanzó sobre mí, tratando de librarse del vampiro que la sujetaba por el antebrazo.
—¡Ayúdame! —gritó—. ¡Tienes que ayudarme!
Supe enseguida que era una estúpida. Al fin y al cabo, ¿qué podía hacer yo en una habitación llena de vampiros? Su llamada de socorro era ridicula. Eso fue lo que me repetí varias veces, muy deprisa, para poder centrarme en lo que tenía que hacer.
Cruzamos miradas y alcé un dedo para indicarle que guardara silencio. Entonces, cuando conectamos, me obedeció. No tengo la mirada seductora de los vampiros, pero mi aspecto no es menos amenazador. Tengo exactamente el aspecto de cualquier muchacha de empleo mal pagado que te podrías encontrar en cualquier momento y ciudad del sur: rubia de pechos grandes, morena de piel y joven. Probablemente no parezca muy lista, pero seguro que eso se debe más a que la gente (y los vampiros) dan por sentado que si eres bonita, rubia y tienes un trabajo mal pagado eres automáticamente tonta.
Me volví hacia Stan Davis, agradecida por que Bill estuviera detrás de mí.
—Señor Davis, espero que comprenda que necesitaré más intimidad para interrogar a la chica. Y necesito saber qué es lo que busca.
La chica empezó a sollozar. De forma lenta y desgarradora, increíblemente irritante bajo aquellas circunstancias.
Los pálidos ojos de Davis se clavaron en los míos. No trataba de seducirme ni someterme; simplemente me examinaba.
—Tenía entendido que tu escolta comprendía los términos de nuestro acuerdo con su líder —dijo Stan Davis. Vale, ya lo pillo. Estaba más allá del desprecio por el hecho de ser humana. Que yo intentara hablar con Stan era como si una vaca lo hiciera con un cliente del McDonald's. Aun así, era necesario que supiese qué tenía que buscar.
—Estoy segura de que ha cumplido las condiciones de la Zona Cinco —dije manteniendo la voz tan tranquila como me era posible—, y voy a hacer todo lo que esté en mi mano. Pero sin un objetivo ni siquiera puedo empezar.
—Necesitamos saber dónde se encuentra nuestro hermano —dijo tras una pausa.
Traté de no parecer tan perpleja como me sentía.
Como he dicho, algunos vampiros, como Bill, viven por su cuenta. Otros se sienten más seguros en grupos que llaman nidos o rediles. Se llaman unos a otros «hermano» y «hermana» cuando llevan un tiempo en el mismo redil, y algunos de esos nidos pueden durar decenios. De hecho, uno en Nueva Orleans ha durado dos siglos. Antes de salir de Luisiana, Bill me contó que los vampiros de Dallas vivían en un redil especialmente amplio.
No soy precisamente una neurocirujana, pero hasta yo llegaba a comprender que el hecho de que un vampiro tan poderoso como Stan perdiera a uno de sus hermanos de redil no sólo era inusual, sino también humillante.
Y a los vampiros les gusta tanto como a los humanos sentirse humillados.
—Explique las circunstancias, por favor —sugerí con la más neutral de las voces.
—Mi hermano Farrell no ha vuelto a su redil desde hace cinco noches —dijo Stan Davis.
Sabía que habrían comprobado los terrenos de caza favoritos de Farrell y que habrían preguntado a todo vampiro del redil de Dallas si lo había visto. Aun así, abrí la boca para preguntar, pues los humanos nos sentimos impulsados a hacer cosas así. Pero Bill me tocó el hombro, y miré de reojo hacia atrás para atisbar un leve meneo de cabeza. Mis preguntas serían tomadas como un insulto grave.
—¿Y la chica? —pregunté. Ella seguía en silencio, pero no paraba de temblar. Parecía mantenerse en pie tan sólo porque la agarraba el vampiro hispano.
—Trabaja en el club donde fue visto por última vez, el Bat's Wing; es de nuestra propiedad —los bares eran las aventuras empresariales favoritas de los vampiros. Normal, pues su tráfico más preciado se produce mayoritariamente de noche. Por alguna razón, las tintorerías con servicio veinticuatro horas regentadas por chupasangres no eran tan atractivas como un bar repleto de vampiros.
En los últimos dos años, los bares de vampiros se habían convertido en lo más in de la vida nocturna de las ciudades. Los patéticos humanos que se obsesionaban con los vampiros, conocidos como «colmilleros», solían frecuentar esos lugares, a menudo disfrazados, con la esperanza de atraer la atención de alguno de verdad. Los turistas acudían para alucinar con unos y con otros. Vaya, que esos bares no eran el lugar más seguro en el que trabajar.
Crucé la mirada con el vampiro hispano, y le indiqué una silla a mi lado de la mesa. Guió a la chica hacia allí. La miré, tratando de palpar sus pensamientos. Su mente no gozaba de ningún tipo de protección. Cerré los ojos.
Se llamaba Bethany. Tenía veintiún años y estaba convencida de que era una cría loca, una chica mala de verdad. No tenía la menor idea de en qué problemas aquello podía meterla, hasta ahora. Conseguir un trabajo en el Bat's Wing había sido el gesto más rebelde de su vida, y podría acabar resultando el último.
Volví a mirar a Stan Davis.
—Estará usted de acuerdo —sugerí, arriesgándome sobremanera— en que, si ella nos ofrece la información que usted desea, podrá marcharse ilesa —ya me había dicho antes que había comprendido los términos, pero tenía que asegurarme.
Bill lanzó un suspiro detrás de mí. No era precisamente de alivio. Los ojos de Stan Davis brillaron literalmente de ira durante un segundo.
—Sí —dijo, como si lanzase las palabras a dentelladas, los colmillos medio extendidos—. Ya dije que estaba de acuerdo —nos miramos fijamente un instante. Ambos sabíamos que apenas dos años antes los vampiros de Dallas habrían secuestrado a Bethany y la habrían torturado hasta obtener cualquier jirón de información que tuviese, incluso cualquiera que se hubiera inventado.
La integración, sacar su existencia a la luz pública, tenía muchas ventajas, pero también conllevaba un precio. En este caso, el precio era mi servicio.
—¿Qué aspecto tiene Farrell?
—Parece un cowboy —dijo Stan sin rastro de humor—. Luce una de esas corbatas de lazo, vaqueros y una camisa con esos botones nacarados que imitan perlas.
Estaba claro que los vampiros de Dallas no habían llegado a la alta costura. Después de todo, quizá podría haberme puesto mi uniforme de camarera.
—¿Color de pelo y ojos?
—Pelo castaño, con canas. Ojos marrones. Una gran mandíbula. Mide alrededor de… 1,80 —dijo Stan, traduciendo los números desde algún otro método de medida—. Aparenta una edad de treinta y ocho años —añadió—. No llevaba bigote ni barba y es delgado.
—¿Le gustaría que me llevase a Bethany a otra habitación? ¿Tienen habitaciones más pequeñas, menos concurridas? —traté de decirlo con amabilidad porque me parecía una idea estupenda.
Stan hizo un movimiento con la mano, apenas perceptible para mí, y en un segundo, literalmente, todos los vampiros salvo el propio Stan y Bill salieron a la cocina. No me hizo falta mirar para saber que Bill estaba apoyado contra la pared, listo para cualquier cosa. Respiré hondo. Había llegado la hora de empezar con aquella aventura.
—¿Cómo te encuentras, Bethany? —dije con voz amable.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó, hundiéndose en su silla. Era una silla con ruedas y la hice rodar, apartándola de la mesa para situarla frente a la mía. Stan seguía sentado, presidiendo la mesa por detrás de mí, ligeramente escorado a la izquierda.
—Te puedo contar un montón de cosas sobre ti —dije, tratando de parecer cálida y omnisciente. Empecé a recabar pensamientos sueltos, como quien recoge manzanas de un árbol repleto de ellas—. Tenías un perro que se llamaba Woof cuando eras pequeña, y tu madre hace la mejor tarta de coco del mundo. Tu padre perdió mucho dinero jugando a las cartas una vez, y tuviste que empeñar tu aparato de vídeo para ayudarle y que tu madre no se diese cuenta.
Se había quedado boquiabierta. Dentro de lo que cabía, se había olvidado del peligro en el que se encontraba.
—¡Es alucinante, eres tan buena como el médium de la tele, el de los anuncios!
—Bueno, Bethany, no soy una médium —dije con un ligero exceso de aspereza—. Soy telépata, y puedo leerte los pensamientos, incluso aquellos que no sabes que tienes. Voy a hacer que te relajes primero y luego recordaremos la noche que trabajaste en el bar, no la de hoy, sino la de hace cinco días —volví a mirar a Stan, quien asintió.
—Pero ¡si no estaba pensando en la tarta de mi madre! —dijo Bethany, insistiendo en lo que más le había impactado.
Traté de reprimir un suspiro.
—No eras consciente de ello, pero sí que lo hacías. Se deslizó por tu mente cuando miraste a Isabel, la vampira más pálida, pues su tez es tan blanca como el azúcar que recubre la tarta. Y pensaste en cuánto echabas de menos a tu perro cuando caíste en lo que te echarían a ti de menos tus padres.
Supe que aquello fue un error en cuanto las palabras salieron de mi boca. Como era de esperar, la chica empezó a llorar de nuevo, recordando la situación en la que estaba inmersa.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó entre sollozos.
—Estoy aquí para ayudarte a recordar.
—Pero has dicho que no eres médium.
—Y no lo soy —¿o sí? A veces pensaba que tenía un «don» mixto, que era lo que los vampiros pensaban. Yo siempre lo había considerado más una maldición, hasta que conocí a Bill—. Los médiums pueden tocar objetos y obtener información de quienes los usaron. Algunos tienen visiones de acontecimientos pasados o futuros. Otros se pueden comunicar con los muertos. Yo soy una telépata. Puedo leer los pensamientos de algunas personas. Se supone que también puedo emitir pensamientos, pero nunca lo he intentado —ahora que había conocido a otro telépata, el intento se convertía en una emocionante posibilidad, pero puse freno a esa idea para explorarla en mi tiempo libre. Tenía que concentrarme en la tarea pendiente.
Mientras me arrodillaba frente a Bethany, tomé una serie de decisiones. La idea de «escuchar» con un propósito concreto me era en cierto modo novedosa. Me había pasado la mayor parte de la vida intentando hacer lo contrario. Ahora «escuchar» era mi trabajo, la vida de Bethany probablemente dependiera de ello; y la mía con completa seguridad.
—Escucha, Bethany, esto es lo que vamos a hacer. Vas a recordarlo todo acerca de esa noche y yo te voy a ayudar. Desde dentro de tu mente.
—¿Me va a doler?
—En absoluto.
—¿Y después?
—Te podrás marchar.
—¿A casa?
—Claro —con unos retoques en la memoria que no me incluyeran ni a mí ni esta noche, cortesía de un vampiro.
—¿No me matarán?
—Por supuesto que no.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —atiné a sonreír.
—Vale —dijo ella, vacilante. La moví un poco para que no pudiera ver a Stan detrás de mi hombro. No tenía ni idea de qué estaría haciendo él, pero esta pobre no tenía ninguna necesidad de verle la cara pálida mientras intentaba que se relajara—. Eres guapa —dijo de repente.
—Gracias. Tú también lo eres —al menos podía serlo bajo ciertas circunstancias. Su boca era demasiado pequeña para su cara, pero ése era un rasgo que algunos hombres encontraban atractivo, pues daba la impresión de que siempre la tenía solícitamente fruncida. Contaba con una abundante melena castaña, densa y espesa, y un cuerpo delgado, de pechos pequeños. Ahora que la miraba otra mujer, a Bethany le preocupaba su ropa arrugada y el maquillaje echado a perder—. No te preocupes por tu aspecto, estás bien —dije con tranquilidad, sosteniéndole las manos—. Ahora nos vamos a coger de la mano un momento; tranquila, no quiero ligar contigo —rió nerviosa y sus dedos se relajaron más. Entonces empecé a trabajar.
Aquello era nuevo para mí. En lugar de intentar evitar mi telepatía, había tratado de desarrollarla con el apoyo de Bill. El personal humano de Fangtasia había hecho las veces de conejillos de indias. Descubrí casi por accidente que era capaz de hipnotizar a la gente en apenas un momento. No es que consiguiera dominar su voluntad ni nada parecido, pero podía penetrar en sus mentes con una escalofriante facilidad. Si, leyéndole la mente, una es capaz de averiguar qué es lo que verdaderamente tranquiliza a alguien, resulta relativamente fácil relajar a esa persona hasta un estado de trance.
—¿Qué es lo que más te gusta, Bethany? —pregunté—. ¿Recibir algún masaje de vez en cuando? O puede que te guste hacerte las uñas —miré en la mente de Bethany con delicadeza. Escogí el mejor canal para mis intenciones—. Tu peluquero favorito —dije manteniendo la voz suave y equilibrada— te está arreglando el pelo… Se llama Jerry. Lo ha cepillado una y otra vez. No queda ni un solo enredo. Lo ha saneado con mucho cuidado porque es muy denso. Le llevará mucho tiempo cortarlo, pero está deseando hacerlo porque es un cabello sano y brillante. Levanta un mechón y lo recorta… Las tijeras chasquean un poco. Un mechón de pelo cae sobre la capa de plástico y se escurre hasta el suelo. Vuelves a sentir sus dedos en tu pelo. Se mueven una y otra vez en él, toma otro poco y lo corta. A veces lo vuelve a cepillar para comprobar que está igualado. Es una sensación agradable estar sentada y dejar que alguien te arregle el pelo. No hay nadie más… —no, espera. He suscitado una ligera sensación de incomodidad—. Sólo hay unas pocas personas en la peluquería, y todas están tan ocupadas como Jerry. En ocasiones se escucha el encendido de un secador. Apenas puedes escuchar voces murmurando en el sillón de al lado. Sus dedos se deslizan por tu pelo, cogen, cortan y cepillan una y otra vez.
No sé lo que diría un hipnotizador entrenado sobre mi técnica, pero a mí al menos me funcionó esa vez. El cerebro de Bethany se encontraba en un estado de tranquila receptividad, justo a la espera de que se le diera una instrucción. Con la misma voz tranquila dije:
—Mientras trabaja en tu pelo, pasearemos por aquella noche en el trabajo. No dejará de cortar, ¿de acuerdo? Empieza preparándote para ir al bar. No te preocupes por mí. No soy más que un soplo de aire sobre tu hombro. Puede que escuches mi voz, pero procede de otra zona del salón de belleza. Ni siquiera podrás escuchar lo que digo a menos que pronuncie tu nombre —informaba a Stan al mismo tiempo que tranquilizaba a Bethany. Entonces me sumergí en la mente de la chica a mayor profundidad.
Bethany estaba mirando su apartamento. Era muy pequeño y estaba bastante arreglado. Lo compartía con otra empleada del Bat's Wing que se llamaba Desiree Dumas. Tal como Bethany la veía, Desiree Dumas tenía el mismo aspecto que su nombre inventado: una sirena diseñada por sí misma, puede que un poco pasada de kilos, puede que un poco demasiado rubia y convencida de su propio atractivo erótico.
Llevar a la camarera por aquella experiencia era como ver una película, pero de las sosas. La memoria de Bethany era demasiado buena. Pasando por alto las partes más aburridas, como cuando ella y Desiree discutieron acerca de las excelencias de dos marcas diferentes de máscara para pestañas, lo que recordaba era lo siguiente: se había preparado para ir al trabajo como siempre, y acudió acompañada de Desiree. Su compañera trabajaba en la tienda de recuerdos del Bat's Wing. Vestida con un top rojo y unas botas negras, vendía objetos de recuerdo vampíricos muy caros. Con sus colmillos artificiales posaba en fotos con turistas a cambio de buenas propinas. La delgada y tímida Bethany era una humilde camarera. Durante un año había esperado a que se le abriesen las puertas de la tienda de recuerdos, que era más tranquila. Allí no ganaría tantas propinas, pero su sueldo base sería mayor y podría sentarse cuando no estuviese tan ocupada. Pero Bethany aún no había llegado a eso. Así que le tenía bastante envidia a Desiree; algo irrelevante, pero me oí decírselo a Stan como si se tratase de una información crucial.
Jamás había profundizado tanto en la mente de otra persona. Trataba de filtrar los pensamientos innecesarios a medida que avanzaba, pero no era capaz. Al final dejé que todo emergiera. Bethany seguía completamente relajada, aún inmersa en su corte de pelo. Tenía una excelente memoria visual, y estaba igual de absorta que yo en la noche que pasó trabajando.
En sus recuerdos, Bethany servía sangre sintética sólo a cuatro vampiros: una mujer pelirroja; una hispana baja y regordeta, de ojos negros como el betún; un adolescente rubio con antiguos tatuajes y un hombre moreno de mandíbula abultada y corbata de lazo. ¡Ahí! Farrell ciertamente estaba en los recuerdos de Bethany. Tuve que reprimir mi sorpresa al reconocerlo mientras trataba de guiar a Bethany con más autoridad.
—Ese es, Bethany —susurré—. ¿Qué recuerdas de él?
—Oh, él —dijo Bethany en voz alta, sobresaltándome de tal modo que casi salté de mi silla. En sus recuerdos se volvió para mirar a Farrell, pensando en él. Se tomó dos sangres sintéticas cero positivo y le dejó una propina.
Bethany frunció el ceño mientras se concentraba en mi pregunta. Intentaba con todas sus fuerzas recordar. Empezó a unir retazos de la noche para poder alcanzar con más facilidad los fragmentos en los que salía el vampiro de pelo castaño.
—Se fue a los aseos con el rubio —dijo, y vi en su mente la imagen del rubio tatuado, el que parecía ser el más joven. Si hubiese sido una artista habría sido capaz de dibujarlo.
—Joven vampiro, puede que dieciséis años. Rubio, con tatuajes —le murmuré a Stan, quien pareció sorprenderse.
Apenas capté la sensación, pues tenía muchas cosas en las que permanecer concentrada (era como tratar de hacer juegos malabares), pero, sí, creo que sorpresa es la mejor forma de definir el gesto que reflejaba la cara de Stan. Su reacción me extrañó.
—¿Estás segura de que era un vampiro? —le pregunté a Bethany.
—Se bebió la sangre —dijo ella de plano—. Era muy pálido. Me puso los pelos de punta. Sí, estoy segura.
Y se fue con Farrell a los aseos. Eso sí que me descolocó. La única razón por la que un vampiro iría a unos aseos sería para hacer el amor con un humano que estuviese dentro, beberse su sangre o hacer ambas cosas a la vez (lo cual suponía el mayor placer para ellos). Sumergiéndome de nuevo en los recuerdos de Bethany vi como servía a algunos clientes más. No reconocí a ninguno, aunque me fijé muy bien en todos. La mayoría parecían turistas inofensivos. Uno de ellos, un hombre de tez oscura y bigote frondoso, me pareció familiar, así que traté de tomar nota de sus acompañantes: un hombre alto y delgado con pelo rubio que le llegaba hasta los hombros, y una mujer rellenita con uno de los peores cortes de pelo que jamás había visto.
Tenía algunas preguntas que hacerle a Stan, pero primero quería terminar con Bethany.
—¿Volvió a salir el vampiro con aspecto de cowboy, Bethany?
—No —dijo tras una perceptible pausa—. No volví a verlo —la escruté con cuidado en busca de lagunas mentales; nunca podría reemplazar lo que se hubiera borrado, pero podía tratar de averiguar si alguien había estado jugando con su mente. No encontré nada. Ella trataba de recordar, de eso estaba segura. Podía notar sus esfuerzos por recordar otro atisbo de Farrell. Por el sentido de su esfuerzo, me di cuenta de que estaba perdiendo el control sobre los pensamientos y los recuerdos de Bethany.
—¿Qué me dices del joven rubio? El de los tatuajes.
Bethany meditó. Estaba con medio pie fuera del trance.
—Tampoco lo vi —dijo. Un nombre se deslizó por su mente.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté, manteniendo la voz muy tranquila.
—¡Nada, nada! —ahora los ojos de Bethany estaban abiertos de par en par. Se acabó el corte de pelo; la había perdido. Mi control distaba mucho de ser perfecto.
Quería proteger a alguien. Quería impedir que pasase por lo mismo que estaba pasando ella. Pero no pudo impedir que un nombre se filtrara en su pensamiento, y pude atraparlo. No llegaba a comprender por qué pensaba que aquel hombre podía saber algo más, pero así era. Sabía que de nada serviría comunicarle que había accedido a su secreto, así que le sonreí.
—Puede irse. Lo tengo todo —le dije a Stan sin volverme para mirarlo.
Me quedé con el aspecto de alivio de Bethany antes de volverme hacia Stan. Creo que él sabía que me guardaba un as en la manga y no quería que dijese nada. ¿Quién puede decir lo que se le pasa a un vampiro por la cabeza cuando es precavido? Pero estaba convencida de que Stan me había comprendido.
No dijo nada, pero apareció de inmediato otra vampira, una chica que aparentaba la edad de Bethany. Stan había elegido bien. La chica se inclinó hacia Bethany, la tomó de la mano, sonrió con los colmillos completamente replegados y dijo:
—Te llevaremos a casa, ¿de acuerdo?
—¡Oh, genial! —Bethany llevaba el alivio escrito con letras de neón en la frente—. Oh, genial —repitió, algo menos segura—. Porque me vais a llevar a casa de verdad, ¿no? Vais…
Pero la vampira había mirado a Bethany directamente a los ojos.
—No recordarás nada sobre esta noche, salvo la fiesta.
—¿Fiesta? —la voz de Bethany sonaba torpe, con apenas un atisbo de curiosidad.
—Fuiste a una fiesta —dijo la vampira mientras guiaba a Bethany fuera de la habitación—. Fuiste a una gran fiesta y allí conociste a un chico muy guapo. Has estado con él —aún seguía murmurándole cosas a Bethany cuando salieron. Esperaba que le estuviera construyendo un buen recuerdo.
—¿Y bien? —inquirió Stan cuando la puerta se cerró detrás de las dos.
—Bethany cree que el portero del club puede saber algo más. Lo vio entrar en los servicios de caballeros pisando los talones de su amigo Farrell y al vampiro desconocido —lo que yo no sabía, y no pensaba preguntar a Stan, era si los vampiros solían tener sexo unos con otros. El alimento y el sexo eran cosas tan íntimamente ligadas en la vida de los vampiros que no podía imaginarme a un vampiro teniendo sexo con alguien que no fuera humano, o sea, con alguien de quien no pudiera tomar la sangre. ¿Acaso los vampiros bebían la sangre de otros de su especie en situaciones no críticas? Sabía que si la vida de un vampiro estaba en peligro (ay, ay), otro vampiro podía donarle su sangre para revivirlo, pero jamás había oído hablar de otras situaciones de intercambio sanguíneo. No me apetecía nada preguntárselo a Stan. Quizá sacaría el tema con Bill cuando estuviéramos fuera de esa casa.
—Lo que descubriste en su mente es que Farrell estaba en el bar y que fue al aseo de caballeros con otro vampiro, un joven de pelo rubio largo y muchos tatuajes —resumió Stan—. El portero fue al aseo mientras los dos estaban aún dentro.
—Correcto.
Se produjo una notable pausa mientras Stan decidía qué hacer a continuación. Aguardé encantada de no escuchar una sola palabra de su debate interno. Nada de destellos o atisbos.
Captar fogonazos de la mente de un vampiro era cuando menos extremadamente raro. Nunca había tenido una visión de los de Bill; y no supe que era posible hasta un tiempo después de ser presentada en la sociedad vampírica. Por eso su compañía suponía un gran placer para mí. Por primera vez en mi vida podía tener una relación normal con un hombre. Es cierto que no era un hombre vivo, pero no siempre se puede tener todo.
Como si supiera que había estado pensando en él, sentí que Bill posaba su mano sobre mi hombro. Le correspondí tocándosela, deseando poder levantarme y fundirme con él en un abrazo. No era una buena idea delante de Stan. Podía entrarle el hambre.
—No conocemos al vampiro que acompañó a Farrell —dijo Stan, lo que se antojaba exigua respuesta después de tanta meditación. A lo mejor pensó en darme una explicación más larga, pero decidió que no era lo suficientemente lista para entenderla. Es igual, prefiero que me subestimen a que esperen de mí lo que no puedo dar. Además, ¿qué más me daba? No obstante, archivé mi pregunta bajo los hechos que necesitaba saber.
—¿Quién era el portero del Bat's Wing?
—Un hombre llamado Re-Bar —dijo Stan. Había un toque de aversión en la forma de decirlo—. Es un «colmillero».
Entonces Re-Bar tenía el trabajo de sus sueños. Trabajar con vampiros y para vampiros y estar cerca de ellos toda la noche. Menuda suerte, para alguien fascinado por los no muertos.
—¿Qué podía hacer si un vampiro se ponía rebelde? —pregunté por pura curiosidad.
—Se encargaba sólo de los borrachos humanos. Notamos que los porteros vampiros tienden a excederse en el uso de su fuerza.
No me apetecía pensar mucho en eso.
—¿Re-Bar está aquí?
—Sólo llevará un momento —dijo Stan sin consultar a nadie en su séquito. Seguro que tenía con ellos algún tipo de conexión mental. Nunca había visto nada parecido antes, y estaba segura de que Eric no era capaz de abordar mentalmente a Bill. Debía de ser el don especial de Stan.
Mientras esperábamos, Bill se sentó en la silla que tenía a mi lado. Me cogió de la mano. Lo encontré muy reconfortante, y lo adoré por ello. Mantuve la mente relajada, tratando de conservar algo de energía de cara al interrogatorio venidero. Pero empezaba a albergar alguna preocupación muy seria acerca de la situación de los vampiros de Dallas. Me preocupaba el atisbo que había tenido de los clientes de bar, sobre todo el del hombre que creí reconocer.
—Oh, no —dije bruscamente, recordando de repente dónde lo había visto.
Los vampiros se pusieron en guardia.
—¿Qué, Sookie? —preguntó Bill.
Stan parecía como si lo hubiesen esculpido en hielo. Sus ojos verdaderamente emitían un brillo verdoso, no eran imaginaciones mías.
Trastabillé con mis propias palabras, que corrían más deprisa que mis pensamientos por explicar lo que se me estaba pasando por la cabeza.
—El sacerdote —le dije a Bill—. El hombre que se escabulló en el aeropuerto, el que intentó cogerme. Estuvo en el bar —la diferencia del lugar y las ropas me habían confundido mientras estuve en la mente de Bethany, pero ahora estaba segura.
—Ya veo —dijo Bill lentamente. Al parecer, Bill tiene una memoria prácticamente fotográfica, por lo que podía contar con él para que reconociera plenamente al individuo.
—Entonces no creía que fuese un sacerdote de verdad, y ahora estoy segura de que estuvo en el bar la noche que Farrell desapareció —dije—. Iba vestido con ropa normal, nada de alzacuellos y camisa negra.
Hubo una prolongada pausa.
—Pero ese hombre —dijo Stan delicadamente—, este falso sacerdote del bar, aun acompañado de dos humanos no podría haberse llevado a Farrell si él no se hubiese querido ir voluntariamente.
Me quedé mirándome a las manos, sin decir una sola palabra. No quería ser quien lo dijera en voz alta. Bill, cauto, tampoco abrió la boca.
—Bethany recordó que alguien acompañó a Farrell al aseo —dijo al fin Stan Davis, líder de los vampiros de Dallas—. Un vampiro que no me es familiar.
Asentí, manteniendo la mirada desviada.
—Luego, ese vampiro debió de ayudar en el secuestro de Farrell.
—¿Farrell es gay? —pregunté, tratando de sonar como si la pregunta hubiese salido de las paredes.
—Prefiere a los hombres, sí. ¿Crees que…?
—No creo nada —dije, negando con vehemencia para convencerle de que así era. Bill me apretó los dedos. Ay.
El silencio se hizo tenso, hasta que apareció la vampira con aspecto de adolescente acompañando al humano corpulento que yo había visto en los recuerdos de Bethany. Sin embargo, no tenía el aspecto con que Bethany lo veía. Para ella era más robusto, menos gordo; más encantador, menos desaseado. Pero estaba claro que era Re-Bar.
Enseguida reparé en que algo no iba bien con ese hombre. Seguía a la vampira como un perro faldero y sonreía a todos los presentes en la habitación. Qué raro, ¿no? Cualquier humano que sintiese el desasosiego que emanaban los vampiros estaría preocupado, por muy limpia que llevase la conciencia. Me levanté y me dirigí hacia él. Me esperó con alegre expectación.
—Hola, amigo —le dije con amabilidad, y le estreché la mano, soltándosela en cuanto la decencia me dio luz verde. Di un par de pasos hacia atrás. Me apetecía tomar un analgésico y echarme un rato.
—Bien —le dije a Stan—, es evidente que tiene un buen agujero en la cabeza.
Stan examinó el cráneo de Re-Bar con mirada escéptica.
—Explícate —dijo.
—¿Cómo le va, señor Stan? —preguntó Re-Bar. Apuesto a que nadie se había atrevido a hablarle así a Stan Davis, al menos en los últimos cinco siglos.
—Estoy bien, Re-Bar. ¿Cómo estás tú? —tuve que darle unos puntos a Stan por mantenerse tranquilo.
—Bueno, pues genial —dijo Re-bar, agitando la cabeza con gesto de asombro—. Soy el capullo más afortunado del planeta… Discúlpeme señorita.
—Estás disculpado —tuve que forzarme a decir.
—¿Qué le han hecho, Sookie?
—Le han hecho un agujero en la cabeza —dije—. No sabría cómo explicarlo mejor. No sé cómo lo han hecho porque nunca había visto nada parecido antes, pero cada vez que miro en sus pensamientos, en sus recuerdos, siempre encuentro un enorme y feo agujero. Es como si Re-Bar necesitase que le quitasen un tumor diminuto, pero el cirujano le hubiese extirpado el bazo y el apéndice también, sólo por si las moscas. ¿Sabíais que cada vez que se elimina un recuerdo de alguien se reemplaza por otro? —hice un gesto con la mano para indicar que me dirigía a todos los vampiros—. Pues bien, alguien se ha llevado un puñado de los recuerdos de Re-Bar y no los ha sustituido por nada. Como una lobotomía —añadí inspirada. Leo mucho. Lo pasé mal en la escuela con mi pequeño problema, pero leer por mi cuenta me proporcionó los medios para escapar de mi situación. Supongo que soy autodidacta.
—Entonces, todo lo que Re-Bar pudiera saber sobre la desaparición de Farrell se ha perdido —dijo Stan.
—Sí, junto con algunos elementos de su personalidad y gran parte de sus recuerdos.
—¿Sigue siendo funcional?
—Pues sí, supongo —nunca me había topado con nada parecido, ni siquiera sabía que era posible—. Aunque no sé lo bueno que será como portero —añadí, tratando de ser honesta.
—Sufrió el daño mientras trabajaba para nosotros. Cuidaremos de él. Quizá pueda limpiar el club cuando cierre —dijo Stan. Por su voz, parecía que quería asegurarse de que me quedaba con ese detalle: los vampiros podían ser compasivos, o al menos justos.
—¡Caramba, eso sería genial! —le gritó Re-Bar a su jefe—. Gracias, señor Stan.
—Llevadlo de vuelta a su casa —dijo el señor Stan a su secuaz, quien partió de inmediato, llevándose al lobotomizado.
—¿Quién podría haberle hecho esto? —se preguntó Stan. Bill no respondió, pues no estaba allí para pensar, sino para cuidar de mí y para realizar sus propias pesquisas cuando se le requiriera. Una vampira alta y pelirroja entró en la sala. Era la que había estado en el bar la noche en que Farrell fue secuestrado.
—¿Qué recuerda de la noche en que Farrell desapareció? —le pregunté, prescindiendo del protocolo. Me respondió con un gruñido, enseñándome los colmillos alargados ante su negra lengua, enmarcados por el lápiz de labios brillante.
—Colabora —terció Stan. De repente su rostro se relajó, desapareciendo al instante todo rastro de mueca, al igual que las arrugas de un edredón al pasar la mano por encima.
—No recuerdo nada —dijo al fin. Así que la capacidad de Bill para recordar fotográficamente al detalle era un don personal—. No vi a Farrell más de uno o dos minutos.
—¿Puedes hacer con Rachel lo mismo que hiciste con la camarera? —quiso saber Stan.
—No —respondí de inmediato, puede que con un leve exceso de énfasis en la voz—. No soy capaz de leer las mentes de los vampiros. Son como libros cerrados.
—¿Puedes recordar a un rubio, uno de nosotros, que aparentaba unos dieciséis años? —preguntó Bill—. Tenía unos tatuajes antiguos y azules en brazos y torso.
—Oh, sí —dijo la pelirroja de Rachel al momento—. Creo que los tatuajes eran de tiempos de los romanos. Eran toscos pero interesantes. Me llamó la atención porque nunca le había visto venir aquí, a solicitar de Stan privilegios de caza.
Así que los vampiros que pasan por territorio ajeno tenían que firmar en el libro de visitas, por así decirlo. Lo recordaría para el futuro.
—Estaba con un humano, o al menos cruzó unas palabras con él —prosiguió la pelirroja. Vestía unos vaqueros y un jersey verde que me parecía de lo más caliente. Pero a los vampiros les da igual la temperatura, dicho sea literalmente. Miró a Stan, luego a Bill, que hizo un gesto con las manos para indicarle que quería conocer cualquier cosa que recordara con relación a aquello—. El humano era moreno de pelo y llevaba bigote, si mal no recuerdo —hizo un gesto con las manos y los dedos extendidos, como queriendo decir que todos se parecían.
Cuando Rachel se marchó, Bill preguntó si en la casa había algún ordenador. Stan dijo que sí, y miró a Bill con genuina curiosidad cuando éste preguntó si lo podía usar un momento, disculpándose por no contar con su portátil. Stan asintió. Bill estaba a punto de abandonar la habitación cuando titubeó y se volvió para mirarme.
—¿Estarás bien, Sookie? —preguntó.
—Claro —dije, tratando de impregnar confianza a mis palabras.
—Estará bien —dijo Stan—. Tiene que ver a más gente.
Asentí, y Bill se marchó. Sonreí a Stan, que es lo que suelo hacer cuando estoy tensa. No es una sonrisa muy alegre, pero siempre es mejor que gritar.
—¿Cuánto tiempo llevas con Bill? —preguntó Stan.
—Unos cuantos meses —cuanto menos supiera sobre nosotros, mejor.
—¿Estás contenta con él?
—Sí.
—¿Lo amas? —Stan parecía divertido.
—No es asunto suyo —dije, sonriendo de oreja a oreja—. ¿Dijo que había más gente a la que tenía que ver?
Siguiendo el mismo procedimiento que con Bethany, sostuve una variedad de manos y comprobé una aburrida cantidad de cerebros. Estaba claro que Bethany había sido la persona más observadora del bar. Los demás —otra camarera, el barman humano y un cliente asiduo, un «colmillero» que se había prestado voluntario para comparecer— abundaban en huecos, aburridos pensamientos y limitadas capacidades de memoria. Sí que averigüé que el barman había robado artículos de menaje por su cuenta y, después de que el tipo se marchara, recomendé a Stan que se buscara a otro empleado para atender la barra, o acabaría involucrado en alguna investigación policial. Stan pareció más impresionado por esto de lo que yo habría esperado. No quería que se aficionara demasiado a mis servicios.
Bill regresó cuando estaba terminando con el último empleado, y parecía contento, por lo que concluí que había tenido éxito. Últimamente Bill pasaba la mayor parte de sus horas de vigilia delante del ordenador, cosa que no me entusiasmaba.
—El vampiro del tatuaje —dijo Bill cuando Stan y yo fuimos los únicos que quedamos en la habitación— se llama Godric, aunque durante el último siglo se ha hecho llamar Godfrey. Pretende renunciar a su condición —no podía hablar por Stan, pero yo estaba impresionada. Unos minutos delante del ordenador, y Bill había hecho un excepcional trabajo de investigación.
Stan parecía atónito, e imagino que yo perpleja.
—Se ha aliado con humanos radicales. Planea suicidarse —Bill me lo dijo en voz baja, pues Stan estaba envuelto en sus pensamientos—. El tal Godfrey piensa ver amanecer. Su existencia se ha vuelto amarga.
—¿Y se va a llevar alguien más con él? —¿sería capaz Godfrey de exponer a Farrell también?
—Nos ha traicionado ante la Hermandad —dijo Stan.
«Traición» es una palabra que implica mucho melodrama, pero ni se me ocurrió sonreír cuando Stan la pronunció. Había oído hablar de la Hermandad, aunque nunca había conocido a nadie que dijera pertenecer formalmente a ella. La Hermandad del Sol era a los vampiros lo que el Ku-Klux-Klan a los afroamericanos. Y también el culto de mayor crecimiento en Estados Unidos.
Una vez más me encontraba en aguas más profundas de las que podía vadear.