Tuve que luchar contra mí misma para abrir los ojos. Me sentía como si hubiese dormido en un coche, o hubiese echado una siesta en una silla incómoda; vamos, como si me hubiese quedado traspuesta en algún lugar impropiado e incómodo. Estaba mareada y me dolía todo el cuerpo. Pam estaba sentada en el suelo, a un metro, con sus inmensos ojos azules clavados en mí.
—Ha funcionado —comentó—. La doctora Ludwig tenía razón.
—Genial.
—Sí, hubiera sido una pena perderte antes de sacarte algo de provecho —dijo, haciendo gala de un pragmatismo escalofriante—. La ménade podría haber escogido a cualquiera de los numerosos humanos que están asociados con nosotros; ninguno de ellos es tan valioso como tú.
—Gracias por los mimos, Pam —murmuré.
Estaba asquerosa, como si me hubiesen metido en una cuba de sudor y luego me hubieran rebozado en polvo. Hasta los dientes los sentía sucísimos.
—De nada —dijo, casi con una sonrisa. Vaya, así que Pam tenía sentido del humor, algo que no abundaba precisamente entre los vampiros. No se conocen muchos cómicos vampiros de renombre, y los chistes humanos suelen dejarles fríos, ja, ja (en cambio, algunas de las cosas que les hacen gracia a ellos nos podrían provocar pesadillas durante semanas).
—¿Qué ha pasado?
Pam entrelazó los dedos sobre la rodilla.
—Hicimos lo que nos dijo la doctora Ludwig. Bill, Eric, Chow y yo nos turnamos, y cuando estabas casi seca empezamos con la transfusión.
Me imaginé aquello durante un momento, y me sentí feliz de haber perdido la consciencia antes de experimentar todo el proceso. Bill siempre me drenaba sangre cuando hacíamos el amor, así que lo asociaba a profundas sensaciones eróticas. La «donación» de tantas personas distintas habría sido muy embarazoso para mí de estar consciente, por así decirlo.
—¿Quién es Chow? —pregunté.
—A ver si te puedes sentar —recomendó Pam—. Chow es nuestro nuevo barman. Es todo un personaje.
—¿Por?
—Los tatuajes —dijo Pam, pareciendo casi humana por un momento—. Es alto para ser asiático y tiene un montón de… tatuajes alucinantes.
Traté de aparentar que me interesaba. Me erguí, pero al notar que me faltaba algo de sensibilidad decidí ser cauta. Era como si la espalda llena de heridas se me hubiese curado, aunque éstas amenazaran con abrirse en cualquier momento si no tenía cuidado. Y ése era precisamente el caso, según me dijo Pam.
Además, ya no tenía puesta la blusa. Ni ninguna otra cosa de cintura para arriba. Más abajo, los pantalones seguían enteros, aunque notablemente manchados.
—Tu modelito estaba tan raído que tuvimos que quitártelo —dijo Pam con una abierta sonrisa—. Nos turnamos para sujetarte mientras te lamíamos. Has gustado mucho. A Bill no le ha hecho ninguna gracia.
—Vete al infierno —fue todo lo que pude decir.
—Bueno, quién sabe dónde acabaré —Pam se encogió de hombros—. Pretendía ser un halago. Debes de ser una mujer modesta —se levantó y abrió la puerta de un armario. Dentro colgaban camisas, un almacén extra para Eric, asumí. Pam cogió una de una percha y me la tiró. Extendí el brazo para cogerla, y he de admitir que el movimiento no me costó demasiado.
—Pam, ¿hay alguna ducha por aquí? —no me apetecía ponerme la inmaculada camisa blanca sobre el cuerpo ensangrentado.
—Sí, en el almacén, donde los servicios para empleados.
Era muy espartano, pero había una ducha con jabón y toallas. La única pega era que tenías que cambiarte literalmente en el almacén, lo que probablemente no fuera un problema para los vampiros, que no parecían tener problemas de pudor. Cuando Pam accedió a custodiar la puerta, recurrí a ella para que me ayudara a quitarme los pantalones, las zapatillas y los calcetines. Creo que disfrutó de más con el proceso.
Fue la mejor ducha de mi vida.
Tenía que moverme despacio y con cautela. Me notaba tan temblorosa como si acabase de pasar por una grave enfermedad, como una neumonía o una mutación virulenta de la gripe. Y creo que así fue. Pam abrió la puerta lo suficiente para pasarme algo de ropa interior, lo cual resultó una agradable sorpresa, al menos hasta que me sequé y me dispuse a ponérmela. Las bragas eran tan pequeñas y tenían tanto encaje que apenas merecían ese nombre. Al menos eran blancas. Supe que estaba mejor cuando me sorprendí deseando ver qué aspecto tendría en un espejo. Las bragas y la camisa blanca eran las únicas prendas que me podía permitir. Salí descalza y vi que Pam había enrollado los pantalones y todo lo demás antes de meterlo en una bolsa de plástico para poder lavarlos en casa. Mi piel se antojaba muy morena en contraste con el niveo blanco de la camisa. Caminé muy despacio de vuelta al despacho de Eric y rebusqué un cepillo en mi bolso. Cuando empecé con la operación de deshacer los enredos, apareció Bill y me quitó el cepillo de las manos.
—Deja que lo haga yo, cielo —dijo con ternura—. ¿Cómo te encuentras? Súbete la camisa para que pueda verte la espalda.
Lo hice con nerviosismo, esperando que no hubiese cámaras en el despacho, aunque podía relajarme a tenor de lo que me había dicho Pam.
—¿Qué pinta tiene? —pregunté por encima del hombro.
—Quedarán cicatrices —dijo Bill con brevedad.
—Ya me lo imaginaba.
Mejor en la espalda que en la cara, y mejor viva que muerta.
Volví a ponerme la camisa y Bill me cepilló el pelo, algo que le encantaba. Enseguida me sentí cansada y me apoltroné en la silla de Eric mientras Bill permanecía de pie detrás de mí.
—¿Por qué me ha escogido la ménade?
—Estaría esperando al primer vampiro que apareciera. El que estuvieras conmigo tú, a quien era mucho más fácil hacer daño, fue un extra.
—¿Causó ella nuestra pelea?
—No, creo que eso fue mera casualidad. Sigo sin comprender por qué te enfadaste tanto.
—Estoy demasiado cansada para explicarlo, Bill. Hablaremos de ello mañana, ¿de acuerdo?
Eric entró en el despacho junto con un vampiro que debía de ser Chow. Inmediatamente supe por qué Chow atraía a la clientela. Era el primer vampiro asiático que había visto, y era extremadamente atractivo. También estaba cubierto, al menos por lo que yo veía, de esos intrincados tatuajes que yo había oído contar tanto gustaban a la Yakuza. Hubiera sido un gánster o no en su vida humana, era innegable que ahora resultaba muy siniestro. Pam se deslizó por la puerta al cabo de un minuto y dijo:
—Todo está cerrado. La doctora Ludwig también se ha marchado.
Así que Fangtasia había cerrado sus puertas para lo que quedaba de noche. Debían de ser las dos de la mañana entonces. Bill seguía cepillándome el pelo, y yo permanecía sentada en la silla con las manos sobre los muslos, plenamente consciente de lo inadecuado de mi atuendo. Aunque, bien pensado, Eric era tan alto que su camisa me cubría hasta donde habitualmente lo hacen mis shorts. Supongo que eran las bragas de corte francés las que me hacían sentir tan avergonzada. Eso y que no llevaba sujetador, algo que era imposible que pasara desapercibido dado que Dios había sido muy generoso conmigo en el reparto de pechos.
Pero poco importaba que mi ropa mostrara más de mí de lo que deseaba, o que todos ellos hubieran visto ya mis pechos al aire; yo tenía que mantener la compostura.
—Gracias a todos por salvarme la vida —dije. No logré dotar a mis palabras de un tono dulce, pero esperaba que se dieran cuenta de que eran sinceras.
—Fue todo un placer —dijo Chow, con una indudable lascivia prendida en la voz. Hablaba con acento, pero no tengo tanta experiencia con los idiomas asiáticos como para decir de dónde procedía. Asimismo, estaba segura de que «Chow» no era su nombre completo, pero era como le llamaban los demás vampiros—. Habría sido perfecto sin el veneno.
Sentía la tensión de Bill detrás de mí. Tenía las manos posadas sobre mis hombros y yo las busqué con mis dedos.
—Mereció la pena ingerir el veneno —dijo Eric. Se llevó los dedos a los labios y los besó, como si apreciara el aroma de mi sangre. Qué asco.
—Cuando quieras, Sookie —sonrió Pam.
Maravilloso.
—Tú también, Bill —le pedí, posando mi cabeza contra él.
—Fue un privilegio —dijo, esforzándose por controlar su temperamento.
—¿Os peleasteis antes del encuentro con la ménade? —preguntó Eric—. ¿He oído bien lo que decía Sookie?
—Eso es asunto nuestro —espeté, y los tres vampiros se intercambiaron unas sonrisas. Aquello no me gustó una pizca—. Por cierto, ¿para qué querías que nos presentásemos aquí esta noche? —pregunté, con la esperanza de desviar la atención de Bill y de mí.
—¿Recuerdas la promesa que me hiciste, Sookie? ¿Qué usarías tu habilidad mental para ayudarme, siempre que dejara que los humanos implicados viviesen?
—Por supuesto que me acuerdo —no soy de las que olvidan una promesa, especialmente si se la hago a un vampiro.
—Desde que Bill ha sido designado inspector de la Zona Cinco no nos hemos topado con muchos misterios. Pero la Zona Seis, Texas, requiere de tus cualidades especiales. Así que te hemos prestado.
Así que me habían alquilado, como una sierra mecánica o una excavadora. Me pregunté si los vampiros de Dallas tuvieron que pagar también un seguro por mí.
—No iré sin Bill —miré a Eric fijamente a los ojos. Los dedos de Bill me apretaron un poco, así que supe que había dicho lo adecuado.
—Irá contigo, pero nos costó mucho convencerles —dijo Eric con una amplia sonrisa. El efecto era francamente desconcertante, porque estaba contento por algo y tenía los colmillos fuera—. Teníamos miedo de que se quedaran contigo o te mataran, así que incluimos la cláusula de un guardaespaldas. ¿Y quién mejor que Bill? Si algo le impidiera cuidar de ti, enviaríamos otro guardaespaldas de inmediato. Además, los vampiros de Dallas han accedido a proporcionar un coche y un conductor, alojamiento, comida y, por supuesto, una buena suma. Bill se quedará con un porcentaje.
¿Cuándo tendría que empezar?
—Tendrás que arreglar los asuntos económicos con Bill —dijo Eric con suavidad—. Estoy seguro de que te compensará por el tiempo que te mantendrá apartada de tu trabajo en el bar.
Me pregunto si alguna columna de Ann Landers habrá tratado el tema «Cuando tu novio se convierte en tu manager».
—¿Por qué una ménade? —pregunté, desconcertándolos a todos. Esperaba haber pronunciado la palabra correctamente—. Las náyades son del agua y las dríades de los árboles, ¿no? Entonces, ¿por qué una ménade en medio del bosque? ¿No eran las ménades mujeres enloquecidas por el dios Baco?
—Sookie, tu sabiduría nos coge de improviso —contestó Eric al cabo de una apreciable pausa. No le dije que lo sabía por leer historias de misterio. Preferí dejarle pensar que leía literatura antigua griega en su idioma original. No le hacía daño a nadie.
—El dios se apoderaba tanto de las mujeres que algunas se volvían inmortales, o casi —dijo Chow—. Baco era el dios del vino, por supuesto, de ahí que los bares sean de gran interés para las ménades. Tanto es así, de hecho, que no les gusta que otras criaturas de la noche se interpongan. Las ménades creen que la violencia desencadenada por el consumo de alcohol les pertenece; es de lo que se alimentan ahora que nadie adora oficialmente a su dios. El orgullo también les atrae.
Ésa iba con segundas. ¿Acaso no habíamos esgrimido nuestros respectivos orgullos Bill y yo?
—Apenas nos habían llegado rumores de que había una en la zona —dijo Eric— hasta que Bill te trajo esta noche.
—¿Y qué mensaje quería hacer llegar? ¿Qué es lo que quiere?
—Un tributo —intervino Pam—. Eso creemos.
—¿De qué tipo?
Pam se encogió de hombros. Parecía que era la única respuesta que iba a recibir.
—¿Y qué pasa si no? —pregunté. De nuevo obtuve sus miradas por toda respuesta. Lancé un profundo suspiro de exasperación—. ¿Qué hará si no le pagáis ese tributo?
—Lanzará su locura —Bill parecía preocupado.
—¿Contra el bar? ¿Contra el Merlotte's? —y eso que había muchos más bares en la zona.
Los vampiros intercambiaron miradas.
—O contra nosotros —dijo Chow—. Ya ha ocurrido. La masacre de Halloween de 1876, en San Petersburgo.
Todos asintieron solemnemente.
—Yo estaba allí —dijo Eric—. Hicieron falta veinte vampiros para poner las cosas en orden. Y hubo que clavarle una estaca a Gregory, para lo cual tuvimos que colaborar todos nosotros. La ménade, Phryne, recibió su tributo después de aquello, puedes estar segura.
Las cosas tuvieron que ponerse muy feas para que los vampiros pasaran por la estaca a uno de los suyos. Una vez lo hizo Eric con un vampiro que le había robado y, según me contó Bill, tuvo que pagar una gran multa por ello. A quién, ni él me lo dijo ni yo lo pregunté. Podía vivir perfectamente sin saber ciertas cosas.
—¿Le daréis su tributo a la ménade?
Estaban intercambiando pensamientos al respecto, estaba segura.
—Sí —contestó Eric—. Será mejor que lo hagamos.
—Supongo que es muy difícil matar a una ménade —dijo Bill con una interrogación implícita en sus palabras.
Eric se estremeció.
—Oh, sí —dijo—. Puedes estar seguro.
Durante el viaje de regreso a Bon Temps, Bill y yo guardamos silencio. Tenía muchas preguntas que hacerle sobre aquella noche, pero estaba agotada.
—Sam debería saber lo que ha pasado —dije cuando nos detuvimos delante de mi casa.
Bill rodeó el coche para abrirme la puerta.
—¿Por qué, Sookie? —me cogió de la mano para ayudarme a salir del coche a sabiendas de que apenas era capaz de caminar.
—Porque… —y entonces me quedé muda. Bill sabía que Sam era una criatura sobrenatural, pero no quería recordárselo. Sam era propietario de un bar, y estábamos más cerca de Bon Temps que de Shreveport cuando pasó lo de la ménade.
—Tiene un bar, pero estará bien —añadió Bill razonablemente—. Además, la ménade dijo que el mensaje era para Eric.
Eso era verdad.
—Piensas demasiado en Sam para mi gusto —dijo Bill, y yo me quedé boquiabierta.
—¿Estás celoso? —Bill parecía molestarse demasiado cuando otros vampiros me admiraban, pero había dado por sentado que no era más que un instinto territorial. No sabía cómo reaccionar ante ese nuevo giro. Era la primera vez que alguien se sentía celoso de mis atenciones. Bill rehusó responder denotando un aire inmaduro—, Hmmm —dije pensativa—. Bueno, bueno, bueno —sonreía para mis adentros mientras Bill me ayudaba a subir los peldaños y a recorrer la vieja casa hasta mi habitación, la misma en la que mi abuela había dormido durante muchos años. Ahora las paredes estaban pintadas de amarillo claro, las maderas de blanco, a juego con la cama y las cortinas, que lucían vivos estampados de flores.
Pasé un momento al cuarto de baño para cepillarme los dientes y hacer mis necesidades. Cuando salí, aún llevaba puesta la camisa de Eric.
—Quítatela —dijo Bill.
—Mira, Bill, en una situación normal estaría más caliente que una brasa, pero esta noche…
—Es que detesto verte con su camisa.
Vaya, vaya, vaya. Creo que podría acostumbrarme a esto. Por otro lado, si lo llevaba hasta el extremo, podría ser todo un incordio.
—Está bien —suspiré de forma que pudiera escucharme desde bien lejos—. Supongo que me tendré que quitar esta vieja camisa —me la desabroché lentamente, consciente de que los ojos de Bill observaban mis manos deslizarse por los botones y apartando la camisa cada vez un poco más. Finalmente me la quité del todo, quedándome apenas con la ropa interior de Pam.
—Oh —jadeó Bill, y eso fue tributo suficiente para mí. Al diablo con las ménades. La cara de Bill hizo que me sintiera como una diosa.
Puede que me pasara por la tienda de lencería Foxy Femme, en Ruston, el próximo día que librara. O puede que la recién adquirida tienda de ropa de Bill vendiera también lencería.
No me resultó fácil explicarle a Sam que tenía que irme a Dallas. Se había comportado como un cielo conmigo cuando murió mi abuela, y lo consideraba un buen amigo, un gran jefe y, de vez en cuando, una fantasía sexual. Me limité a decirle que necesitaba tomarme unas pequeñas vacaciones; Dios sabe que nunca le había pedido unas antes. Pero estoy segura de que se figuró cuál era la verdadera razón. No le hizo gracia. Sus brillantes ojos azules parecieron arder, y su rostro adquirió un rictus pétreo. Incluso su pelo rubio rojizo pareció crepitar. Aunque casi se mordió la lengua para no decirlo, era evidente que Sam pensaba que Bill no debió acceder a que yo fuera. Pero Sam no tenía ni idea de mis asuntos con los vampiros, del mismo modo que Bill era el único, entre todos los vampiros que yo conocía, que sabía que Sam era un cambiante. Y traté de no recordárselo. No me apetecía que Bill pensase más en Sam de lo que ya lo hacía. Lo último que querría es que Bill viera a Sam como una amenaza para él. No le desearía un enfrentamiento con Bill ni a mi peor enemigo.
Se me da bien guardar secretos y mantener una expresión neutra, especialmente después de tantos años leyendo pensamientos indeseados ajenos. Pero he de admitir que mantener a Sam y a Bill en compartimentos separados me resultaba agotador.
Sam se recostó en su silla tras acceder a darme los días libres, ocultando su fuerte torso bajo la camiseta azul del Merlotte's. Llevaba unos vaqueros viejos, pero limpios. Sus botas, de suelas gruesas, también tenían unos años. Estaba sentada al borde de la silla de invitados, frente al escritorio de Sam, con la puerta cerrada a mis espaldas. Sabía que no había nadie escuchando al otro lado; a fin de cuentas, el bar estaba tan ruidoso como de costumbre, entre el tocadiscos aullando música folk y los gritos de los parroquianos que se habían pasado de copas. Aun así, cuando hablas de cosas como las ménades, preferirías hacerlo bajando la voz, así que opté por inclinarme sobre el escritorio.
Sam imitó inmediatamente mi postura. Yo puse una mano sobre su brazo y le susurré:
—Sam, hay una ménade en la carretera de Shreveport.
La cara de Sam se quedó en blanco durante un largo segundo, antes de que estallara en risas.
Sam no se recuperó de sus convulsiones al menos hasta pasados tres minutos, durante los cuales mi enfado fue aumentando.
—Lo siento —trató de decir, justo antes de volver a reírse. ¿Os imagináis lo irritante que puede ser eso cuando eres tú quien provoca el ataque de risa? Rodeó el escritorio tratando de sofocar sus carcajadas. Me levanté también, pero estaba que echaba humo. Me agarró de los hombros.
—Lo siento, Sookie —repitió—. Nunca he visto una, pero me han dicho que son asquerosas. ¿Por qué te preocupa? No es más que una ménade.
—Porque está cabreada, cosa que sabrías si pudieses ver las cicatrices que tengo en la espalda —le espeté, y su rostro cambió radicalmente.
—¿Estás herida? ¿Cómo ha pasado?
Así que se lo conté, tratando de mantener al margen parte del dramatismo y pasando por alto el proceso de curación emprendido por los vampiros de Shreveport. Aun así quiso ver las cicatrices. Me di la vuelta y me subió la camiseta sin pasar del nivel del sujetador. No emitió sonido alguno, pero pude sentir que me tocaba la espalda y, al cabo de un segundo, me di cuenta de que Sam había besado mi piel. Me estremecí. Volvió a cubrirme las cicatrices con la camiseta y me dio la vuelta.
—Lo siento mucho —dijo con sinceridad. Ya no se reía, ni por asomo. Estaba muy cerca de mí. Casi podía sentir los latidos de su corazón a través de su piel, la electricidad crepitando a lo largo de los pequeños y finos pelos de sus brazos.
Respiré hondo.
—Me preocupa que vuelva su atención hacia ti —le expliqué—. ¿Cuál suele ser el tributo que exigen las ménades?
—Mi madre solía decirle a mi padre que les encantan los hombres orgullosos —dijo, y por un momento pensé que volvía a tomarme el pelo. Pero por su exprexión supe que no era así—. No hay nada que les guste más que destrozar a los hombres orgullosos… Literalmente.
—Agh —dije—. ¿Les satisface alguna otra cosa?
—La caza mayor. Osos, tigres y demás.
—No es fácil encontrar un tigre en Luisiana. Puede que un oso sí, pero ¿cómo llevarlo hasta el territorio de una ménade? —lo sopesé durante un momento, pero no se me ocurrió ninguna respuesta—. Supongo que los querrá vivos —me pregunté en voz alta.
Sam, que parecía haber estado observándome más que pensando en el problema, asintió antes de inclinarse hacia delante y besarme.
Debí haberlo visto venir.
Era tan cálido en comparación con Bill, cuyo cuerpo obviamente nunca llegaba a serlo, nunca llegaba a pasar de tibio. Los labios de Sam estaban calientes, igual que su lengua. El beso fue profundo, intenso e inesperado; la misma emoción que sientes cuando alguien te hace un regalo que no sabías que deseabas. Sus brazos me rodearon y los míos a él, y nos entregamos al máximo, hasta que volví a poner los pies en la tierra.
Me aparté un poco y él levantó la cabeza lentamente.
—Está claro que necesito salir de la ciudad un tiempo —dije.
—Lo siento, Sookie, pero llevaba años deseando hacer esto.
Esa afirmación me abría un abanico de encrucijadas, pero ahondé en mi determinación y cogí el camino difícil.
—Sam, sabes que yo estoy…
—… enamorada de Bill —acabó mi frase.
No estaba del todo segura de estar enamorada de él, pero lo quería y me había comprometido con él. Así que, para simplificar el asunto, me limité a asentir.
No podía leer los pensamientos de Sam con claridad porque era un ser sobrenatural, pero tendría que haber sido muy zoquete, una absoluta nulidad en telepatía, para no sentir las oleadas de frustración y anhelo que emanaban de él.
—Lo que trataba de decir —añadí al cabo de un momento, durante el cual nos desenlazamos y nos apartamos— es que si esta ménade se interesa especialmente por los bares, resulta que este bar, al igual que el de Eric en Shreveport, también está regentado por alguien que no es precisamente un humano corriente. Así que será mejor que tengas cuidado.
Sam pareció apreciar la advertencia, e incluso extraer alguna esperanza de ella.
—Gracias por decírmelo, Sookie. La próxima vez que mute en el bosque tendré cuidado.
Ni siquiera me había imaginado a Sam encontrándose con la ménade en sus aventuras de cambio de forma, y tuve que sentarme de golpe mientras lo hacía.
—Oh, no —le dije enfáticamente—. Ni se te ocurra cambiar de forma.
—Dentro de cuatro días será luna llena —dijo Sam después de echar un ojo al calendario—. Tendré que hacerlo. Ya le he dicho a Terry que me sustituya esa noche.
—¿Qué le has dicho?
—Le he dicho que tengo una cita. No suele mirar el calendario para darse cuenta de que cada vez que le pido la sustitución es luna llena.
—Ya es algo. ¿Ha vuelto la policía por lo de Lafayette?
—No —dijo Sam, meneando la cabeza—. Y he contratado a un amigo de Lafayette. Se llama Khan.
—¿Cómo Sher Khan?
—Como Chaka Khan.
—Vale, pero ¿sabe cocinar?
—Lo han despedido de Shrimp Boat.
—¿Por qué?
—Temperamento artístico, eso he oído —contestó Sam con sequedad.
—No necesitará mucho de eso por aquí —observé, con la mano posada sobre el tirador de la puerta. Me alegré de que Sam y yo tuviéramos una conversación para relajar la tensión de aquella situación inédita. Nunca nos habíamos abrazado en el trabajo. De hecho, sólo nos habíamos besado una vez, cuando Sam me llevó a casa después de nuestra única cita, hacía meses. Sam era mi jefe, y empezar una aventura con el jefe siempre es mala idea. Empezar una aventura con el jefe cuando tu novio es un vampiro es otra mala idea, posiblemente una con consecuencias fatales. Sam necesitaba encontrar una mujer. Y rápidamente.
Cuando estoy nerviosa sonrío. Lo estaba, y mucho, cuando dije:
—Volvamos al trabajo —y salí por la puerta, cerrándola detrás de mí. Me envolvía una maraña de sensaciones contradictorias sobre todo lo que había ocurrido en el despacho de Sam, pero las aparté todas y me dispuse a servir algunas copas.
Aquella noche no había nada fuera de lo normal en cuanto al gentío que atestaba el Merlotte's. Hoyt Fortenberry, el amigo de mi hermano, estaba bebiendo con algunos de sus colegas. Kevin Prior, al que estaba más acostumbrada a ver de uniforme, estaba sentado con Hoyt pero no estaba pasando una noche agradable. Daba la impresión de que habría preferido estar en su coche patrulla con su compañera Kenya. Mi hermano Jason entró con la que últimamente se había convertido en el adorno de su brazo: Liz Barrett. Liz siempre fingía alegrarse de verme, pero nunca llegó a ser aduladora, lo cual le otorgaba varios puntos en mi lista de éxitos. Mi abuela se habría alegrado de saber que Jason salía tan a menudo con Liz. Jason había jugado con las fichas durante años, hasta que las fichas habían acabado condenadamente hartas de él. Después de todo, en Bon Temps y áreas aledañas hay una reserva finita de mujeres, y Jason había estado pescando en el mismo estanque durante años. Necesitaba un reabastecimiento.
Además, Liz parecía dispuesta a pasar por alto las pequeñas infracciones de Jason con la ley.
—¡Hermanita! —saludó—. Tráenos a Liz y a mí dos Seven and Seven[1], ¿quieres?
—Hecho —dije, sonriendo. Arrastrada por una oleada de optimismo, me permití escuchar a Liz durante un instante; estaba deseando que Jason le hiciera la gran pregunta. Cuanto antes mejor, pensaba, porque estaba segura de estar embarazada.
Menos mal que tenía una experiencia de años ocultando mis pensamientos. Les llevé sus bebidas, procurando mantenerme al margen de cualquier pensamiento que pudiera surgir, y traté de pensar qué debía hacer. Ese es uno de los mayores problemas de ser telépata; en realidad esas cosas en las que la gente piensa pero de las que no habla no le interesan al resto de personas (como yo). O no deberían interesarle. He oído suficientes secretos como para aplastar a un camello, y, creedme, ninguno de ellos me ha sido de provecho en absoluto.
Si Liz estaba embarazada, lo último que necesitaba era una copa, independientemente de quién fuera el padre de la criatura.
La observé con cuidado y ella tomó un pequeño sorbo del vaso. Lo rodeó con su mano para esconderlo parcialmente de la vista de los demás. Jason y ella charlaron durante un rato, hasta que Hoyt lo llamó y Jason giró sobre el taburete para mirar a su colega del instituto. Liz se quedó mirando su bebida, como si de verdad quisiera tomársela de un solo trago. Le puse un vaso igual, que sólo tenía Seven-Up, y aparté discretamente el que contenía el alcohol.
Liz me miró con sus grandes ojos marrones llenos de sorpresa.
—No te conviene —le dije en voz muy baja. Su tez oliva palideció al momento—. Tienes sentido común —añadí. Me costaba un mundo explicarle por qué me metía en su vida, cuando tengo por principio no intervenir en asuntos que llegan a mí de forma tan oculta—. Tienes sentido común, puedes hacer las cosas como es debido.
En ese momento Jason volvió a girarse y recibí otro encargo de una de las mesas. Mientras salía de la barra para atenderlo, me di cuenta de que Portia Bellefleur estaba en la puerta. Oteaba la penumbra del bar como si buscase a alguien. Para mi sorpresa, resultó que ese alguien era yo.
—Sookie, ¿tienes un momento? —preguntó.
Podía contar con los dedos de una mano las conversaciones personales que había mantenido con Portia, y casi me sobraban cuatro. No llegaba a imaginar lo que pasaba por su cabeza.
—Siéntate allí —le dije, indicando con un gesto de la cabeza una mesa vacía de mi zona—. Estaré contigo dentro de un momento.
—Está bien. Creo que necesitaré una copa de vino. Un Merlot.
—Enseguida te lo llevo —llené la copa con cuidado y la coloqué sobre la bandeja. Tras hacer un barrido visual para asegurarme de que todos los clientes estaban servidos, llevé la bandeja hasta la mesa de Portia y me senté enfrente de ella. Estaba en el borde de la silla, de forma que cualquiera que necesitara algo me viera lista para atenderlo inmediatamente.
—¿En qué puedo ayudarte? —me aseguré de que tenía la coleta bien sujeta y le dediqué una sonrisa.
Parecía absorta en su copa de vino. Le dio vueltas con los dedos, tomó un sorbo y la volvió a dejar en el centro exacto del posavasos.
—Necesito pedirte un favor —dijo.
No fastidies, Sherlock. Como hasta la fecha mis conversaciones con Portia no habían pasado de las dos frases, era evidente que necesitaba algo de mí.
—No me lo digas. Te ha mandado tu hermano para que me pidas que lea la mente de la gente del bar a ver si descubro algo sobre la orgía de Lafayette —como si no lo hubiera visto venir.
Portia parecía abochornada, pero llena de determinación.
—Nunca te lo pediría si no se encontrase en problemas serios, Sookie.
—Nunca me lo pediría porque no le caigo bien. ¡Y eso que no he hecho sino ser agradable con él toda la vida! Pero ahora, como me necesita, no le importa implorar mi ayuda.
La tez de Portia empezó a adquirir una tonalidad impropiamente roja. Sabía que no era justo por mi parte echarle encima los problemas de su hermano, pero en cierto modo había accedido a ser la mensajera. Ya se sabe lo que ocurre con los mensajeros. Aquello me hizo pensar en mi propio papel como mensajera de la noche anterior, y me pregunté si debía sentirme afortunada.
—Para qué me molestaré —murmuró Portia. Le había dolido en el orgullo pedirle un favor a una camarera, a una Stackhouse para mayor desgracia.
A nadie le gustaba que tuviese un «don». Nadie quería que lo usara sobre él. Pero todo el mundo quería que averiguase algo que le viniera bien, sin importarle cómo pudiera sentirme yo por meterme en los pensamientos, casi siempre desagradables e irrelevantes, de los clientes del bar para obtener la pertinente información.
—Quizá hayas olvidado que Andy arrestó hace poco a mi hermano por asesinato —claro que tuvo que soltarlo, pero aun así.
Si Portia se hubiese puesto más roja se habría incendiado.
—Vale, pues olvídalo —dijo, armándose con toda su dignidad—. De todas formas no necesitamos ayuda de una colgada como tú.
Le había tocado en la fibra sensible porque Portia siempre había sido educada, por no decir afectuosa.
—Escúchame, Portia Bellefleur. Prestaré un poco de atención a lo que «oiga», no por ti ni por tu hermano, sino porque Lafayette me caía bien. Era mi amigo y siempre se portó conmigo mejor que tú y Andy.
—No me gustas.
—Me da igual.
—¿Algún problema, cariño? —preguntó una voz fría a mis espaldas.
Era Bill. Proyecté la mente y sentí el relajante espacio vacío que había justo detrás de mí. Las demás mentes zumbaban como abejas encerradas, pero la de Bill era como un globo lleno de aire. Era maravilloso. Portia se levantó tan bruscamente que la silla casi cayó de espaldas. Le asustaba la mera circunstancia de estar cerca de Bill, como si fuese una serpiente venenosa o algo parecido.
—Portia me estaba pidiendo un favor —dije lentamente, consciente de que nuestro pequeño trío estaba atrayendo cierto grado de atención por parte de los parroquianos.
—¿A cambio de las numerosas cosas maravillosas que han hecho por ti los Bellefleur? —preguntó Bill. Portia estalló. Salió disparada hacia la salida mientras Bill contemplaba su marcha con una extraña expresión de satisfacción.
—Me pregunto qué mosca le habrá picado —dije, y me recosté contra él. Sus brazos me rodearon y me apretaron más contra su cuerpo. Era como si me abrazara un árbol.
—Los vampiros de Dallas lo han arreglado todo —dijo Bill—. ¿Puedes viajar mañana por la tarde?
—¿Y tú?
—Puedo viajar en mi ataúd, si te aseguras de que me descargan en el aeropuerto. Luego tendremos toda la noche para averiguar qué quieren que hagamos.
—¿Tendré que llevarte al aeropuerto en un coche fúnebre?
—No, cielo. Sólo tienes que ir tú. Existe un servicio de transporte que se encarga de esas cosas.
—¿Lleva a los vampiros a los sitios durante el día?
—Sí, disponen de licencia y de un seguro estatal.
Me quedé pensando en eso durante un momento.
—¿Te apetece un trago? Sam tiene algo en el radiador.
—Sí, por favor. Un poco de cero positivo.
Mi tipo de sangre. Qué mono. Le sonreí. No una sonrisa de burla, sino una de esas que nacen del corazón. Me sentía muy afortunada por estar con él, a pesar de los problemas que pudiéramos tener como pareja. No podía creer que había besado a otra persona, y desterré la idea en cuanto se asomó por mi mente.
Bill me devolvió la sonrisa, aunque puede que no fuese una vista de lo más tranquilizadora. Se alegraba de verme.
—¿A qué hora puedes salir? —preguntó, acercándose más.
Miré el reloj.
—En media hora —le prometí.
—Te estaré esperando.
Se sentó en la mesa que había dejado libre Portia, y le llevé la sangre a toda prisa.
Kevin se acercó para hablar con él y acabó sentándose a la mesa. Pasé cerca un par de veces y pude captar fragmentos de la conversación; hablaban de los crímenes que se cometían en nuestra pequeña ciudad, del precio de la gasolina y sobre quién ganaría las próximas elecciones a sheriff. ¡Era tan normal! Me henchí de orgullo. Las primeras veces que Bill vino al Merlotte's la atmósfera siempre había sido tensa. Ahora la gente se dejaba caer como si tal cosa para hablar con él o sencillamente para saludarle sin darle mayor importancia. Los vampiros ya tenían bastantes problemas legales como para sumarles otros sociales.
Aquella noche, mientras me llevaba a casa, Bill parecía estar emocionado. No sabía de qué se trataba hasta que caí en que estaba encantado con la visita a Dallas.
—¿Tienes mariposas en el estómago? —le pregunté, curiosa aunque no demasiado satisfecha con aquel repentino apetito por el viaje.
—He viajado durante años, y quedarme en Bon Temps durante estos meses ha sido maravilloso —dijo, mientras me palmeaba la mano—, pero he de admitir que me gusta visitar a otros de los míos, y los vampiros de Shreveport tienen demasiado poder sobre mí. No me puedo relajar cuando estoy con ellos.
—¿Estabais tan organizados los vampiros antes de salir a la luz? —procuraba hacer las menos preguntas posibles sobre su sociedad porque no sabía cómo podía reaccionar Bill, pero la curiosidad me mataba.
—No del mismo modo —dijo con tono evasivo. Sabía que aquella iba a ser toda la respuesta que iba a recibir de su parte, pero no pude evitar lanzar un suspiro. El señor Misterio. Los vampiros seguían manteniendo unos límites muy bien marcados. Ningún médico les podía examinar, no se les podía exigir que se unieran a las Fuerzas Armadas. A cambio de las concesiones legales, los estadounidenses habían exigido que los vampiros médicos o enfermeras (que no eran pocos) dimitiesen de sus trabajos ya que los humanos no se sentían muy cómodos con unos profesionales de la salud que vivían de la sangre ajena. Aun así, hasta donde sabían los humanos, el vampirismo era una reacción alérgica extrema a varias cosas, incluido el ajo y la luz del sol.
Si bien yo era humana (vale, un poco rara), tenía algo más de información. Aunque había sido mucho más feliz cuando pensaba que Bill tenía alguna enfermedad inclasificable, ahora sabía que las criaturas que habíamos desterrado al reino de los mitos y las leyendas tenían la fea costumbre de ser reales. La ménade, por ejemplo. ¿Quién se hubiera imaginado que una leyenda griega estaría recorriendo los bosques del norte de Luisiana?
Quizá de verdad hubiera hadas debajo del jardín, como decía una canción que solía cantar mi abuela cuando tendía la ropa.
—¿Sookie? —preguntó Bill con amable persistencia.
—¿Qué?
—Estabas perdida pensando en algo.
—Sí, sólo pensaba en el futuro —dije vagamente—. Y en el vuelo. Tendrás que ponerme al día de todos los planes y de la hora a la que tengo que estar en el aeropuerto. ¿Qué ropa tengo que llevarme?
Bill empezó a darle vueltas mientras recorríamos el camino de entrada a mi vieja casa, y supe que se tomaría mi pregunta en serio. Era una de las tantas cosas buenas que tenía.
—Antes de que hagas las maletas —dijo, con una mirada solemne— hay algo más de lo que debemos hablar.
—¿Qué? —estaba de pie en el centro de mi cuarto, con las puertas del armario a medio abrir, cuando esas palabras calaron en mi mente.
—Técnicas de relajación.
Me di la vuelta, con las manos en las caderas.
—¿De qué demonios estás hablando?
—De esto —me cogió al estilo clásico de Rhett Butler y, aunque yo vestía pantalones anchos en vez de un… ¿salto de cama?, ¿vestido largo?, Bill logró hacer que me sintiera preciosa, tan inolvidable como Escarlata O'Hara. Tampoco hizo falta subir las escaleras; la cama estaba muy cerca. La mayoría de las noches, Bill se tomaba las cosas con mucha calma, tanta que a veces creía que iba a gritar antes de llegar a algo, por así decirlo. Pero aquella noche, excitado por el viaje y la excursión inminente, Bill se aceleró notablemente. Llegamos al final del túnel juntos, y mientras yacíamos tumbados después de pasarlo en grande, me pregunté qué pensarían los vampiros de Dallas acerca de nuestra relación.
Sólo había estado en Dallas una vez, en un viaje al parque de atracciones Six Flags del que no guardo muy buenos recuerdos. No se me dio bien proteger mi mente de los pensamientos que proyectaban los demás y no estaba preparada para el inesperado apareamiento de mi mejor amiga, Marianne, y un compañero de clase llamado Dennis Engelbright. Además, era la primera vez que salía de casa.
Esto será diferente, me decía a mí misma con aplomo. Me habían convocado los vampiros de Dallas; ¿no era eso glamuroso? Se me requería debido a mis habilidades únicas. Tenía que centrarme en no llamar defectos a mis rarezas. Había aprendido a controlar mi telepatía, al menos lo justo para tener más precisión y mayor capacidad de predicción. Y además iba con mi chico. Nadie me abandonaría.
Aun así, he de admitir que antes de dormirme se me escaparon algunas lágrimas a la salud de lo miserable que había sido mi vida.