Volvimos a abrir a las cuatro y media, y para entonces estábamos más aburridos que una ostra. Sentía vergüenza por aquello, pues, después de todo, nos encontrábamos allí porque había muerto un conocido nuestro. A pesar de ello, después de ordenar el almacén, limpiar el despacho de Sam y jugar a las cartas (Sam ganó cinco dólares y algunas monedas sueltas), ya teníamos el ánimo repuesto. Resultó agradable ver entrar por la puerta trasera a Terry Bellefleur, el primo de Andy y habitual barman y cocinero sustituto del Merlotte's.
Creo que Terry estaba agotando la cincuentena. Era veterano de Vietnam y fue prisionero de guerra durante un año y medio. Lucía algunas cicatrices llamativas en la cara, y mi amiga Arlene me había dicho que las de su cuerpo eran incluso más drásticas. Terry era pelirrojo, aunque el tono parecía volvérsele un poco más gris cada mes que pasaba.
Terry siempre me había caído bien, era amable conmigo salvo cuando tenía uno de esos días malos. Casi siempre venían precedidos de terribles pesadillas, aseguraban sus vecinos. Todos habían escuchado gritar a Terry durante esas noches.
Jamás quise leer su mente.
Terry tenía buen aspecto aquel día. Tenía los hombros relajados y sus ojos no escrutaban el entorno con nerviosismo.
—¿Estás bien, cariño? —me preguntó, palmeándome el brazo con complicidad.
—Estoy bien, Terry, gracias. Es que estoy triste por lo de Lafayette.
—Ya, no era mal tipo —dicho por Terry, aquello era un gran cumplido—. Hacía bien su trabajo, era puntual. Dejaba limpia la cocina. Nunca tenía una palabra fea para nadie —ese grado de eficacia era la mayor aspiración de Terry—. Y va y se muere en el Buick de Andy.
—Me temo que el coche de Andy está un poco… —traté de encontrar el término más suave.
—Se puede limpiar —dijo. Estaba deseando zanjar el tema.
—¿Te ha dicho lo que le pasó a Lafayette?
—Andy dice que da la impresión de que le rompieron el cuello. Y parece que hay pruebas de que le…, eh…, hicieron cosas —los ojos marrones de Terry se volvieron esquivos, delatando su incomodidad. «Hacerle cosas» significaba para Terry algo sexualmente violento.
—Oh, Dios, es horrible —Danielley Holly habían aparecido detrás de mí, y Sam, con una bolsa de basura con los desechos de la limpieza de su despacho, había hecho una parada de camino al contenedor.
—No parecía tan… Quiero decir que el coche no parecía tan…
—¿Manchado?
—Eso.
—Andy cree que lo mataron en otro lugar.
—Agh —dijo Holly—. No me hables. Me supera.
Terry miró por encima del hombro a las dos mujeres. No sentía precisamente aprecio por Holly o Danielle, aunque yo no tenía ni idea del porqué y no había hecho esfuerzos para averiguarlo. Intentaba no meterme en la intimidad de la gente, sobre todo ahora que tenía más control sobre mi propia habilidad. Oí cómo las dos seguían su camino después de que Terry mantuviera su mirada clavada en ellas durante unos segundos.
—¿Vino Portia a llevarse a Andy anoche? —preguntó.
—Sí, la llamé yo. No estaba en condiciones de conducir. Pero estoy segura de que ahora desearía que le hubiese dejado marcharse por su cuenta —tenía que admitir que nunca llegaría a ocupar el primer lugar en la lista de popularidad de Andy.
—¿No le costó llevarlo hasta el coche?
—Bill le echó una mano.
—¿Bill, el vampiro? ¿Tu novio?
—Ajá.
—Espero que no la asustara —dijo Terry, como si no recordara que yo seguía allí—. Portia no es tan dura como la gente cree —añadió—. Tú, por el contrario, eres un bocadito de lo más dulce por fuera y todo un pit bull por dentro.
—No sé si debería sentirme halagada o darte un bofetón.
—Ahí lo tienes. ¿Cuántas mujeres u hombres, tanto da, se atreverían a decirle tal cosa a un loco como yo? —sonrió Terry con expresión fantasmal. Hasta entonces no había sabido lo consciente que era Terry de su propia reputación.
Me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla surcada de cicatrices y demostrarle que no me daba miedo. Cuando volví a aterrizar sobre mis talones me di cuenta de que no era del todo cierto. En algunos momentos ese hombre de aspecto maltrecho no sólo me inquietaba, sino que me llegaba a inspirar verdadero temor.
Terry se ató uno de los delantales blancos y empezó a abrir la cocina. Los demás nos pusimos manos a la obra. Yo no tendría que atender muchas mesas ese día porque salía a las seis para acompañar a Bill a Shreveport. No me sentía cómoda con el dinero que Sam me iba a pagar por gandulear ese día en el Merlotte's a la espera de que saliera algo de trabajo, pero la limpieza del almacén y el despacho de Sam tenía que contar de algún modo.
Tan pronto como la policía desbloqueó el acceso al aparcamiento, empezó a entrar gente a una cadencia tan alta como una población tan pequeña como Bon Temps podía permitirse. Andy y Portia fueron de los primeros en llegar, y vi cómo Terry oteaba a sus primos desde la pequeña ventana que daba a la cocina. Ellos le saludaron y él devolvió el saludo alzando la espátula. Me preguntaba lo íntima que sería su relación familiar con Terry. No era su primo favorito, de eso estaba segura. Aunque lo cierto es que aquí cualquiera puede considerar a alguien su primo, tía o tío sin apenas una relación carnal. Cuando mis padres murieron en una repentina inundación que tiró su coche desde un puente, la mejor amiga de mi madre se pasaba por casa de mi abuela cada semana o quince días con un pequeño regalo para mí, y desde siempre la he llamado tía Patty.
Respondí a todas las preguntas de los clientes que pude mientras iba sirviendo hamburguesas, ensaladas, tiras de pollo y cerveza hasta que acabé exhausta. Cuando quise mirar el reloj, ya había llegado la hora de marcharme. Me topé con Arlene, mi relevo, en los aseos de mujeres. Llevaba el pelo de un rojo vivo (este mes tenía dos capas extra de color) en un elaborado moño rizado, y sus pantalones ajustados eran todo un anuncio al mundo de que había perdido tres kilos. Arlene había estado casada cuatro veces, e iba en busca del quinto candidato.
Hablamos sobre el asesinato durante un par de minutos y le puse al día del estado de mis mesas antes de recoger el bolso del despacho de Sam y salir por la puerta trasera. No había oscurecido del todo cuando llegué a mi casa, que está a medio kilómetro, cerca del bosque, junto a una solitaria carretera del distrito. Es una casa vieja, algunas de cuyas partes tienen más de ciento cuarenta años, pero ha sufrido tantas remodelaciones que no podemos considerarla una casa previa a la Guerra Civil. En todo caso, es una vieja granja. Mi abuela, Adele Hale Stackhouse, me la cedió y yo la atesoro. Bill me sugirió que me mudara a la suya, que se eleva sobre una colina, justo al otro lado del cementerio, pero siempre me mostré reacia a dejar mi hogar.
Me quité el uniforme de camarera y abrí el armario. Si íbamos a ir a Shreveport para atender asuntos de vampiros, Bill querría que me arreglara un poco. No lo entendía del todo, puesto que Bill no permitía que nadie más flirteara conmigo, pero siempre quería que tuviese un aspecto especialmente atractivo cuando íbamos a Fangtasia, el bar de vampiros orientado sobre todo a los turistas.
Hombres.
No me decidía sobre qué ponerme, así que me metí en la ducha. Pensar en Fangtasia siempre me ponía nerviosa. Los vampiros que acudían allí formaban parte de la estructura de poder vampírica, y en cuanto descubrieron mi especial talento no tardé en convertirme en una deseable adquisición para ellos. Tan sólo el hecho de que Bill hubiese entrado a formar parte de la estructura de autogobierno de los vampiros me había mantenido hasta ahora a salvo, permitiéndome vivir donde quería vivir y trabajar en lo que me apetecía. Pero a cambio de esa seguridad tenía la obligación de presentarme cada vez que se me convocaba para poner a su disposición mi telepatía. Los vampiros integrados necesitaban métodos más sutiles que los que habían empleado anteriormente, que venían a ser la tortura y el terror. El agua caliente enseguida me hizo sentir mejor, y me relajé mientras el chorro caía sobre mi espalda.
—¿Te puedo acompañar?
—¡Joder, Bill! —dije, con el corazón latiendo a cien por hora, apoyándome contra la pared de la ducha.
—Lo siento, cielo. ¿No has oído que abría la puerta del baño?
—No, maldita sea. ¿Por qué no puedes limitarte a decir algo en plan «Cariño, ya estoy en casa»?
—Lo siento —se disculpó, aunque sin parecer muy sincero—. ¿Necesitas que te frote la espalda?
—No, gracias —espeté—. No estoy de humor para que me froten la espalda.
Bill sonrió, mostrando que tenía los colmillos contraídos, antes de correr la cortina de la ducha.
Cuando salí del baño envuelta más o menos modestamente en una toalla, lo encontré estirado sobre la cama. Sus zapatos estaban perfectamente colocados sobre una alfombrilla, cerca de la mesa. Vestía una camisa azul de manga larga y unos pantalones beis informales, con unos calcetines que iban a juego con la camisa y los lustrosos mocasines. Llevaba el pelo, marrón oscuro, peinado hacia atrás y sus largas patillas denotaban todo un aire retro.
Y lo eran, pero mucho más de lo que la mayoría de la gente se habría imaginado.
Tiene las cejas y el puente de la nariz altos. Su boca es como las que se ven en las estatuas griegas, al menos las que yo he visto en las fotos. Murió pocos años después de que acabara la Guerra Civil (o la guerra de agresión norteña, como la solía llamar mi abuela).
—¿Qué planes tenemos esta noche? —pregunté—. ¿Negocios o placer?
—Contigo siempre es placer —dijo Bill.
—¿Por qué tenemos que ir a Shreveport? —insistí, pues sé reconocer una respuesta evasiva cuando me la dan.
—Nos han convocado.
—¿Quién?
—Eric, por supuesto.
Ahora que Bill se había postulado y había aceptado un puesto como inspector de la Zona Cinco, tenía que estar a disposición de Eric y gozaba de su protección. Bill explicó que eso implicaba que cualquiera que se metiera con Bill también lo hacía con Eric, y que las posesiones de Bill eran sagradas para Eric, lo cual me incluía a mí. No me entusiasmaba contarme entre las posesiones de Bill, pero eso era mucho mejor que algunas de las alternativas.
Lancé un mohín al espejo.
—Sookie, hiciste un trato con Eric.
—Sí —admití—, ya lo sé.
—Entonces sabes que tienes que respetarlo.
—Pienso hacerlo.
—Ponte esos vaqueros ajustados que te atas a los lados —sugirió Bill.
No eran vaqueros, sino algún tipo de tejido ajustado. A Bill le encantaba que me los pusiera porque me quedaban bajos de cintura. Más de una vez me había preguntado si Bill tenía algún tipo de fantasía con Britney Spears. Pero como sabía que los pantalones me sentaban bien, me los puse junto con una blusa azul oscuro y blanca a cuadros de manga corta que se abotonaba por delante y cuyo recorrido acababa justo a escasos centímetros del sujetador. Para demostrar algo de independencia (después de todo, más le valía recordar que no soy propiedad de nadie) me hice una coleta, me puse un lazo azul sobre la diadema elástica y me maquillé un poco. Bill dejó escapar una o dos miradas al reloj, pero me tomé mi tiempo. Si tan preocupado estaba sobre cómo iba a impresionar a sus amigos vampiros, tendría que ser paciente.
Una vez en el coche y de camino hacia Shreveport, Bill se decidió a hablar.
—Hoy he empezado una nueva aventura empresarial.
La verdad es que muchas veces me había preguntado de dónde sacaba Bill su dinero. Nunca dio la impresión de ser rico, pero tampoco de ser pobre. Además, nunca trabajaba; salvo que lo hiciera en las noches que no pasábamos juntos.
Era incómodamente consciente de que cualquier vampiro que se preciara podía ganar dinero. Al fin y al cabo, cuando eres capaz de controlar la mente de la gente hasta cierto punto, no resulta complicado convencerla de que comparta su fortuna contigo o meta su dinero en alguna oportunidad de inversión. Y, hasta que obtuvieron el derecho legal de existir, los vampiros nunca tuvieron que pagar impuestos. Hasta el Gobierno de Estados Unidos tuvo que admitir que no podía gravar a los muertos. Pero si se les concedían derechos, pensaron los congresistas, y se les daba la opción de votar, entonces sí que se les podía obligar a declarar sus ingresos.
Cuando los japoneses perfeccionaron la sangre sintética que les permitía «vivir» sin necesidad de recurrir a la sangre humana, los vampiros pudieron al fin salir de sus ataúdes. «No hay que lastrar a los humanos para que existamos —decían—. No somos una amenaza».
Pero yo sabía que cuando Bill alucinaba de verdad era cuando bebía de mí. Podía mantener una dieta regular de LifeFlow (la marca más popular de sangre sintética), pero morderme el cuello era incomparablemente mejor. Podía beberse una botella de A positivo delante de todo un bar lleno de gente, pero si lo que quería era un trago de Sookie Stackhouse tenía que hacerlo en privado, y el efecto era bien diferente. Bill no sentía ninguna emoción erótica con una jarra de LifeFlow.
—¿Y en qué consiste el nuevo negocio? —pregunté.
—He comprado el centro comercial que hay junto a la autopista, donde está LaLaurie's.
—¿A quién se lo has comprado?
—Los terrenos eran de los Bellefleur. Se lo cedieron a Sid Matt Lancaster para que edificara en ellos.
Sid Matt Lancaster había sido abogado de mi hermano. Llevaba muchos años en activo y tenía mucha más influencia que Portia.
—Me alegro por los Bellefleur. Hace un par de años que intentan venderlo. Están muy necesitados de dinero. ¿Compraste el centro comercial y los terrenos? ¿Cuánto mide esa parcela?
—Alrededor de media hectárea, pero está en muy buen sitio —dijo Bill con un tono de empresario que nunca le había oído antes.
—¿Es el mismo sitio donde están LaLaurie's, la peluquería y Prendas Tara? —además del club de campo, LaLaurie's era el único restaurante con pretensiones de toda la zona de Bon Temps. Era donde todos los hombres llevaban a cenar a sus mujeres para celebrar las bodas de plata, al jefe cuando buscaban un ascenso o a la novia si de verdad la querían impresionar. Pero me habían dicho que el negocio no daba mucho dinero.
No tengo ni idea de cómo se regenta un negocio ya que toda mi vida he estado a uno o dos pasos de la pobreza. Si mis padres no hubiesen tenido la suerte de encontrar un poco de petróleo en sus tierras y no hubiesen ahorrado todo el dinero antes de que se agotara, Jason, la abuela y yo lo habríamos pasado verdaderamente mal. A punto habíamos estado de vender la casa de mis padres un par de veces para mantener la casa de la abuela y pagar los impuestos mientras ella nos criaba.
—¿Y cómo funciona? ¿Eres propietario del edificio donde se alojan los tres negocios y te pagan un alquiler?
Bill asintió.
—Así que, si quieres hacerte algo en el pelo, ve a Clip and Curl.
Sólo he ido a la peluquería una vez en toda mi vida. Si se me abrían las puntas, solía acudir a la autocaravana de Arlene y ella me las igualaba.
—¿Crees que necesito hacerme algo en el pelo? —pregunté, dubitativa.
—No, está precioso —dijo Bill con una seguridad que resultaba tranquilizadora—. Pero si quieres ir, tienen productos de manicura y cuidado del cabello —dijo «cuidado del cabello» como si estuviese pronunciando un idioma extranjero. Esbocé una sonrisa—. Y —prosiguió— lleva a quien quieras a LaLaurie's. No tendrás que pagar.
Me volví sobre el asiento para mirarlo fijamente.
—Y Tara sabe que tiene que poner en mi cuenta toda la ropa que te lleves.
Sentí cómo me estallaba el temperamento y se desbordaba. Por desgracia, Bill no.
—O sea que, en otras palabras —dije con un tono cargado de orgullo—, saben que tienen que mimar a la chica del jefe.
Bill pareció percatarse de que había cometido un error.
—Oh, Sookie —empezó, pero no tenía nada que hacer. El orgullo se me había desbordado hasta la cara. No suelo perder los estribos, pero cuando me pasa se me da muy bien.
—¿Por qué no puedes limitarte a mandarme unas malditas flores, como cualquier novio? Unos bombones también servirían. Me gustan los dulces. ¡Cómprame una tarjeta Hallmark si quieres, o un gatito, o una bufanda!
—Quería hacerte un regalo —dijo con cautela.
—Me has hecho sentir como una mantenida. Y seguro que has dado la misma impresión a la gente que trabaja en esos establecimientos.
Por la expresión de su cara bajo la tenue luz del salpicadero, pude ver cómo Bill se preguntaba cuál era la diferencia. Acabábamos de pasar el desvío al lago Mimosa y los faros del coche delataban los bosques que jalonaban la carretera.
Para mi sorpresa, el tubo de escape pareció toser y el coche se caló. Aproveché la oportunidad.
Bill habría bloqueado las puertas de saber lo que iba a hacer, pues pareció francamente desconcertado cuando me apeé y emprendí la marcha hacia el bosque.
—¡Sookie, vuelve aquí ahora mismo! —por Dios que Bill estaba enfadado. Bueno, le había costado lo suyo llegar a estarlo. La cosa ya no tenía remedio cuando me adentré en el bosque.
Sabía que si Bill me quería en el coche no me quedaría más remedio que estarlo, pues es unas veinte veces más fuerte y más rápido que yo. Después de unos instantes sumida en la oscuridad, casi deseé que me alcanzara, pero entonces el orgullo volvió a chasquear en mi mente y supe que había hecho lo correcto. Bill parecía un poco confundido acerca de la naturaleza de nuestra relación, y yo quería que lo tuviese bien claro. Por mí podía irse solo a Shreveport y explicar mi ausencia a su superior, Eric. Vaya, eso sí que le enseñaría una lección.
—Sookie —me llamó Bill desde el borde de la carretera—. Me voy a la gasolinera más cercana a buscar un mecánico.
—Buena suerte —murmuré entre dientes. ¿Una gasolinera con un servicio de reparaciones abierto en plena noche? Bill se había quedado en los cincuenta, o en alguna otra época histórica.
—Te estás comportando como una cría, Sookie —dijo Bill—. Podría ir a por ti, pero no voy a perder el tiempo. Cuando te tranquilices, súbete al coche y ciérralo. Me voy —Bill también tenía su orgullo.
Para mi alivio y preocupación, oí los leves pasos en la carretera que indicaban que Bill corría a la velocidad de los vampiros. Se había marchado de verdad.
Seguramente pensaba que me estaba dando una lección, cuando lo cierto era justamente lo contrario. Me lo repetí varias veces. Después de todo, regresaría al cabo de unos minutos. Estaba segura. Lo único que tenía que hacer era no adentrarme tanto en el bosque como para caerme en el lago.
La oscuridad era absoluta. Si bien la luna no estaba del todo llena, era una noche despejada y la sombra de los pinos se antojaba completamente negra en contraste con el frío y remoto destello de los espacios abiertos.
Deshice mi camino hacia la carretera, respiré hondo y dirigí mis pasos hacia Bon Temps, en dirección opuesta a la que había tomado Bill. Me preguntaba cuántos kilómetros habríamos recorrido desde Bon Temps antes de que Bill iniciara la conversación. No demasiados, era lo que me repetía a mí misma, convenciéndome de que lo que llevaba en los pies eran zapatillas deportivas, y no sandalias de tacón alto. No me había llevado ninguna prenda de abrigo y tenía erizada la piel al aire entre la blusa y los pantalones. Aligeré el paso. No había ninguna farola, así que lo habría pasado mal de no ser por la luz de la luna.
Justo cuando recordé que había por ahí alguien suelto que había asesinado a Lafayette, empecé a escuchar pasos que discurrían paralelos a los míos por el bosque.
Cuando me detuve, el movimiento entre los árboles hizo lo mismo.
Ya tenía suficiente.
—Bien, ¿quién anda por ahí? —grité—. Si vas a comerme, acabemos con esto de una vez.
Una mujer emergió del bosque. Con ella iba una especie de cerdo salvaje cuyos colmillos brillaban en medio de la noche. En la mano izquierda, la mujer llevaba un palo corto o una vara con una especie de penacho en la punta.
—Genial —me dije—. Sencillamente genial.
La mujer tenía un aspecto tan temible como el animal. Estaba segura de que no era una vampira, pues podía sentir su actividad mental, pero estaba claro que era algún tipo de ser sobrenatural porque no enviaba una señal clara. Aun así podía atisbar el tono de sus pensamientos. Aquello parecía divertirla.
No podía tratarse de nada bueno.
Recé por que el cerdo salvaje fuera amistoso. No era muy habitual verlos en Bon Temps, aunque de vez en cuando algún cazador atisbara alguno; aún más raro era ver uno abatido. Así que ésta era una ocasión entre un millón. Aunque el animal oliera a mil demonios.
No sabía muy bien a quién dirigirme. Después de todo, cabía la posibilidad de que el cerdo no fuese ningún animal, sino un cambiante. Esa era una de las cosas que había aprendido a lo largo de los últimos meses. Si los vampiros, que desde siempre habían sido considerados como un mito excitante, existían de verdad, lo mismo podía ocurrir con otras cosas igualmente catalogadas.
Estaba muy nerviosa, así que sonreí.
Ella tenía una larga melena enredada de un color indefinido, si bien oscuro, bajo aquella luz incierta, y apenas iba vestida. Lucía una especie de atuendo corto, rasgado y manchado. Iba descalza. Me devolvió la sonrisa. En lugar de gritar, amplié la mía.
—No tengo intención de comerte —dijo.
—Me alegra saberlo. ¿Qué me dice de su amigo?
—Oh, el cerdo —como si acabase de reparar en su presencia, la mujer extendió la mano y rascó el cuello del animal del mismo modo que lo haría yo con un perro. Los feroces colmillos oscilaron de arriba abajo—. Sólo hará lo que yo le diga —añadió, como si tal cosa. No necesité ningún traductor para comprender la amenaza. Traté de parecer igual de despreocupada mientras paseaba la mirada por el terreno circundante, desesperada por encontrar un árbol al que poder encaramarme en caso de necesidad. Pero todos los troncos que tenía a mi alcance estaban desprovistos de ramas. Eran los pinos salvajes que crecían a millones en nuestra parte del bosque y alimentaban los aserraderos. Las ramas hacían acto de presencia a partir de los cuatro metros.
Caí en la cuenta de algo en lo que debí haber reparado antes: la avería del coche de Bill no era una casualidad, e incluso puede que la discusión que habíamos tenido tampoco.
—¿Quería hablar conmigo de algo? —le pregunté, y al volverme hacia ella descubrí que se había acercado varios metros. Ahora podía verle la cara un poco mejor, y en absoluto me sentí más tranquila. Tenía una mancha alrededor de la boca y, cuando la abrió para hablar, pude ver que sus dientes presentaban márgenes oscuros: Doña Misteriosa se había comido un mamífero crudo—. Veo que ya ha cenado —dije, nerviosa, e inmediatamente me habría abofeteado yo misma por la tontería.
—Mmmm —dijo ella—. ¿Eres la mascota de Bill?
—Sí —dije. No me gustaba el término que había empleado, pero no estaba en disposición de objetar nada—. Se sentiría terriblemente molesto si algo me ocurriese.
—Como si me importase la ira de un vampiro —dijo, ofendida.
—Disculpe, señora, pero ¿qué es usted? Si no le ofende la pregunta.
Volvió a sonreír, y yo me estremecí.
—En absoluto. Soy una ménade.
Eso era algo griego. No sabía exactamente el qué, pero era femenino, salvaje y vivía en entornos silvestres, si no me equivocaba.
—Es muy interesante —dije, esbozando la mejor sonrisa de la que pude echar mano—. ¿Y está de paseo esta noche porque…?
—Necesito enviar un mensaje a Eric Northman —dijo, acercándose más aún. Esta vez pude ver cómo lo hacía. El cerdo salvaje resolló junto a ella, como si lo llevase atado. El hedor era insoportable. Vi su tupida cola meneándose hacia delante y hacia atrás en una especie de movimiento nervioso.
—¿Y cuál es el mensaje? —la miré y me volví para salir corriendo a toda prisa. Si no hubiese ingerido un poco de sangre de vampiro a principios de verano, no me habría podido dar la vuelta a tiempo y habría recibido el golpe en el pecho y la cara en lugar de en la espalda. Era como si alguien muy fuerte hubiese lanzado un enorme rastrillo y las puntas me hubiesen mordido la piel, abriéndose paso por mi espalda.
Fui incapaz de mantenerme en pie, y me lancé de frente para caer sobre el estómago. Oí cómo se reía a mis espaldas, al tiempo que el cerdo seguía resollando. Y entonces desapareció. Me quedé allí tendida, llorando durante uno o dos minutos. Traté de no chillar, y me encontré como una parturienta jadeante, tratando de controlar el dolor. La espalda me dolía terriblemente.
Con la poca energía que me quedaba, también me permití el lujo de enfadarme. Esa zorra, ménade o lo que demonios fuese, me había tomado por un panel de anuncios viviente. Mientras me arrastraba sobre ramas, terreno escarpado, agujas de pino y tierra, mi ira iba ganando enteros. Todo el cuerpo me temblaba de dolor y rabia. Me arrastré sin parar, hasta que dejé de pensar que merecía la pena morirme dado el lamentable estado que debía de presentar. Me dirigí a rastras de vuelta al coche, hacia el punto en el que Bill tuviera más probabilidades de encontrarme, pero cuando casi había llegado me lo pensé dos veces antes de permanecer en espacio abierto.
Había dado por sentado que la carretera era sinónimo de auxilio, pero era evidente que no. Apenas unos minutos antes había aprendido que no todo el mundo con el que te cruzas en la carretera está de humor para ayudar. ¿Qué pasaría si me topaba con otra cosa hambrienta? El olor de mi sangre podría estar atrayendo a un depredador en aquel preciso instante. Dicen que los tiburones son capaces de detectar las más ínfimas partículas de sangre en el agua, y a nadie le cabe duda de que un vampiro es la versión terrestre de un tiburón.
Así que me arrastré hasta el linde de los árboles en vez de permanecer junto a la carretera, donde sería visible. No parecía un lugar muy digno o significativo para morir. No era como el Álamo o las Termópilas. No era más que un punto boscoso indeterminado junto a una carretera del norte de Luisiana. Probablemente estaba tumbada sobre hiedras venenosas. Aunque quizá tampoco fuera a vivir lo suficiente para notar los primeros síntomas del envenenamiento.
Esperaba que, con el tiempo, el dolor comenzara a remitir, pero no hacía sino aumentar. No podía evitar que las lágrimas surcaran mis mejillas. Traté de no sollozar en voz demasiado alta para no atraer más atención, pero me resultaba imposible permanecer en silencio.
Me concentraba tan desesperadamente por no hacer ruido, que casi pasé por alto a Bill. Recorría la carretera mirando hacia el bosque, y por su forma de hacerlo supe que estaba alerta ante el peligro. Bill sabía que algo iba mal.
—Bill —murmuré, pero gracias a su oído vampírico aquello era como un grito.
Se quedó quieto de repente, los ojos escrutando la oscuridad.
—Estoy aquí —dije, tragándome un sollozo—. Ten cuidado —podía ser que alguien me estuviera usando como cebo.
Bajo la luz de la luna, vi que su rostro estaba desprovisto de cualquier emoción, pero sabía que estaba sopesando las posibilidades, igual que yo. Uno de los dos tenía que moverse, y me di cuenta de que si al menos podía salir a la luz de la luna, Bill podría ver más claramente si algo me atacaba.
Extendí las manos, me aferré a la maleza y tiré. Ni siquiera era capaz de ponerme de rodillas, así que aquélla era toda la velocidad que podía alcanzar. Empujé un poco con los pies, aunque apenas ese exiguo uso de los músculos de la espalda desembocó en un dolor atroz. No quería mirar hacia Bill mientras me movía porque no quería ablandarme ante su ira. Y es que era casi palpable.
—¿Quién te ha hecho esto, Sookie? —preguntó con dulzura.
—Llévame al coche. Por favor, sácame de aquí —dije, haciendo todo lo que podía por no derrumbarme—. Si hago demasiado ruido, ella podría volver —me estremecía con tan sólo pensarlo—. Llévame con Eric —pedí, tratando de mantener la voz calmada—. Me dijo que esto es un mensaje para Eric Northman.
Bill se puso de cuclillas junto a mí.
—Tengo que llevarte en brazos —me dijo.
—Oh, no —empecé a protestar—. Tiene que haber otro modo —pero sabía que no lo había, y Bill no titubeó. Antes de que pudiera anticiparme al apogeo del dolor, pasó un brazo por debajo de mí, me agarró con la otra mano por la ropa y, en un abrir y cerrar de ojos, me tenía aupada al hombro.
Lancé un grito. Traté de reducirlo a un sollozo para que Bill pudiera escuchar un posible ataque por la espalda, pero no se me dio demasiado bien. Bill empezó a correr a lo largo de la carretera en dirección al coche. Ya estaba en marcha, con el motor ronroneando tranquilamente. Bill abrió la puerta de atrás y trató de deslizarme con suavidad y rapidez en el asiento trasero del Cadillac. Era imposible no causarme más dolor haciéndolo, pero lo intentó.
—Fue ella —dije, en cuanto pude hablar con coherencia—. Fue ella quien detuvo el coche y me hizo salir —aún me estaba decidiendo si culparla también de la discusión.
—Hablaremos de ello más tarde —me cortó. Condujo a toda velocidad hacia Shreveport mientras yo me hacía un ovillo sobre la tapicería en un intento de no perder el control.
Lo único que recuerdo de aquel trayecto es que se me antojó eterno.
De alguna manera, Bill me llevó hasta la puerta trasera del Fangtasia y llamó a patadas.
—¿Qué? —Pam sonaba hostil. Era una atractiva vampira rubia con la que había coincidido un par de veces anteriormente, una criatura sensata con una notable perspicacia para los negocios—. Oh, Bill. ¿Qué ha pasado? Oh, qué rica, está sangrando.
—Llama a Eric —dijo Bill.
—Os está esperando —empezó a responder, pero Bill pasó junto a ella llevándome colgada de su hombro como si fuera una sangrienta pieza de caza. Estaba tan ida en ese momento que lo mismo me habría dado que me dejara en la pista de baile del bar, pero Bill irrumpió en el despacho de Eric conmigo y su rabia a cuestas.
—Ésta me la debes —le espetó Bill, y yo lancé un quejido mientras él me agitaba, como si quisiera atraer la atención de Eric sobre mí. Me cuesta imaginar que Eric hubiese estado mirando hacia cualquier otro punto, puesto que soy una mujer en edad adulta y probablemente la única que se estaba desangrando en esa habitación.
Me habría encantado desmayarme para no tener que pasar por todo aquello, pero no fue así. Simplemente permanecí combada sobre el hombro de Bill, sumida en mi dolor.
—Vete al infierno —dije entre dientes.
—¿Qué has dicho, cielo?
—Que te vayas al infierno.
—Tenemos que tumbarla boca abajo en el sofá —dijo Eric—. Déjame… —noté que otro par de manos me agarraba por las piernas mientras Bill se giraba de alguna manera debajo de mí y ambos me posaban sobre el amplio sofá que Eric acababa de comprar para su despacho. Olía a nuevo, a cuero nuevo. Mientras lo contemplaba a una distancia de dos centímetros, me alegré de que no estuviera tapizado.
—Pam, llama al médico.
Oí unos pasos que se marchaban de la habitación mientras Eric se acuclillaba junto a mí para mirarme a la cara. Era toda una gesta por su parte, pues Eric, alto y de hombros anchos, tiene el porte de lo que precisamente es: un antiguo vikingo.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó.
Le devolví una mirada encendida, tan enfadada que casi no podía hablar.
—Soy un mensaje para ti —contesté en apenas un susurro—. Esa mujer del bosque hizo que se detuviera el coche de Bill, y puede que hasta provocara que discutiéramos, y luego se me presentó con ese cerdo.
—¿Un cerdo? —Eric no se habría quedado más asombrado si le hubiese dicho que tenía un canario posado sobre la nariz.
—Oink, oink. Un cerdo salvaje. Dijo que quería mandarte un mensaje, y me giré a tiempo para que no me destrozara la cara, aunque me dio lo mío en la espalda antes de desaparecer.
—Tu cara, te podría haber destrozado la cara —dijo Bill, aferrándose los muslos y la espalda mientras empezaba a dar vueltas por el despacho—. Eric, sus cortes no son tan profundos, ¿qué es lo que le pasa?
—Sookie —dijo Eric con dulzura—, ¿qué aspecto tenía la mujer?
Su rostro estaba pegado al mío, su denso pelo dorado casi rozándome.
—Parecía una chiflada, eso parecía. Y te llamó Eric Northman.
—Ese es el apellido que uso para mis negocios —dijo—. ¿A qué te refieres con que parecía una chiflada?
—Tenía la ropa raída y sangre alrededor de la boca y en los dientes, como si acabara de comerse algo crudo. Llevaba una especie de vara, con algo en el extremo. Tenía el pelo largo y enmarañado… Mira, hablando de pelo, el mío se me ha pegado a la espalda —boqueé.
—Sí, ya veo —dijo Eric, tratando de separar mi pelo largo de las heridas, donde la sangre empezaba a obrar cual pegamento mientras se coagulaba.
Entonces volvió Pam acompañada del médico. Si me quedaba alguna esperanza de que Eric se refiriera a un médico convencional, como esos que llevan el estetoscopio y el depresor de lengua, una vez más me vi abocada a la decepción. Este médico era una enana que apenas necesitaba inclinarse para mirarme a los ojos. Bill no paraba de dar vueltas, sumido en la tensión, mientras la pequeña mujer examinaba mis heridas. Vestía unos pantalones blancos y una bata a juego, como los doctores normales de los hospitales; bueno, como solían hacer antes de adoptar el verde o el azul o cualquier estampado increíble que se les pasara por la cabeza. Su nariz abarcaba casi toda su cara, y tenía la piel de un tono cetrino. Su tosco pelo era rubio oscuro, increíblemente denso y ondulado. Lo llevaba muy recogido. Me recordó a un hobbit. De hecho, puede que fuese un hobbit. Mi concepto de la realidad había sufrido varios reveses a lo largo de los últimos meses.
—¿Qué clase de médico es usted? —pregunté, aunque me costó aunar las fuerzas suficientes para hacerlo.
—De los que curan —respondió con una voz sorprendentemente grave—. Te han envenenado.
—Entonces debe de ser por eso que no paro de pensar que me voy a morir —murmuré.
—Y así será. Pronto.
—Gracias por el aviso, doctora. ¿Hay algo que pueda hacer al respecto?
—No es que tengamos muchas alternativas. Te han envenenado. ¿Alguna vez has oído hablar de los dragones de Komodo? Su boca está atestada de bacterias. Pues resulta que las heridas de las ménades tienen el mismo grado de toxicidad. Cuando un dragón te muerde, te sigue el rastro durante horas, a la espera de que las bacterias te maten. Para las ménades, la prolongación hasta la muerte es un plus de entretenimiento. Para los dragones de Komodo… ¿Quién sabe?
Gracias por la sesión de National Geographic, doctora.
—¿Y qué se puede hacer? —pregunté con los dientes apretados.
—Puedo curar las heridas, pero el veneno ha penetrado en el torrente sanguíneo. Hay que sustituir toda tu sangre. Es algo que pueden hacer los vampiros —la buena doctora parecía alegrarse ante la idea de que todo el mundo se pusiera manos a la obra. Conmigo.
Se volvió hacia los demás vampiros.
—Si uno de vosotros toma la sangre envenenada lo pasará bastante mal. Es lo que pasa con el elemento mágico de las ménades. Con los dragones de Komodo no tendríais problema, chicos —rió sonoramente.
La odiaba. Las lágrimas recorrieron mis mejillas debido al dolor.
—Bien —prosiguió—, cuando acabe turnaos y bebed sólo un poco. Después le haremos una transfusión.
—De sangre humana —dije, con la intención de que quedase perfectamente claro. Una vez tuve que recibir sangre de Bill para sobrevivir a unas terribles heridas, y otra para sobrevivir a una especie de examen, por no hablar de la vez que tomé sangre de vampiro por accidente, por improbable que pueda sonar. Pude sentir cambios tras la ingestión de la sangre, cambios en los que no quería abundar con más dosis. La sangre de vampiro era ahora la droga de moda entre los más adinerados y, por lo que a mí respectaba, se la podían quedar toda.
—Si Eric puede tirar de algunos hilos y conseguir sangre humana —matizó la enana—. Al menos la mitad de la transfusión puede ser sintética. Soy la doctora Ludwig, por cierto.
—Puedo conseguir la sangre, y le debemos la curación —escuché que decía Eric para mi alivio. Habría dado lo que fuese por ver la cara de Bill en ese instante—. ¿Cuál es tu grupo, Sookie? —preguntó Eric.
—Cero positivo —dije, feliz de tener un tipo tan común.
—No habrá problema —confirmó Eric—. ¿Te puedes encargar, Pam?
De nuevo sentí que la gente se movía en la habitación. La doctora Ludwig se inclinó hacia delante y empezó a lamer mis heridas. Me estremecí.
—Ella es la doctora, Sookie —dijo Bill—. Así es como te curará.
—Pero se va a envenenar —protesté, tratando de pensar en una objeción que no pareciese homófoba y tendenciosa. Lo cierto era que no me apetecía que nadie me lamiera la espalda, ya fuese una enana o todo un hombretón vampiro.
—Ella es la curandera —dijo Eric reprendiéndome—. Tienes que aceptar el tratamiento.
—Oh, vale —admití, sin siquiera preocuparme por lo hosca que pudiera parecer—. Por cierto, aún no he escuchado un «lo siento» por tu parte —mi sentido de la protesta ya había superado al de la autoconservación.
—Siento que esa ménade se metiera contigo.
Lo miré enfurecida.
—No es suficiente —le dije. Intenté con todas mis fuerzas mantenerme en la conversación.
—Angelical Sookie, visión del amor y de la belleza, me siento sumamente abatido por el hecho de que una malvada ménade haya violado tu suave y voluptuoso cuerpo en su intento de enviarme un mensaje.
—Eso está mejor —las palabras de Eric me hubieran satisfecho más de no haber estado atenazada por el dolor (el tratamiento de la doctora no era precisamente cómodo). Las disculpas tenían que ser sentidas o elaboradas, y dado que Eric carecía de corazón para sentir (o al menos yo no lo había notado hasta ese momento), bien podía distraerme con sus palabras.
—¿Hay que entender por su mensaje que te ha declarado la guerra? —pregunté, tratando de ignorar lo que hacía la doctora Ludwig. Sudaba profusamente. Podía sentir las gotas derramándose por mi cara. La habitación empezó a adquirir una neblina amarilla, todo parecía enfermizo.
A Eric le notaba sorprendido.
—No del todo —dijo con cautela—. ¿Pam?
—Ya viene —contestó ella—. Esto no tiene buena pinta.
—Empieza —dijo Bill con urgencia—. Está cambiando de color.
Casi con desgana, me pregunté de qué color me estaba poniendo. Ya no podía mantener la cabeza sin apoyar sobre el sofá, como había intentado hasta ahora pretendiendo parecer más alerta. Posé la mejilla sobre el cuero y enseguida el sudor redobló su intensidad. La quemazón que recorría mi cuerpo debido a las heridas de garra en mi espalda se intensificó y me estremecí, impotente. La enana saltó del sofá y se inclinó para examinarme los ojos.
—Sí, puede que haya esperanza —dijo, meneando la cabeza, pero su voz me sonó muy distante. Tenía una jeringuilla en la mano. Lo último que recuerdo es el rostro de Eric acercándose. Creo que me hizo un guiño.