PRÓLOGO

Teresa observó a su mejor amigo y se preguntó cómo sería olvidarse de él.

Parecía imposible, aunque ella ya había visto cómo implantaban el Neutralizador en decenas de chicos antes que Thomas. Pelo castaño claro, ojos penetrantes y una mirada que parecía ser siempre contemplativa; ¿cómo podría ese chico ser alguna vez un desconocido para ella? ¿Cómo podrían estar en la misma habitación sin bromear sobre un olor o acerca de algún tonto despistado que anduviera por ahí? ¿Cómo podría estar frente a él y no aprovechar la oportunidad de comunicarse telepáticamente? Imposible.

Sin embargo, faltaba apenas un día para que eso ocurriera.

Para ella. En cuanto a Thomas, era solo cuestión de minutos. Yacía sobre la mesa quirúrgica con los ojos cerrados mientras su pecho subía y bajaba al compás de una respiración suave y constante. Con el uniforme obligatorio del Área —pantalones cortos y camiseta—, parecía una fotografía del pasado: un chico común durmiendo la siesta después de un largo día de escuela, antes de que las llamaradas solares y la enfermedad transformaran al mundo en algo totalmente fuera de lo habitual. Antes de que la muerte y la destrucción obligaran a secuestrar chicos, junto con sus recuerdos, y enviarlos a un lugar tan aterrador como el Laberinto. Antes de que los cerebros humanos se transformaran en zonas letales y fuera necesario observarlos y estudiarlos.

Todo en nombre de la ciencia y la medicina.

El médico y la enfermera que habían preparado a Thomas le colocaron la máscara sobre el rostro. Entre pitidos y silbidos, deslizaron cables, elementos metálicos y tubos de plástico a través de su piel y por los canales auditivos, mientras las manos del chico se retorcían instintivamente a los costados de su cuerpo. A pesar de las drogas, era probable que sintiera algún tipo de dolor, pero nunca lo recordaría. La máquina comenzó la tarea de extraer imágenes de su memoria y así borrar su vida, eliminando los recuerdos de su madre, de su padre y de ella.

Una pequeña parte de sí misma sabía que eso debería hacerla enojar, gritar y negarse a colaborar un minuto más. Pero el resto era tan sólido como las rocas de las colinas que los rodeaban. Sí, ella tenía arraigada casi toda la certeza, de manera tan profunda, que sabía que seguiría pensando igual al día siguiente, cuando tuviera que pasar por lo mismo. Thomas y ella estaban poniendo a prueba su convicción al someterse a lo que se les había exigido a los demás. Y si tenían que morir, así sería. CRUEL encontraría la cura, se salvarían millones de personas y la vida en la Tierra volvería a la normalidad. Estaba tan segura de eso como de que los seres humanos envejecían y que, en otoño, los árboles se quedaban sin hojas.

Thomas respiró con dificultad, luego emitió un gemido leve y se movió. Por un segundo aterrador, Teresa pensó que podría despertarse en medio de una terrible agonía: estaban maniobrando dentro de su cerebro. Sin embargo, se apaciguó y volvió a respirar suave y tranquilamente. Los ruiditos metálicos y los pitidos continuaron mientras los recuerdos de su mejor amigo se desvanecían como las repeticiones de un eco.

Todavía resonaba en su cabeza la frase Nos vemos mañana que habían pronunciado al despedirse. Por alguna misteriosa razón, esas palabras le habían causado un fuerte impacto y, en ese instante, hacían que todo fuera aún más triste y extraño. Era cierto que se verían al día siguiente, pero Teresa se encontraría en estado de coma y él no tendría la menor idea de quién era ella, excepto, quizá, por un cosquilleo en su mente que le diría que le resultaba vagamente familiar. Mañana. Después de todo lo que habían vivido (el miedo, el entrenamiento, los planes), el momento crítico había llegado. Les harían a ellos lo mismo que a Alby, a Newt, a Minho y a todos los demás. Ya no había vuelta atrás.

Pero la calma era como una droga en su interior. Se sentía en paz y esa sensación tranquilizadora mantenía bajo control el terror que le provocaban los Penitentes o los Cranks.

CRUEL no había tenido alternativa. Thomas y ella tampoco. ¿Cómo podía acobardarse ante la idea de sacrificar a unos pocos para salvar a muchos? ¿Acaso alguien podría? No había tiempo para sentir lástima o tristeza o para desear que las cosas fueran de otra manera. La realidad era así, lo hecho hecho estaba, y sucedería… lo que tuviera que suceder.

Ya no había vuelta atrás. Thomas y Teresa habían ayudado a construir el Laberinto y, al mismo tiempo y con gran esfuerzo, ella había edificado una pared para contener sus emociones.

Sus pensamientos se evaporaron y quedaron suspendidos en el aire mientras esperaba a que concluyera el procedimiento. Cuando eso finalmente ocurrió, el médico oprimió varios botones en su pantalla y el concierto de sonidos se aceleró. Una vez que los tubos y cables se alejaron serpenteando de sus posiciones invasoras y retornaron a la máscara, el cuerpo de Thomas se retorció levemente. Luego se calmó otra vez, la máscara se apagó y cesaron todos los sonidos y movimientos. La enfermera se adelantó y retiró la máscara de su rostro: la piel había quedado roja y llena de líneas; los ojos continuaban cerrados.

Por un segundo, la pared que contenía su tristeza comenzó a resquebrajarse: si Thomas despertaba en ese momento, no la recordaría. Experimentó el terror, casi pánico, de saber que pronto se encontrarían en el Área y serían dos desconocidos. Era un pensamiento demoledor que le recordó vívidamente la razón por la cual había construido esa pared. Como un albañil golpeando el ladrillo en la argamasa endurecida, Teresa selló la grieta con fuerza y solidez.

No había vuelta atrás.

Dos hombres del equipo de seguridad se acercaron para trasladar a Thomas. Lo alzaron como si estuviera relleno de paja. Uno lo tomó de los brazos, el otro de los pies y lo colocaron en una camilla. Sin siquiera echar una mirada hacia Teresa, se dirigieron a la puerta del quirófano.

Todos sabían adonde lo llevaban. El médico y la enfermera comenzaron a ordenar el lugar: su trabajo estaba hecho. Aunque no la estaban mirando, les hizo un gesto con la cabeza y después salió al corredor detrás de los dos hombres.

Mientras realizaban el largo trayecto por los elevadores y pasillos del cuartel general de CRUEL, a Teresa le resultaba difícil mirar a su amigo. La pared se había debilitado otra vez.

Thomas estaba muy pálido y su rostro estaba cubierto de gotas de sudor, como si tuviera algún nivel de conciencia y luchara contra las drogas sabiendo que le esperaban cosas terribles. Verlo así le rompió el corazón y sintió miedo al recordar que ella era la siguiente. Esa estúpida pared.

Además, ¿qué importancia tenía? De todos modos, desaparecería junto con todos sus recuerdos.

Llegaron al nivel del sótano, que se encontraba debajo de la estructura del Laberinto, y recorrieron el depósito con sus filas de estantes llenos de suministros para los Habitantes del Área.

Ante el frío y la oscuridad reinantes, notó que se le erizaba la piel de los brazos. Se estremeció y se los frotó con fuerza.

Cuando la camilla chocaba contra las grietas del suelo de concreto, el cuerpo de Thomas saltaba y se zarandeaba. La expresión de terror permanecía allí, intentando atravesar la calma exterior de su rostro dormido.

Arribaron al hueco del elevador, donde descansaba el gran cubículo de metal: la Caja.

A pesar de que se hallaba apenas un par de pisos debajo del Área propiamente dicha, habían manipulado las mentes de los Habitantes para que creyeran que el viaje hacia arriba era increíblemente largo y tortuoso. Todo estaba planeado para provocar una variada gama de emociones y patrones cerebrales que iban desde la confusión y la desorientación hasta el terror más visceral. Era un comienzo perfecto para quienes iban a analizar la zona letal de Thomas.

Sabía que ella haría el mismo viaje al día siguiente, aferrando una nota entre las manos. Pero al menos Teresa estaría en estado de coma y se ahorraría esos treinta minutos en medio de la movediza oscuridad. Thomas se despertaría dentro del montacargas en la más completa soledad.

Los dos hombres lo empujaron hasta la Caja. Uno de ellos arrastró una enorme escalera plegable hasta el costado del cubículo y, al hacerlo, produjo un horrendo chirrido metálico contra el cemento. Siguieron unos segundos de torpeza mientras trepaban juntos aquellos escalones intentando sostener nuevamente a Thomas. Teresa podría haber ayudado, pero se negó; era lo suficientemente testaruda como para quedarse de pie observando, al tiempo que apuntalaba a duras penas las grietas de su pared interior.

Con algunos resoplidos y unas pocas maldiciones, los empleados lo transportaron hasta el borde superior. El cuerpo estaba emplazado de tal manera que sus ojos cerrados enfrentaron a Teresa por última vez. Aunque sabía que no podía escucharla, le habló dentro de su mente.

Thomas, estamos haciendo lo correcto. Nos vemos del otro lado.

Los hombres se inclinaron hacia adelante, bajaron a Thomas por los brazos hasta donde alcanzaron y luego lo soltaron. Teresa alcanzó a oír el ruido seco de su cuerpo al golpear contra el piso de metal frío. Su mejor amigo.

Dio media vuelta y se alejó. Desde atrás le llegó el sonido inconfundible del metal deslizándose contra el metal. A continuación, las puertas de la Caja se cerraron con gran estruendo, sellando el destino incierto de Thomas.