EPÍLOGO

DOS AÑOS DESPUÉS

Una sola bombilla colgaba del techo descolorido del apartamento y emitía un zumbido intermitente. De alguna forma, parecía representar aquello en lo que se había transformado el mundo: un sitio solitario, ruidoso y agonizante, que resistía a duras penas.

La mujer estaba sentada en un sillón, haciendo grandes esfuerzos por no llorar.

Sabía que llamarían a la puerta mucho antes de que eso ocurriera. Quería mostrarse fuerte por su hijo, para que él pensara que la nueva vida que le esperaba era algo bueno y prometedor.

Tenía que ser fuerte. Cuando su hijo (su único hijo) se hubiera marchado, dejaría salir sus emociones. Entonces lloraría hasta quedarse sin lágrimas, hasta que la locura la hiciera olvidar.

El chico se encontraba sentado junto a ella, callado e inmóvil. A pesar de que no era más que un niño, parecía comprender que su vida ya no volvería a ser la misma. Había un pequeño bolso a su lado, aunque la mujer suponía que el contenido no llegaría con él hasta su destino final.

Los visitantes tocaron tres veces, sin ira ni fuerza; unos simples golpecitos, como el ligero picoteo de un pájaro.

—Pasen —exclamó en voz tan alta que se sobresaltó. Eran los nervios: estaba a punto de quebrarse.

La puerta se abrió. Dos hombres y una mujer entraron en el pequeño apartamento, vestidos con trajes negros y máscaras protectoras sobre la boca y la nariz.

La mujer parecía estar a cargo de la misión.

—Veo que ya están listos —dijo en voz baja mientras avanzaba y se detenía frente a la madre y al hijo—. Valoramos su buena disposición para hacer semejante sacrificio. No hace falta que le diga lo que esto significa para las generaciones futuras. Estamos a las puertas de algo grandioso. Señora, le aseguro que vamos a encontrar la cura. Le doy mi palabra.

La mujer solo atinó a mover la cabeza. Si trataba de hablar, todo explotaría: el dolor, el miedo, el enojo, las lágrimas. Y el esfuerzo que había hecho para mantenerse fuerte para el niño no habría servido de nada. De modo que se contuvo como una represa frente a un río embravecido.

La mujer no perdió un momento.

—Ven —dijo extendiendo la mano.

El chico levantó la vista hacia su madre. No tenía motivos para contener las lágrimas, que cayeron libremente por su rostro. Se puso de pie de un salto y la abrazó. A ella se le partió el corazón en mil pedazos. Lo apretó con fuerza contra su cuerpo.

—Harás grandes cosas por este mundo —susurró controlándose a duras penas—. Voy a estar tan orgullosa. Te quiero, mi amor. Te quiero tanto. Nunca lo olvides.

Como única respuesta, el niño sollozó sobre su hombro. Eso lo dijo todo: había llegado el final.

—Lo lamento mucho —se excusó la mujer de máscara y traje negro—. Pero estamos muy apurados. En verdad lo siento.

—Vete ahora —dijo la mujer a su hijo—, ve y sé valiente.

Con la cara húmeda y los ojos enrojecidos, el niño retrocedió. Una fuerza especial pareció invadirlo y asintió, ayudándola a creer que todo iba a salir bien. Él era fuerte.

Se alejó sin echarle otra mirada. Se dirigió hacia la puerta y la cruzó sin vacilar. Sin mirar atrás ni protestar.

—Gracias una vez más —dijo la visitante y salió detrás del niño.

Uno de los hombres observó la bombilla que zumbaba y se balanceaba y se volvió a su compañero.

—Sabes quién las inventó, ¿no es cierto? Tal vez a este deberíamos llamarlo Thomas —comentó. Y luego se marcharon.

Finalmente, cuando la puerta se cerró, la mujer se acurrucó en el sillón y se echó a llorar.