—¡Mark!
La visión se esfumó, pero el recuerdo del túnel todavía nublaba su mente como si fuera lodo filtrándose en su cerebro.
—¡Mark! ¡Despierta!
Era la voz de Alec. Sin duda alguna. Y le gritaba. ¿Por qué? ¿Qué había ocurrido?
—¡Despierta de una maldita vez!
Abrió los ojos y luego parpadeó frente a los brillantes rayos de sol que se colaban a través de las ramas. Después la cara de Alec tapó la luz y pudo ver con más claridad.
—Ya era hora —exclamó el viejo oso con un suspiro exagerado—. Había comenzado a asustarme, muchacho.
En ese mismo instante recibió una puñalada de dolor en la cabeza, que simplemente había tardado más que él en despertar. El dolor irrumpió con furia y le pareció que era más grande que su cerebro. Lanzó un gemido, se llevó las manos a la frente y palpó la sangre resbaladiza.
—Ay —fue todo lo que logró proferir antes de gemir otra vez.
—Sí, te diste un buen golpe cuando chocamos. Tienes suerte de estar con vida y de tener un ángel de la guarda como yo, que te salvó el pellejo.
Aunque pensó que moriría en el intento, tenía que hacerlo. Preparado para la agonía, se incorporó. Parpadeó ante las manchas que obstaculizaban su visión y esperó a que el dolor de su cabeza y de su cuerpo cediera. Luego echó una mirada a su alrededor. Estaban sentados en el claro de un bosque. Las raíces retorcidas se entrelazaban con las agujas de los pinos y las hojas caídas de los árboles. A unos treinta metros de distancia, los restos del Berg descansaban entre dos robles gigantescos, casi como si se tratara de una enorme flor de metal. Retorcida e inclinada, la nave humeaba y ardía, aunque no había rastros de fuego.
—¿Qué pasó? —preguntó, aún presa de la desorientación.
—¿No recuerdas nada?
—Bueno, no después de que algo me golpeó en la cabeza.
Alec alzó las manos al cielo.
—No hay mucho que contar. Nos estrellamos y te arrastré hasta aquí. Después me quedé sentado mirándote mientras te movías de un lado a otro como si estuvieras en medio de una pesadilla. ¿Otra vez los recuerdos?
No quería pensar en eso, así que asintió fugazmente.
—Hurgué dentro del Berg todo lo que pude —continuó Alec cambiando de tema, y Mark le agradeció que no insistiera—, pero el humo de los motores fue excesivo. Cuando se pueda andar por ahí sin quedarse ciego, quiero explorar un poco más. Voy a averiguar quiénes son esas personas y por qué hicieron lo que hicieron, aunque sea lo último que haga en mi vida.
—Muy bien —repuso Mark. Después, un pensamiento brotó en su mente, seguido de una sensación de alarma—, ¿y qué pasó con lo del virus? ¿Y si los contenedores y los dardos estaban rotos y se desparramaron por toda la nave?
Alec estiró la mano y le dio unas palmadas en el pecho.
—Ya lo sé. No te preocupes. Para salir tuve que atravesar ese depósito y vi las cajas: están en perfectas condiciones.
—Bueno… ¿y cómo funciona un virus? ¿Existe alguna posibilidad de que lo hayamos pescado? ¿Nos daríamos cuenta? —no le agradaba la incertidumbre—. ¿Sabes de qué tipo de virus se trata?
Alec lanzó una risita ahogada.
—Hijo, todas esas son muy buenas preguntas que me es imposible contestar. Tendremos que preguntar a nuestra experta cuando regresemos. Tal vez Lana ya oyó hablar de esa cepa, pero a menos que te aparezca un resfrío grave, yo no me preocuparía demasiado. Recuerda: a los demás los atacó al instante y tú sigues con vida.
La advertencia de la caja brotó en su mente y trató de tranquilizarse: Altamente contagioso.
—Lo tendré presente —dijo con recelo—. ¿Qué tan lejos del asentamiento crees que estemos?
—Ni idea. Debe haber un buen trecho, pero nada muy terrible.
Mark volvió a echarse en el suelo, cerró los ojos y colocó el brazo encima.
—Dame unos minutos más. Creo que deberíamos recorrer la nave. Quién sabe lo que podríamos encontrar.
—Bien dicho.
Media hora después estaba nuevamente en el interior del Berg, en medio de los restos, solo que ahora caminaba por una pared y no sobre el piso metálico. Como la nave se encontraba de costado, resultaba difícil orientarse adentro. Además de sentir que la memoria lo engañaba, estaba molesto porque tenía el estómago revuelto y le vibraba la cabeza. Pero, al igual que Alec, estaba resuelto a encontrar algo que les dijera a quién pertenecía el Berg. Lamentablemente, su pequeña morada en las montañas ya no era un refugio seguro.
Lo mejor hubiera sido entrar en el sistema de la computadora, pero Alec ya lo había intentado, sin éxito. Estaba apagada, muerta. Sin embargo, había la posibilidad de que encontraran entre los restos del Berg algún teléfono portátil o una tableta y, con un poco de suerte, no estarían rotos. Hacía mucho tiempo que no veía ese tipo de tecnología. Después de las llamaradas solares, solo quedaba lo que no se había achicharrado, y las baterías no habían durado mucho. Pero era muy probable que quien poseía un Berg también tuviera baterías.
Un Berg. Se encontraba dentro de un Berg. En ese instante comenzó a comprender cuánto había cambiado su mundo en poco más de un año. En otra época, ver una nave de esas habría sido tan excitante como ver un árbol.
Y apenas ayer habría imaginado que nunca más volvería a ver una. Pero ahí estaba ahora, revolviendo en busca de secretos el contenido de un Berg al que había ayudado a derribar.
Era emocionante a pesar de que, hasta el momento, solo había encontrado basura, ropa, piezas rotas de la nave y más basura.
Y de repente sintió que había ganado la lotería: una tableta en perfecto estado. Estaba encendida; había sido la pantalla luminosa lo que había llamado su atención. Se hallaba en una de las cabinas pequeñas, entre un colchón y la parte de abajo de una de las literas. En cuanto la levantó la apagó: si se le agotaba la batería, no habría manera de cargarla nuevamente.
Encontró a Alec en otra cabina, inclinado sobre un bolso personal y maldiciendo mientras intentaba abrirlo.
—Sorpresa, mira lo que tengo —anunció con orgullo, alzando el dispositivo en el aire—. ¿Y cómo te fue a ti?
Alec se había enderezado y sus ojos se iluminaron ante el descubrimiento.
—Yo no encontré absolutamente nada y ya estoy harto de buscar. Echémosle un vistazo a eso.
—Espero que no se le agote la batería.
—Bueno, más razón todavía para examinarla cuanto antes, ¿no crees?
—Hagámoslo afuera. Ya me cansé de este montón de chatarra.
Se sentaron a la sombra de un árbol mientras el sol continuaba recorriendo el cielo penosamente. Mark hubiera jurado que el tiempo transcurría con más lentitud cuando el sol se hallaba en lo alto azotándolos con sus rayos anormalmente poderosos. Para controlar las funciones en la pantalla de la tableta, debía secarse una y otra vez el sudor de las manos.
Parecía cualquier cosa menos una herramienta de trabajo: había juegos, libros, viejos programas de noticias anteriores a las llamaradas. Hasta encontraron un diario personal que, de haber sido actualizado recientemente, les habría proporcionado una tonelada de información. Pero en definitiva no parecía haber nada de importancia.
Después de mucho investigar, finalmente encontraron la función de mapeo. Resultaba obvio que no funcionaba con los viejos satélites para GPS, ya que todos se habían destruido en el holocausto radiactivo provocado por las llamaradas solares. Sin embargo, parecía estar conectado con un rastreador interno del Berg, quizá controlado por un antiguo radar o algún otro tipo de tecnología de onda corta. Además, la nave que ahora se encontraba en ruinas había creado un historial de cada viaje.
—¡Mira eso! —exclamó Alec, señalando un punto en el mapa. Todas las líneas que describían los vuelos del Berg terminaban siempre en el mismo sitio—. Tiene que ser el cuartel general de la base o como quieras llamarla. Y a juzgar por las coordenadas y por lo que sé de ese grupo de colinas a las que consideramos nuestro hogar, no puede estar a más de ochenta o cien kilómetros de distancia.
—Quizá sea una vieja base militar —sugirió Mark.
Alec meditó unos segundos.
—O tal vez un búnker. Una fortificación semejante tendría sentido allá arriba en las montañas, y hacia allá nos dirigiremos, muchacho. Más vale temprano que tarde.
—¿Ahora? —preguntó Mark incrédulo. Pese al golpe que había recibido en la cabeza, pensaba que el viejo no iba a querer trepar todo ese trecho antes de regresar a la aldea.
—No, todavía no. Primero debemos volver a casa y ver cómo están las cosas. Hay que averiguar si Darnell y los demás se encuentran bien.
Ante la mención de Darnell, se le cayó el alma al suelo.
—¿Recuerdas lo que vimos en ese Berg? ¿Las cajas de dardos? Es imposible que esta gente se haya tomado el trabajo de tendernos una emboscada y hacer un desfile aéreo solo para arrojarnos gripe.
—Tienes razón, muchacho. Odio decirlo, pero así es. No espero encontrar buenas noticias a nuestro regreso, pero igual tenemos que volver, así que vámonos ya.
Se puso de pie y Mark lo imitó mientras colocaba la tableta en el bolsillo trasero del pantalón. Prefería volver al poblado que ir a buscar una fortaleza.
Aunque todavía se sentía un poco mareado y le dolía la cabeza, cuanto más avanzaban y más se aceleraba su pulso, mejor se sentía. Arboles, sol, arbustos y raíces; ardillas, insectos y víboras. Sus pulmones se llenaron del aire cálido pero a la vez fresco, que olía a savia y a quemado.
El Berg los había alejado de su casa más de lo que habían imaginado y tuvieron que acampar dos noches en el bosque, donde descansaron solo lo suficiente para recuperar las fuerzas. El único alimento consistió en algún pequeño animal que Alec cazó con su cuchillo. Por fin, al caer la tarde del tercer día desde el ataque del Berg, llegaron cerca del asentamiento.
Se hallaban a menos de dos kilómetros de la aldea cuando el hedor a muerte los azotó como una ráfaga brutal de calor intolerable.