8

Mientras el tren subterráneo circulaba a toda velocidad, Mark se reclinó en el asiento, cerró los ojos y sonrió. Había sido un día de estudio agobiante, pero ya había terminado. Tenía dos semanas de vacaciones por delante. Ahora podría relajarse y descansar, no hacer nada salvo jugar con la caja virtual y devorar cantidades alucinantes de comida. Salir con Trina, hablar con Trina, molestar a Trina. Quizá debería despedirse de sus padres, secuestrarla y huir. Eso sería perfecto.

Abrió los ojos.

Ella estaba sentada enfrente, concentrada en sus propios pensamientos, y no tenía la más mínima idea de que él estuviera loco por ella. Hacía tiempo que eran amigos, más que nada por las circunstancias. Según las leyes del universo, si en la casa de al lado vive alguien de tu edad, tiene que ser tu amigo. Hombre, mujer, extraterrestre… no importa. ¿Pero cómo podía haber adivinado que ella se iba a transformar en esa preciosidad, con un cuerpo increíble y unos ojos deslumbrantes? Claro que el único problema era que también le gustaba al resto de los chicos de la escuela. Y eso a Trina le encantaba: era obvio.

—Ey —exclamó. El tren atravesaba como una bala los túneles de la ciudad de Nueva York. A causa del movimiento suave y adormecedor, le entraron ganas de volver a cerrar los ojos—. ¿En qué estás pensando? —le preguntó.

Cuando los ojos de Trina se encontraron con los suyos, una sonrisa iluminó su hermoso rostro.

—En absolutamente nada. Eso es lo que voy a hacer durante dos semanas: no pensar. Si empiezo a pensar, voy a pensar intensamente en no pensar hasta que deje de hacerlo.

—Guau. Eso parece difícil —comentó Mark, queriendo sonar gracioso.

—No. Es divertido. Pero es solo para mentes brillantes.

En momentos como ese, a Mark le sobrevenía el ridículo impulso de decirle que le gustaba, invitarla a salir, estirarse y tomarle la mano. En cambio, de su boca brotaron atropelladamente las palabras tontas de siempre.

—Oh, sabia entre las sabias: tal vez podrías enseñarme ese método de pensar para no pensar.

Trina torció levemente el gesto.

—Eres un idiota.

Confirmado: la tenía en la palma de la mano. Sintió ganas de gruñir o de pegarse un golpe en la cara.

—Pero a mí me gustan los idiotas —agregó para suavizar el golpe, y él volvió a sentirse bien.

—Y… ¿qué planes tienes? ¿Piensas irte de viaje con tu familia o te quedarás acá?

—Es probable que vayamos a visitar a mi abuela unos días, pero estaré acá la mayor parte de las vacaciones. Se supone que saldré con Danny alguna vez, pero nada formal. ¿Y tú?

Otro pequeño golpe. Con esa chica nunca podía estar tranquilo.

—Humm, sí. Digo, no. Nada. Pienso quedarme en casa todo el día comiendo papas fritas y eructando. Y voy a pasar mucho tiempo observando cómo malcrían a mi hermanita llenándola de regalos —comentó. Madison. Sí, realmente era malcriada, pero buena parte de la culpa era de Mark.

—Entonces podríamos salir.

Y otra vez sintió que tocaba el cielo con las manos.

—Eso sería genial. ¿Qué tal todos los días? —preguntó. Era lo más arriesgado que le había dicho en mucho tiempo.

—Bueno. Y quizá hasta podríamos… —comenzó a decir y, luego de echar un vistazo a su alrededor con exagerada precaución, volvió a clavar los ojos en él— besarnos a escondidas en el sótano de tu casa.

Durante un segundo prolongado, creyó que ella hablaba en serio. Se le detuvo el corazón y se le erizó la piel. El pecho le ardía de emoción.

Pero a continuación ella se echó a reír como si estuviera loca. En realidad, no lo hacía con maldad y Mark alcanzó a notar un dejo de coqueteo en su actitud. Sin embargo, normalmente sentía que ella lo consideraba solo un viejo amigo y nada más. Y la idea de besarse en el sótano no era más que una tontería. Decidió dejar sus sentimientos de lado por un rato.

—Eres tan graciosa —dijo—. No puedo parar de reírme.

Ella interrumpió la risa de inmediato y se pasó la mano por el rostro.

—Tú sabes que lo haría.

Apenas pronunció la última palabra, las luces se apagaron. El tren perdió la energía y comenzó a disminuir la velocidad; Mark se cayó del asiento y casi aterriza sobre la falda de Trina.

En otra ocasión eso hubiera sido algo bueno, pero en aquel instante se asustó. Había oído historias sobre hechos como ese, que habían sucedido en el pasado, pero en toda su vida nunca había ocurrido que fallara la electricidad subterránea. Quedaron en la más absoluta oscuridad y la gente empezó a gritar. La mente humana no estaba preparada para quedar sumida en una noche negra sin aviso previo. Daba miedo. Finalmente, el resplandor de algunos teléfonos de pulsera rompió la negrura.

Trina le apretó la mano.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó.

Al ver que ella no parecía muy asustada, se sintió más seguro y recuperó la calma. Aunque nunca hubiera ocurrido, no era raro que alguna vez se cortara la electricidad del tren subterráneo.

—Supongo que habrá habido alguna falla —aventuró sacando su teléfono celular tipo palm (no era suficientemente rico como para tener uno de esos lujosos de pulsera), pero descubrió con asombro que estaba fuera de servicio y volvió a guardarlo en el bolsillo.

Se encendieron unas luces amarillas de emergencia en el techo del vagón. Aunque débiles, eran un bienvenido alivio frente a la oscuridad total. A su alrededor, las personas se habían puesto de pie y miraban alternadamente hacia ambos extremos del tren mientras susurraban entre ellas.

Cuchichear parecía ser lo apropiado en una situación semejante.

—Por lo menos no tenemos prisa —dijo Trina. En un susurro, por supuesto. Mark ya había perdido el pánico inicial y ahora lo único que deseaba era preguntarle qué había querido decir con eso de «Tú sabes que lo haría». Pero esa posibilidad había quedado sepultada para siempre. Qué accidente más inoportuno.

El tren se sacudió levemente. Más que nada fue como un temblor o una fuerte vibración, pero resultó inquietante y la gente volvió a gritar y a moverse. Mark y Trina intercambiaron una mirada llena de curiosidad y una pizca de miedo.

A grandes zancadas, dos hombres se dirigieron a las puertas de emergencia e intentaron abrirlas. Cuando por fin lo lograron, saltaron hacia la pasarela que corría a lo largo del túnel. Como un ejército de ratas huyendo del fuego, el resto de los pasajeros se lanzó detrás de ellos en medio de empujones, codazos y maldiciones. En dos o tres minutos, Mark y Trina se quedaron solos en el vagón bajo el pálido centelleo de las luces de emergencia.

—No creo que eso sea lo que deberíamos hacer —dijo Trina sin dejar de susurrar—. Estoy segura de que la luz volverá en cualquier momento.

—Sí —comentó Mark. Pero el ligero temblor del tren no cedió y eso comenzó a preocuparlo más—. No sé. Algo parece estar realmente mal.

—¿Crees que deberíamos ir tras ellos?

Lo pensó unos segundos.

—Sí. Me voy a volver loco si nos quedamos sentados aquí.

—Está bien. Tal vez tengas razón.

Se pusieron de pie, caminaron hasta las puertas abiertas y saltaron a la pasarela. Como era angosta y no tenía baranda, parecía ser muy peligrosa en caso de que el tren arrancara de improviso. En el túnel también se habían encendido las luces de emergencia, pero apenas lograban quebrar la oscuridad casi tangible de ese sitio tan profundo bajo la tierra.

—Fueron en esa dirección —indicó Trina señalando hacia la izquierda. Algo en su tono de voz le hizo pensar que creía que deberían ir en dirección contraria, y Mark estuvo de acuerdo.

—Entonces… hacia la derecha —anunció con un ademán.

—Sí. No quiero estar cerca de esa gente, aunque no sabría decir por qué. Parece una multitud descontrolada.

—Vámonos.

Lo tomó del brazo y comenzó a caminar por la estrecha cornisa. Ambos deslizaban la mano por la pared, casi apoyándose en ella, para estar seguros de no caer a las vías. El muro vibraba, aunque no con tanta fuerza como el tren. Quizá lo que había provocado el corte de electricidad ya se había calmado. Tal vez no era más que un simple terremoto y todo volvería a estar bien.

Habían caminado diez minutos sin decir una palabra, cuando escucharon gritos más adelante. No, no solo gritos, algo peor: terror en estado puro, como si fuera una carnicería humana.

Trina se detuvo y volteó para mirarlo. Cualquier duda que les hubiera quedado —o más bien cualquier esperanza— desapareció al instante: algo horrendo había sucedido.

El instinto de Mark fue dar media vuelta y correr en la otra dirección, pero cuando Trina abrió la boca y mostró lo valiente que era, se sintió avergonzado.

—Tenemos que llegar a la superficie, averiguar qué está pasando y ver si podemos ayudar.

¿Cómo podía decirle que no? Corrieron con tanta rapidez y cuidado como pudieron hasta que llegaron a la plataforma de una estación y se detuvieron. La escena que surgió delante de sus ojos era demasiado espeluznante para que la mente de Mark lograra procesarla. Supo que su vida había cambiado para siempre. Había cuerpos desparramados por el piso, desnudos y calcinados.

Gritos y aullidos de dolor taladraban sus tímpanos y resonaban por las paredes. Con la ropa en llamas, la gente se movía con dificultad, con los brazos hacia adelante y los rostros derretidos, como si fueran de cera. Había sangre por todas partes y una ráfaga de calor insoportable envolvía el aire; sintió que estaban en el interior de un horno.

Trina lo tomó de la mano; la expresión de terror en su rostro quedaría fijada en su mente para siempre. Luego lo empujó otra vez hacia el lugar de donde habían venido.

Mark pensó en sus padres y en su hermanita. Los imaginaba calcinados por el fuego y escuchaba los aullidos de Madison.

Y se le rompió el corazón.