Se incorporó y se alejó unos pasos. No podía creer que hubiera movido esa caja. Y de no haberla colocado antes bajo la luz, quizá la habría abierto. Esos dardos debían haberse roto durante el vuelo del Berg y tal vez el virus se había filtrado por las pequeñas grietas del contenedor.
Además, en los estantes había cajas abiertas, aunque esas parecían estar vacías.
Retrocedió un poco más mientras se limpiaba las manos en los pantalones.
Clan, dan, clan. Alec se detuvo y respiró agitado.
—Uno o dos golpes más y esta maldita puerta se abrirá. Tenemos que estar preparados.
¿Encontraste algún arma?
Mark se sintió enfermo, como si, en ese mismo instante, unos insectos microscópicos hubieran saltado desde las cajas a su piel y se deslizaran por su sangre.
—No, solo una caja llena de dardos con un virus letal. Quizá podríamos arrojarles algunos, ¿no crees? —quería hacer una broma, pero después de pronunciar aquellas palabras, se sintió peor.
—¿Qué? ¿Un virus? —repitió Alec en tono de duda. Caminó hasta la caja y la observó detenidamente—. Demonios… ¿de modo que eso era lo que nos estaban disparando? ¿Quién es esta gente?
Mark entró en pánico.
—¿Y qué hacemos si nos están esperando al otro lado de la puerta? —preguntó—. Tal vez nos claven esos dardos en el cuello. ¿Qué diablos estamos haciendo acá arriba? —concluyó.
Percibió la alarma creciente que había en su propia voz y se sintió avergonzado.
—¡Cálmate, muchacho! Hemos estado en situaciones mucho peores que esta —respondió Alec—. Solo trata de encontrar algo, cualquier cosa, que puedas sostener y arrojarles a quienes aparezcan. ¿Acaso vas a permitir que huyan sin un merecido castigo después de haberles lanzado esos dardos a nuestros amigos? Ya estamos aquí arriba: no hay vuelta atrás.
La fiereza que había en la voz de Alec lo hizo sentirse mejor, más seguro de sí mismo.
—Está bien. Voy a buscar algo.
—¡Date prisa!
Recordaba haber visto una llave inglesa junto a la maza y fue a buscarla. Había esperado que apareciera un arma de verdad, pero iba a tener que contentarse con un pedazo de metal de treinta centímetros de largo.
Alec sostenía la maza, listo para descargarla sobre la manija destrozada de la puerta.
—Tienes razón en que es probable que nos disparen apenas esto ceda. Pero no ataquemos como si fuéramos dos gorilas tontos. Vete hacia atrás y espera a que dé la orden.
Mark hizo lo que se le dijo: apoyó la espalda contra la pared al otro lado de la puerta y sujetó la llave con fuerza.
—Estoy listo —exclamó; el miedo latía en su interior.
—Entonces llegó el momento.
Alec levantó la maza y luego la dejó caer con estrépito sobre el picaporte. Dos golpes más y la cerradura se quebró con un crujido. Otro mazazo más y la puerta se abrió y rebotó contra la pared de afuera. Casi de inmediato, tres dardos rasgaron el aire y se clavaron en la pared del fondo. Luego se escuchó un repiqueteo contra el suelo, seguido de pisadas que se alejaban. Era una sola persona.
Creyendo que Mark saldría detrás del agresor, Alec alzó la mano. Después se asomó por el marco de la puerta.
—Despejado. Y el tipo debe haberse quedado sin dardos, porque arrojó el arma al suelo.
Estoy empezando a creer que hay pocas personas en este Berg. Vamos, tenemos que atrapar a esa rata.
Se asomó un poco más y echó una última mirada de inspección. A continuación salió al pasillo alumbrado por una luz tenue. Mark respiró hondo y lo siguió después de patear la pistola con desagrado. El arma repiqueteó por el recinto y chocó contra la pared mientras en la mente de Mark brotaba la imagen de Darnell con el dardo en el hombro. Deseó tener en sus manos algo más que una llave de metal.
Empuñando la maza con ambas manos, Alec se deslizó por el estrecho corredor. Era ligeramente curvo, como si siguiera el borde circular del exterior de la nave. Las únicas fuentes de luz eran unos paneles luminosos como el que habían visto en el depósito, colocados cada tres metros. Pasaron delante de varias puertas; Alec intentó abrirlas, pero todas estaban cerradas.
Durante la marcha, Mark mantuvo sus nervios bajo control, pues quería estar preparado por si algo saltaba sobre él. Estaba a punto de preguntarle a Alec sobre el diseño del Berg (recordó que el soldado alguna vez había sido piloto), cuando escuchó un portazo y luego más pisadas.
—¡Vamos! —rugió Alec.
Con el corazón desbocado, Mark emprendió una veloz carrera detrás de su amigo por el pasillo circular. Alcanzó a vislumbrar una sombra rauda delante de ellos, que parecía llevar el traje verde que habían visto antes y la cabeza descubierta. El extraño gritó algo, pero sus palabras indescifrables retumbaron como un eco en las paredes del pasadizo. No quedaban dudas de que era un hombre, posiblemente el que les había disparado.
Los motores aceleraron y, con una sacudida, el Berg se puso en movimiento y se lanzó hacia adelante con furia. Mark perdió el equilibrio, chocó contra una pared, rebotó y después tropezó con Alec, que estaba tendido en el piso. Ambos se pusieron de pie con dificultad y sujetaron las armas.
—Ahí está la cabina —indicó Alec—. ¡Apúrate!
Sin esperar respuesta, el soldado avanzó por el pasillo, con Mark pegado a sus talones.
Llegaron a una zona abierta con sillas y una mesa en el momento en que la figura desaparecía detrás de una escotilla curva, en lo que debía ser la cabina. El hombre comenzó a empujar la puerta para cerrarla, pero Alec le lanzó la maza justo a tiempo. La herramienta golpeó la pared cercana a la escotilla y cayó al suelo, bloqueando la puerta.
Mark no se había detenido: sin pensarlo dos veces, pasó frente a Alec e ingresó en la cabina.
Distinguió fugazmente los dos asientos de los pilotos y ventanillas sobre grandes paneles repletos de instrumentos, agujas y pantallas, que emitían destellos de información. Uno de los asientos estaba ocupado por una mujer que oprimía botones frenéticamente al tiempo que el Berg salía disparado hacia adelante y los árboles se esfumaban debajo de él a gran velocidad.
No había terminado de examinar el lugar cuando alguien lo tacleó desde la derecha y los dos cuerpos se desplomaron en el piso de la cabina.
Se le cortó la respiración cuando el atacante intentó inmovilizarlo, pero Alec descargó la maza en su hombro. El hombre salió despedido hacia el costado y aterrizó lanzando un gemido de dolor. Mark aprovechó para ponerse de pie y llenar de aire los pulmones. Alec tomó al agresor del uniforme verde y lo alzó hasta que sus rostros quedaron frente a frente.
—¿Qué está pasando aquí? —le escupió.
Ignorando la caótica escena que se desarrollaba a sus espaldas, la mujer continuaba operando los controles. Mark se acercó a ella sin saber qué debía hacer. Se plantó y habló con la voz más autoritaria que pudo:
—¡Deten esto ya mismo! ¡Da la vuelta y llévanos a casa!
La piloto actuó como si no lo hubiera escuchado.
—¡Habla! —le gritaba Alec al desconocido.
—¡No somos importantes! —repuso con un quejido lastimero—. Nos enviaron a hacer el trabajo sucio.
—¿Los enviaron? —repitió—, ¿quiénes?
—No puedo decirlo.
Mark escuchaba lo que estaba ocurriendo del otro lado de la cabina, enojado ante la mujer que no acataba sus órdenes.
—¡Dije que detuvieras esta cosa! ¡Ahora! —exclamó mientras levantaba la llave, sintiéndose completamente ridículo.
—Solo cumplo órdenes, hijo —respondió ella sin emoción en la voz.
Estaba pensando qué responder, cuando el sonido de Alec golpeando al prisionero desvió su atención.
—¿Quién los envió? —repetía—. ¿Qué había en esos dardos que nos dispararon? ¿Un virus?
—No lo sé —dijo el hombre con un sollozo—. Por favor, no me lastimes —suplicó. Mark estaba totalmente concentrado en el desconocido de traje verde, cuyo rostro se vio de pronto cubierto por un tono grisáceo, como si hubiera sido poseído por un fantasma—. Hazlo —ordenó casi mecánicamente—. Aterriza la nave.
—¿Qué? —dijo Alec—. ¿Qué es esto?
La piloto giró la cabeza y enfrentó a Mark, que la observaba perplejo. Tenía en los ojos la misma expresión sin vida que el hombre del traje verde.
—Solo cumplo órdenes.
Extendió la mano y empujó con fuerza una palanca hasta el fondo. El Berg se sacudió hacia adelante y luego se precipitó hacia la tierra; las ventanillas de la cabina se vieron repentinamente invadidas por el verde de la vegetación.
Mark salió despedido por el aire y se estrelló contra los tableros de control. Se produjo un gran destrozo y el rugido de los motores llenó sus oídos; se escuchó un estrépito seguido de una explosión. El Berg frenó de golpe y un objeto duro voló por la cabina y golpeó su cabeza.
Sintió el dolor y cerró los ojos antes de que la sangre empezara a escurrir sobre ellos.
Luego, lentamente, fue perdiendo la conciencia mientras escuchaba la voz de Alec que lo llamaba a través de un túnel oscuro e interminable.
Un túnel, pensó antes de desmayarse por completo, qué apropiado. Al fin y al cabo, ahí había comenzado todo…