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El hombre aullaba y le rasguñaba el rostro, lanzaba patadas al aire e intentaba ponerse de pie y correr. Pero Mark no permitió que nada de eso lo afectara. Un huracán de furia giraba en su interior, un sentimiento insoportable que sabía que no podía perdurar ni contener. Su cordura pendía de un hilo.

Llevando al tipo a rastras, dobló el recodo del pasillo, cruzó la puerta de la cabina y se encaminó hacia la ventana rota. Alec no pareció darse cuenta de su presencia: seguía sentado con las manos cruzadas en las rodillas y la mirada perdida sobre los controles.

Mark no dijo nada, pues pensó que si osaba abrir la boca, algo saldría disparado de ella. Se detuvo cerca de la ventana, se agachó, tomó al hombre del torso y luego lo levantó de costado.

Giró para llevar al lunático hacia atrás y luego lo lanzó hacia la ventana. La cabeza chocó contra la pared y el hombre se desplomó en el piso de la cabina. Mark lo recogió, se echó hacia atrás y probó otra vez. El mismo resultado: la cabeza del hombre golpeó estrepitosamente contra la pared.

Volvió a levantarlo y repitió la operación. Esta vez, atravesó la ventana: primero la cabeza, después los hombros y por fin la cintura, hasta que quedó atascado. Sin soltarlo, Mark continuó impulsándolo con todas sus fuerzas, decidido a terminar con la vida de aquel infeliz.

Cuando logró hacer pasar la cadera por la abertura, la nave se sacudió y los músculos de Mark se pusieron tensos por el esfuerzo. Sintió que el mundo se inclinaba y su cabeza comenzó a girar, enviando un torrente de sangre por su organismo. La gravedad también pareció desaparecer y se encontró cayendo por la ventana junto con su enemigo. En lugar del cielo azul y las nubes tenues, ahora la tierra ocupaba todo su campo de visión. Estaba a punto de descender en picada hacia la muerte.

Sacudió las piernas frenéticamente hasta que logró engancharlas en el borde del marco de la ventana justo antes de caer al vacío. El resto de su cuerpo colgaba del Berg y el hombre seguía aferrado a él. Se había agarrado con fuerza de la parte superior de los brazos de Mark y se sujetaba de su camisa para evitar desplomarse a tierra. El muchacho intentó zafarse, pero el lunático actuaba de manera salvaje y desesperada, trepando por su cuerpo como si fuera una soga. Ascendió hasta que pudo enroscar las piernas alrededor de la cabeza de Mark y el viento los azotó a los dos.

¿Cómo es posible que esto esté sucediendo otra vez?, se preguntó Mark. ¡Es la segunda vez que estoy colgando de la ventana del Berg!

De una repentina sacudida, la nave se enderezó. Los dos adversarios se balancearon hacia la estructura del Berg y se estrellaron contra el costado, justo debajo de la ventana de la cual pendían. Las piernas de Mark reventaban de dolor al tener que soportar el peso de dos personas.

Revoleó los brazos buscando algo para asirse. El exterior de la nave estaba cubierto de manijas y salientes cuadradas que utilizaban los encargados de mantenimiento. Deslizó las manos por ellas pero no logró afirmarse lo suficiente como para aferrarse.

Finalmente, sus dedos encontraron una barra larga y se sujetó con firmeza. Justo a tiempo, porque las piernas ya habían perdido toda su fuerza. Sus pies resbalaron de la ventana y los dos cuerpos giraron y volvieron a estamparse contra el flanco de la nave. Sintió el golpe en todo el cuerpo, pero no se soltó y consiguió introducir el brazo en el orificio entre la manija y la nave para que el codo soportara el peso. Tenía el vientre y la cara presionados contra el metal caliente del Berg, y el lunático continuaba encaramado en su espalda y le aullaba al oído.

La mente de Mark alternaba entre la claridad y la furia cegadora. ¿Qué estaba haciendo Alec? ¿Qué sucedía allí adentro? La nave se había enderezado; continuaba su vuelo hacia adelante, a menor velocidad, y nadie se asomaba por la ventana para ayudarlo. Echó una mirada hacia abajo y de inmediato se arrepintió de haberlo hecho: una ráfaga de terror lo asaltó al comprobar cuán lejos se encontraba la tierra.

Tenía que deshacerse de ese hombre o nunca lograría regresar al interior.

El viento soplaba con fuerza y rasgaba sus ropas al tiempo que agitaba el pelo del hombre, que golpeaba como un látigo sobre su rostro. El ruido era ensordecedor: el viento, los gritos, el rugido de los propulsores. El chorro más cercano de llama azul se hallaba justo debajo de ellos, a unos tres metros, y ardía como la respiración de un dragón.

Sacudió los hombros, pateó el costado del Berg con los pies y se dejó caer nuevamente sobre la nave; sin embargo, el hombre continuaba aferrado a él. Había rasguñado el cuello, las mejillas y los brazos de Mark, dejándole tajos dolorosos por todo el cuerpo. Un rápido examen del Berg le reveló varios sitios donde encajar los pies. Con el demente colgado de su espalda, resultaba imposible trepar por la nave, de modo que decidió bajar: una idea aterradora se había formado en su cabeza.

La gama de opciones se había acabado y sus fuerzas estaban por desaparecer.

Se estiró hacia abajo, se sujetó de una barra corta y dejó caer el cuerpo al tiempo que apoyaba el pie en una prominencia semejante a una caja de metal. De una sacudida, el hombre se resbaló y estuvo a punto de soltarse, pero se deslizó hasta envolver el cuello de Mark con los dos brazos y lo apretó con tanta fuerza que le produjo arcadas.

Tosiendo para no ahogarse, buscó más lugares donde apoyar las manos y los pies y descendió prácticamente un metro. Luego otro más. El hombre había cesado de temblar y hasta se había quedado en silencio. Mark no había sentido tanto odio por nadie y en alguna zona oculta de su mente sabía que no estaba pensando de forma muy racional. Pero lo detestaba y quería verlo muerto. Era el único objetivo que albergaba su cabeza.

Continuó el descenso. El viento azotaba sus cuerpos en un intento de lanzarlos al vacío. El propulsor estaba cada vez más cerca, abajo hacia la izquierda, y el rugido era lo más atronador que Mark había escuchado en su vida. Descendió un poco más y de pronto sus pies quedaron colgando en el aire: hacia la izquierda ya no había ningún otro lugar donde apoyarlos. Otra barra recorría el borde inferior del Berg y tenía el espacio necesario para que Mark pasara un brazo a través de ella.

Deslizó el derecho y dobló el codo, dejando que todo su peso, más el del hombre, descansara nuevamente en la articulación. El esfuerzo fue infernal; creyó que su brazo se rasgaría en dos en cualquier momento. Pero solo necesitaba unos segundos más. Unos pocos segundos.

Retorció el cuerpo y alzó el cuello para observar a su enemigo, que colgaba de su espalda.

Tenía un brazo enroscado por encima del hombro y el otro alrededor del pecho. Mark consiguió alzar la mano libre, deslizándola entre los dos cuerpos hasta el cuello de su enemigo. La descargó sobre su tráquea y comenzó a apretar.

El hombre empezó a ahogarse; la lengua gris violácea se proyectó hacia afuera entre los labios agrietados. El codo derecho de Mark se estremeció de dolor y comenzó a temblar como si los tendones, los tejidos y los huesos estuvieran separándose. Apretó los dedos con más firmeza alrededor de la garganta del adversario. El hombre tosió y escupió, los ojos se le salían de las órbitas. Al notar que la fuerza con que se aferraba a él se iba debilitando, Mark entró en acción.

Con un grito de furia, empujó el cuerpo hacia afuera con el brazo bien estirado y lo arrastró directamente hasta el paso de las llamaradas azules de los propulsores. Antes de que llegara a proferir un solo grito, la cabeza y los hombros del agresor fueron consumidos por el fuego y se desintegraron. Lo que quedaba del cuerpo se precipitó hacia la ciudad que se encontraba abajo y desapareció de la vista de Mark mientras el Berg proseguía su vuelo.

La locura se deslizó sigilosamente por sus músculos. Las luces danzaban delante de sus ojos y la ira aullaba en su interior. Sabía que su vida estaba casi perdida, pero le quedaba una última cosa por hacer.

Comenzó a trepar por la cara exterior de la gigantesca nave hacia la cabina.