Mark no creyó poder trepar al techo y perseguir al ladrón. Podía estar escondido en cualquier lado, y si alguien se interpusiera en su camino recibiría una muerte certera e instantánea.
—No lo puedo creer —susurró. ¿Cómo había permitido que ese tipo le quitara el arma de las manos? Le había sucedido dos veces en menos de un día. Y ahora había un demente en algún lugar de la nave, empuñando el arma más peligrosa que se había inventado.
—Vamos —dijo secamente y luego jaló a Deedee y a Trina mientras echaba a correr por el pasillo. Cada vez que podía, levantaba la vista preguntándose si el hombre se presentaría repentinamente colgando del techo y dispuesto a disparar. También aguzó el oído por si percibía algún sonido que no fueran sus propias pisadas.
Al llegar a la cabina, lo primero que vio fue a Alec desplomado sobre los controles, con la cabeza sepultada entre los brazos.
—¡Alec! —gritó mientras soltaba la mano de Deedee y se acercaba volando al viejo oso. Pero antes de que Mark lo alcanzara, Alec se incorporó de golpe y lo asustó tanto que casi resbaló—. Guau. ¿Te encuentras bien?
No parecía. Tenía los ojos hinchados e inyectados en sangre, la piel pálida y sudorosa.
—Todavía… no me he dado por vencido.
—Eres el único que sabe volar este aparato —comentó Mark y se sintió muy egoísta por el comentario. Pero miró por la ventana y divisó las colinas que se elevaban sobre Asheville pasando lentamente por debajo de ellos—. Quiero decir… yo no…
—No gastes saliva, muchacho. Yo sé lo que está en juego. Estoy tratando de encontrar el cuartel general de la CPC en la ciudad. Solo necesito descansar un poco.
Mark le dio las terribles noticias.
—Hay un loco en la nave y me robó el Desintegrador.
Alec no dijo nada, solo arrugó el rostro, que se le había puesto alarmantemente rojo.
Parecía que iba a explotar en cualquier momento.
—Cálmate —dijo Mark lentamente—. Lo voy a recuperar. Tú sigue buscando el lugar.
—Lo… haré —repuso el viejo con los dientes apretados—. Tengo que… mostrarte pronto algunos de los controles.
—Tengo miedo —exclamó Deedee, que seguía aferrada a la mano de Trina.
Mark notó que sus ojos estaban fijos en las ventanas: era probable que nunca antes hubiera estado en un Berg. Esperó que Trina la consolara, pero ella tenía nuevamente la mirada vacía clavada en el piso.
—Escúchame, todo estará bien —aseguró, poniéndose en cuclillas a la altura de la niña.
Apenas se agachó, la nave se sacudió en un pozo de aire. Deedee volvió a chillar y esta vez se desprendió de la mano de Trina y comenzó a correr. Desapareció de la cabina antes de que nadie atinara a sujetarla.
—¡Espera! —gritó Mark, que ya había salido tras ella. La imagen fugaz de la niña recibiendo un disparo lo aterrorizó. Siguió a Deedee sin perder un segundo y la vio desaparecer por la esquina del pasillo en dirección al depósito—, ¡regresa!
Pero ya se había perdido de vista. Salió volando tras ella, y no había dado más que unos pocos y frenéticos pasos cuando volvió a divisarla: estaba completamente inmóvil observando algo que se encontraba frente a ella. No se detuvo hasta que llegó junto a la pequeña y contempló lo que había captado su atención.
El hombre infectado que le había arrebatado el Desintegrador se hallaba delante de la puerta del depósito, con el arma en las manos.
—Por favor —susurró Mark por encima de las explosiones de su helado corazón—. No lo hagas —estiró una mano hacia el extraño y colocó la otra sobre el hombro de Deedee—. Te lo ruego. Ella es solo…
—¡Yo sé quién es ella! —explotó el hombre y un chorro de saliva corrió por su mandíbula mientras las manos y las rodillas se sacudían. El pelo oscuro y pegajoso colgaba de su rostro mugriento, dándole un marco a esa cara pálida, magullada y perlada de sudor. Se apoyó contra la puerta como si ya no tuviera fuerzas—. ¿Una dulce niñita? Eso es lo que crees.
—¿De qué hablas? —preguntó Mark, mientras pensaba que era imposible conversar con alguien que ya había perdido la razón.
Era obvio que el desconocido ya estaba más allá de cualquier salvación posible. Sus ojos lo expresaban en forma elocuente.
—Trajo a los demonios, eso hizo —apuntó el Desintegrador hacia arriba como para enfatizar el comentario—. Yo estaba con ella en el pueblo. Ellos nos atacaron como si fueran las mismas llamaradas, arrojaron luces y una lluvia de veneno. Nos dejaron morir, ¡pero mírala a ella ahora! A pesar de haber recibido disparos, ¡se ve hermosa y en perfecto estado! Y se ríe de nosotros por lo que nos hizo.
—Ella no tuvo nada que ver con todo eso —respondió Mark. Podía sentir el temblor de Deedee en su mano—. Absolutamente nada. ¿Cómo podría haberlo hecho? ¡No puede tener más de cinco años! —agregó mientras la furia se arremolinaba en su interior y ya no podía ocultarla.
—¿Nada que ver? ¿Y por eso recibió un dardo y no le quedaron huellas? Para esos demonios, ella es una especie de salvadora, ¡y yo estoy dispuesto a mandarla de vuelta con ellos!
El hombre se tambaleó hacia adelante. Dio dos largos pasos y casi perdió el equilibrio, pero logró mantenerse en pie. El Desintegrador temblaba en sus manos pero seguía apuntándole a Deedee.
La furia de Mark se disolvió y fue reemplazada por un enorme nudo de miedo que se alojó en su garganta. Las lágrimas le quemaban los ojos: sentía tanta impotencia.
—Por favor… no sé qué decirte, pero te juro que ella es inocente. Fuimos al búnker de donde salieron los Bergs y descubrimos quién está detrás de la enfermedad. No son demonios sino personas comunes. Nosotros creemos que ella es inmune: por eso no se enfermó.
—Cállate la boca —escupió el hombre mientras avanzaba unos pasos más con mucha dificultad. Alzó el arma y la apuntó al rostro de Mark—. Tu expresión lo dice todo. Eres patético.
—Estúpido. Te tiemblan las rodillas. Los demonios ni se tomarían el trabajo de matarte. No eres más que un despojo de carne humana —señaló y esbozó una sonrisa estirando los labios de una manera bestial. Le faltaban la mitad de los dientes.
En lo más profundo de Mark, algo se movió. Aunque no se hubiera atrevido a admitirlo, sabía muy bien de qué se trataba: era esa burbuja de demencia que estaba lista para explotar de una vez por todas y para siempre. Una oleada de furia y de adrenalina inundó su cuerpo.
La ira se acumuló en su pecho, rasgó su garganta y se liberó en un aullido tan brutal que ni siquiera él mismo sabía que tenía la fuerza para producirlo.
Antes de que su adversario comenzara a procesar lo que estaba ocurriendo, entró en acción y se abalanzó sobre él. Percibió que el hombre movía el dedo sobre el gatillo pero, por alguna misteriosa razón, como si su creciente locura hubiera aguzado sus sentidos por última vez, Mark se adelantó. Saltó sacudiendo la mano y logró desviar el arma en el momento en que lanzaba un rayo de fuego blanco. El disparo se estrelló con estrépito contra la pared que estaba detrás de ellos.
Sin vacilar, estampó su hombro en el extraño y lo derribó. Se arrojó encima de él, lo tomó de la camisa e impulsó hacia arriba mientras le arrancaba el arma de las manos y la lanzaba al piso.
Para ese psicópata, aquella era una muerte demasiado fácil.
Comenzó a arrastrarlo por el corredor. En algún punto de su mente tenía conciencia de que había cruzado un límite del que no estaba seguro si podría regresar.