Mark nunca se había encontrado en semejante situación. Estaba mudo.
Alec se derrumbó y cayó al suelo sobre una rodilla.
—Hablo en serio, muchacho. He estado sintiéndome raro; mi mente está jugando conmigo.
Veo visiones, siento cosas extrañas. Ahora estoy un poquito mejor, pero no quiero ser como esas personas. Prefiero morir, no voy a esperar hasta la mañana.
—¿Qué…? ¿Por qué…? —balbuceó Mark tratando de encontrar la frase correcta. Era inevitable que eso ocurriera, pero igual se sentía brutalmente conmocionado—. ¿Qué quieres que haga?
El hombre le echó una mirada fulminante.
—Pensé que…
De repente, le sobrevino un espasmo, el cuerpo se contrajo en forma anormal y la cabeza cayó hacia atrás, con el rostro retorcido por el dolor. Un grito ahogado escapó de su garganta.
—¡Alec! —gritó corriendo hacia él. Tuvo que agacharse para esquivar el puñetazo sorpresivo de su amigo, que luego se desplomó en el piso—, ¿qué tienes?
El cuerpo del viejo se relajó y consiguió apoyarse sobre las manos y las rodillas mientras hacía grandes esfuerzos para respirar.
—Yo… yo solo… no lo sé. Cosas raras dan vueltas por mi cabeza.
Mark se pasó la mano por el pelo y echó una mirada angustiada a su alrededor como si la mágica respuesta a todos sus problemas fuese a brotar de uno de los oscuros rincones del depósito. Cuando se volvió hacia Alec, el hombre se encontraba de pie con las manos en alto como si se estuviera rindiendo.
—Escúchame —dijo el soldado—. Tengo algunas ideas. La situación es funesta, no hay duda. Pero… —señaló hacia las literas donde Trina y Deedee dormían—. Tenemos una niñita preciosa allí dentro que puede salvarse. Eso es lo más importante. Debemos llevarla a Asheville y dejarla allí. Luego…
Se encogió de hombros en un gesto patético y elocuente: para los demás, había llegado el final.
—Un tratamiento, una cura —arriesgó Mark, percibiendo la rebeldía que teñía su voz—. Ese tipo Bruce pensaba que era probable que existiera. Tenemos que ir allá para averiguarlo, y…
—Demonios —ladró Alec interrumpiéndolo—. Solo escúchame antes de que ya no pueda hablar más. Soy el único que puede volar esta nave. Quiero que vengas conmigo a la cabina y me observes, así aprenderás todo lo que esa cabeza tuya pueda captar. Por las dudas. Tienes razón: llevaremos a esa niña a Asheville aunque eso sea lo último que haga.
Mark se sintió envuelto por un sentimiento oscuro y sofocante. Pronto estaría loco o muerto.
Pero la idea de Alec era bastante parecida a la suya y lo único que podía pensar en ese momento era en ponerse en marcha.
—Entonces vámonos —exclamó, reprimiendo las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos—. No perdamos un segundo más.
Alec se retorció y sus brazos se proyectaron hacia afuera, pero después apretó los puños y volvió a bajarlos, con el rostro contraído como si hubiera repelido otro ataque solo a fuerza de voluntad. La claridad inundó sus ojos y miró a Mark durante largo rato. Parecía que todo el año transcurrido (los recuerdos, los horrores, incluso las risas) pasaba velozmente entre ellos, y Mark se preguntó si alguno de los dos volvería a tener los pies sobre la tierra alguna vez. La locura los esperaba a la vuelta de la esquina.
El soldado asintió rápidamente y ambos se encaminaron hacia la puerta.
Llegaron a la cabina sin percibir ningún movimiento de Trina o Deedee. Mark esperaba que estuvieran despiertas: tal vez, por un milagro, Trina estaría mejor, sonriendo y recordando. Era un pensamiento tonto.
Mientras Alec operaba los controles, se puso a mirar por la ventanilla. Hacia el este, las primeras señales del amanecer ya iluminaban el cielo y la oscuridad se iba transformando en una luz violeta que bañaba las casas y los árboles a lo lejos. La mayoría de las estrellas se había apagado; el sol haría su gran aparición en menos de una hora. Tenía una fuerte sensación de que, al final del día, todo habría cambiado para siempre.
—Por el momento estoy bien —dijo Alec echándose hacia atrás para revisar los instrumentos y las pantallas del panel de control—, ¿por qué no vas a ver cómo están las chicas?
Levantaremos vuelo en un santiamén. Sobrevolaremos la zona para inspeccionar el terreno.
Mark le dio una palmada en la espalda: un ademán ridículo, pero fue lo único que se le ocurrió. Estaba preocupado por su amigo. Con la linterna encendida, abandonó la cabina e ingresó en el corto pasillo que conducía a las literas, donde había dejado a Trina descansando tranquilamente junto a Deedee.
Se encontraba muy cerca de la puerta de los dormitorios cuando oyó un extraño rasguño por encima de su cabeza, como ratas correteando entre los paneles del techo. Luego se escuchó el sonido inconfundible de la risa de un hombre a poco más de un metro. Un estremecimiento de horror lo atravesó. Corrió unos pasos por el pasillo y giró con la espalda apoyada contra la pared.
Levantó la vista al techo y deslizó la luz de la linterna por los paneles, pero no distinguió nada fuera de lo normal.
Contuvo el aliento y prestó atención.
Había algo allí arriba, que se movía de un lado a otro, de forma casi rítmica.
—¡Hola! ¿Quién…? —exclamó, pero interrumpió su pregunta al darse cuenta de que todavía no había ido a ver a Trina. Si alguien (o algo) había logrado penetrar furtivamente en el Berg…
Salió disparado hacia la puerta del dormitorio y la abrió de golpe, mientras apuntaba frenéticamente la linterna sobre la litera donde había visto a Trina descansando la última vez. Por una milésima de segundo, se sintió morir: la cama estaba vacía, solo vio sábanas arrugadas y una manta. Luego, por el rabillo del ojo, divisó a Trina en el suelo y a Deedee sentada junto a ella.
Agarradas de las manos, tenían una expresión brutal de pánico en el rostro.
—¿Qué? —preguntó Mark—. ¿Qué pasó?
Deedee estiró su dedo trémulo hacia el techo.
—Allá arriba hay un fantasma —hizo una pausa sin dejar de temblar y Mark sintió que el alma se le hacía añicos—. Y trajo a sus amigos.