62

El rugido de los truenos sacudió a Trina, que se encontraba en los brazos de Mark.

Llovía en el exterior de la cueva: era la primera vez en tres meses desde las explosiones de las llamaradas solares. Mark se estremeció; el escalofrío sobre la piel le resultó un fresco alivio ante el calor infernal en que se había convertido su vida. Habían tenido suerte de hallar ese sitio oculto en la ladera de la montaña y descubrió que no le molestaría pasar el resto de su vida en aquel lugar oscuro y frío. Alec y los demás dormían en la profundidad de la caverna.

Apretó los hombros de Trina y apoyó su cabeza en la de ella. Al inhalar, sintió su olor dulce y salado. Desde que habían abandonado el barco en las costas de Nueva Jersey, era la primera vez que se sentía tranquilo. Casi contento.

—Me encanta ese sonido —susurró Trina, como si hablar en voz alta fuera a interrumpir el repiqueteo de la lluvia en el exterior—. Me da ganas de dormir. Apoyar mi cabeza en tu axila y roncar durante tres días seguidos.

—¿En mi axila? —repitió Mark—, menos mal que esta mañana nos dimos una buena ducha bajo la tormenta. Huelo a rosas, así que no debes preocuparte.

Ella se movió para acomodarse.

—En serio, Mark, no puedo creer que todavía estemos vivos. Es increíble. De todos modos, quién sabe: en seis meses podríamos estar muertos. O quizá mañana mismo.

—Ese es el espíritu —exclamó con humor—. Vamos: no hables así. ¿Te parece que las cosas podrían empeorar aún más? Permaneceremos aquí durante un tiempo y luego iremos en busca de los asentamientos en las montañas del sur.

—Rumores —comentó ella suavemente.

—¿Cómo?

—Rumores de asentamientos.

—Los encontraremos. Ya verás —respondió con un suspiro.

Apoyó la cabeza contra la roca y pensó en lo que ella había dicho: que tenían suerte de estar vivos. Nunca había escuchado palabras más ciertas.

Habían permanecido ocultos dentro del Edificio Lincoln durante las semanas de radiación solar y convivido con el calor implacable y la sequía. Habían recorrido kilómetros y kilómetros de páramos y calles repletas de delincuentes. Habían tenido que enfrentar la idea de que sus familiares estaban muertos. Viajar de noche y ocultarse de día, encontrar comida donde fuera y, a veces, pasar días sin probar bocado. Sabía que de no haber sido por el entrenamiento militar de Alec y Lana, no habrían llegado tan lejos. Jamás.

Pero lo habían hecho. Todavía estaban vivitos y coleando. Sonrió casi como desafiando a las fuerzas del universo que les arrojaban esos obstáculos en el camino. Comenzó a pensar que tal vez en unos años todo podría volver a estar bien.

Haces de luz en la distancia; rugidos de truenos unos pocos segundos después. Parecían más fuertes y cercanos que los anteriores. La lluvia había aumentado y martillaba contra el suelo fuera de la entrada de la cueva. Por enésima vez, pensó cuán afortunados eran de haberse topado con ese refugio bien resguardado.

Trina se movió para levantar la vista hacia él.

—Alec dijo que una vez que se desataran las tormentas, serían muy fuertes. Que el clima del mundo se iba a descontrolar por completo.

—Sí. Está bien. Yo prefiero la lluvia, el viento y los relámpagos antes que lo que tuvimos que afrontar. Nos quedaremos en esta cueva y ya está. ¿Qué te parece?

—No podemos quedarnos aquí para siempre.

—Muy bien, entonces una semana. Un mes. No pienses más. Shhhhh.

Trina alzó la cabeza y lo besó en la mejilla.

—No sé qué haría sin ti. Me moriría de estrés y depresión antes de que la naturaleza acabara conmigo.

—Probablemente es cierto —sonrió y esperó que ella pudiera disfrutar de un rato de paz.

Después de volver a colocarse en una posición cómoda, Trina lo abrazó un poco más fuerte.

—En serio: estoy muy contenta de tenerte. Eres muy importante para mí.

—Lo mismo digo —contestó. Y luego se quedó en silencio, sin atreverse a abrir la boca y decir alguna estupidez que arruinara ese momento. Cerró los ojos.

Sonaron más relámpagos seguidos del rugido de los truenos: no cabía duda de que la tormenta estaba cada vez más cerca.

Se despertó y durante unos segundos recordó la sensación de observar a Trina cuando las cosas habían empezado a mejorar y la esperanza (una huella mínima) se reflejaba en sus ojos.

Aunque ella no quisiera admitirlo. Por primera vez en muchos meses, deseó volver a sumergirse en sus sueños. El anhelo que sentía en su corazón era casi doloroso. Pero después irrumpió la realidad junto con la oscuridad del depósito. Las tormentas fueron terribles, es cierto, pensó. Muy terribles. Sin embargo, ellos también habían sobrevivido a ellas y encontrado, con el tiempo, el camino hacia los asentamientos. Allí podrían haber vivido en paz de no haber sido por el CCP, el Comité de Control de la Población.

Con un gruñido, se frotó los ojos y soltó un largo bostezo. Se puso de pie y recordó claramente las determinaciones que había tomado antes de sucumbir al sueño.

Asheville.

Se agachó, levantó la linterna y la encendió. Después volteó para encaminarse hacia la salida y se sorprendió al ver a Alec de pie en el marco de la puerta; parecía como si hubiera crecido varios centímetros. La tenue luz de la nave a sus espaldas y el rostro oculto en las sombras le conferían un tinte siniestro a toda la escena. Había algo inquietante en el hecho de que hubiera permanecido allí sin decir nada por quién sabía cuánto tiempo. Y seguía sin pronunciar una palabra.

—¿Alec? —lo llamó—. ¿Te encuentras bien, grandulón?

El hombre avanzó trastabillando y casi se cayó. Luego se enderezó y se incorporó cuan largo era. Mark hubiera querido no alumbrar la cara de su amigo, pero sintió que no le quedaba otra opción. Alzó la linterna y apuntó directamente hacia él. Tenía el rostro enrojecido y sudoroso. Los ojos abiertos de par en par se movían frenéticos de un lado a otro, como si esperase que un monstruo fuese a brotar de las sombras en cualquier momento.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Alec dio otro paso con dificultad.

—Estoy enfermo, Mark. Muy, muy enfermo. Voy a morirme, pero no quiero que mi muerte sea en vano.