Los ojos de Mark se apartaron de la mancha de sangre y se posaron en Alec. Su mirada expresaba millones de sensaciones pero, por debajo de todas ellas, había una profunda tristeza. A pesar de que nunca había comprendido totalmente cuál era la relación que los unía, sabía que había sido profunda y estaba llena de historia.
Y ahora ella se había ido.
La expresión de Alec se disipó en pocos segundos, pero a Mark le pareció una eternidad.
Nunca había visto a su amigo tan triste.
De inmediato, el viejo oso estaba de nuevo en movimiento y señalaba la casa que se encontraba frente a ellos.
—Ahí es donde la llevaron. Entraremos ahora mismo. Estoy seguro de que Trina y la niña están allí adentro.
Al darse vuelta, Mark se encontró con una elegante mansión de tres pisos y enormes ventanales, muchos de ellos rotos. El techo quemado, las paredes sucias y el jardín amarillento y cubierto de maleza le daban un aspecto envejecido. Sintió terror al imaginar lo que podían hallar dentro.
La gente comenzó a amontonarse a su alrededor. Había pasado menos de un minuto desde que los violentos matones habían atacado a Lana, pero la multitud que pululaba por el jardín y las calles se había duplicado. Hombres, mujeres y niños. La mayoría tenía marcas de moretones y rasguños. Un sujeto al que le faltaba gran parte del hombro se desplazaba lentamente en dirección a ellos: parecía como si alguien lo hubiera atacado con un hacha en un arranque de furia. A una mujer le faltaba un brazo y la articulación no era más que carne ensangrentada. Lo más perturbador de todo fueron dos niños con heridas brutales, que aparentaban ignorar que estaban lastimados.
Sin detenerse, el grupo comenzó a acercarse despacio y fue rodeando a Mark y a Alec.
Ropa andrajosa y mugrienta, cabelleras sucias, miradas sombrías; la muchedumbre no apartaba la atención de los dos recién llegados.
Alec caminó despacio hacia la puerta del frente de la casa. Mark imitó sus movimientos cautelosos, como si cualquier acción repentina pudiera despertar la incipiente locura en aquellos que observaban cada uno de sus pasos. Sujetando las armas con firmeza, continuaron aproximándose. Mark decidió no correr el más mínimo riesgo: si alguien se acercaba a él, le dispararía.
La multitud fue cercándolos como si fueran los espectadores de un desfile. Ya debían ser decenas de personas, tal vez cien. Luego, varios hombres se separaron del grupo mayor y bloquearon el paso hacia la puerta delantera. Apenas lo hicieron, otros los imitaron y el círculo alrededor de Mark y Alec se fue estrechando cada vez más.
—No sé si pueden entenderme —rugió el soldado—, pero esta es mi única oferta: apártense de nuestro camino o empezamos a disparar.
—En esta casa están nuestras amigas —agregó Mark—. Y no nos iremos sin ellas —concluyó elevando el arma.
La expresión de los rostros que los rodeaban fue cambiando y la fría indiferencia comenzó a despejarse. Aguzaron la mirada, fruncieron el entrecejo y curvaron los labios en muecas feroces.
Dos mujeres les gruñeron y un chico rechinó los dientes como una bestia salvaje.
—¡Muévanse! —gritó Alec.
La multitud avanzó en tropel unos pasos, acortando cada vez más la distancia que los separaba. Mark volvió a sentir en su interior esa fractura tan conocida, como si estuviera perdiendo el control. Una ráfaga de odio lo atravesó.
—Llegó la hora —masculló.
Apuntó el Desintegrador al hombre que tenía más cerca y apretó el gatillo. Un haz de luz blanca y cegadora surgió del arma y se clavó en el pecho del adversario. Al instante se convirtió en una pared gris y explotó en un sinfín de partículas que se disolvieron en el aire. Sin vacilar, apuntó al siguiente, disparó y observó cómo se transformaba en gotas de vapor. Había una mujer a pocos pasos de él: tres segundos después había desaparecido.
Había esperado que Alec lo detuviera, pero el veterano no perdió el tiempo. Apenas la mujer empezó a esfumarse, ya había comenzado a disparar. Moviendo las armas de un lado a otro, fueron abriéndose paso hacia la vivienda mientras eliminaban a los agresores uno por uno. Cuando los Desintegradores se calentaron, las ráfagas de luz inundaron el aire y desataron una oleada de destrucción sin derramar una gota de sangre.
Habían liquidado a unas doce personas y atravesado la mitad de la multitud que tenían delante, cuando el resto de los infectados pareció captar lo que estaba sucediendo. Un grito violento surcó el aire con un sonido persistente y desgarrador y, de improviso, las hordas enloquecidas asaltaron con rapidez a los dos hombres que empuñaban las armas letales.
Mark agitaba la suya de derecha a izquierda e iba disparando ráfagas cortas sin preocuparse por apuntar a un blanco en particular. Los rayos blanquecinos se estrellaron contra varias mujeres. Un disparo perdido golpeó a un niño y lo desintegró. La muchedumbre continuaba persiguiéndolos a gran velocidad y Mark se dio vuelta para enfrentarla. Disparó nuevamente y después aferró el Desintegrador y descargó la culata en la cara de un hombre, que se estremeció del dolor.
Trastabilló pero logró recuperar el equilibrio. Estaba rodeado de individuos que silbaban, exhibían los dientes y danzaban con miradas dementes y carcajadas histéricas. Volvió a sujetar el arma con firmeza contra el pecho y lanzó disparos al azar; giraba y disolvía a quien se hallara más cerca. Sin dejar de observar a Alec, hizo un barrido hacia el otro lado.
Los minutos que siguieron fueron de una locura absoluta. Inundado por el pánico, continuó disparando a diestra y siniestra al tiempo que se abría camino a codazos entre la multitud. Mató al menos a diez personas más antes de tropezar con los escalones del frente de la casa.
Apenas cayó, apuntó el Desintegrador directamente sobre el pecho de un hombre que saltaba hacia él. La neblina gris se derramó sobre su rostro y se desvaneció. Distinguió a pocos metros a Alec, que estampaba el extremo del arma en la cara de una mujer y luego subía saltando los escalones hacia la puerta.
Mark lanzó un disparo más antes de empezar a arrastrarse por la escalera. Al llegar arriba, se puso de pie y alcanzó la puerta justo cuando Alec la cruzaba. Entró raudamente y su amigo cerró tras él. Ni bien colocó el cerrojo, escucharon los golpes de los cuerpos que se abalanzaban contra el otro lado. Mark dudó que la puerta soportara mucho tiempo.
Los dos compañeros echaron a correr por un pasillo y doblaron a la derecha. Dos personas que estaban de guardia junto a una habitación los vieron venir y los atacaron. Con un par de disparos, Alec eliminó a ambos mientras Mark pasaba de largo y abría la puerta. Se encontró con una escalera, por la cual un hombre subía con paso fuerte, el rostro sucio y arañado, los ojos lanzando fuego. En un instante, lo disolvió en el aire.
Descendió los peldaños de dos en dos. Con cuchillos en las manos, un hombre y una mujer se arrojaron sobre Mark antes de que este pudiera levantar el arma. Los apartó de un golpe y se agachó justo cuando Alec apareció y disparó dos veces. Entonces todo quedó en silencio, interrumpido solamente por los ruidos lejanos de la gente que estaba afuera, que pronto vendría por ellos.
Se encontraban en un sótano. Los rayos del sol brillaban a través de una ventana angosta en lo alto de la pared que estaba a la derecha de Mark. Las motas de polvo danzaban en el aire.
Dos personas se hallaban acurrucadas en una esquina de la habitación, con aspecto aterrorizado.
Aferradas una a la otra, Trina y Deedee tenían los brazos enroscados alrededor de sus cuerpos heridos. Corrió hacia ellas, se arrodilló y apoyó el arma en el suelo.
Entre sollozos, Deedee fue la primera en hablar.
—Está enferma —dijo con su voz infantil y temblorosa. Sin dejar de llorar, abrazó a su amiga con más fuerza.
Mark se estiró, tomó la mano de Trina y le dio un apretón.
—Ya está todo bien. Ahora que las encontramos, las sacaremos de aquí. Hasta ese momento, Trina había mantenido los ojos clavados en el piso. Muy lentamente, comenzó a levantar la cabeza y observó a Mark con ojos oscuros y vacíos.
—¿Quién eres? —le preguntó.