Sin esperar la reacción de Mark, echó a correr por el pavimento en dirección a Lana y los desconocidos que la arrastraban por el jardín cubierto de grava. Su respuesta había sido tan rápida que Mark había quedado muy rezagado. Al seguir a su amigo, la mochila le golpeaba la espalda y el arma amenazaba con deslizarse de sus manos sudorosas.
Alec les gritó a los hombres que se detuvieran. Aunque levantó el Desintegrador en el aire, los matones no captaron la amenaza o no les importó. Continuaron arrastrando a Lana por el jardín hasta que llegaron a la vereda, donde la dejaron caer violentamente. Como los gritos se habían apagado, Mark se preguntó si todavía estaría con vida.
El soldado se detuvo a unos cuatro metros del cuerpo inerte de su amiga. Apuntándoles con el arma, les ordenó a los captores que no se movieran. Cuando Mark lo alcanzó, tuvo que recuperar la respiración antes de levantar su arma hacia ellos.
Eran tres en total y formaban un círculo alrededor del cuerpo de Lana con las miradas clavadas en ella. No parecían conscientes de que había dos armas apuntando a sus cabezas.
—¡Aléjense de ella! —gritó Alec.
Cuando Mark consiguió ver de cerca a su amiga, sintió que el estómago le daba vueltas.
Estaba herida y cubierta de sangre y moretones. Le habían arrancado parte del pelo y tenía sangre en el cuero cabelludo. Lo último que notó fue que una de sus orejas estaba desgarrada, como si alguien hubiera intentado arrancársela. El horror lo asaltó como un martillazo en el pecho, y esa furia tan familiar se arremolinó nuevamente en su interior. Esas personas eran monstruos, y si le habían hecho lo mismo a Trina…
Se lanzó contra ellos, pero Alec extendió la mano para que se detuviera.
—Espera un segundo —exclamó y luego se dirigió otra vez a los captores—. No voy a volver a repetirlo. Apártense de ella o comenzaré a disparar.
En vez de responder, los tres se arrodillaron en el suelo y formaron un círculo alrededor de la prisionera, con las rodillas tocando su cuerpo. Con desesperación en la mirada, ella fue paseando la vista de uno a otro.
—Hazlo de una vez —dijo Mark—, ¿qué estás esperando?
—No puedo ver bien —rugió Alec—, ¡y no quiero dispararle a ella!
Las palabras de Alec lo irritaron todavía más. No iba a quedarse allí ni un segundo más sin hacer nada.
—Ya soporté demasiado —masculló y comenzó a caminar hacia adelante apartando la mano con que Alec intentó detenerlo otra vez.
Mientras se aproximaba, los hombres lo observaban con las manos hundidas en los bolsillos como si buscaran algo, con los cuerpos colocados de tal forma que le bloqueaban la vista.
—¡Ey! —les gritó—. Muévanse de ahí o disparo. ¡Créanme que no les va a gustar!
No lo escucharon o fingieron no hacerlo. Lo que sucedió después fue tan veloz y espeluznante que lo hizo tambalearse y casi se desplomó en la tierra. En un movimiento frenético, uno de los hombres sacó una navaja y apuñaló a Lana. Sus aullidos de espanto sacudieron los huesos de Mark. De inmediato, corrió hacia adelante con el arma colgando en la espalda y se arrojó sobre ellos. Derribó al que tenía más cerca y ambos se apartaron de Lana rodando sobre la maleza.
Oyó que Alec decía su nombre, pero lo ignoró. Su único pensamiento era desarmar a ese tipo lo suficientemente rápido como para detener a los otros. Al menos, apartarlos de Lana como para que Alec pudiera encargarse de ellos. El adversario de Mark era fuerte, pero al tomarlo por sorpresa logró inmovilizarlo con las rodillas contra el suelo y arrebatarle la navaja. Sin pensarlo, se la clavó en el pecho y terminó con todo.
Cayó al suelo de espaldas y trató de enderezarse mientras observaba horrorizado lo que acababa de hacer. De inmediato, el mundo que lo rodeaba recuperó la nitidez, y se levantó de un salto. Alec alzó la culata del arma con las dos manos y la descargó en la cabeza de uno de los atacantes, que se desmoronó en el suelo.
Desde el otro lado de la calle, un grupo de personas se acercaba en tropel. Mark no sabía de dónde habían salido pero eran por lo menos siete u ocho. Todos hombres. Armados con navajas, martillos y destornilladores, y con los rostros encendidos de furia.
—¡Cuidado! —le gritó a Alec.
Pero los recién llegados no estaban interesados en ellos. En cambio, se abalanzaron sobre Lana, que seguía en manos del último de sus captores. Desconcertado, Alec retrocedió unos pasos y Mark corrió a su lado. Mientras observaba, comprendió que serían incapaces de interrumpir aquella locura a menos que comenzaran a utilizar los Desintegradores. De repente, lo invadió una incertidumbre fatal.
En ese momento, un cambio evidente transformó el cuerpo de Alec y su rostro se volvió rígido como una roca. Se enderezó y se estiró cuan largo era. Sin decir una sola palabra, levantó el arma y apuntó hacia el grupo de lunáticos.
Lanzó un disparo. La veloz ráfaga de luz blanca salió proyectada hacia adelante y fue a dar contra el agresor más cercano, que acababa de recobrar su arma: un martillo ensangrentado. En un segundo se transformó en una ondeante bandera gris que estalló en una nube de bruma, sacudida por un viento imperceptible. Alec ya estaba disparando otra ráfaga al hombre que se hallaba próximo a él. Aunque Lana había sido muy fuerte y valiente desde el día en que se habían conocido en los túneles de la ciudad, Mark sabía que no podían ganar esa batalla.
Levantó su propia arma y comenzó a disparar. Entre los dos, fueron eliminando uno por uno a todos los atacantes: apretaban el gatillo y pasaban al siguiente.
Pronto los monstruos habían desaparecido y solo quedaba en el suelo la figura lastimosa y desdichada de su amiga. Sin dudar un instante, Alec apuntó y disparó una ráfaga más: el sufrimiento de Lana se esfumó en infinitas gotas de bruma gris.