El aire estaba seco y polvoriento.
A cada paso que daban, parecía tornarse más denso, como si los asfixiara. Mark ya tenía el cuerpo cubierto de sudor; la brisa que soplaba parecía provenir de un horno y no le refrescaba la piel. Siguió adelante esperando que sus manos no se volvieran demasiado resbaladizas y le impidieran manejar correctamente el arma. Sobre sus cabezas, el sol parecía el ojo de alguna bestia infernal mirando hacia abajo mientras calcinaba el mundo que los rodeaba.
—Hacía tiempo que no andaba al aire libre durante el día —dijo Mark, y el esfuerzo de hablar lo dejó sediento. Sintió la lengua inflamada—. Mañana tendremos una buena quemadura —agregó. Sabía lo que estaba haciendo: tratando de convencerse a sí mismo de que la situación no era tan terrible, que no estaba perdiendo la razón, que la ira y los dolores de cabeza no iban a impedir que se concentrara en su objetivo y que todo estaría bien. Pero el empeño parecía inútil.
Llegaron al primer cruce de caminos y Alec señaló hacia la derecha.
—Bueno, faltan solo un par de vueltas en esa dirección. Debemos mantenernos pegados a las construcciones.
A la zaga de Alec, Mark cruzó el césped muerto —ahora solo rocas y maleza— y se ocultó a la sombra de una casa que, alguna vez, había sido una gran mansión. Ahora era nada más que piedra y madera oscura; la mayor parte se había mantenido en pie, aunque tenía un aspecto triste y desvaído, como si al perder a sus antiguos ocupantes se hubiera quedado sin alma.
Alec se apoyó de espaldas contra la pared y Mark lo imitó. Recorrieron con la mirada y con las armas el lugar por donde habían pasado para constatar que no los hubieran seguido. No había nadie a la vista. Misteriosamente, la brisa se había detenido y el mundo parecía tan quieto como el vecindario.
—Debemos mantenernos hidratados —aconsejó Alec, colocando el arma en el suelo. Se descolgó la mochila y sacó una de las dos cantimploras. Después de beber un largo trago, se la alcanzó a Mark, que disfrutó de cada gota que resbaló por su boca y su garganta ardientes.
—Ay, viejo —exclamó cuando terminó, devolviéndole la cantimplora—. Ese fue el mejor trago de toda mi vida.
—Lo cual es mucho decir —masculló el soldado mientras guardaba el recipiente y se acomodaba la mochila—. Teniendo en cuenta todas las veces que hemos tenido sed en el último año.
—Creo que ese tipo loco al que… disolviste en el aire me puso muy nervioso. Pero ya estoy listo para continuar —se sentía lleno de energía, como si la cantimplora hubiera contenido adrenalina en vez de agua.
Alec levantó el arma y se pasó la correa por el hombro.
—Sígueme. De aquí en adelante marcharemos siempre detrás de las casas, para estar alejados de la calle.
—Me parece bien.
Sin hacer ruido, Alec salió de la sombra y enfiló directamente hacia la parte trasera de los jardines del vecindario, con Mark pisándole los talones.
Repitieron la misma rutina durante las doce casas que siguieron a continuación: hacían una carrera rápida por los jardines resecos y marchitos hasta deslizarse bajo la sombra de los edificios; luego se escabullían por atrás hacia el otro lado de las construcciones y Alec se asomaba por la esquina buscando cualquier indicio de compañía; una vez que daba la señal de que estaba despejado, corrían hasta la casa siguiente y enseguida comenzaban todo otra vez.
Llegaron al final de otra calle, donde se podía doblar hacia la derecha o hacia la izquierda.
—Muy bien —susurró Alec—. Tenemos que continuar por esta calle y doblar en la segunda esquina a la izquierda. Así llegaremos a la avenida donde se hallaba toda esa gente de fiesta.
—¿De fiesta? —repitió Mark.
—Sí. Me recordó a un grupo de trastornados que conocí en los años veinte, cuando se había declarado la ley marcial. Eran tan chiflados y psicópatas como estos. Vámonos.
Mark había conocido a varios drogadictos en su vida, pero sabía que los que había mencionado Alec eran los peores. Al pasar las décadas, las drogas se habían vuelto cada vez más potentes y les resultaba imposible dejarlas. No había recuperación. Por algún motivo, las palabras de su amigo quedaron grabadas en su mente.
—Despierta —dijo Alec, que estaba a medio camino rumbo a la casa siguiente y había volteado a ver a Mark—. ¡Lindo momento para soñar despierto!
Se sacudió los pensamientos tristes y se fue detrás de Alec. Cuando lo alcanzó, ambos se agazaparon en el costado de una mansión de tres pisos. Aunque no durara mucho, la sombra siempre era un grato alivio. Se desplazaron furtivamente a lo largo de la pared hasta que llegaron a la parte trasera. Apenas Alec se asomó, doblaron la esquina y comenzaron a caminar hacia el otro lado. Mark solo había dado tres o cuatro pasos cuando oyó una especie de cacareo húmedo arriba de él. Como el sonido había sido realmente inusual, alzó la vista esperando ver algún animal exótico.
Sin embargo, lo que descubrió fue a una mujer sentada en el techo, tan sucia y andrajosa como cualquiera de los infectados que había visto recientemente. Tenía el cabello revuelto y el rostro manchado de lodo, como si fuera una pintura ritual. Repitió el mismo cacareo, que sonó como una mezcla de risa y tos forzada. Después esbozó una sonrisa, dejando ver una dentadura totalmente blanca, y enseguida lanzó un gruñido. Tras una nueva sesión de cacareos, rodó de espaldas y desapareció detrás del borde de la canaleta del tejado: era una de las pocas casas que todavía conservaban los techos.
Mark se estremeció. Esperaba poder quitarse de la mente la imagen de la mujer. Al darse vuelta, vio a Alec a unos metros de la casa con el arma apuntando hacia el tejado, pero sin intención de disparar.
—¿Hacia dónde fue? —preguntó distraídamente.
—Larguémonos de aquí. Tal vez esté sola.
—Lo veo difícil.
Se arrastraron con sigilo hasta que arribaron a la esquina más alejada de la parte trasera de la vivienda. Alec se inclinó hacia afuera para echar un rápido vistazo.
—No hay moros en la costa. Estamos cerca, así que levanta el ánimo y cambia esa cara de muerto.
Arrancó hacia la siguiente construcción y cuando Mark estaba a punto de imitarlo, un horrible chirrido lo detuvo en seco. Al levantar la vista alcanzó a distinguir a la mujer saltando del techo, volando por el aire con los brazos desplegados como alas y el rostro encendido por la locura. Comenzó a chillar mientras se dirigía hacia Mark, que no podía creer lo que veían sus ojos.
Giró para escapar, pero ya era demasiado tarde: el cuerpo se estrelló contra sus hombros y ambos cayeron al suelo.