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Se habían quedado sin palabras. Pero el espectáculo del Desintegrador disolviendo a ese hombre como una nube de humo atrapada por el viento no había sido lo más impactante. Un individuo completamente fuera de sí había surgido de una casa y había enfilado directamente hacia ellos. ¿Qué habría intentado hacer? ¿Era un ataque o una desesperada petición de ayuda? ¿Había más gente en ese mismo estado? ¿Igual de… loca?

Al atestiguar lo que la enfermedad producía en las personas, la angustia se apoderó de Mark. Mejor dicho, lo que les estaba produciendo. Era evidente que estaba empeorando. Ese tipo se hallaba totalmente chiflado. Y él ya había experimentado que algo parecido —una huella muy tenue— comenzaba a surgir en su interior. Había una bestia alojada dentro de él y, cuando saliera, quedaría como el hombre que Alec había liquidado con el Desintegrador.

—¿Te encuentras bien?

Movió la cabeza para recuperar la calma.

—No, no estoy bien. ¿Viste a ese tipo?

—¡Claro que sí! ¿Por qué crees que lo hice desaparecer? —Alec sostenía el arma con la correa y miraba alrededor buscando indicios de que hubiera más gente. Por el momento, el barrio se encontraba desierto.

A pesar de que debería haber sucedido mucho antes, en ese momento y como si hubiera recibido un martillazo en el corazón, Mark comprendió que Trina se hallaba en graves problemas: era prisionera de unos lunáticos que podían estar tan desquiciados como el que acababan de ver.

¿Y Alec y él se habían tomado tiempo para dormir, comer y empacar? De pronto, se detestó a sí mismo.

—Tenemos que rescatarla —exclamó con desesperación y ansiedad.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Alec caminando hacia él.

Mark arqueó las cejas y le echó una mirada grave.

—Tenemos que marcharnos. Ya.

La hora que siguió fue una mezcla de carreras y esperas enloquecedoras.

Cerraron la escotilla mientras Alec empuñaba el Desintegrador por si alguien intentaba abordar durante los eternos minutos que le tomaba a la puerta llegar hasta arriba. Luego se aseguraron de que las mochilas estuvieran listas y Alec le dio a Mark una rápida lección de cómo sostener y disparar el Desintegrador, que le resultó bastante sencilla. Finalmente, el soldado encendió el Berg y los propulsores los llevaron hacia el cielo.

Volaron a baja altura; Mark se encargaba de examinar lo que ocurría en tierra. Al acercarse al barrio en ruinas donde Alec había visto al resto del grupo, distinguió diversos signos vitales.

Grupitos de personas corrían entre las casas; había fogatas encendidas en los jardines y humo saliendo de las chimeneas destartaladas; desparramados por las calles, se veían cuerpos de animales muertos a los que les habían quitado la carne. Aquí y allá divisó varias personas que yacían sin vida. A veces, los cadáveres estaban agrupados en montones.

—Estamos en las afueras de Asheville —señaló Alec. Se encontraban en un gran valle rodeado por las laderas de las montañas, cuyos bosques habían ardido en el incendio reciente. Las faldas de esas montañas estaban salpicadas de lo que alguna vez habían sido residencias lujosas.

Varias construcciones se hallaban completamente quemadas, y no quedaban más que franjas de escombros, negras y chamuscadas.

Divisó decenas de personas pululando en bandadas por las calles. Un puñado de ellas ya había visto el Berg: algunas señalaban hacia la nave, otras corrían a guarecerse. Pero la mayoría no parecía haberlos notado en absoluto, como si todos hubieran quedado ciegos y sordos.

—Hay un grupo grande en aquella calle —comentó Mark.

—Ahí es donde vi a Trina, Lana y la niña, cuando las trasladaban a una de esas casas —recordó el piloto.

Alec ladeó la nave para acercarse y ver mejor. Luego se elevó, dejó el Berg sobrevolando a treinta metros de altura y se dirigió hacia la ventanilla donde estaba Mark. Cuando bajaron la vista, se sintieron inmersos en una pesadilla.

Era como si un hospital psiquiátrico hubiera liberado a todos sus pacientes. No había orden alguno en la locura que se extendía debajo de ellos. De un lado distinguieron a una niña echada de espaldas gritándole al aire. Del otro, vieron a tres mujeres pegándoles a dos hombres que estaban atados espalda contra espalda. Más lejos, la gente danzaba y bebía un líquido negro de una olla que hervía sobre un fuego improvisado. Algunos corrían en círculos y otros caminaban tropezándose, como si estuvieran borrachos.

A continuación contemplaron lo peor de todo y ya no tuvieron más dudas de que las personas que se hallaban allí reunidas estaban más allá de la salvación.

Con las manos y las caras cubiertas de sangre, un pequeño grupo de hombres y mujeres peleaban por algo que tenía el aspecto de haber sido alguna vez un ser humano.

Aterrado, Mark sintió que se le revolvía el estómago al pensar que quizá tenía ante sí los restos de la única chica a la que había amado y comenzó a temblar de la cabeza a los pies.

—Baja —rugió—. ¡Ahora mismo! ¡Déjame salir!

Con el rostro más pálido que nunca, Alec se alejó de la ventana.

—Yo… no podemos hacer eso.

Una violenta ráfaga de furia atravesó a Mark.

—¡No podemos darnos por vencidos ahora!

—¿De qué estás hablando, muchacho? Tenemos que aterrizar en un sitio seguro o se abalanzarán sobre nosotros. Vamos a buscar algún refugio cerca de aquí.

—Está bien… Lo siento. Pero… date prisa —respondió Mark, que no podía creer cómo se le había acelerado la respiración.

—¿Después de lo que acabamos de ver? —preguntó Alec mientras se ubicaba frente a los controles—. No tengas dudas.

Mark trastabilló y se apoyó contra la pared. La ira que había en su interior fue reemplazada por una tristeza abrumadora. ¿Cómo podría ella estar viva en medio de ese infierno? ¿Qué era ese virus de la Llamarada? ¿Cómo se le había ocurrido a alguien desparramar semejante monstruosidad? Cada interrogante no hacía más que aumentar su angustia. Y no había ninguna respuesta.

El Berg aceleró y volvió a inclinarse para retomar la dirección en la que habían venido. Se preguntó si las personas de allá abajo habrían llegado a notar que una nave gigantesca flotaba sobre sus cabezas. Volaron durante unos minutos y, cuando a Alec le pareció adecuado, aterrizó el Berg en una calle sin salida rodeada de terrenos baldíos, parte de alguna ampliación que no había llegado a realizarse. Y ya nunca lo haría.

—Esa calle estaba atestada de gente —dijo Mark mientras caminaban hacia la escotilla. Cada uno sostenía un Desintegrador con la carga completa y llevaba una mochila a la espalda—. Y también había muchas personas en el interior de las casas. Es probable que se hayan extendido por toda esa zona.

—Quizá mudaron a Lana, Trina y Deedee otra vez —repuso Alec—. Sería bueno revisar cada una de las casas de esa sección. Pero recuerda: esta mañana, ellas estaban con vida. Yo las vi, estoy totalmente seguro. No pierdas las esperanzas, hijo.

—Solo me dices hijo cuando estás asustado —señaló Mark.

—Exactamente —dijo el viejo oso con una sonrisa bondadosa.

Cuando llegaron a la sala de carga, Alec se dirigió al panel de control y pulsó los botones de la rampa. La escotilla comenzó a abrirse anunciando su presencia con el chirrido de las bisagras.

—¿Crees que la nave estará segura? —preguntó Mark; la ventana rota seguía atormentándolo.

—Tengo aquí el control remoto. Vamos a trabarla. Es todo lo que podemos hacer.

En cuanto la puerta se apoyó en el piso, los ruidos cesaron. Al descender por la placa de metal, el aire caliente y sofocante acudió a recibirlos. Apenas apoyaron un pie en la tierra, Alec oprimió un botón del control remoto y la rampa comenzó a cerrarse. Pronto quedó completamente bloqueada y la quietud se instaló alrededor de ellos.

Cuando Mark y Alec se miraron, el joven pensó que era difícil decidir quién tenía más fuego en la mirada.

—Vamos a buscar a nuestras amigas —dijo.

Empuñando las armas, los dos se alejaron del Berg y marcharon hacia el caos y la locura que los esperaban calle abajo.