5

En su camino hacia Alec fue variando el ritmo de sus pasos, a veces más lento, otras más rápido, esquivando los dardos que llovían alrededor de sus pies. Un segundo proyectil se enterró en su escudo improvisado. Mientras él corría a cielo abierto, Alec se dirigió directamente hacia el centro de la Plaza sin soltar los rifles. Los dos amigos casi chocaron uno contra el otro justo debajo del Berg y, de inmediato, Mark se agachó y levantó el escudo. Los ojos del viejo oso brillaban con intensidad y determinación. A pesar de las canas, parecía veinte años más joven.

—¡Tenemos que darnos prisa! —gritó—, ¡antes de que ese aparato decida largarse de aquí!

Los propulsores ardían sobre sus cabezas y los dardos seguían clavándose en las personas que los rodeaban. Los alaridos eran horrendos.

—¿Qué hago? —exclamó Mark. Una mezcla de adrenalina y terror que ahora le resultaba tan familiar recorrió su cuerpo mientras esperaba las instrucciones de su amigo.

—Cúbreme con esto —indicó Alec, al tiempo que sujetaba los rifles debajo de un brazo y sacaba de atrás de los pantalones una pistola negra que Mark no conocía. No había tiempo para vacilar: tomó el arma con la mano libre y, por el peso, supo que estaba cargada. Al amartillar la pistola, un dardo se incrustó en la madera. Luego otro más. La gente del Berg había divisado a las dos personas que se hallaban tramando algo en el medio del claro. Más proyectiles aterrizaron en el suelo como una repentina tormenta de granizo.

—¡Dispara, hijo! —rugió Alec—. Y apunta bien, porque solo tienes doce balas. No falles.

¡Ahora!

Con esas palabras, se dio vuelta y salió corriendo hacia un sitio que se hallaba a unos metros. Mark apuntó la pistola a los hombres de la escotilla e hizo dos rápidos disparos sabiendo que debía distraer su atención para que no notaran los movimientos de Alec. Los tres trajes verdes retrocedieron y se pusieron de rodillas para que la rampa de metal los protegiera del agresor. Uno de ellos giró y comenzó a trepar para ingresar en la nave.

Mark arrojó a un lado el escudo, sujetó el arma con ambas manos y se concentró. Cuando una cabeza se asomó por el borde de la escotilla, la colocó rápidamente en la mira y disparó. Sus manos saltaron con el culatazo, pero alcanzó a ver en el aire la bruma roja del chorro de sangre.

Un cuerpo se tambaleó por la rampa y, al caer, chocó contra tres personas que se hallaban abajo.

Cuando la gente notó lo que estaba sucediendo, nuevos coros de gritos brotaron de todos lados.

Un brazo emergió de la puerta blandiendo uno de los tubos y comenzó a lanzar tiros al azar.

Mark disparó y enseguida oyó el sonido agudo de la bala que pegaba contra el artefacto de metal y vio caer el arma hacia el suelo. Al instante, una mujer la recogió y comenzó a examinarla para descubrir cómo funcionaba. Podría ser de gran ayuda.

Mark se arriesgó a echar un rápido vistazo a Alec: sostenía el arma con los anzuelos como si fuera un hombre de mar a punto de lanzar un arpón a una ballena. Un ligero estallido y repentinamente el gancho salió volando hacia el Berg mientras la soga giraba detrás como una nube de humo. El garfio chocó contra uno de los brazos hidráulicos que mantenían abierta la escotilla y se retorció con fuerza a su alrededor. Alec tensó la cuerda.

—¡Arrójame la pistola! —le gritó.

Mark miró hacia arriba para asegurarse de que nadie hubiera reaparecido para lanzar otro aluvión de dardos, y luego salió corriendo hacia Alec con la pistola. Apenas se la había entregado cuando escuchó un clic y vio a Alec volando por el aire mientras el dispositivo lo elevaba con la cuerda hacia el Berg. Con una mano sujetaba firmemente el rifle con los ganchos y, con la otra, apuntaba el arma hacia arriba. Tan pronto llegó al borde de la escotilla, sonaron tres disparos sucesivos y fulminantes. El hombre subió la rampa y sus pies se perdieron en el interior. Unos segundos después, otro cuerpo con traje verde atravesaba volando el borde y se precipitaba a tierra.

—¡El otro gancho! —le gritó Alec desde arriba—. ¡Apúrate, antes de que aparezcan más o se vayan! —advirtió y se dio vuelta hacia el Berg sin esperar respuesta.

El corazón de Mark latía a toda prisa y casi le producía dolor al golpear con fuerza contra las costillas. Miró a su alrededor y distinguió el pesado dispositivo en el piso, donde Alec lo había dejado. Lo levantó y, tras estudiarlo, lo invadió el pánico al pensar que no sabría cómo usar esa estúpida arma.

—¡Solo tienes que apuntar hacia acá arriba! —le explicó con un bramido—. Si no se engancha, lo amarro yo mismo. ¡Vamos!

Mark lo empuñó, apuntó hacia el centro de la escotilla y apretó el gatillo. La sacudida fue intensa, pero esta vez se inclinó hacia el arma y solo sintió una ráfaga de dolor en el hombro. El gancho y la cuerda trepadora se elevaron raudamente hacia el Berg y pasaron por encima de la escotilla abierta. El gancho golpeó contra el metal y se deslizó hacia abajo, pero Alec lo agarró justo a tiempo. Corrió hasta uno de los brazos hidráulicos y lo ató con fuerza.

—¡Muy bien! —gritó—, ¡ahora oprime el retractor verde de la culata…!

Sus palabras se interrumpieron cuando los motores del Berg rugieron con más intensidad y la nave se sacudió en el aire.

Sujetó el extremo del dispositivo justo en el momento en que este lo levantaba del suelo y lo izaba hacia arriba. Escuchó la voz de Trina que le gritaba desde abajo, pero el piso se fue alejando y las personas se empequeñecieron con el paso de los segundos. El miedo lo envolvió mientras se aferraba con tanta fuerza que los dedos se le pusieron blancos. Al mirar hacia abajo le dolía la cabeza y se le revolvía el estómago, así que decidió fijar la vista en la escotilla.

Después de haber estado casi al borde de la muerte, Alec intentaba nuevamente encaramarse sobre el borde de la rampa. Forcejeó y pataleó hasta volver a estar en una posición segura, usando la misma cuerda a la que Mark se aferraba con toda su vida. Luego se dejó caer sobre el vientre y observó a su joven amigo con ojos desorbitados.

—¡Mark, busca el botón verde! —rugió—. ¡Oprímelo!

El viento azotaba el cuerpo de Mark junto con el aire de los propulsores. El Berg estaba ascendiendo y ya se encontraba por lo menos a sesenta metros del suelo. Se movía hacia adelante, en dirección a la arboleda. Si no hacía algo, en breves segundos los árboles lo harían pedazos o lo arrancarían de la cuerda. Se mantuvo bien aferrado mientras buscaba desesperadamente el botón verde.

Por fin lo encontró, a unos pocos centímetros del gatillo que había disparado el gancho y la soga. Odiaba tener que soltarse aunque fuera por un segundo, pero concentró toda su fuerza en la mano derecha, apretó los dedos y luego lo buscó con la izquierda. Todo su cuerpo se mecía en el aire de un lado a otro, bamboleándose contra el viento y saltando con cada sacudida del aparato.

Las puntas de los pinos y de los robles se acercaban peligrosamente, y no conseguía la firmeza necesaria para pulsar el botón.

De pronto, escuchó un chirrido metálico sobre su cabeza y levantó la vista: la escotilla se estaba cerrando.