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Mark se despertó envuelto en un sudor frío, como si el agua del sueño lo hubiera bañado mientras dormía. La cabeza le dolía otra vez terriblemente; parecía que algo se agitaba en su interior con cada movimiento. Por suerte, Alec no le habló demasiado mientras comían y recuperaban fuerzas para enfrentar el día que comenzaba y salir en busca de sus amigas.

Se hallaban sentados en la cabina; la luz de la mañana entraba por las ventanillas. Una brisa tibia silbaba al soplar a través del hueco en el vidrio.

—Estabas demasiado dormido para notarlo —dijo Alec después de un rato de silencio—, pero mientras descansabas dimos una vueltecita de reconocimiento en la nave. Y confirmé lo que había sospechado: a unos pocos kilómetros de aquí, los de la fogata tienen a Lana, Trina y Deedee. Las arreaban como ganado.

A Mark se le hizo un nudo en el estómago.

—¿Qué… quieres decir?

—Estaban trasladando a un pequeño grupo de una casa a otra. Divisé el pelo negro de Lana y a Trina con la niña en brazos. Me acerqué para estar seguro —respiró hondo antes de terminar—, al menos sabemos que están con vida y dónde se encuentran. Y también sabemos qué tenemos que hacer.

Mark debería haberse sentido reconfortado por la noticia pero, al comprender que para rescatarlas debían pelear otra vez, lo invadió la angustia. Dos contra… ¿cuántos?

—Muchacho, ¿te quedaste sin habla?

El chico miraba fijamente la parte trasera del asiento del piloto, como si estuviera hipnotizado.

—No. Solo tengo miedo —masculló. Hacía tiempo que había dejado de hacerse el valiente con el viejo veterano del ejército.

—Es bueno tener miedo. Un buen soldado siempre tiene miedo. Te hace una persona normal. Es la manera en que respondes a ese miedo lo que te convierte en un soldado bueno o malo.

—Has dado ese discurso varias veces —repuso Mark con una sonrisa—. Creo que ya lo entendí.

—Entonces bebe un poco de agua y entremos en acción.

—Estoy de acuerdo —afirmó y después de beber un largo sorbo de su cantimplora se puso de pie. El sueño que lo atormentaba había comenzado finalmente a desvanecerse—, ¿cuál es el plan?

Alec se estaba limpiando la boca e hizo un ademán hacia la parte central del Berg.

—Vamos a buscar a nuestra gente. Pero primero haremos una visita al depósito de armas de la nave.

Mark no sabía nada sobre Bergs, pero Alec sabía más que la mayoría. En el área central había un recinto cerrado de almacenamiento que requería contraseña y escaneo de retina para entrar. Dado que no poseían ni la clave ni los ojos para conseguir el acceso, decidieron encarar la tarea al viejo estilo: con un hacha.

Afortunadamente, el Berg era viejo y su época de apogeo ya había concluido, de modo que solo les llevó tres turnos a cada uno y media hora de transpiración para hacer saltar las bisagras y los cerrojos de la puerta de metal. Pequeñas esquirlas de acero repiquetearon por el pasillo y la gran puerta se volcó y cayó sobre la pared opuesta. El eco resonó por la nave durante un minuto interminable.

Alec había sido el encargado de dar el último golpe de hacha.

—Esperemos que todavía quede algo dentro de esta mole —anunció.

El depósito era oscuro y polvoriento. Aunque la nave tenía electricidad, la mayoría de las luces estaban rotas. Solo quedaba en un rincón una bombilla roja de emergencia, proyectando una luz que hacía que todo pareciera estar bañado en sangre. Alec comenzó a examinar el recinto, pero Mark notó que casi todos los estantes estaban vacíos. No había más que basura y recipientes descartables que, debido al movimiento de la nave, se hallaban desparramados por el piso.

Después de cada uno de los decepcionantes descubrimientos, el soldado lanzaba palabrotas por lo bajo y Mark sentía lo mismo. ¿Qué oportunidad tendrían de recuperar a sus amigas si solo contaban con sus puños?

—Allí hay algo —masculló Alec con voz cansada. Al instante se dedicó a abrir lo que había encontrado.

Mark se acercó y miró por encima del hombro. El objeto estaba en la penumbra pero aparentaba ser una caja grande con varios precintos de metal.

—Es inútil —dijo finalmente el soldado cuando sus manos resbalaron de las trabas por tercera vez—. Tráeme el hacha.

Buscó rápidamente la herramienta que Alec había arrojado en el pasillo después de romper las bisagras de la puerta. La levantó y comprobó su peso: estaba dispuesto a intentar abrir la caja.

—¿Vas a hacerlo tú? —preguntó Alec enderezándose—, ¿estás seguro?

—¿Perdón? ¿Qué quieres decir?

El soldado señaló la caja.

—Muchacho, ¿tienes idea de lo que puede haber dentro de eso Explosivos, máquinas de alto voltaje, veneno? ¿Quién sabe?

—¿Y? —lo confrontó Mark.

—Bueno, yo no empezaría a aporrearla así nomás o acabaremos muertos antes del mediodía. Tenemos que ser cuidadosos y dar golpes precisos y delicados en los precintos de metal.

Mark se echó a reír.

—Considerando que no tienes ni una pizca de delicadeza en todo tu cuerpo, creo que probaré yo.

—Me parece justo —repuso, dando un paso atrás con una reverencia—. Pero ten cuidado.

Sujetó con fuerza el mango del hacha, se inclinó hacia la caja y comenzó a dar golpes cortos y fuertes sobre los obstinados cerrojos. Las gotas de sudor caían por su rostro, y un par de veces casi se le resbaló la herramienta de las manos, pero por fin logró romper la primera traba y pasar a la siguiente. Diez minutos después, le dolían espantosamente los hombros y los dedos habían perdido casi toda la sensibilidad por la fuerza con que sostenía el hacha. Pero había logrado abrir todas las trabas.

Cuando se levantó y estiró la espalda, no pudo evitar una mueca de dolor.

—Viejo, no era tan fácil como parecía.

Los dos se echaron a reír y Mark se preguntó de dónde había salido esa repentina tranquilidad. La tarea que tenían por delante era peligrosa y aterradora pero, por alguna razón, su mente se negaba a pensar en eso.

—De vez en cuando es bueno transpirar un poco, ¿no crees? —comentó Alec—. Ahora veamos qué hay aquí para nosotros. Sujeta ese extremo.

Deslizó los dedos bajo el borde de la tapa y esperó la señal. Alec contó hasta tres y luego ambos jalaron hacia arriba. Aunque era muy pesada, lograron levantarla y darla vuelta contra la pared, donde chocó con gran estrépito. Todo lo que alcanzó a divisar en el interior eran formas alargadas y brillantes que reflejaban la luz roja. Daban la sensación de estar mojadas.

—¿Qué son? —preguntó. Le echó una mirada a Alec y descubrió que tenía los ojos desmesuradamente abiertos en una expresión casi demencial—. A juzgar por tu cara, adivino que sabes exactamente de qué se trata.

—Claro que sí —dijo Alec en un breve susurro—. Lo sé muy bien.

—¿Y? —repitió Mark, que estaba por explotar de curiosidad.

En vez de responder, el viejo se inclinó, tomó uno de los objetos de la caja y lo examinó.

Tenía el tamaño y la forma de un rifle, y parecía estar hecho casi todo de metal plateado y plástico con tubitos enroscados a lo largo del eje principal. Uno de los extremos era similar a la culata de una pistola y tenía un gatillo, y el otro parecía una burbuja alargada de la que salía un tubo. Llevaba una correa para colgarlo del hombro.

—¿Qué es eso? —inquirió Mark, percibiendo el asombro en su voz.

Alec movía la cabeza de un lado al otro con incredulidad mientras continuaba estudiando el objeto que tenía en sus manos.

—¿Tienes una vaga idea de cuánto cuesta esto? Eran demasiado caros como para entrar en el mercado de armas. No puedo creer que tenga uno en mis manos.

—¿Qué es? —volvió a preguntar con gran impaciencia.

Por fin, Alec levantó la mirada hacia él.

—Es un Desintegrador.

—¿Un Desintegrador? —repitió—, ¿y qué hace?

Alec alzó la extraña arma como si fuera una reliquia sagrada.

—Hace que las personas se disuelvan en el aire.