Mark se estremeció y estuvo a punto de despertar. Baxter siempre le había caído bien, le agradaban su humor y su actitud despreocupada. Presenciar algo tan pavoroso…
Era algo que probablemente nunca lograría superar. De todos los recuerdos que regresaban a atormentar sus sueños, ese era el más recurrente. Y anhelaba despertarse, dejar todo atrás, en vez de revivir toda la locura que vino después.
Pero su cuerpo necesitaba descansar y no se lo permitiría. El sueño lo envolvió nuevamente en su abrazo sin la más ligera intención de consolar su mente atribulada.
Era uno de esos instantes en que al cerebro le llevaba un rato ponerse a la par de los hechos que se desarrollaban delante de los ojos: la conmoción lo había bloqueado temporariamente. Estaba en el suelo, inclinado, con la cabeza apoyada contra la pared. Trina tenía las manos cruzadas sobre el pecho y de repente lanzó un aullido que sonó como si un millón de cuervos emergieran desenfrenadamente del interior de un túnel. Misty y el Sapo estaban acurrucados uno junto al otro; sus rostros eran máscaras del horror. Lana y Alec seguían de pie con las manos en alto, pero Mark pudo distinguir la tensión de sus músculos.
—¡Cállate! —rugió el hombre de la pistola y la saliva salió volando de su boca. Trina acató la orden; su grito se apagó como cortado con un cuchillo—. Si oigo otro sonido desagradable como ese, le dispararé al responsable. ¿Está claro?
Trina temblaba mientras se llevaba las manos a los labios. Se las arregló para hacer una señal afirmativa con la cabeza, pero sus ojos seguían fijos en el cuerpo ensangrentado y sin vida de Baxter. Mark evitó mirarlo y, en cambio, posó la vista en el sujeto que lo había matado, con los ojos nublados por el odio.
—Todo listo, jefe. ¿Y ahora qué? —dijo la mujer del barco. Se levantó y se limpió las manos en el pantalón roñoso. Había amarrado el velero (Mark pudo ver el extremo de la cuerda), ajena o insensible al asesinato que su compañero acababa de cometer. O tal vez ya estaba acostumbrada.
—Ve a buscar la pistola, idiota —respondió el hombre con una mirada de soslayo que no dejaba ninguna duda de la forma en que siempre la había tratado—. ¿También tengo que explicarte cómo usar el baño?
Pero lo que a Mark le resultó todavía más triste que esas desagradables palabras fue que el objeto de su desprecio asintiera y se disculpara. Después desapareció en el barco durante unos segundos y salió con un arma similar a la del tipo en las manos. Se ubicó junto a su jefe y le apuntó a Mark y luego a cada uno de sus amigos.
—Esto es lo que vamos a hacer —dijo el hombre—. Si quieren vivir, solo tienen que obedecer y actuar con tranquilidad. Vinimos por combustible y alimentos. Creo que ustedes tienen ambos, a juzgar por el hecho de que no son esqueletos andantes. Y todos los edificios de este tamaño poseen generadores. Tráigannos lo que necesitamos y los dejaremos en paz. Hasta pueden quedarse con algo para ustedes. Somos realmente encantadores. Solo queremos nuestra parte.
—Qué generosos —masculló Alec en voz baja.
Mark se levantó de un salto mientras el tipo alzaba el arma y apuntaba directamente a la cara del soldado.
—¡No! ¡Detente! —dijo, poniendo las manos en alto y retrocediendo hacia la pared al ver que el sujeto ahora desviaba la pistola hacia él—. ¡Por favor! ¡Ya basta! ¡Te daremos lo que quieras!
—Exactamente eso es lo que harán, muchacho. Ahora muévanse. Es hora de hacer una búsqueda del tesoro —se burló y sacudió el arma con un ademán para ponerlos en movimiento.
—Tengan cuidado de no tropezar con el cadáver de su amigo —dijo la mujer.
—¡Cierra la boca! —le escupió su compañero—. En serio. Cada día te estás volviendo más tonta.
—Lo siento, jefe.
Al instante, ella agachó la cabeza y se convirtió en una ratoncita sumisa. El corazón de Mark seguía latiendo a mil revoluciones por minuto, pero no pudo evitar sentir lástima por la mujer.
El hombre volvió a dirigirse al grupo.
—Llévennos adonde están las cosas. No quiero quedarme aquí todo el día.
Mark esperaba que Alec hiciera alguna locura, pero el viejo simplemente empezó a caminar hacia la escalera. Al pasar junto a él, le hizo un guiño fugaz. Mark no supo si debía alegrarse o preocuparse.
Prisioneros en su propio castillo, marcharon por el corredor y dejaron atrás el cuerpo ensangrentado de Baxter. Llegaron a la escalera y comenzaron a subir. El Jefe (esa era la única forma en que Mark podía pensar en el hombre de la pistola, desde que había escuchado la forma patética en que su compañera se dirigía a él) iba pegándole en la espalda a cada uno de ellos durante el ascenso para asegurarse de que no olvidaran quién estaba armado.
—No olvides lo que le hice a tu amiguito —le susurró el Jefe cuando le llegó el turno de recibir el golpe.
Lentamente, Mark continuó el ascenso.
Dedicaron las dos horas siguientes a registrar el Edificio Lincoln de arriba a abajo en busca de comida y combustible. Mark tenía el cuerpo sudoroso y le dolían los músculos de cargar los enormes recipientes de combustible para el generador desde el depósito de suministros de emergencia, en el piso treinta, hasta el barco. Revisaron todas las máquinas expendedoras de las salas comunes y vaciaron la mitad de su contenido.
La cabina del velero era un horno, lo cual no hacía más que acentuar el olor. Mientras Mark descargaba los suministros, se preguntó si el Jefe y su compañera se habrían molestado en sumergirse en el agua caliente que los rodeaba. Ellos vivían literalmente dentro del agua —seguramente muy sucia— y sin embargo no se bañaban. Con cada viaje, el desagrado que sentía por la pareja iba en aumento. También estaba sorprendido ante el oportuno silencio de Alec, que había trabajado duramente sin mostrar la menor señal de rebelión.
Tras haber llenado prácticamente cada centímetro cuadrado de la nave, el grupo completo se reunió en el piso doce en su último recorrido por la primera mitad del edificio. El Jefe les dijo que podían quedarse con todo lo que hubiera de ahí para arriba.
De pie cerca de los ventanales, el hombre iba apuntando a cada uno de ellos con la pistola.
El fulgor anaranjado del sol del atardecer teñía el vidrio que se hallaba a sus espaldas. Su subordinada estaba junto a él con expresión más vacía que nunca. A través de la tapa rota de una máquina, Trina tomaba las últimas bolsas de papas fritas y de golosinas. El Sapo, Misty, Lana, Alec y Darnell la esperaban, aunque ya no había mucho por hacer. El lugar había quedado vacío y cada uno de ellos estaba probablemente como Mark, contando los segundos que restaban para que esa gente se marchara. Y rogando que nadie más muriera.
Con las manos arriba en un gesto conciliatorio, Alec caminó hacia el Jefe.
—Cuidado —le advirtió el hombre armado—. Ahora que han hecho el trabajo, no me molestaría realizar un poco de práctica de tiro. Incluso a corta distancia.
—Sí, ya está hecho —dijo el viejo con un gruñido—. No somos idiotas. Primero queríamos tener el barco cargado. Ya sabes, antes…
—¿Antes de qué? —preguntó el Jefe. Al percibir el malestar en el aire, tensó los músculos de los brazos y el dedo presionó el gatillo de la pistola.
—De esto.
Sin esperar un segundo, Alec entró en acción. Se estiró y, de un manotazo, hizo que el tipo soltara el arma. La pistola se alejó dando vueltas, disparó un tiro al azar y luego rodó por el suelo.
La mujer se dio vuelta y comenzó a correr por el pasillo junto a las ventanas con una celeridad hasta el momento desconocida. Sin importarle que estuviera armada, Lana salió tras ella. Mark todavía no había tenido tiempo de procesar lo que estaba ocurriendo cuando Alec se abalanzó sobre el Jefe, lo derribó y ambos chocaron contra el vidrio del ventanal.
Todo sucedió con gran rapidez. Un sonido como de trozos de hielo astillándose inundó la habitación a medida que las rajaduras comenzaban a ramificarse desde el lugar del impacto. De inmediato, el panel entero estalló en mil pedazos justo cuando Alec intentaba recuperar el equilibrio y apartarse del cuerpo de su adversario. Como en cámara lenta, los dos hombres comenzaron a inclinarse lentamente hacia el agua. Sin perder un segundo, Mark se deslizó por el suelo y afirmó los pies contra el marco de la ventana, al tiempo que intentaba alcanzar el brazo de Alec. Logró agarrarlo y apretó los dedos con firmeza, pero sus pies cedieron y, de golpe, se encontró en el aire. Todo su cuerpo estaba por desbarrancarse hacia la calle junto con Alec y el Jefe.
Alguien lo sujetó desde atrás y pasó los brazos alrededor de su pecho. Con la última gota de fuerza que le quedaba, se aferró a Alec y bajó los ojos hacia la calle anegada: en medio de una caída frenética, el Jefe gritaba y agitaba el cuerpo. Mark sintió que los brazos se le desprenderían, pero Alec se recuperó raudamente: giró el cuerpo, colocó la mano libre en el antepecho de la ventana y comenzó a impulsarse hacia adentro. Al mismo tiempo, el que lo había sujetado también arrastró a Mark hacia el interior del edificio. Era el Sapo.
Cuando todos estuvieron juntos y a salvo, Lana regresó corriendo por el pasillo.
—Escapó —exclamó—. Estoy segura de que se escondió en algún armario.
—Larguémonos de aquí —repuso Alec, que ya estaba en movimiento. Mark y los demás lo siguieron—. El plan funcionó a las mil maravillas. Tenemos el barco cargado y ahora es nuestro. Nos marcharemos de la ciudad.
Se dirigieron a las escaleras y descendieron los escalones de dos en dos. A pesar de estar exhausto y sudoroso, Mark se sintió exaltado ante lo que les esperaba. Iban a abandonar el sitio que se había convertido en su hogar tras las llamaradas solares y aventurarse hacia lo desconocido. No sabía qué era más fuerte: el entusiasmo o el miedo.
Se encaminaron hacia el quinto piso, corrieron por el pasillo, atravesaron la ventana rota y abordaron el velero.
—Ve a soltar las amarras —le gritó el soldado.
Alec y Lana se dirigieron a la cabina. Darnell, el Sapo, Misty y Trina se sentaron en la cubierta con aspecto de estar un poco perdidos y muy inseguros. Mark comenzó a desatar las amarras que la mujer había utilizado antes para asegurar el barco. Finalmente, soltó los nudos y levantó la cuerda en el momento en que los motores se encendieron y el navío empezó a alejarse del Edificio Lincoln. Se sentó en la popa del barco y se dio vuelta para observar el imponente rascacielos. Los últimos rayos del sol proyectaban sobre la fachada un resplandor color ámbar.
De repente, el Jefe emergió del agua como un delfín enloquecido golpeando con los brazos la popa del barco mientras intentaba trepar frenéticamente. Lanzaba patadas y, con las manos, buscaba algo a lo que aferrarse. Se sujetó de un gancho y los músculos se le hincharon a medida que se impulsaba hacia arriba y el agua chorreaba de su cuerpo. Un enorme moretón violeta le cubría la mitad del rostro; la otra mitad se veía roja y enfurecida, para hacer juego con los ojos.
—Los voy a matar —gruñó—. ¡A todos!
El barco comenzó a aumentar velocidad cuando algo explotó dentro de Mark: no iba a permitir que ese patético ser humano les arruinara la posibilidad de escapar. Aferrándose a un asiento, llevó el pie hacia atrás y luego lo descargó violentamente en el hombro de su enemigo. El hombre apenas se movió. Mark repitió la patada varias veces más: las manos del Jefe comenzaron a deslizarse del borde.
—¡Suéltate de una vez! —aulló Mark estampándole nuevamente el pie en el hombro.
—Voy a matar… —balbuceó el matón, pero ya no tenía más energía.
Con un aluvión de adrenalina, Mark dio un grito y después colocó toda su potencia en una última arremetida. De un salto lanzó los dos pies hacia adelante y los depositó en la nariz y el cuello de su adversario. Con un grito ahogado, el hombre se soltó y cayó en la estela del barco, que se alejaba a toda máquina. Su cuerpo desapareció entre las burbujas blancas.
Jadeando con desesperación, Mark se trepó al asiento y se asomó por el borde. No vio más que la estela del barco y el agua negra. Al instante detectó movimiento en la ventana del Edificio Lincoln de donde había caído el Jefe. Mientras se alejaban, su compañera permanecía de pie empuñando la pistola. Mark se agachó esperando la lluvia de balas. Sin embargo, la mujer dirigió el arma hacia sí misma y apoyó el extremo contra la base del mentón.
Mark quiso gritar, decirle que no lo hiciera. Pero ya era demasiado tarde.
La mujer apretó el gatillo y el barco continuó la marcha.