Se encontraba en una sala de conferencias en el Edificio Lincoln, acurrucado debajo de una enorme mesa donde suponía que hombres y mujeres muy importantes solían reunirse a hablar de cosas más importantes aún. Le dolía el estómago por las semanas que llevaban alimentándose de comida chatarra y refrescos robados de las máquinas expendedoras distribuidas por todo el edificio. Les había tomado bastante trabajo forzarlas, pero dos ex soldados como Alec y Lana estaban obviamente entrenados para hacer eso. Tanto a objetos como a personas.
Más ardiente que el infierno, el Edificio Lincoln era un lugar horrible, invadido por el repugnante olor que emitían los cuerpos en descomposición de quienes habían muerto en el primer estallido de fuego y radiación. Estaban por todas partes. Mark y sus nuevos amigos habían despejado el piso quince, pero el hedor fétido seguía flotando en el aire. Era algo a lo cual uno no podía acostumbrarse. Y para peor, no había nada que hacer. El aburrimiento se había instalado en el edificio como un cáncer, dispuesto a roer la salud mental de todos sus moradores. Además, en el exterior existía la amenaza de radiación, aunque Alec pensaba que ya había comenzado a desaparecer. Aun así, se mantenían lo más lejos que podían de las ventanas.
A pesar de todo eso, Mark pensaba que había algo por lo cual las cosas no eran tan terribles como parecían: Trina y él estaban más cerca que nunca. Muy cerca. Sonrió como un tonto y se sintió feliz de que nadie pudiera notarlo.
La puerta se abrió y se cerró; luego se escucharon pasos. Una lata repiqueteó en el piso y alguien maldijo por lo bajo.
—Ey —susurró ese alguien y Mark creyó que era Baxter—. ¿Estás despierto?
—Sí —fue su aturdida respuesta—. Pero de no haber sido así, me habrías despertado. No eres muy bueno para quedarte en silencio.
—Perdón. Me enviaron a buscarte: hay un barco avanzando por Broadway directamente hacia nosotros. Ven a echar un vistazo.
Nunca pensó que llegaría a escuchar esas palabras: una embarcación navegando por una de las calles más famosas del mundo, por donde se suponía que circulaban automóviles. Pero Manhattan se había transformado en una red de ríos y arroyos donde los despiadados rayos del sol se reflejaban constantemente, lanzando destellos espectaculares y cegadores. Era como si el cielo estuviera tanto arriba como abajo.
—¿Hablas en serio? —preguntó finalmente, al darse cuenta de que las novedades lo habían dejado sin habla por unos segundos. Trató de no ilusionarse con la idea de que habían venido a rescatarlos.
—No, lo inventé. Vamos —se burló Baxter.
—Supongo que la radiación ya tiene que haber desaparecido, a menos que la embarcación esté manejada por un par de locos.
Se pasó las manos por la cara y los ojos y salió rápidamente de debajo de la gran mesa. Se estiró y volvió a bostezar para impacientar a Baxter. Pero pronto la curiosidad lo venció.
Salieron al pasillo y una nueva ola de calor y fetidez asaltó sus sentidos. Después de varias semanas, el hedor seguía provocándole arcadas.
—¿Dónde están? —indagó, dando por descontado que Alec y Lana eran los que habían detectado el navío y estaban observándolo en ese preciso instante.
—En el quinto. El olor es mil veces peor allá abajo, pero allí se encuentra la superficie del agua. Hay peces y cadáveres podridos. Espero que no hayas comido recientemente.
Se encogió de hombros: no quería pensar en comida. Ya estaba harto de las golosinas y las papas fritas, algo que nunca había pensado que pudiera ocurrirle.
Se encaminaron hacia la escalinata central y comenzaron a descender los diez niveles que los separaban del quinto piso. Solo el roce y los sonidos de sus pasos quebraban el silencio y Mark descubrió que la excitación que se había apoderado de él era más fuerte que el repugnante olor que aumentaba con el descenso. Había manchas de sangre en los peldaños. Divisó una mata de pelo y una masa de carne en uno de los pasamanos. No podía imaginar el pánico que se habría desencadenado ahí cuando cayeron las llamaradas solares, y lo horrorosas que debieron haber sido las consecuencias. Afortunadamente —para ellos al menos—, a su llegada no quedaba nadie con vida.
Cuando alcanzaron el descanso del quinto piso, Trina los esperaba en la puerta que conducía a las escaleras de emergencia.
—¡Deprisa! —exclamó e hizo un ademán para que la siguieran. Comenzó a trotar y a hablar por encima del hombro a medida que se abrían paso por un largo pasillo hacia los ventanales más alejados—. Es un velero enorme. Debe haber sido fantástico antes de las llamaradas. Ahora parece que tuviera más de cien años. No puedo creer que flote, mucho menos que navegue rápido.
—¿Ya pudieron ver quiénes se encuentran a bordo? —preguntó Mark.
—No. Es obvio que están abajo: en la cabina o en el puente, o como sea que se llame.
Era evidente que ella sabía de barcos tanto como él.
Doblaron un recodo y divisaron a Alec y Lana en una sección donde las ventanas estaban rotas y, en el exterior, el agua cubría las paredes hasta unos treinta centímetros por debajo de ellos. Misty y el Sapo estaban sentados en el piso mirando atentamente hacia afuera. Escuchó el sonido del barco antes de verlo: un ruido de motores ahogados que habían conocido tiempos mejores. Luego la nave destartalada surgió frente a él. Con la popa muy hundida en el agua, pasó resoplando delante de ellos. Tendría unos diez metros de largo y cinco de ancho, con tablas de madera aglomerada y cinta de embalar cubriendo los huecos y las grietas. Al aproximarse, una ventana de vidrio polarizado con una rotura que parecía una tela de araña pareció observarlos como un ojo siniestro.
—¿Saben que estamos aquí? —preguntó Mark, pensando obstinadamente que esa gente venía a rescatarlos. Al menos, a traerles comida y agua—, ¿les hicieron señas?
—No —respondió Alec cortante—. En apariencia, están revisando todos los edificios. Sin duda, para saquearlos. Pero ya nos vieron.
—Solo espero que sean amistosos —susurró Trina, como si no deseara que los extraños la oyeran.
—Si esta gente es buena, yo me hago monje —comentó Alec con voz sepulcral—. Chicos y chicas, manténganse alertas. Yo me encargaré de ellos.
El barco ya estaba muy cerca; los ruidos y el olor a combustible inundaban el aire. Mark distinguió una vaga sombra de dos personas detrás del vidrio oscuro y ambas parecían ser hombres. En realidad, los dos tenían pelo corto.
Los motores del velero se apagaron y la popa comenzó a girar para poder atracar de costado junto al edificio. Alec y Lana dieron un paso atrás; Misty y el Sapo ya se encontraban junto a la ventana más lejana; Trina, Baxter y Mark estaban muy juntos. La tensión era evidente en sus rostros.
Una de las personas del puente salió por una puerta de abajo y apareció en la cubierta. Era un hombre y sostenía con ambas manos una pistola enorme con la boca apuntando a los espectadores que se encontraban en el interior del Edificio Lincoln. Era un tipo muy desagradable, con el pelo grasiento y apelmazado, barba desaliñada —de las que lucen como una erupción de hongos salvajes en el cuello— y anteojos negros. La piel estaba mugrienta y quemada por el sol; la ropa, andrajosa.
Después apareció otra persona y Mark se sorprendió al ver que se trataba de una mujer con la cabeza rapada. Se encargó de asegurar el barco contra la pared mientras su compañero se acercaba a la ventana rota donde se hallaban Alec y Lana.
—Quiero ver todos los brazos en alto —exigió agitando el arma de un lado a otro y deteniéndose brevemente delante de cada uno—. Levanten las manos en el aire. Vamos.
Todos hicieron lo que les ordenaron excepto Alec. Mark esperaba que no hiciera alguna locura y terminaran todos muertos.
—¿Realmente crees que estoy bromeando? —dijo el extraño con voz áspera—. Hazlo ya o morirás.
Alec alzó lentamente las manos.
El hombre de la pistola no pareció satisfecho. Respirando con demasiada dificultad, se quedó mirándolo a través de las gafas oscuras. Luego giró el arma hacia Baxter y disparó tres ráfagas rápidas. Las explosiones sacudieron el aire y Mark retrocedió violentamente hasta chocar contra la pared de un cubículo. Las balas atravesaron el pecho de Baxter, que se derrumbó de espaldas con gran estruendo, rociando el recinto con una bruma roja que se desparramó hacia todos lados. Ni siquiera gritó; la muerte ya se lo había llevado. Su torso era un revoltijo de sangre y piel desgarrada.
El hombre respiró profundamente.
—Supongo que ahora harán lo que les digo.