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Una calma sorprendente se apoderó de él.

¿Acaso no había esperado algo semejante? ¿No había llegado a aceptar que las posibilidades de que no se contagiara la enfermedad eran prácticamente nulas? Era probable que Trina la tuviera y también Lana y Alec. Pero la razón por la cual Deedee parecía ser inmune al virus (había recibido el dardo dos meses atrás) era algo que lo superaba. ¿Y qué era lo que Bruce había dicho? Tenía sentido: cualquiera que se arriesgara a liberar un virus debía tener una manera de protegerse. Tenía que existir un tratamiento, un antídoto. De lo contrario, era incomprensible.

Tal vez —solo tal vez— existiera un rayito de esperanza. Tal vez.

¿Cuántas veces había enfrentado la muerte en el último año? Ya estaba acostumbrado. Lo único que podía hacer era concentrarse en el próximo paso: Trina. Tenía que encontrarla. Aunque solo fuera para morir juntos.

El Berg frenó repentinamente, y se sobresaltó. Luego escuchó el rechinar de poleas y engranajes: la plataforma de aterrizaje por fin se elevaba hacia el cielo. Las luces comenzaron a titilar a medida que las máquinas y los motores se iban calentando.

Con un inesperado ataque de entusiasmo, salió corriendo hacia la puerta de la sala de carga. Si Alec realmente iba a hacer volar a ese gigante, tenía que verlo con sus propios ojos.

Nunca había visto a Alec tan cómodo como ahí en la cabina. Desarrollaba una actividad frenética: oprimía botones, movía interruptores y ajustaba palancas.

—¿Por qué rayos te demoraste tanto? —preguntó sin detenerse a mirarlo.

—Me topé con un ligero problema —lo último que quería hacer era hablar de la pelea—. ¿Estás seguro de que serás capaz de sacarnos de aquí en esta máquina?

—Ya lo creo. Las pilas de combustible tienen la mitad de la carga y luce impecable —señaló las ventanillas que tenía delante; Mark alcanzó a ver una hilera de árboles cercanos al Berg—. Pero es mejor que nos apuremos antes de que esos chiflados se arrojen sobre nosotros y encuentren la forma de entrar.

Avanzó unos pasos para ver mejor. Al inclinarse, divisó un grupo grande de individuos que se había congregado al borde de la base de aterrizaje. Indecisos, agitaban los brazos en evidente estado de nerviosismo. Había un par de hombres muy cerca de la nave ocupados en algo que Mark no alcanzaba a distinguir qué era. Un pensamiento alarmante brotó en su mente.

—¿Y qué ocurre con la escotilla? —indagó—. Tú lograste abrirla desde afuera, ¿verdad?

—Lo primero que hice fue bloquear esa función. No te preocupes —lo tranquilizó mientras seguía manipulando los controles—. Despegaremos esta criatura en un minuto. Sería bueno que depositaras tus huesos en un asiento y te abrocharas el cinturón de seguridad.

—Bueno —repuso. Sin embargo, antes quiso echar otro vistazo al exterior.

Pasó junto a Alec y se dirigió al otro extremo de la hilera de ventanillas. Ese lado enfrentaba la pared del cañón y, antes de mirar hacia abajo, la piedra gris atrapó su atención. Estaba recorriendo con la vista los muros de granito cuando se quedó paralizado al percibir un movimiento al costado de su campo visual: la cabeza de un gigantesco martillo dio una vuelta en el aire y cayó con estrépito sobre el vidrio. Al instante, se formó una telaraña de rajaduras por toda la ventanilla. Alguien se había trepado al flanco del Berg. Retrocedió de un salto mientras Alec emitía un grito de sorpresa.

—¡Apúrate! ¡Tenemos que salir de aquí! —disparó Mark.

—¿Qué crees que estoy haciendo? —exclamó el piloto tratando de darse prisa. Tenía la vista clavada en el panel de control central con el dedo en alto encima de un botón verde.

Desvió la mirada hacia la ventanilla justo en el momento en que el martillo golpeaba por segunda vez y atravesaba el vidrio con un crujido espantoso. Una lluvia de cristales se desparramó sobre los controles, seguida del propio martillo, que rebotó en el panel y fue a dar contra el suelo.

Enseguida, un rostro masculino se asomó por el orificio, y luego las manos y los brazos comenzaron a abrirse paso hacia el interior.

—¡Deshazte de ese hombre! —exclamó Alec mientras presionaba el botón verde y el Berg se levantaba del suelo con una sacudida. El sonido de los propulsores atronó el aire como el rugido de leones hambrientos.

Mark recuperó el equilibrio y se estiró hacia el martillo. Al cerrarse sus dedos sobre el mango, alguien lo tomó del cabello y jaló hacia atrás. El dolor le hizo lanzar un extraño aullido y soltar el arma. Trató de dirigir los puños hacia la mano y el brazo que lo tenían apresado pero, sin dejar de sostenerlo con firmeza, el hombre deslizó el otro brazo alrededor de su cuello y lo arrastró con él.

La cabeza de Mark chocó contra el borde superior del hueco de la ventanilla y se asomó al aire cálido de la mañana. En segundos la mitad de su cuerpo, desde la cintura hacia arriba, se encontraba afuera. Se aferró al marco para no caerse del todo. Lo único que veía eran las copas de los árboles y el cielo azul. Horrorizado, descubrió que el hombre colgaba literalmente de él, aferrándose a su pelo y a su cuello. Por segunda vez en el día, no podía respirar.

El Berg comenzó a ascender hacia el cielo y Mark alcanzó a distinguir fugazmente, a través de la ventanilla, la mirada de asombro de Alec. El viejo desapareció de su vista y la nave quedó sobrevolando a unos diez metros del suelo. El agresor seguía tirando con fuerza de Mark, lo cual no hacía más que acentuar el dolor del cuello y la cabeza. Una especie de graznido ahogado —un sonido que lo asustó más que el dolor— logró escapar de su garganta.

Desde abajo, Alec intentaba atraerlo hacia adentro; desde arriba, el hombre colgaba de él.

Parecía que hubieran colocado su cuerpo en uno de esos aparatos de tortura medievales, que estiraba sus huesos y tendones. Se preguntó si sería posible que se le saliera la cabeza como el corcho de una botella. Al darse cuenta de que Alec lo tenía bien sujeto, se soltó de la ventanilla y comenzó a golpear y arañar los brazos de su captor. El mundo estaba dado vuelta: el suelo del valle parecía un cielo de tierra.

Se deslizó varios centímetros fuera de la ventana y un relámpago de terror lo atravesó como una descarga eléctrica. Algo oscuro cruzó velozmente delante de sus ojos, un bulto negro seguido de una fina vara color café: el martillo. Oyó un golpe horrendo, un crujido y un aullido. Alec había descargado el arma en el rostro del enemigo.

El brazo del agresor resbaló por el cuello de Mark y el hombre se desplomó hacia el suelo.

El muchacho se relajó y comenzó a respirar.

Alec fue atrayendo lentamente su cuerpo hasta que logró pasarlo a través de la ventanilla.

Mark cayó al piso jadeando y se llevó la mano al cuello dolorido.

El viejo sargento lo observó con cuidado. Luego de comprobar que, en apariencia, el joven iba a sobrevivir, regresó a los controles unos segundos después y levantó el Berg hacia el cielo.