Un silencio profundo y desconcertante invadió la sala de carga y la oscuridad se instaló por completo. Unos segundos después, la quietud fue interrumpida por el chirrido de un motor y el Berg avanzó por las vías hacia la cámara central.
Una vez que los ojos de Mark se adaptaron a la oscuridad, se arrastró hasta la pared y se recostó contra ella. Percibió en su interior una sensación que no le agradó.
Colocó los brazos alrededor de las rodillas y sepultó la cabeza entre ellos. No entendía qué le había sucedido. Esas luces danzantes, la bola de fuego de ira, la adrenalina que bombeaba como los pistones de un viejo motor de combustión. Lo había consumido la furia y había perdido el control: había deseado con toda el alma destrozar a su enemigo. Casi se había puesto contento cuando el hombre quedó atrapado por la puerta. Y luego había recuperado la cordura y lo había liberado.
Era como si hubiera perdido…
Cuando comprendió la verdad, alzó la mirada. Por un segundo, realmente había perdido la razón. Por completo. Y solo porque ahora pareciera estar normal, no significaba que no hubiera comenzado. Se fue incorporando lentamente, deslizando la espalda por la pared, hasta que se puso de pie. Le temblaban los brazos y se los frotó con las manos.
El virus. La enfermedad. Eso que atacaba el cerebro humano de la forma en que Anton les había explicado en el dormitorio. Entonces recordó algo más que habían oído allí abajo e, irónicamente, había sido el propio piloto quien lo había mencionado. Una sola palabra.
Mark la llevaba en su interior. Su instinto se lo decía. No era de extrañar que la cabeza le hubiera estado doliendo tanto.
Tenía la Llamarada.