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Antes de que el hombre terminara la frase, Mark se había puesto de pie y Alec se encontraba junto a él.

Cuando observó el auditorio, un bramido siniestro, como un grito de guerra, brotó de la multitud. El grupo ya se había puesto en movimiento y todos saltaban de los asientos, tropezando unos con otros al abalanzarse sobre el pasillo para atrapar a los intrusos.

Salió disparando hacia la salida sin dejar de observar con una extraña mezcla de horror y curiosidad la escena que se desarrollaba abajo. Bruce daba órdenes vociferando, al tiempo que señalaba a Mark y a Alec con el dedo; su rostro pálido estaba ahora rojo de furia. Había algo infantil en sus movimientos, como si fuera un personaje de historieta. El clamor y la urgencia de la muchedumbre también resultaban exagerados; todos parecían estar bajo el efecto de alguna droga. Hombres y mujeres gritando y gruñendo, que actuaban como si su vida dependiera de ser los primeros en llegar hasta los intrusos. Alec logró alcanzar la puerta y se arrojó hacia el pasillo.

Mark frenó de un patinazo y casi se pasa de largo al no poder despegar los ojos de la avalancha de gente. Su rara e inapropiada curiosidad ante esa conducta por fin se desvaneció y fue reemplazada por el horrendo descubrimiento de que iba a ser capturado por segunda vez en pocos días. Los gritos de persecución que surcaron el aire lo asustaron y, con un fugaz vistazo a ambos lados al dejar la sala, distinguió la primera fila de gente que arremetía por el pasillo central del auditorio con los ojos sedientos de sangre.

Al ingresar en el corredor resbaló, pero de inmediato recuperó el equilibrio. Apenas cruzó la puerta, Alec la cerró sin vacilar para ganar unos pocos segundos. A pesar de que la luz era débil, notó que el soldado había olvidado en qué dirección habían venido.

—¡Es por aquí! —gritó Mark, que ya había comenzado la carrera. Escuchó las pisadas de Alec a sus espaldas, hasta que sonó el estruendo de la puerta al volver a abrirse de golpe, seguido del tropel de cuerpos al son de los continuos gritos de guerra.

Corrió a toda velocidad, tratando de no pensar en sus perseguidores ni en lo que les harían si los atrapaban. Bruce había ordenado que los vendaran y amordazaran pero, por la expresión que vio en sus rostros, supo que eso sería solo el principio. Echó una mirada hacia atrás para constatar que Alec no perdiera el ritmo; distinguió al viejo oso agitando los brazos con vigor y pisando con fuerza, y volvió a mirar hacia el frente mientras recorría la suave curva del pasadizo. Se dirigió hacia las escaleras porque no conocía otra forma de ascender.

La adrenalina acribilló su cuerpo y el hambre le atravesó el estómago. No podía recordar cuándo había comido por última vez. Solo esperaba tener la energía suficiente como para escapar a través de los bosques al arribar a la superficie. Cuando la escalera surgió ante su vista, aceleró la marcha. Los gritos de los perseguidores rebotaban por las paredes y rasgaban el espacio del angosto corredor, trayéndole a la memoria el chirrido amortiguado que hacían los trenes subterráneos al aproximarse a la estación.

Llegó a la escalera, y ya se encontraba en el segundo tramo cuando Alec hizo su aparición.

Escuchó la respiración agitada del soldado mezclada con la suya, los duros martillazos de sus pisadas chocando contra los peldaños. En cada curva se aferraba al barandal y lanzaba el cuerpo hacia adelante para caer en el tramo siguiente. Arribaron al final de los tres niveles justo cuando la turba ingresaba en el hueco de la escalera. El eco apagado de sus gritos frenéticos le produjo a Mark escalofríos en la piel húmeda.

Salió al pasillo superior, que continuaba sumido en la oscuridad: algo que podía serles de gran ayuda. Lo asaltó un súbito momento de indecisión y sintió miedo.

—¿Hacia dónde vamos? —le gritó a Alec. Por un lado, pensaba que deberían ocultarse en algún lugar, tal vez en la sala de los generadores. La búsqueda de una salida los exponía a ser detectados y atrapados si no la encontraban rápido; pero, por otro lado, si se escondían no harían más que demorar el momento en que los descubrieran.

En vez de responder, Alec se lanzó hacia la derecha, en dirección a la enorme plataforma giratoria de aterrizaje del Berg. Aliviado de que su amigo hubiera retomado el mando, salió volando tras él.

Atravesaron la oscuridad a una velocidad temeraria. Para no desorientarse, Mark deslizaba la mano por la pared, pero sabía que si se topaba con algo en el piso, estaría perdido. Al pasar por la sala de generadores, la desfalleciente luz roja de la bombilla les brindó un breve descanso a la ininterrumpida boca de lobo por la que venían, y el zumbido de las máquinas los acompañó como el susurro de un enjambre de abejas. Tanto el destello como el ruido se apagaron apenas siguieron de largo. En ese momento, percibió algo que casi lo hizo detenerse: los sonidos de las personas que los perseguían habían cesado por completo, como si nunca hubieran logrado subir las escaleras.

—Alec —murmuró, pero apenas consiguió oír su propia voz entre el ruido de los jadeos y de las pisadas. Entonces lo repitió un poco más fuerte.

Su amigo se detuvo y Mark continuó unos pasos más hasta que logró frenar. Tratando de recuperar el aliento, caminó hacia él, deseando desesperadamente un poco de luz.

—¿Por qué dejaron de perseguirnos? —se preguntó en voz alta.

—No lo sé. Pero deberíamos continuar —señaló tanteando las paredes del corredor—. Tú ve por la derecha y yo me mantendré a la izquierda. Tal vez existe alguna otra salida que ignoramos.

Mark comenzó a investigar. Las paredes eran frías al tacto. Recordó la puerta de antes, con el tenue rectángulo de luz, pero ahora no había ni rastros de ella. Era enloquecedor estar en semejante oscuridad y lo inquietaba mucho no saber qué había ocurrido con sus perseguidores.

Toda la situación le resultaba muy rara.

Alcanzaron el extremo del pasillo, donde la compuerta redonda los condujo otra vez hacia la cámara debajo de la plataforma de aterrizaje del Berg. Oyó que Alec cruzaba la abertura y volvía a aparecer.

—Ahí tampoco se ve nada.

—No hay otro lugar adonde ir —repuso Mark—, entremos y cerremos esa puerta hasta que decidamos qué hacer. Quizá podamos…

Con una señal de silencio, Alec le cortó la frase.

—¿Oíste eso? —susurró.

La sola pregunta lo hizo estremecer. Se quedó inmóvil y contuvo la respiración. Al principio, no escuchó nada. Unos segundos después, percibió un murmullo débil pero persistente que se acercaba por el pasillo. Lo que resultaba extraño era que el sonido parecía estar jugando con ellos: primero se escuchaba cerca y luego se alejaba. De pronto, lo asaltó la sensación de que no estaban solos.

El terror tensó sus nervios. Creyendo que era la única salvación, se movió para sujetar a Alec y empujarlo a través de la abertura. Meterse allí adentro, cerrar esa puerta y darle un giro al volante le pareció lo más indicado. Pero apenas había dado un paso adelante, cuando sonó un clic seguido del haz de luz cegador de una linterna que apuntaba directamente sobre ellos dos. El que la sostenía se encontraba a unos pocos metros de distancia.

—Todavía no les hemos dicho que podían marcharse —dijo una mujer.