Se despertó en medio de la oscuridad, cubierto de sudor.
Su cuerpo estaba rígido. Se movió para acomodarse y el catre crujió. Quería encontrar una posición en la cual no le dolieran los músculos. Escuchó los sonoros ronquidos de Alec y Anton.
Era obvio que el viejo oso no había aguantado mucho tiempo despierto.
Finalmente, se colocó boca arriba, sobre la espalda. El sueño ya se había esfumado y no había nada que hacer, salvo esperar que su amigo despertara. Lo dejaría descansar todo el tiempo que fuera posible: necesitaban recuperar energía.
El sueño le había parecido tan vivido, tan real. Su corazón seguía latiendo desbocado por la intensidad de la experiencia, como si la hubiera revivido de verdad. Podía sentir el gusto repugnante del agua, el ardor en la piel. Recordaba el ascenso extenuante por esas escaleras interminables, las vueltas, el frenético ir y venir. Con las fuerzas agotadas y el cuerpo quemado, no sabía cómo había podido mantener el ritmo de los demás. Pero fueron subiendo la escalera mientras el nivel del agua crecía debajo de ellos. Nunca olvidaría lo que sintió al echar un vistazo por encima del barandal y pensar que su vida podría haber concluido debajo de ese líquido turbio y mugriento que ascendía lentamente.
Ese día, Alec los había salvado. Durante las dos semanas siguientes que permanecieron dentro de ese rascacielos, comprendieron que todavía no podían salir a buscar a sus seres queridos. El fuego, la radiación y la crecida del agua eran demasiado. Ese fue el momento en que la esperanza de hallar alguna vez a su familia comenzó a desvanecerse de verdad.
El Edificio Lincoln: un lugar que había alojado muchas de sus propias pesadillas. Habían permanecido muy cerca del centro del rascacielos, en los pasillos de la estructura para protegerse de la radiación despiadada del sol. A pesar de eso, los primeros meses todos habían estado un poco enfermos.
Se oyó un gruñido que provenía del catre de Alec y aquellos pensamientos se alejaron flotando hacia el fondo de su mente, donde se ocultarían para atormentarlo más tarde. Pero esa sensación de terror que había experimentado en los últimos instantes dentro de los túneles subterráneos se negaba a marcharse y seguía merodeando como el humo de un incendio ya extinguido.
—Maldición —exclamó Alec.
Mark se apoyó sobre el codo y echó una mirada hacia donde se hallaba su amigo.
—¿Qué?
—Yo no quería quedarme dormido. Qué buen soldado soy. Y dejé la maldita luz encendida. Vamos a tener que olvidarnos de ella.
—De todas maneras, la batería ya debía estar casi agotada —dijo Mark, aunque en verdad hubiera dado cualquier cosa en ese instante por cinco minutos más del resplandor de esa tableta.
Con un gruñido, Alec se levantó del catre entre crujidos.
—Tenemos que encontrar a los compañeros de este tipo. Dijo que se habían reunido en las profundidades de la fortaleza. Por lo tanto, debemos buscar escaleras.
—¿Qué hacemos con él? —dijo Mark apuntando a Anton sin recordar que Alec no podía verlo en la oscuridad.
—Déjalo dormir, así olvidará sus penas. Vamos.
Mark se tomó unos segundos para orientarse, luego se puso de pie y fue tanteando el catre hasta llegar al centro de la habitación.
—¿Cuánto tiempo crees que dormimos?
—Ni idea. Tal vez dos horas.
Dedicaron algunos minutos a atravesar el recinto y salir al pasillo. La luz que había sobre la puerta todavía chisporroteaba levemente, pero era muy tenue. Al rato encontraron las escaleras que Alec estaba buscando. A pesar de que la visión era brumosa —solo líneas y bordes de sombras que descendían en las tinieblas—, le trajo a Mark el recuerdo de la inundación y su alocada subida por las escaleras del rascacielos. Aquel día habían estado tan cerca del fin… Si hubiera sabido todo lo que vendría después, ¿habría luchado con tanta desesperación por sobrevivir?
Sí, se dijo a sí mismo. Lo habría hecho igual. Y ahora encontraría a Trina y saldría del agua caliente otra vez. Casi se echó a reír de su propio chiste.
—Hagámoslo de una vez —susurró Alec y comenzó a bajar los peldaños.
Decidido a dejar el pasado atrás, Mark lo siguió. Si quería superar ese momento, tenía que concentrarse en el futuro.
La escalera solo descendía tres niveles y tenía una sola puerta, que se encontraba al final.
La empujaron y salieron a otro pasillo. Por fin habían llegado a la sección del búnker que utilizaba los potentes generadores de arriba: una hilera de luces en el techo iluminaba el pasadizo. A diferencia del anterior, éste era curvo.
Le lanzó una mirada a Alec y ambos avanzaron por el corredor. Había varias puertas, pero el sargento propuso que recorrieran primero todo el pasillo y después intentaran abrirlas. Se deslizaron lo más silenciosamente que pudieron, y pronto comprendieron que el corredor era una gigantesca medialuna.
Habían atravesado la mitad del trecho que podían distinguir, cuando oyeron voces y enseguida vieron de dónde venían. Más adelante, a la izquierda, había una puerta de doble hoja y una de ellas se hallaba totalmente abierta. Los sonidos provenían del interior. Se estaba llevando a cabo algún tipo de encuentro con hombres y mujeres que hablaban todos al mismo tiempo, lo cual hacía imposible entender lo que decían. Esa tenía que ser la reunión de los compañeros de trabajo que Anton había mencionado.
Al acercarse al recinto, Alec disminuyó el paso y caminó un poco más hasta apoyar la espalda contra la puerta cerrada. Después se volvió hacia Mark, levantó los hombros como diciendo ahora o nunca y estiró el cuello para echar un vistazo. Mark contuvo la respiración: sabía muy bien que no tenían armas.
Alec retiró la cabeza y se aproximó a su amigo.
—Es un auditorio bastante grande. Como para doscientas personas. Están todos abajo, mirando a un tipo que se encuentra en el escenario.
—¿Cuántos son?
—Por lo menos cuarenta. Quizá cincuenta. Por ahora, ni rastros de nuestras amigas.
Parecen estar discutiendo sobre algo, pero no logro entender lo que dicen.
—¿Y qué hacemos? —inquirió Mark—, ¿seguimos adelante? Este corredor no puede ser mucho más largo.
—Si nos ponemos en cuatro patas, podemos entrar y ubicarnos en el fondo, en un rincón de la derecha. Creo que es importante que escuchemos lo que están diciendo.
Mark estuvo de acuerdo. No sabían quiénes eran esas personas ni qué estaban tramando, pero parecía la única forma de averiguarlo. Al menos, la más segura.
—Está bien.
Se agacharon y se prepararon para entrar, Alec adelante y Mark detrás. Después de espiar por el borde de la puerta, el soldado entró gateando rápidamente en la enorme sala. Mark lo siguió y, al ingresar en el gran auditorio, se sintió casi desnudo. No había nadie cerca del fondo: las voces venían de abajo y sonaban muy lejanas. A juzgar por el hecho de que hablaban todos al unísono, no parecían estar preocupados por los intrusos.
Alec se arrastró a lo largo de la última fila con el cuerpo pegado al plástico negro de las sillas, hasta que llegó al lado derecho, el más alejado del recinto, que estaba envuelto en sombras.
Se detuvo, se acomodó entre la última silla y la pared, y cruzó las piernas. Mark se sentó pegado a él. Estaba incómodo pero era la única forma de mantenerse oculto.
Alec se estiró hacia arriba, espió por encima de la silla que tenían delante y volvió a esconder la cabeza inmediatamente.
—No pude ver mucho. Da la impresión de que están esperando el comienzo de algo. O tal vez se están tomando un descanso. No sé.
Mark cerró los ojos e inclinó la cabeza contra la pared. Permanecieron sentados ahí no menos de diez atroces minutos sin notar ningún cambio: solo el zumbido de conversaciones superpuestas. De improviso, un movimiento vertiginoso en el pasillo le hizo contener el aliento. Un hombre entró como un relámpago en el auditorio y caminó hacia el frente. Mark soltó un suspiro de alivio al comprobar que no había notado su presencia.
La multitud se quedó muda e inmóvil; en el recinto cayó un silencio estremecedor. Se pudieron escuchar claramente los pasos del desconocido al llegar al frente y trepar unos escalones hasta el escenario.
—Yo te relevo, Stanley —dijo una voz profunda. Pese a que el hombre había hablado con suavidad, gracias a la acústica su voz resonó como un eco por toda la sala.
—Gracias, Bruce —respondió Stanley, un hombre de voz mucho más aguda—. Escuchen con mucha atención.
Oyeron los pasos de alguien que descendía los escalones y el crujido de la silla cuando ocupó el asiento. Cuando se hizo nuevamente silencio, el recién llegado se dirigió al auditorio.
—Comencemos de una vez. No falta mucho para que todos perdamos la razón.