33

Mark tenía tantas preguntas que no sabía por dónde empezar.

—¿Qué quiere decir? —preguntó—. ¿A quién entregó? ¿Qué puede contarnos acerca de este lugar? ¿Qué sabe del virus? ¿Vio a dos mujeres con una niñita? Tal vez las atraparon afuera —hizo una pausa para tragar el nudo del tamaño de una pelota de golf que se le había formado en la garganta, y continuó más despacio—. Mi amiga se llama Trina. Tiene el pelo rubio, es de mi edad. Había otra mujer y una niña. ¿Sabe algo de ellas?

El hombre volvió a bajar la vista hacia el suelo y suspiró con esfuerzo.

—Demasiadas preguntas.

Mark estaba tan frustrado que tuvo que tomarse unos segundos para recuperar la compostura. Respiró profundamente y después fue a sentarse en el catre frente al extraño de la voz rasposa. Quizá el hombre estaba loco y bombardearlo con preguntas no era el método más apropiado. Un poco asombrado ante el repentino arrebato de Mark, Alec se acercó y se ubicó en la litera junto a él. Apoyó la luz en el suelo para que el resplandor apuntara hacia arriba y eso les confirió a todos ese aspecto ligeramente monstruoso que se logra al colocar una linterna debajo del mentón.

—¿Qué puede decirnos? —preguntó Alec en su tono más amable. Era obvio que había llegado a la misma conclusión que Mark: ese tipo estaba muy nervioso y había que tratarlo con cuidado—. ¿Qué pasó aquí? Todas las luces están apagadas, no hay nadie. ¿Dónde está todo el mundo?

El hombre profirió un gemido como única respuesta y luego se cubrió la cara con las manos.

Alec y Mark intercambiaron una mirada.

—Déjame intentar otra vez —dijo Mark y se inclinó hacia adelante mientras se deslizaba hasta el borde del catre y apoyaba los antebrazos en las rodillas—. Escúchame, viejo, ¿cómo te llamas?

El extraño dejó caer las manos y, aun con la luz tenue, Mark alcanzó a ver que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Cómo me llamo? ¿Quieres saber cuál es mi nombre?

—Sí, quiero saber tu nombre. Nuestras vidas son tan espantosas como la tuya, te lo aseguro. Yo soy Mark y este es mi amigo Alec. Puedes confiar en nosotros.

Emitió unos sonidos ahogados y después tuvo un corto y ruidoso ataque de tos. Finalmente, habló:

—Me llamo Anton, aunque no creo que eso tenga ninguna importancia.

Mark temía seguir adelante. El desconocido podía saber las respuestas de muchas preguntas y no quería arruinar esa oportunidad.

—Escucha… venimos de uno de los asentamientos. Tres compañeras fueron atrapadas en el cañón que se encuentra arriba de este sitio. Creemos que nuestra aldea fue atacada por alguien que vino de aquí. Solo deseamos… entender lo que está sucediendo y rescatar a nuestras amigas. Eso es todo.

Percibió que Alec estaba por decir algo y le lanzó una mirada tajante para que se quedara callado.

—¿Hay algo que nos puedas decir? Como… ¿qué es este lugar? ¿Qué está sucediendo allá afuera con los Bergs y los dardos y el virus? ¿Qué pasó acá? Lo que sea.

De repente, Mark se sintió agobiado por una pesada fatiga, pero se obligó a concentrarse en el hombre que tenía enfrente, a la espera de respuestas.

Anton respiró hondo y dejó caer una lágrima.

—Hace dos meses elegimos un asentamiento —dijo por fin—. Como una prueba. Aunque los resultados desastrosos no cambiaron en absoluto el plan general, la chica cambió todo para mí. Hubo tantos muertos… y fue justamente alguien que conservó la vida quien me hizo comprender las cosas horrendas que habíamos hecho. Yo no quise que hoy la devolvieran a su gente. Ahí fue cuando confirmé que todo ha terminado para mí.

Deedee, pensó Mark. Tenía que estar hablando de ella. Pero ¿qué les había pasado a Trina y a Lana?

—Cuéntanos qué sucedió. Desde el principio —lo instó. Cada segundo que pasaba, se sentía más culpable de no estar buscando activamente a sus amigas. Pero para encontrarlas necesitaban información.

Anton comenzó a hablar en un tono más bien distante.

—En Alaska, los miembros de la Coalición Post Catástrofe querían algo que se propagara rápido, que matara rápido. Era un virus que unos monstruos habían desarrollado en las buenas épocas, antes de que las llamaradas quemaran todo. Dijeron que paralizaba la mente, que provocaba comas instantáneos e inutilizaba el cuerpo, causando hemorragias masivas que diseminaban la enfermedad entre los que se encontraran cerca. La transmisión es por la sangre pero, en las condiciones apropiadas, también se propaga por el aire. Era una buena manera de erradicar los asentamientos, donde estaban forzados a vivir muy cerca unos de otros.

Las palabras brotaban de su boca sin detenerse ni cambiar el tono. La mente de Mark se estaba adormeciendo por el cansancio y le resultaba difícil seguir los detalles. Sabía que lo que escuchaba era importante, pero la información no concordaba totalmente. ¿Cuánto tiempo llevaba despierto? ¿Veinticuatro horas? ¿Treinta y seis? ¿Cuarenta y ocho?

—… Antes de que ellos se dieran cuenta de que habían cometido una terrible equivocación.

Sacudió la cabeza con pesar: se había perdido parte de lo que Anton estaba diciendo.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué equivocación cometieron?

El extraño tosió, luego se sonó la nariz y se pasó la mano por el rostro.

—El virus. Está todo mal. Durante los dos últimos meses, a pesar de que no funcionó bien en los individuos utilizados como prueba, igual siguieron adelante con el plan, con la excusa de que se estaban agotando los escasos recursos del planeta. Lo que hicieron fue aumentar la dosis. Esos bastardos están tratando de aniquilar a la mitad de la población. ¡La mitad de la población!

—¿Y qué pasó con la niñita? —preguntó casi a gritos—. ¿Había dos mujeres con ella?

Anton no pareció escuchar ninguna de las palabras de Mark o Alec.

—Dijeron que se ocuparían de nosotros una vez que la tarea se hubiera realizado. Que nos llevarían a todos de regreso a Alaska y nos darían casa, protección y comida. Debíamos dejar que muriera la mitad de la población mundial y comenzar de cero. Pero hicieron las cosas mal, ¿no es cierto? Esa niña sobrevivió a pesar de haber recibido el disparo de un dardo. Y hay más. El virus no es lo que ellos pensaban. Es verdad que se propaga como la pólvora, pero lamentablemente hace lo que le da la gana.

Lanzó algo que se asemejaba vagamente a una risita sarcástica, que pronto se convirtió en una tos seca. A continuación, comenzó a sollozar copiosamente. Unos segundos después se tumbó de costado, levantó las piernas, las apoyó en el catre y se acurrucó en posición fetal, con los hombros temblorosos por el llanto.

—Yo estoy enfermo —afirmó en medio de los sollozos—. Estoy seguro. Todos lo estamos. Ustedes también. Amigos míos, no tengan la menor duda. Se han contagiado del virus. Yo les dije a mis compañeros que no quería tener nada que ver con ellos. Nunca más. Me dejaron aquí solo y estoy perfectamente bien.

Mark sintió que estaba contemplando toda la escena a través de una nebulosa. Como no podía concentrarse, hizo un esfuerzo para salir del sopor.

—¿Tienes alguna idea de dónde podrían estar nuestras amigas? —preguntó con más calma—. ¿Dónde se hallan tus compañeros?

—Están todos abajo —susurró Anton—. No podía soportarlo más. Vine aquí arriba para morir o enloquecer. Supongo que ambas cosas. Estoy contento de que me hayan permitido venir.

—¿Abajo? —repitió Alec.

—Más abajo aún, en el búnker —respondió. Su voz se fue acallando y el llanto amainó—. Están aquí abajo, planificando. Piensan iniciar un levantamiento en Asheville para hacerles saber que no estamos contentos con el modo en que ocurrieron las cosas. Quieren ir hasta Alaska.

Mark echó una mirada a Alec, que observaba atentamente a Anton.

—¿Un levantamiento? —preguntó—. ¿Y por qué en Asheville? ¿Y quién es esa gente?

—Asheville es el último refugio del Este —respondió; sus palabras eran apenas perceptibles, solo chirridos ásperos y débiles—. Aunque los muros de la ciudad estén en ruinas. Y ellos son mis compañeros de trabajo, todos contratados por la CPC: la todopoderosa Coalición Post Catástrofe. Mis estimados socios quieren derribar a sus jefes antes de retirarse. Antes de dirigirse a Alaska a través de la Trans-Plana.

—Anton —dijo Alec—, escúchame. ¿Hay alguna otra persona con la que podamos hablar? ¿Y cómo podemos averiguar acerca de la gente a la que estamos buscando? La niña y dos mujeres más.

El hombre tosió y su voz sonó un poco más vital.

—Las personas con quienes yo trabajaba ya comenzaron a enloquecer. ¿Entienden? No están bien. Van a pasarse horas allá abajo haciendo planes y maquinaciones Van a ir a Asheville y, si es necesario, reunirán un ejército por el camino. Ah, allá están hablando de un antídoto. Pero eso son puras tonterías. Al final, lo que mi gente va a hacer es asegurarse de que otros no tengan lo que a ellos les arrebataron: la vida. Y ustedes saben lo que van a hacer después de eso, ¿no es cierto?

—¿Qué? —exclamaron los dos al mismo tiempo.

Anton se irguió y se afirmó sobre el codo. El ángulo de luz del dispositivo dejaba la mitad de su rostro en sombras y la otra mitad bañada por ese pálido resplandor azul. En la parte iluminada, una chispa pareció encenderse dentro de la pupila.

—Van a dirigirse a Alaska a través de esa Trans-Plana que está en Asheville —dijo el hombre—. Irán al lugar donde se reunieron los gobiernos, para asegurarse de que el mundo se acabe, aunque ese no sea su objetivo. Seguirán hablando de encontrar un antídoto y derrocar al gobierno provisional. Pero lo que realmente piensan hacer es esparcir el virus de una vez por todas. Van a terminar lo que las llamaradas solares iniciaron. Son todos unos idiotas, del primero al último.

Anton se derrumbó en el catre y unos segundos después sus ronquidos resonaban en la habitación.