No habían logrado escuchar demasiado, pero a Mark no le gustaron nada las pocas palabras que habían pronunciado los dos desconocidos.
—La Llamarada. El tipo dijo que ese es el nombre que le han puesto al virus.
—Sí —masculló Alec y volvió a encender el dispositivo. El resplandor iluminó su rostro: parecía el de un hombre que no había sonreído en toda su vida, nada más que pliegues y arrugas—. Eso no es bueno. Si ya tiene un sobrenombre, significa que es algo muy importante, de lo cual se está hablando mucho. No me gusta nada.
—Tenemos que averiguar qué pasó. Esas personas que bailaban alrededor del fuego fueron atacadas mucho antes que nosotros. Tal vez el asentamiento donde vivían fue una especie de proyecto de prueba.
—Entonces tenemos dos objetivos: uno, encontrar a Lana, Trina y a esa adorable mocosita.
Dos, averiguar qué está sucediendo aquí.
—Es hora de ponernos en movimiento —exclamó Mark, que estaba completamente de acuerdo.
Alec apagó la luz del aparato y el hall quedó envuelto en sombras.
—Desliza la mano por la pared —le susurró—. Y trata de no tropezar conmigo.
Comenzaron a caminar por el pasadizo. Mark andaba con paso liviano y respiraba suavemente. El volumen del zumbido de maquinaria distante había aumentado y podía sentir la vibración en la pared mientras sus dedos trazaban una línea invisible sobre la superficie fría. De pronto, un pequeño rectángulo de luz les indicó la puerta a través de la cual habían pasado los dos extraños. Alec vaciló unos segundos y luego siguió de largo con rapidez y de puntillas: el movimiento menos militar que su joven amigo le había visto hacer.
Mark decidió ser un poco más valiente. Se detuvo delante de la puerta, se inclinó y apoyó el oído.
—No es una buena idea —susurró Alec con voz severa.
Concentrado en las voces, no le respondió. Las palabras brotaban poco claras, pero se trataba de una conversación acalorada.
—Vámonos de una vez —dijo Alec—. Quiero explorar antes de que alguien nos encierre en un calabozo y arroje la llave.
Mark abandonó la puerta y volvió a ubicarse junto a la pared opuesta, con la mano apoyada sobre la superficie. Al alejarse de la luz mortecina que brotaba de los bordes de la abertura, reanudaron el recorrido en la oscuridad. El pasillo se extendía delante de ellos en medio del silencio solo interrumpido por el estruendo de la maquinaria. No supo el momento exacto en que ocurrió, pero descubrió que podía ver otra vez. Había un destello rojo y brumoso en el aire que le daba a Alec una apariencia diabólica. Mark alzó la mano y movió los dedos: parecían estar cubiertos de sangre. Supuso que Alec también lo había notado, de modo que no dijo nada y continuó la marcha.
Finalmente se toparon con una gran puerta entreabierta en la pared izquierda. Encima de ella colgaba una lamparilla roja encerrada en una jaula de alambre. Alec se detuvo y se quedó mirando hacia adelante como esperando que apareciera alguien a explicarle qué había en el interior. Los zumbidos y chirridos de maquinaria habían aumentado de tal manera que tuvieron que elevar la voz para escucharse.
—Supongo que eso responde la pregunta sobre los generadores —comentó Mark. El dolor de cabeza que sentía detrás de los ojos era cada vez más intenso y se dio cuenta de lo agotado que se encontraba. Habían estado despiertos toda la noche y ya llevaban medio día de marcha—. Quizás estén ahí. Abre esa estúpida puerta de una vez.
—Calma, muchacho. Cautela —aconsejó Alec—. Un soldado apurado es un soldado muerto.
—Un soldado lento significa que nuestras tres compañeras podrían estar muertas.
En vez de responder, Alec se estiró y abrió la puerta. Los sonidos de maquinaria se elevaron un poco y una ola de calor brotó del interior junto con olor a combustible quemándose.
—Viejo —exclamó Alec—, había olvidado lo mal que olía eso —cerró la puerta con cuidado—. Espero que encontremos pronto algo útil.
Unos veinte metros adelante vieron otra puerta, tres más a continuación y, por último, se enfrentaron con una al final del pasillo. Todas estaban abiertas unos ocho centímetros e iluminadas por una bombilla encerrada en una jaula de alambre, como en la sala del generador. La diferencia radicaba en que estas luces eran amarillas y apenas funcionaban.
—Hay algo un poco siniestro en esto de que las puertas estén abiertas —murmuró Mark—. Y está muy oscuro dentro de las habitaciones.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alec—. ¿Prefieres dar media vuelta y volver a casa?
—No. Solo digo que tú deberías entrar primero.
Riendo entre dientes, Alec estiró el pie y abrió ligeramente la primera puerta, que giró hacia adentro con un crujido metálico mientras una tenue luz amarilla se derramaba en el interior. La puerta se detuvo con un golpe suave y todo siguió en silencio.
El soldado dio un resoplido y, en vez de entrar, enfiló hacia la siguiente habitación. Le dio una leve patada a la puerta con un resultado similar: silencio, penumbra y vacío. Repitió la operación con la siguiente y luego con la última que se hallaba en el extremo del corredor: nada.
—Supongo que es mejor que entremos —dijo. Volteó hacia Mark e inclinó la cabeza hacia un costado, clara indicación de que debía seguirlo. Mark se acercó con rapidez, listo para cumplir la orden.
El sargento tanteó alrededor del marco de la puerta en busca de un interruptor, que no encontró, y luego entró, seguido de su joven amigo. Permanecieron inmóviles unos segundos esperando que sus ojos se adaptaran a la oscuridad.
Con un suspiro, Alec volvió a sacar la tableta.
—¿Para qué sirven los generadores si no hay ninguna luz encendida? Esto no va a funcionar por mucho tiempo más —advirtió y encendió el dispositivo.
La pantalla proyectó un siniestro fulgor azul a través del recinto —más grande de lo que Mark hubiera imaginado—, que reveló dos largas filas de diez literas alineadas en ambas paredes.
Todas estaban vacías, salvo una casi en el extremo, donde una silueta desgarbada se sentaba de espaldas a ellos. Los hombros caídos daban la impresión de pertenecer a un hombre mayor. Al verlo, Mark sintió escalofríos. La luz mortecina, la habitación casi vacía, el silencio opresivo… tuvo la sensación de que tenía ante sí la espalda de un fantasma que estaba por anunciarles su destino fatal. La persona no se movió ni hizo ruido alguno.
—Hola —exclamó Alec; su voz retumbó en el silencio.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Mark, sorprendido.
El rostro de Alec estaba oculto en las sombras, ya que la luz apuntaba hacia el fondo de la sala.
—Tratando de ser amable —susurró—. Le voy a hacer algunas preguntas —y luego habló en voz más alta—, ¿hola? ¿Podría ayudarnos?
La respuesta fue un balbuceo grave y ronco: como Mark pensaba que debía sonar un anciano en su lecho de muerte. Las palabras no fueron más que un embrollo de sílabas confusas.
—¿Perdón?
El hombre no se movió ni contestó. Permaneció sentado, con la mirada perdida, como si fuera solo un bulto: la cabeza agachada, los hombros caídos.
Repentinamente, Mark sintió que tenía que saber lo que el extraño había dicho. Ignorando las protestas de Alec, echó a andar entre los catres. Escuchó que su amigo se apresuraba para alcanzarlo mientras la luz del dispositivo se mecía de un lado a otro, proyectando sombras extrañas en las paredes.
Cuando se acercó al cuerpo inmóvil, sintió un cosquilleo helado en la piel. El extraño tenía la espalda ancha y el pecho macizo, pero su porte le daba un aspecto frágil y patético. Se mantuvo a cierta distancia y contempló el rostro cabizbajo oculto en la penumbra.
—Perdón, ¿podría repetir lo que dijo? —le pidió. Alec se colocó a su lado y proyectó la luz sobre el desconocido, que se hallaba visiblemente deprimido. Estaba sentado hacia adelante con los codos sobre las rodillas y las manos apretadas. Parecía como si su cara fuera a derretirse y chorrear por el suelo.
El hombre alzó lentamente la vista y los miró, con la cabeza colgando del cuello como una máquina herrumbrada. Su rostro estaba más arrugado y serio de lo que debería. Los ojos eran dos cavernas oscuras que la luz de Alec no lograban penetrar.
—Yo no quise entregarla —dijo con voz rasposa—. Dios mío, no quise hacerlo. No a esos salvajes.