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Les tomó unos segundos desenganchar los brazos y las piernas. Alec emitió todo tipo de maldiciones y gruñidos hasta que vio que Mark resbalaba por el borde y lo ayudó a subir. De inmediato reanudó las maldiciones. Finalmente, se levantaron y se acomodaron la ropa. Un ruido estrepitoso atravesó el recinto cuando el mecanismo que estaba sobre ellos se cerró de golpe y la oscuridad más completa los envolvió.

—Genial —masculló Alec—. No puedo ver nada.

—Saca la tableta —sugirió Mark—. Ya sé que la batería está casi agotada, pero no tenemos alternativa.

Después de un resoplido de aprobación y algunos chasquidos, el lugar se iluminó con el resplandor de la pantalla del dispositivo. Por un segundo, Mark volvió a los túneles de Nueva York y se vio corriendo con Trina, alumbrados por el destello de su teléfono. Los recuerdos lo sumergieron en el horror de aquel día hasta ahogarlo, pero él los apartó. De todas maneras, tenía el presentimiento de que los próximos dos días habrían de proporcionarle nuevos recuerdos. Con un suspiro, se preguntó si alguna vez volvería a dormir bien.

—Un segundo antes de lanzarme vi un Berg que aterrizaba —comentó retornando al presente y a la tarea que tenían entre manos—. Por lo tanto, sabemos que tenían por lo menos dos antes de que estrelláramos uno de ellos.

Alec recorría el lugar haciendo brillar la luz hacia todos lados.

—Sí, escuché el ruido de los propulsores. Supongo que la plataforma de aterrizaje se hunde acá abajo y el Berg descarga; luego vuelve a levantarse y rota otra vez. Será mejor que nos apuremos antes de que tengamos compañía que no deseamos.

El sargento sostuvo en alto la luz para iluminar las entradas a dos cámaras situadas en lados opuestos del recinto en que se hallaban. Las ranuras del piso mostraban el lugar por donde sacaban a los Bergs de la plataforma de aterrizaje una vez que se encontraban bajo tierra. Ambos espacios eran vastos y oscuros, y estaban vacíos.

La pasarela que rodeaba la fosa de la cámara central tenía poco más de un metro de ancho, y mientras avanzaban lentamente no dejaba de crujir. La estructura era firme pero el corazón de Mark no se calmó hasta que la atravesó por completo. Con un suspiro de alivio, caminó hacia una puerta redonda que tenía un volante en el centro, como los de las compuertas de los submarinos.

—Este lugar se construyó hace muchísimo tiempo —explicó Alec mientras le entregaba el dispositivo—. Probablemente para proteger a los funcionarios del gobierno en caso de una catástrofe mundial. Es una pena que ninguno haya logrado llegar hasta aquí: estoy seguro de que la mayoría de ellos quedaron carbonizados como todos los demás.

—Genial —exclamó Mark alzando la luz para examinar la puerta—, ¿crees que esté cerrada?

Alec ya se había adelantado y sujetaba la rueda con ambas manos, como si no fuera a ceder. Pero al hacer fuerza, el volante dio media vuelta con facilidad y él salió despedido hacia un costado y chocó contra Mark. Ambos se desplomaron sobre la pasarela, uno encima del otro.

—Muchacho, hoy he estado más cerca de ti de lo que esperaba estar en toda mi vida. Ten cuidado de no caerte del borde: necesito tu ayuda.

Riéndose, Mark se puso de pie y se apoyó en la panza de Alec un poco más de lo necesario.

—Es una verdadera lástima que no hayas tenido hijos, viejo. Habrías sido un abuelo genial.

—No lo dudo —gruñó mientras se ponía de pie—. Habría sido muy gracioso imaginarlos muriendo carbonizados cuando llegaron las llamaradas.

Eso destrozó el buen humor en un instante. Al pensar en sus padres y en Madison, a Mark lo embargó la tristeza. Aunque nunca sabría con certeza qué había sido de ellos, su mente poseía un don especial para imaginar lo peor y Alec lo percibió.

—Demonios, lo siento mucho —se disculpó. Estiró la mano y le apretó el hombro—. Muchacho, con toda la sinceridad que un viejo buitre como yo puede demostrar, te digo que lamento lo que acabo de decir. Imagino lo que debes haber sufrido ese día y no me gustaría estar en tu lugar. Mi familia era el trabajo, y sé que no es lo mismo.

Nunca lo había escuchado decir nada semejante.

—Está bien. En serio. Gracias —luego hizo una pausa—. Abuelo.

Con un guiño de complicidad, Alec se acercó otra vez al volante y lo hizo girar levemente, hasta que se oyó un sonoro clic. Al abrirla, la placa de metal pegó contra la pared. Del otro lado no había más que oscuridad y un zumbido distante, como de maquinaria.

—¿Qué es eso? —susurró Mark—, parece una fábrica —y apuntó la luz a través de la puerta, revelando un largo pasillo que se perdía en las tinieblas.

—Tiene que ser un generador.

—Supongo que resultaría imposible vivir aquí abajo si no tuvieran al menos algo de electricidad. De otra manera, esto no podría funcionar.

—Exactamente. Hemos estado viviendo tanto tiempo en campamentos en medio de la naturaleza… Esto me trae recuerdos…

—Bergs, generadores… ¿crees que tendrán una tonelada de combustible almacenada aquí o lo traerán de otro lugar?

Alec meditó unos segundos.

—Bueno, ya ha pasado un año y se necesita mucho combustible para mantener esos Bergs en el aire. Yo diría que lo traen hasta acá.

—¿Seguimos adelante? —preguntó Mark, aunque la respuesta era obvia.

—Cómo no.

Ingresó en el pasillo en primer lugar y luego esperó a que Alec se uniera a él.

—¿Qué hacemos si alguien nos ve? —inquirió con un murmullo, pero su voz sonó con fuerza en ese espacio tan reducido—. En este momento, una o dos armas no nos vendrían nada mal.

—Te entiendo. Mira, no tenemos muchas opciones ni mucho que perder. Sigamos caminando e improvisemos sobre la marcha.

Empezaban a recorrer el pasadizo cuando un ruido metálico resonó a sus espaldas, seguido de chirridos de engranajes. Mark no necesitó mirar para darse cuenta de que la plataforma de aterrizaje —posiblemente con un Berg posado encima— había comenzado a hundirse bajo la tierra.

Alec actuó con mucha más calma que la que Mark sentía. Tuvo que acercarse a él para que pudiera escucharlo por encima del estruendo.

—Esperemos hasta ver a qué cámara se dirige y luego nos ocultamos en la otra. Es mejor que no nos encuentren en este pasillo.

—Bueno —dijo Mark. El corazón le latía deprisa y tenía los nervios de punta. Apagó el dispositivo: con toda la luz que entraba de afuera, ya no lo necesitaban. Volvieron atrás, cruzaron la puerta y la cerraron. Luego, se agazaparon en la penumbra de la pasarela mientras descendía la enorme nave. Por suerte, la cabina se encontraba del otro lado, de modo que era bastante difícil que los descubrieran. Una vez que llegó hasta el fondo, se escucharon más chirridos metálicos y la máquina comenzó a moverse sobre las guías hacia la cámara de la derecha. Alec y Mark corrieron a la opuesta y se escondieron en la oscuridad.

La espera resultó una agonía, pero finalmente el Berg se detuvo. De inmediato, la colosal plataforma de aterrizaje comenzó a elevarse nuevamente, en forma lenta pero constante. Los tripulantes de la nave ya habían desembarcado, porque Mark había escuchado voces débiles por encima de los ruidos y luego el sonido de la compuerta que se abría.

—Vamos —le susurró Alec al oído—. Sigámoslos.

Se deslizaron fuera de la habitación y se escabulleron por la pasarela. Como los pasajeros del Berg habían dejado la puerta de salida entreabierta, Alec se apoyó junto a ella y se inclinó para escuchar. Luego echó un vistazo. Convencido de que estaban fuera de peligro, le hizo una señal a su amigo e ingresó nuevamente en el pasillo. Mark fue tras él justo cuando la plataforma de aterrizaje comenzaba a rotar: los arbustos, la tierra y los arbolitos apuntaban otra vez hacia el cielo.

Las voces resonaron por el corredor un poco más adelante, pero llegaban demasiado distorsionadas como para descifrar lo que decían. Alec tomó la tableta que Mark le tendía y la guardó en la mochila. Entornó los ojos y caminó hacia adelante, pegado a la pared, llevando a Mark del brazo. En instantes todo volvería a quedar sumido en la oscuridad.

Entraron al vestíbulo muy lentamente. Al parecer, los recién llegados habían decidido detenerse a hablar, porque sus voces se hicieron cada vez más nítidas. Parecían ser solo dos personas. Finalmente, el sargento también se detuvo y, repentinamente, Mark pudo escuchar cada una de las palabras.

—… Al norte, no muy lejos de aquí —decía una mujer—. Ardió como un horno de barro.

Estoy segura de que está relacionado con esa gente que atraparon anoche. Pronto lo sabremos.

—Esperemos que sea así —respondió un hombre—. Como si antes de perder el otro Berg, no tuviéramos ya suficientes problemas. A esos cretinos de Alaska no les importa nada lo que nos pase. Ahora que todo se ha puesto muy raro, te apuesto que no volveremos a saber de ellos.

—Sin duda —dijo la mujer—, ¿podríamos decir que somos prescindibles?

—Sí. Pero no se suponía que fuéramos nosotros. No tenemos la culpa de que el virus esté mutando.

A sus espaldas, la plataforma de aterrizaje emitió un estrépito metálico; era de suponer que la rotación había concluido. Todo estaba negro. Los dos desconocidos comenzaron a alejarse y sus pasos resonaban fuerte, como si llevaran botas.

Uno de ellos encendió una lámpara y el destello de la luz se balanceó por el pasillo. Alec sujetó otra vez el brazo de Mark y continuaron la marcha a una distancia prudente.

Las dos personas no volvieron a hablar hasta que llegaron a una puerta y, cuando la abrieron, se escuchó el chirrido de las bisagras. Al ingresar en una habitación que Mark no alcanzaba a distinguir, el hombre habló una vez más:

—Ah, por cierto, ya le encontraron un nombre. Le dicen la Llamarada.

Y la puerta se cerró de un golpe.