Mark apenas podía contenerse. A pesar de la terrible pesadilla que habían sufrido, Trina y él nunca se habían separado. Solo diez minutos después de constatar su ausencia, la más profunda sensación de desamparo ya se había apoderado de él.
—No puede ser —le dijo a Alec mientras ampliaban la búsqueda alrededor del campamento. Podía percibir la desesperación que había en su voz—. No puede ser que se hayan marchado cuando nosotros no estábamos.
—Y menos sin dejar una nota o algo —se pasó la mano por el pelo y profirió un grito de furia e impotencia.
Alec había logrado mantener la calma con más éxito.
—Tranquilo, muchacho. Tienes que recordar dos cosas: primero, Lana es tan fuerte como yo y mucho más inteligente. Y segundo, estás olvidando los detalles.
—¿De qué hablas? —preguntó.
—Sí, tienes razón, en circunstancias normales no se hubieran movido de acá hasta nuestro regreso. Pero estas circunstancias no tienen nada de normales: hay un terrible incendio en las inmediaciones y mucha gente loca vagando por el bosque, emitiendo sonidos aterradores. ¿Tú te hubieras quedado aquí rascándote la cabeza?
Esas palabras no mejoraron el ánimo de Mark en lo más mínimo.
—Entonces… ¿crees que fueron a buscarnos? Tal vez las pasamos por el camino y no nos dimos cuenta —cerró las manos y las presionó contra los ojos—. ¡Pueden estar en cualquier parte!
Alec se acercó a él y lo tomó de los hombros.
—¡Mark! ¿Qué te ocurre? ¡Trata de calmarte, hijo!
Dejó caer las manos y miró a Alec a los ojos, que eran duros y grises en la tenue luz del amanecer, pero a la vez llenos de genuina preocupación.
—Lo siento. Es que… me estoy volviendo loco. ¿Qué vamos a hacer?
—Vamos a tratar de no perder la cabeza, mantener la calma y pensar. Y después vamos a ir a buscarlas.
—Están con la niña —acotó Mark en voz baja—. ¿Y si esa gente que nos atacó pasó primero por acá y se las llevó?
—Entonces iremos a su encuentro. Pero necesito que te tranquilices, porque si no nunca lo lograremos. ¿Entendiste?
Cerró los ojos e hizo un gran esfuerzo para calmar su acelerado corazón y acallar el pánico que amenazaba con explotar en su interior. Alec encontraría una solución. Siempre había sido así.
Después de unos instantes, abrió los ojos.
—Ya estoy mejor. Lo lamento.
—Muy bien. Así me gusta más —dijo Alec. Retrocedió unos pasos y estudió el terreno—. Ya hay luz suficiente. Tenemos que encontrar algún indicio de la dirección que tomaron: ramas rotas, huellas, maleza cortada, lo que sea. Empieza a buscar.
Desesperado por ocupar la mente en algo que no fueran sus horrendas suposiciones, se puso a investigar.
Todavía flotaban en el aire el sonido del fuego y alguna risa o grito ocasionales, pero a la distancia. Al menos, por el momento.
Recorrió la zona examinando con mucho cuidado cada lugar antes de atreverse a dar el paso siguiente; su cabeza rotaba de un lado al otro y de arriba a abajo como si fuera una máquina.
Lo único que necesitaban era una pista importante y luego les sería más fácil seguir el rastro. De golpe, lo asaltó el espíritu competitivo: quería ser el primero en encontrar algo. Tenía que hacerlo para sentirse mejor y aliviar el miedo que lo embargaba.
No podía perder a Trina. No en ese momento.
Alec se encontraba en cuatro patas, trabajando a unos seis metros del campamento y olfateando como un perro. A pesar de que se veía ridículo, había algo en él que le llegó al corazón.
El viejo oso rara vez revelaba la más mínima emotividad (a menos que estuviera gritando o golpeando algo… o a alguien), pero a menudo mostraba verdadera preocupación por ellos. Mark no tenía ninguna duda de que el hombre se jugaría la vida por salvar a cualquiera de las tres amigas desaparecidas. ¿Acaso él haría lo mismo?
Se toparon con señales obvias del paso de gente: ramas quebradas, huellas de zapatos en la tierra, arbustos pisoteados, pero siempre llegaron a la conclusión de que las habían dejado ellos.
Después de unos treinta minutos, ese hecho hizo que Mark comprendiera que estaban examinando el área situada entre el campamento y la dirección en que se habían ido la noche anterior.
Entonces se detuvo y se incorporó.
—Escúchame, Alec —le dijo.
El viejo estaba en el suelo con la cabeza inclinada dentro de un arbusto y masculló algo ininteligible.
—¿Por qué estamos perdiendo tanto tiempo en este lado?
Su amigo emergió de entre las ramas y lo miró.
—Me pareció lógico. Pensé que podrían haber salido a buscarnos o que las atraparon los mismos chiflados que nos atacaron a nosotros… o que tal vez habían ido a investigar el incendio.
Mark pensó que estaban buscando en el lugar equivocado.
—O huyeron del incendio. No todos tienen ideas tan descabelladas como las tuyas. La mayoría de la gente, al ver semejantes llamas, saldría corriendo en dirección contraria.
—No creo que sea así —dijo Alec descansando todo su peso en las rodillas y estirando la espalda—. Lana no es una cobarde. No se salvaría a sí misma y nos dejaría morir.
Antes de que el soldado terminara, Mark ya había puesto una expresión de desacuerdo.
—Tienes que pensarlo bien. Lana te idolatra tanto como tú a ella. Pensará que estás seguro y que puedes cuidar de ti mismo perfectamente bien. También analizaría las circunstancias con mucho cuidado y decidiría qué es lo que conviene hacer. ¿Tengo razón o no?
Alec se encogió de hombros y lo miró con severidad.
—¿Así que crees que Lana nos abandonaría en manos de esos locos con tal de salvar su vida?
—Ella no sabía que estábamos en manos de semejante gente. Le dijimos que solo iríamos a echar un vistazo, ¿recuerdas? Es probable que después haya escuchado más ruidos, que haya oído y visto venir el incendio. Estoy seguro de que decidió que era mejor marchar hacia el cuartel general del Berg y que nosotros tendríamos la misma idea. Y encontrarnos allí. Tú señalaste claramente en qué dirección debíamos continuar.
Era imposible distinguir si Alec refunfuñaba o asentía.
—Sin mencionar que lleva con ella a una civil —hizo comillas en el aire al pronunciar esa palabra— y a una niñita que probablemente esté aterrorizada. Dudo mucho que Lana fuera a dejarlas solas para salir a buscarnos o arrastrarlas cerca del peligro.
Se puso de pie y se sacudió la tierra de las rodillas.
—Está bien, muchacho. Veo que no vas a dejar de hablar. Me convenciste. Pero… ¿cuál es tu propuesta? —preguntó con una ligera sonrisa en el rostro. Y Mark sabía por qué. El oso estaba disfrutando de ver a su alumno sacar sus propias conclusiones.
Mark apuntó hacia el otro lado del campamento, hacia el sitio que Alec había identificado el día anterior como la dirección hacia donde debían dirigirse. El cuartel general del Berg los estaba esperando: el lugar donde encontrarían a las personas que, una vez más, habían destrozado sus vidas.
—Como ya te dije —comentó Alec con un suspiro exagerado—. Me convenciste. Vamos, comencemos a buscar por ese lado —y le hizo un guiño al pasar junto a él, aunque luego lo miró con el ceño fruncido.
Mark se echó a reír.
—Eres un hombrecito muy extraño —se burló, entre carcajadas.
Alec se detuvo y le dijo:
—Eso es lo que mi mamá solía decirme. Me despertaba por la mañana y después de darme un beso y un abrazo, me decía: «Mi querido Alec, eres un hombrecito muy extraño». Siempre me conmovió, acá —y se señaló el corazón. Luego puso los ojos en blanco con expresión dramática.
—Pongámonos a trabajar.
—¿Ves? —exclamó Mark mientras lo seguía—, ¿acaso necesito más pruebas? Un hombrecito muy extraño. Está confirmado.
—Pero hay una palabra que no es correcta: me temo que no cabe duda de que he dejado de ser un hombrecito. Ya soy todo un hombre —y lanzó un sonido ahogado que seguramente pretendió ser una risa.
Cuando llegaron a la zona que Mark había indicado, caminaron más cuidadosamente y de inmediato volvieron a examinar cada centímetro cuadrado del terreno en busca de alguna huella reveladora. Mark hizo una pausa para captar los sonidos que se escuchaban al fondo, apenas perceptibles sin una concentración profunda. Los crujidos y rugidos del bosque en llamas, todavía a una distancia prudencial pero cada vez más cercana, y los esporádicos gritos y risotadas de sus nuevos y poco confiables amigos. Ellos también se encontraban a una distancia prudencial, aunque era difícil decir de dónde venían esos sonidos. Ahora que el sol había asomado, se notaba que el aire se había vuelto neblinoso a causa del humo.
—Encontré algo —anunció Alec—, ¡ten cuidado! —gritó cuando Mark se acercó pisando con fuerza.
—Lo siento —se disculpó mientras se arrastraba para colocarse junto al soldado, que se hallaba de rodillas. Tenía una rama en la mano, que usaba como puntero—. Hay tres arbustos seguidos que han sido pisoteados y por más de una persona. Puedes ver allá las ramitas quebradas y las pisadas aquí y allí —dijo señalando la más cercana.
Mark se inclinó y la vio: era pequeña, del tamaño exacto de las de Deedee.
—Hay un solo problema —continuó Alec con voz dura.
—¿Cuál? —preguntó de inmediato, con el corazón acelerado.
Alec utilizó la rama para indicar un sitio donde había hojas amontonadas, que se hallaba justo arriba del terreno por el que ellas habían pasado. Las hojas, de un verde brillante, estaban salpicadas con gotitas de sangre.