27

Los árboles y los arbustos del bosque ya se hallaban casi muertos: eso era como un barril de pólvora a punto de estallar. Habían pasado varias semanas desde la última tormenta y todo lo que había vuelto a brotar desde las llamaradas estaba ahora carbonizado. Había estelas de niebla y fuego extendiéndose por el suelo, y el olor a madera embebía el aire.

—¡Será imposible apagar este incendio! —exclamó Alec.

Mark pensó que bromeaba, pero su expresión era grave.

—Ya está totalmente fuera de control —le respondió.

Sin pensarlo dos veces, Alec enfiló directamente hacia las llamas distantes, que aumentaban a cada segundo, y Mark salió tras él. Sabía que debían atravesar ese infierno antes de que creciera tanto que resultara imposible. Tenían que llegar hasta donde se encontraban Trina, Deedee y Lana. Los dos corrieron a través de la maleza, por encima de los arbustos espinosos, eludiendo árboles y ramas colgantes. Aunque el sonido de la persecución aún resonaba a sus espaldas, había disminuido como si incluso sus dementes perseguidores hubieran comprendido que era una locura dirigirse a un bosque en llamas. Pero Mark aún podía escuchar los silbidos y aullidos persistentes que se cernían sobre ellos.

Continuó la carrera con una meta clara: encontrar a Trina.

El rugido del fuego estaba cada vez más cerca. Se había levantado un viento fuerte que avivaba las llamas. A gran altura, una rama gigante se desprendió y cayó entre las copas de los árboles, lanzando chispas a su paso hasta chocar contra el suelo. Alec seguía corriendo raudamente hacia el corazón del bosque incendiado sin disminuir la velocidad, como si su único objetivo fuera entregarse a una muerte feroz y acabar con todo.

—¿No deberíamos cambiar de dirección? —preguntó Mark—. ¿Hacia dónde te diriges?

Alec le respondió sin darse vuelta y Mark tuvo que aguzar el oído.

—¡Quiero acercarme todo lo que pueda! ¡Correr por el borde para saber exactamente dónde estamos! ¡Y tal vez así logremos perder a esos chiflados!

—¿Sabes exactamente dónde estamos? —inquirió. Se movía lo más rápido que podía, pero el soldado seguía delante de él.

—Sí —fue la respuesta cortante, pero sacó la brújula y comenzó a examinarla sin disminuir el paso.

El humo era cada vez más denso y se hacía muy difícil respirar. El fuego cubrió por completo el campo de visión de Mark; las llamas gigantescas y cercanas iluminaban la noche. El calor se alzaba en oleadas que envolvían su rostro, pero luego las ráfagas de viento que venían de atrás las barrían.

A medida que se aproximaban (ya estaban a pocos metros de distancia), esas oleadas ya no importaron más. La temperatura había ascendido de manera alarmante y Mark estaba empapado de sudor; tenía tanto calor que sentía como si su piel fuera a derretirse. Justo cuando comenzaba a pensar que Alec había perdido la razón, este dobló repentinamente hacia la derecha y comenzó a correr en forma paralela a la línea del fuego. Se mantuvo muy cerca de él y, por milésima vez desde su encuentro en los túneles de Nueva York, puso su vida en manos del soldado.

Mientras corría, el calor intenso latía a través de su cuerpo. Por la izquierda lo atacaba un viento sofocante; por la derecha, una brisa más fresca. La ropa caliente contra su piel parecía a punto de arder en cualquier momento, aunque estuviera mojada de transpiración. Su pelo, en cambio, estaba seco: el aire abrasador había absorbido toda la humedad. Imaginó los folículos resecos cayendo en el suelo como las agujas de los pinos. Y los ojos… sentía que se cocinaban dentro de las órbitas. Los entornó y luego los frotó tratando de hacer brotar lágrimas, pero no lo logró.

Pisándole los talones a Alec, continuó rodeando el incendio y rogando que se alejaran de él antes de morir de sed o deshidratación. Lo único que oía era el ruido de las llamas, un rugido constante como el de miles de Bergs con los propulsores encendidos al mismo tiempo.

De repente, una mujer se abrió paso desde el bosque; las llamas brillaban en sus ojos enloquecidos. Mark pensó que la extraña los atacaría y se preparó para pelear. Pero la mujer cruzó por delante de Alec: si hubiera sido un poco lenta, se habría estrellado contra el cuerpo del sargento. Decidida y silenciosa, golpeaba la maleza con los pies mientras corría. Tropezó, cayó y de inmediato volvió a levantarse. Luego desapareció tras la pared de fuego.

Alec y Mark continuaron la veloz carrera.

Finalmente arribaron al borde del infierno. La línea divisoria era mucho más nítida de lo que Mark había pensado. Todavía estaban lejos pero, al virar hacia la izquierda, sintió que una ráfaga de adrenalina recorría su cuerpo, pues ya se dirigían nuevamente hacia Trina. Corrió más fuerte y casi tropezó con los pies de Alec al ponerse a la par de él. A partir de ese punto marcharon uno al lado del otro.

Para Mark, cada respiración era una tarea ardua. Al descender, el aire calcinó su garganta y sintió el humo como veneno.

—Tenemos… que alejarnos… de esto.

—¡Lo sé! —le respondió Alec a gritos, lo cual le provocó un ataque de tos. Enseguida echó un vistazo a la brújula apretada en la palma de la mano—. Falta… muy poco.

Rodearon otro sector donde el fuego era más intenso y, esta vez, Alec dobló hacia la derecha y se alejó de las llamas. Mark lo siguió completamente desorientado, aunque sabía que podía confiar en el viejo oso. Con renovada energía, se internaron en el bosque y anduvieron más rápido que nunca. Cada vez que inhalaba, podía sentir el aire fresco que entraba en sus pulmones.

El rugido de las llamas también se apagó lo suficiente como para permitirle escuchar otra vez el crujir de sus pisadas.

Alec se detuvo de golpe y Mark continuó unos metros más hasta que logró frenar.

Retrocedió y le preguntó si estaba bien.

El hombre estaba apoyado en un árbol mientras intentaba recuperar el aliento. Hizo una señal afirmativa y luego hundió la cabeza en el hueco del brazo y lanzó un resoplido estrepitoso.

Con las manos en las rodillas, Mark se inclinó hacia adelante y disfrutó el breve descanso.

El viento había amainado y el fuego parecía estar a una distancia considerable.

—Viejo, por un rato me tuviste muy preocupado. No creo que haya sido la mejor idea eso de correr tan cerca de ese infierno.

Alec lo miró, pero su rostro estaba oculto en las sombras.

—Es probable que tengas razón, pero es muy fácil perderse de noche en un lugar como ese. Estaba muy concentrado en no apartarme del camino que tenía trazado dentro de mi cabeza —revisó la brújula y después señaló por encima del hombro de Mark—. Nuestro pequeño campamento esta por ahí.

Miró a su alrededor y no vio nada que le indicara que se hallaban cerca.

—¿Cómo lo sabes? Yo solo veo un montón de árboles.

—Porque lo sé.

Unos sonidos extraños poblaron la noche y se mezclaron con el rugido constante del fuego.

Gritos y risas. Era imposible determinar desde qué dirección venían.

—Me parece que esos locos malditos siguen dando vueltas en busca de problemas —comentó Alec con un gruñido.

—Sí, yo esperaba que esos locos malditos hubieran muerto entre las llamas —soltó Mark, antes de darse cuenta de lo mal que había sonado eso. Pero la parte de él que quería sobrevivir a cualquier precio, que se había vuelto despiadada durante el último año, sabía que era verdad. Ya no deseaba tener que preocuparse por ellos. No quería pasar el resto de la noche y el día siguiente mirando por encima del hombro.

—Si los cerdos volaran… —dijo Alec y respiró hondo—. Es mejor que nos demos prisa: tres damas nos esperan.

Comenzaron a correr un poco más lentamente que antes. Aunque no parecían muy cercanos, el regreso de aquellos sonidos había aumentado la tensión.

Unos minutos después, Alec cambió nuevamente el curso. Luego se detuvo, buscó orientarse, observó la zona y señaló hacia la parte baja de una loma.

—Ah —dijo—. Es ahí.

Arrancaron en esa dirección y, a medida que la pendiente se volvía más empinada, resbalaban y se deslizaban por el terreno. El viento había cambiado y ahora soplaba otra vez hacia el fuego, llenando sus pulmones de aire fresco y aliviando esa preocupación, al menos temporalmente. Mark se había acostumbrado tanto a la luz que provenía de las llamas que no había notado que el amanecer ya se había deslizado por encima de ellos: a través de las ramas, el cielo ya no era negro sino violeta y podía distinguir vagamente dónde se hallaba. El paisaje se fue tornando familiar y, de pronto, se toparon con el campamento. Todo seguía donde lo habían dejado, pero no había rastros de Trina y sus amigas.

Un atisbo de pánico brotó en el pecho de Mark.

—¡Trina! —exclamó—. ¡Trina!

De inmediato recorrieron la zona llamando a sus amigas.