26

La escena lo dejó helado y con la vista clavada en el cuerpo retorcido de Jed, que estaba en el suelo en una posición muy poco natural. En toda su vida, Mark nunca había experimentado una hora tan extraña como la que había transcurrido desde su llegada al campamento de la locura. Y cuando parecía que la situación no podía empeorar, un grupo de personas dementes se había acercado desde el bosque profiriendo ruidos de animales y lanzando carcajadas histéricas.

Desvió la mirada gradualmente hacia Alec. Aturdido y en silencio, el hombre se había quedado inmóvil con la vista fija en Jed.

Los sonidos y movimientos entre la tupida arboleda no cesaban: silbidos, abucheos, risotadas, ovaciones y los crujidos de las pisadas.

Los hombres que habían golpeado a Mark y a Alec y luego se habían arrodillado se pusieron de pie y observaron las sogas sin saber qué hacer. Echaron un vistazo a los prisioneros y luego se miraron entre ellos. Las dos hileras de cantantes que estaban detrás actuaban de la misma manera, como buscando a alguien que les dijera cómo reaccionar. Jed parecía haber sido algo así como el eslabón que los unía y, una vez que la cadena se había cortado, sus seguidores eran incapaces de funcionar y se sentían desconcertados.

Aprovechando el caos, Alec fue el primero en entrar en acción. Comenzó a forcejear con la soga que tenía alrededor del cuello hasta que logró introducir los dedos para desatarla. Mark temía que eso sacara a los hombres de su aturdimiento y quisieran vengarse; sin embargo, su única reacción fue soltar las cuerdas. De inmediato siguió el ejemplo de su amigo y empezó a manipular su propia soga hasta que logró desanudarla. Se la pasó por la cabeza justo en el momento en que Alec la arrojaba al piso.

—Larguémonos de aquí de una vez —exclamó con un rugido el soldado.

—Pero ¿qué hacemos con la gente del bosque? —preguntó Mark—. Nos tienen rodeados.

—Vamos —respondió Alec con un profundo suspiro—. Si intentan detenernos, tendremos que abrirnos camino peleando. Deja que estos chiflados se ocupen de ellos.

La mujer que les había hablado primero se aproximó con paso rápido y expresión preocupada.

—Lo único que hicimos fue tratar de mantener alejados a los demonios. Nada más. Y miren cómo han echado todo a perder. ¿Por qué los condujeron hasta nosotros?

Después de hablar, parpadeó y retrocedió tambaleándose con una mano en la sien.

—¿Por qué? —susurró.

—Lo siento mucho —masculló Alec mientras pasaba junto a ella y se acercaba a la hoguera. Había un tronco largo que sobresalía de las llamas crepitantes. Tomó el extremo que no estaba quemado y lo sostuvo en el aire como si fuera una antorcha—. Esto los hará pensar dos veces antes de intentar atacarnos. Vamos, muchacho.

Mark miró a la mujer —que obviamente comenzaba a sentir dolor de cabeza— y las cosas le resultaron más claras.

—¡Muévete ya! —bramó Alec.

En ese momento, decenas de personas con los puños en alto irrumpieron gritando desde el bosque circundante. Había hombres, mujeres y niños, todos con la misma expresión demente, mezcla de furia y de júbilo.

Seguro de que nunca había visto nada semejante, Mark se puso en movimiento. Siguiendo el ejemplo de Alec, alcanzó un tronco de la fogata. Las llamas se agitaron en el extremo cuando lo sacudió en el aire y lo sostuvo frente a él como si fuera una espada.

Las hordas chocaron contra las filas de cantantes al son de bestiales gritos de batalla. Dos hombres dieron un salto en el aire y cayeron sobre la hoguera. Horrorizado, Mark contempló cómo ardían sus cabellos y sus ropas. Al emerger con dificultad de fuego, los aullidos brotaron de sus gargantas, pero ya era demasiado tarde. Envueltos en llamas, corrieron hacia el bosque, donde seguramente provocarían un incendio. Mark volvió su atención hacia el coro de aldeanos, que estaba recibiendo una paliza tremenda. Se sintió abrumado por el caos reinante.

—¡Mark! —gritó Alec cerca de él—, ¡no sé si notaste que nos están atacando!

—Por favor —suplicó una voz femenina a sus espaldas—. ¡Llévenme con ustedes!

Al girar se topó con la misma mujer que había ordenado que los golpearan y casi la quema con el extremo de la antorcha. Lucía transformada, sumisa. Pero antes de que pudiera responder se encontraron en medio de lo que parecía ser una pelea a puños entre miles de personas. Mark recibió golpes y empujones. Para su sorpresa, descubrió que no eran los nuevos contra los viejos.

Muchos de los atacantes se aporreaban entre sí. Vio a una mujer caer en el fuego mientras sus gritos impregnaban el aire. Alguien lo sujetó de la camisa y lo arrastró hacia un costado. Estaba a punto de voltearse con el arma cuando se dio cuenta de que era Alec.

—¡Tienes una habilidad especial para buscar que te maten! —gritó el soldado.

—¡No sé qué hacer ni por dónde empezar! —repuso Mark.

—¡A veces se actúa sin pensar! —replicó Alec. Soltó su camisa y ambos salieron disparados en la misma dirección: hacia arriba de la pendiente y lejos del fuego. Pero había gente por todos lados.

Mark corría blandiendo la antorcha frente a él, cuando de pronto alguien lo tacleó por atrás: dejó caer el tronco encendido y se estrelló de cara contra la tierra. Un instante después, escuchó un estrépito, un gemido y un cuerpo salió volando por encima de él. Al levantar la vista contempló el pie de Alec, que se apoyaba en el suelo después de lanzar una patada.

—¡Levántate! —lo instó. Pero apenas había pronunciado la palabra cuando un hombre y una mujer lo estamparon de un golpe contra el suelo. Mark se puso de pie con dificultad, tomó la antorcha y enfiló hacia donde se hallaba su amigo. Acercó la punta encendida a la nuca del agresor que, soltando un aullido, se llevó las manos al cuello y se apartó de Alec. Luego revoleó el tronco y golpeó en la cabeza a la mujer, que cayó al suelo en medio del crepitar de las llamas.

Mark se estiró y ayudó a Alec a ponerse de pie.

Otras cinco o seis personas cargaron contra ellos. Llevado por el instinto y la adrenalina, Mark comenzó a agitar la antorcha. Primero la descargó sobre un hombre y luego, de un giro, le dio en la nariz a una mujer. Otro individuo, que enfilaba directamente hacia él, recibió la punta del tronco en el estómago, al tiempo que su ropa comenzaba a arder.

Entre golpes y patadas, Alec peleaba al lado de Mark. Levantaba a los lunáticos del suelo y los arrojaba por el aire como si fueran bolsas de basura. Al tener que pelear con ambas manos, en un momento de la riña perdió la antorcha, pero su fuerza de soldado estaba intacta.

Desde atrás, un brazo comenzó a apretar el cuello de Mark y lo dejó sin aire. Desesperado, empuñó el tronco con ambas manos, lo llevó violentamente hacia atrás y erró el golpe. Aunque el oxígeno abandonaba sus pulmones, reunió todas sus fuerzas nuevamente y volvió a probar. Esta vez logró acertar y escuchó un crujido de cartílagos acompañado del grito del adversario. Una ráfaga de aire fresco corrió por su pecho cuando el hombre soltó su cuello.

Cayó al piso mientras luchaba por llenar nuevamente de aire los pulmones. Alec estaba agachado tratando de recuperar la respiración. Gozaron de un breve alivio, pero un vistazo fugaz les reveló que venía más gente en dirección a ellos.

Alec ayudó al muchacho a levantarse. Continuaron la marcha por la pendiente, a veces arrastrándose y otras trepando, al amparo de la espesa arboleda. Escuchó los gritos de sus perseguidores: no iban a permitir que nadie escapara. Al llegar a un sitio más plano echaron a correr a toda velocidad. Y fue entonces cuando Mark la divisó: unos cien metros más adelante, una enorme sección del bosque estaba envuelta en llamas.

Había fuego entre ellos y el campamento donde habían dejado a Trina, Lana y Deedee.