—Me llamo Jedidiah —dijo el desconocido. Sus labios amarillos y deformes estaban torcidos hacia un costado. Tenía un extraño ceceo y en su voz había una carencia total de matices—. Pero mis seguidores me dicen Jed. Ustedes me llamarán Jed porque veo que los han maltratado y ahora son mis amigos. ¿Entendido?
Mark hizo una señal afirmativa con la cabeza, pero Alec solo lanzó un gruñido incomprensible. Siempre desafiante, aunque les habían ordenado echarse de espaldas, el viejo soldado estaba sentado. Pero los hombres que los habían golpeado unos instantes antes, ahora se habían puesto de rodillas, en actitud de rezar. Mark también se sentó, esperando que no lo atacaran nuevamente. Por lo menos, Jed parecía complacido.
—Muy bien —acotó—. Veo que finalmente hemos logrado algo de paz —caminó hacia ellos y se sentó entre el fuego y los prisioneros, con las llamas a sus espaldas. La luz trémula hacía que el contorno de su cabeza se viera mojado y brilloso, como si se estuviera derritiendo otra vez.
Derretirse. Eso es lo que debe haberle ocurrido a este pobre tipo, concluyó Mark.
—¿Las llamaradas solares te hicieron eso? —preguntó.
Jed rio entre dientes, pero el sonido no era agradable ni alegre, sino más bien perturbador.
—Siempre me provoca risa cuando alguien se refiere de esa forma a la plaga diabólica. En ese momento yo también pensé que no era más que un suceso celestial que ocurría en la Tierra de manera casual. Coincidencia, desgracia, mala suerte. Esas fueron las palabras que pasaron por mi mente en aquel entonces.
—¿Y ahora piensas que fueron demonios enormes y malvados que cayeron del cielo? —preguntó Alec con un tono que dejaba claro que le parecía una idea descabellada.
Mark le echó una mirada asesina y, al instante, se sintió muy mal. Su amigo tenía la cara ensangrentada y ya le habían aparecido moretones por la golpiza brutal que había recibido.
—Ya ocurrió dos veces —contestó Jed sin la menor señal de haber captado el sarcasmo de Alec—. Siempre vino de los cielos: una del sol y la otra de las naves. Creemos que es posible que nos visiten una vez por año para castigarnos por haber relajado nuestras costumbres y para recordarnos lo que debemos hacer.
—Dos veces… sol y naves —repitió Mark—. ¿Las llamaradas solares y luego los dardos del Berg?
La cabeza de Jed se sacudió frenéticamente de derecha a izquierda y de inmediato volvió a concentrarse en Mark. ¿Qué rayos era eso?
—Sí, dos veces —respondió el hombre como si lo que acababa de hacer fuera totalmente normal—. Y vuelve a entristecerme y a hacerme gracia a la vez que ustedes no noten la importancia de estos acontecimientos. Significa que sus mentes no han evolucionado lo suficiente como para que sean capaces de captarlos como lo que realmente son.
—Demonios —dijo Mark y casi puso los ojos en blanco, pero se contuvo justo a tiempo.
—Sí, demonios. Quemaron mi cara y la convirtieron en esto que ustedes están viendo. Por eso no olvido cuál es mi misión. Y luego, desde las naves, llegaron las flechitas cargadas de odio. Ya pasaron dos meses y seguimos llorando a los que aquel día perdieron la vida. Ese es el motivo por el cual encendemos las fogatas, entonamos las canciones y efectuamos las danzas. Y tenemos miedo de la gente de nuestro pueblo que decidió no unirse a nosotros. Es obvio que trabajan con los demonios.
—Un momento. ¿Dos meses? —preguntó Mark—, ¿qué quieres decir con eso?
—Sí —contestó lentamente, como si hablara con un niño confundido—. Contamos los días con solemnidad. Cada uno de ellos. Ya pasaron dos meses y tres días.
—¡Alto ahí! —exclamó—. No puede haber pasado tanto tiempo. A nosotros nos sucedió hace pocos días.
—No me agrada… que las personas duden de mis palabras —señaló Jed. Su tono cambió drásticamente a la mitad de la frase y se tornó repentinamente amenazador—, ¿cómo puedes acusarme de decir una mentira? ¿Por qué habría de mentir acerca de algo semejante? He intentado hacer las paces con ustedes, darles una segunda oportunidad en esta vida y ¿es así como me agradecen? —el volumen de su voz había ido aumentando con cada palabra y concluyó gritando mientras se estremecía—, ¡me provoca dolor de cabeza!
Mark se dio cuenta de que Alec estaba por explotar, de modo que extendió la mano y le apretó el brazo.
—No lo hagas —susurró—. Te lo ruego.
Luego se volvió otra vez hacia Jed.
—No, escúchame, por favor. No quise decir eso. Solo queremos entender. En nuestra aldea, las naves nos lanzaron… las flechas hace menos de una semana. Por lo tanto, supusimos que a ustedes les había pasado lo mismo. Y… tú dijiste que la gente murió el día del hecho. Nosotros vimos cuerpos de gente que parecía haber muerto más recientemente. Ayúdanos a comprender.
Tenía la sensación de que había información importante detrás de las palabras de esa gente. No creía que el hombre estuviera mintiendo acerca de la fecha en que había ocurrido el ataque. Ahí había algo raro.
Jed había alzado las manos para colocarlas en el lugar donde debían haber estado sus orejas y se balanceaba lentamente de un lado a otro.
—Algunas personas murieron enseguida. Otras más tarde. Con el paso del tiempo, hubo más sufrimiento. Más muertes. Nuestra aldea se dividió en bandos. Todo esto es la labor del demonio —afirmó y lanzó un gemido que parecía un cántico.
—Te creemos —murmuró Mark—. Solo deseamos entender. Por favor háblanos, cuéntanos lo que ocurrió, paso a paso —intentó ocultar la frustración, pero no lo logró. Era tan difícil.
—Has hecho que el dolor regrese —dijo Jed secamente, mientras continuaba meciéndose: los brazos rígidos, los codos proyectados hacia afuera y las manos en la cabeza. Parecía como si quisiera aplastarse el cráneo—. Es tan doloroso. No puedo… Tengo que… Ustedes deben ser enviados de los demonios. Es la única explicación.
Mark comprendió que se le estaba acabando el tiempo.
—No estamos con ellos. Lo juro. Estamos acá porque queremos aprender de ti. Tal vez te duele la cabeza porque… tienes algún conocimiento que deberías compartir con nosotros.
Alec dejó caer la cabeza hacia adelante.
—Llegaron hace dos meses —comenzó Jed con voz distante—. Y luego la muerte fue viniendo en oleadas. Cada vez duraron más tiempo. Dos días. Cinco días. Dos semanas. Un mes. Y hubo personas de nuestra propia aldea, a quienes alguna vez consideramos nuestros amigos, que trataron de matarnos. No entendemos qué quieren los demonios. No lo entendemos. No… lo… entendemos. Danzamos, cantamos, hacemos sacrificios.
Cayó de rodillas y luego se desplomó en el suelo. Con las manos siempre apretadas contra la cabeza, emitió un gemido largo y doliente.
Mark había llegado al límite de su paciencia. Para él, eso no era más que pura locura y no se podía manejar en forma racional. Le echó otra mirada a Alec y, por el fuego que había en sus ojos, supo que estaba dispuesto a hacer otro intento de fuga. Sus captores seguían arrodillados con la cabeza baja en algún tipo de adoración enferma al hombre que se retorcía de dolor. Era ahora o nunca.
En medio de los lamentos y gemidos de Jed, Mark estaba planeando su próximo movimiento cuando nuevos sonidos surgieron del bosque a sus espaldas. Gritos, aullidos y risotadas, imitaciones de cantos de pájaros y de ruidos de otros animales. Acompañados del crujido de pisadas sobre la maleza, los sonidos escalofriantes continuaron y fueron aumentando a medida que las pisadas se acercaban. Luego, de forma inquietante, los ruidos se desplegaron en un círculo alrededor del claro de la fogata, hasta que estuvieron completamente rodeados por un coro de graznidos, gorjeos, rugidos y risas histéricas. Debían ser decenas de personas.
—¿Y ahora qué? —preguntó Alec con evidente desagrado.
—Nosotros les advertimos sobre ellos —dijo la mujer desde donde se hallaba arrodillada—. Solían ser nuestros amigos, nuestra familia. Ahora están endemoniados y lo único que quieren es atormentarnos y matarnos.
De repente, Jed se enderezó, se apoyó sobre las rodillas y comenzó a aullar con todas sus fuerzas. Sacudió la cabeza violentamente, primero hacia abajo y luego hacia los costados, como si estuviera tratando de liberarse de algo que se hallaba dentro de su cráneo. Mark no pudo evitar deslizarse hacia atrás como un cangrejo hasta que la soga del cuello se puso tensa. El otro extremo seguía en manos de uno de los hombres arrodillados. Jed emitió un sonido espeluznante y desgarrador que interrumpió los nuevos ruidos que provenían del bosque que los rodeaba.
—¡Me mataron! —exclamó con un grito que le rasgó la garganta—. ¡Los demonios… finalmente… lograron matarme!
Con el cuerpo duro y los brazos rígidos a los costados, se derrumbó y un último aliento salió de su boca. Se quedó inmóvil mientras la sangre comenzaba a brotar de su boca y su nariz.